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3101. En un comedor colectivo de Barcelona




Cuando se llega hoy al comedor colectivo, echa una de menos a muchos compañeros. A medida que las fuerzas invasoras se aproximan a Barcelona, las fábricas y los sindicatos van quedando vacíos. Los obreros y los dirigentes políticos y sindicales cambian los instrumentos de trabajo y los puestos de dirección por el fusil. Millares de mujeres son incorporadas al trabajo por el Gobierno Negrín. Ante las oficinas de la Comisión de Auxilio Femenino del Ministerio de Defensa Nacional, que realiza activamente el reclutamiento femenino para las tareas de la retaguardia, se alinean constantemente centenares de mujeres. Todas quieren ser útiles a su patria. Mujeres de todas las edades; mujeres de todas las regiones de España; mujeres con niños en los brazos («Si me colocan al niño en algún sitio, podré trabajar»). Esto permitirá poner en pie de guerra nuevos refuerzos masculinos.

Mientras, se siguen con creciente ansiedad los partes de guerra, bajo las bombas. Porque, según se acercan los fascistas, aumentan los bombardeos sobre la población. Las sirenas alargan constantemente sus aullidos trágicos de extremo a extremo de la ciudad. Las explosiones se suceden a cortos intervalos, y el ambiente se llena de polvo brillante. Las sirenas de las ambulancias cortan el tráfico. Penachos de humo espeso se disuelven en algunos puntos de la ciudad.

Se mira casi con odio a las nubes blancas, que corren transparentes bajo el espacio azul, que ilumina un sol claro. Se sueña en esas lluvias que nos han acariciado algunas noches un reposo sin zozobras; en ese dulce estrépito del agua quebrándose en un terrazo de cinc, mientras se piensa: «Esta noche no vendrán». Y en esas noches se recuerdan tiempos, que la guerra ha hundido en un pasado, que se antoja ya casi lejano: la familia, el trabajo tranquilo, la lectura reposada, los paseos sencillos. «Todo perdido». (¿Para siempre?). Cada cual iba con su destino a cuestas; con sus ilusiones. De pronto hemos sido arrastrados a una existencia de pesadilla; llevamos dos años y medio atenazados por un enemigo cruel que opone a nuestras ansias de libertad millones de toneladas de metralla. Constantemente nuestras mujeres y nuestros niños caen ensangrentados bajo las bombas italianas y alemanas. Restos humanos son recogidos, en inmundas espuertas, en las calles céntricas de la España republicana. Los ancianos españoles perecen de hambre y las criaturas que no caen bajo las bombas contraen tuberculosis en los hogares de Madrid y Barcelona. Las colonias infantiles están llenas de niños sin padres, y los refugios para adultos de Cataluña albergan a mujeres, medio locas por el dolor, que perdieron a sus hijos en las evacuaciones del norte y de Andalucía; acunan historias repetidas de miseria y espanto. Y en todos los campos de España se desangra en anhelos de independencia la juventud más brava del mundo.

¿Qué hemos hecho para merecer este martirio? «¿Qué hemos hecho?». Cada mujer sin hombre y sin hogar se hace esta pregunta: «¿Qué hemos hecho?». Una ola de invasión nos aplasta, tritura nuestros huesos y nuestros alientos, hora a hora, desde hace cerca de tres años. Una avalancha de muerte empuja a los españoles hacia las más altas cumbres del heroísmo y al fondo de la más dramática y desoladora miseria. «¿Qué hemos hecho?». Negarnos a ser pisoteados en nuestras libertades, en nuestras aspiraciones democráticas. Amar entrañablemente nuestras tierras y nuestros mares libres; nuestra montañas y nuestros valles; nuestros ríos inmortalizados por el esfuerzo viril de los buenos hijos de España. Este es nuestro único de lito: «querer seguir siendo españoles». Y por serlo, por sentir hondamente la patria, vivimos acosados como fieras; se nos asesina en el trabajo y en el descanso; se envenena con hierro y fuego el aire que respiramos. Y por serlo, por querer seguir siendo españoles; por querer seguir pisando libremente la tierra donde hemos nacido, la tierra que es nuestra; cantan día y noche nuestras máquinas; mueren los hombres, cara a las trincheras de los invasores, con canciones de vida en los labios; se endurecen y deforman las manos de las mujeres españolas en los tornos de las fábricas. Por eso somos refugiados, ayer en Madrid y Valencia, y hoy, en Barcelona; por eso proseguimos templados, firmes, nuestra marcha a través de toda esta corteza de tierra española, que no queremos perder.

Y por esto las calles de Barcelona aparecen agujereadas de dolor y empenachadas por las banderas del heroísmo y el martirio. Y vibrantes letreros se lo gritan al pueblo catalán: «¡Catalans: lluiten per nostra terra!».

Y por esto mismo el comedor colectivo que reúne cada día a decenas de personas, que se afana por lo que es la aspiración de todo el pueblo, el triunfo de la República, que es el triunfo de la democracia, que es la independencia de España, se va quedando día a día vacío.

Varias mesas están hoy desocupadas. Alguien pregunta:

—¿Y los compañeros que se sentaban ahí?

Y alguien contesta:

—Esta mañana salieron para el frente.

Preside el comedor un cartel con letras azules, editado por las Brigadas Internacionales, recién disueltas espontáneamente por el Gobierno de la República, que dice: «Compañeros españoles: nos llevamos al marchar la promesa de que seguiréis luchando, con el heroísmo que lo venís haciendo hasta aquí, por conservar y reconquistar la tierra que cubre a nuestros héroes caídos». 

Lo firma otro héroe. Luigi Gallo.


Luisa Carnés
De Barcelona a Bretaña, 1939







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