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3105. Entre los guardias de asalto


Los guardias, por la calle

Cuatro camiones repletos de guardias de Asalto corren por la calle Mayor, a las ocho de la mañana, a poca distancia unos de otros. Los escasos transeúntes de la Puerta del Sol se miran un poco inquietos.

—¿Qué pasará a estas horas? —oímos decir a una modistilla. 

—¡Vaya usted a saber! —le contesta un pacífico y comunicativo oficinista. 

—Pues como «esos» lleven ganas de pegar… se han lucido los perturbadores. Después dirán que «al que madruga Dios le ayuda…». 

—No pasa «na», hombre…, «asolutamente na» —añade un barrendero pacífico—. Lo que hay es que los de Asalto van todas las mañanas al campo a hacer… «ginasia»… y hasta creo que los hacen jugar al «furbol». 

La modistilla interviene otra vez, burlona: 

—Y eso, ¿«pa» qué? Porque «pa» que crezcan digo yo que no será… Pues así que no están desarrollados los angelitos.

—No; es «pa» que se pongan «bronceaos»; ¿no es eso ahora lo que gusta? —interroga el barrendero, mientras dirige a la muchacha una mirada insinuante. 

—¡Miren el de la escoba, y qué buen humor tiene desde por la mañana! Pero conmigo…, ¡no hay de qué! Eso se lo cuenta usted a un guardia…, pero de Seguridad, ¿eh?, que los de Asalto son muy simpáticos… y no se tratan con el personal subalterno. 

Tenía razón el barrendero. En la calle no pasa nada, y los camiones de Asalto, que un momento han alarmado a los transeúntes, van a la Casa de Campo. En el patio del Ministerio apenas quedan veinte guardias como medida preventiva.

—De día y de noche hay aquí una compañía —dice el jefe, comandante Anguiano—. Vea usted dónde duermen, o, mejor dicho, dónde descansan por las noches —y me muestra una habitación con una especie de anaquelería que sirve para que se tiendan estos hombres tan grandes—. Resulta un poco estrecho, porque esto se hizo para personas de tamaño normal. Pero ya se arreglará todo.

Pasamos a otra habitación, donde está instalado el botiquín de urgencia. 

—En caso de que ocurra alguna contrariedad aquí se les cura provisionalmente. Hay un médico de guardia por cada compañía. Cuando se trata de reprimir desórdenes de alguna importancia, sale el médico con ellos y va al lugar de los sucesos. 

—¿En el mismo camión? 

—Hasta ahora, sí; porque no había otro remedio. Pero en lo sucesivo, el médico irá detrás, con el capitán, en un coche ligero. Cuando volvemos al patio sale otro camión, que lleva a los oficiales de Asalto también a la Casa de Campo.

—¿Vamos? —me dice el comandante.

Todos obedecen a unos oficiales pequeñitos

A medida que nuestro coche se acerca a la explanada donde los guardias hacen instrucción, se oyen claramente unos silbidos agudísimos, que deben de ser conminatorios, porque inmediatamente después se percibe un taconeo atronador, que recuerda mucho a los noticiarios sonoros. Un poco después se desarrolla ante nosotros un espectáculo por demás paradójico. Más de cien guardias, de estatura imponente, ejecutan, con una rapidez vertiginosa y una unanimidad sorprendente, las órdenes que reciben de un oficial pequeñito, que al lado de estos hombres parece un niño vestido de soldado. 

—Piii… —dice el silbato. Sigue un silencio profundo, en medio del cual suena la voz opaca del oficial.

—¡A los camiones! 

Otro silbido más fuerte que el primero, y segundos después vemos a los guardias encaramados en las plataformas. 

—Piii… ¡A tierra!… Piii… 

Ya están otra vez en el suelo, en espera de un nuevo silbido, mediante el cual, todos, como un solo hombre, apoyan la mano derecha sobre el lado izquierdo del cinturón, dispuestos a manejar lo que en términos técnicos se llama «la defensa», y en lenguaje vulgar recibe la denominación de porra.

No; de verdad que no resultan mal los vistosos uniformes en el ambiente bucólico de la Casa de Campo. Solo hay un momento capaz de alarmar al hombre de acción más valeroso, y es cuando, respondiendo a la orden de ataque que acaba de darles el oficial, vemos que la masa enorme de «conjuntistas» avanza hacia nosotros en actitud nada tranquilizadora.

Se les ve aumentar por momentos, y, francamente, asustan un poco, a pesar del gesto desenfadado y de la sonrisa que asoma a los labios de muchos.

—¿Eh? ¿Qué tal? —me pregunta el comandante Anguiano, en tono de broma al advertir la cara de susto que he debido poner. 

—¡Magnífico! Pero…, en fin…, ¿sabe usted? Hay cosas… que ni de mentirijillas…

Los guardias, galantes y sentimentales

Ahora están en un momento de descanso, que aprovecho para charlar con estos hombrones, que, en el fondo, son unos buenos chicos. Al azar me acerco a una especie de mole inmensa, que sonríe beatíficamente mientras juguetea con las ramas de los árboles, y observo que me dice algo desde las alturas donde está enclavada la boca de esta «criaturita». 

—¿Quéee? —le contesto, haciéndome oír con dificultad a causa de la enorme distancia que me separa de su oreja derecha.

Por fin, se sienta en el suelo, y de este modo podemos llegar a una inteligencia. 

—Decía que no hay que asustarse. Aquí no hacemos nada.

—Pero ¿y en la calle? 

—Tampoco. Apenas un golpecillo con la defensa o un coscorrón, pero eso no tiene importancia. 

—Pero es que un golpecillo de ustedes… 

—Siempre será mejor que un balazo. ¿No le parece? 

—Pero es que ustedes no se imaginan lo que impone verles avanzar con esa desenvoltura con que lo hacen. 

—Ya lo creo que lo sabemos, y esa, precisamente, es nuestra fuerza. Si nos hubiera usted visto hace poco tiempo, cuando estuvimos en Sevilla. Bastaba nuestra sola presencia para que los más esforzados enemigos de la República se lanzaran furiosamente a refugiarse donde buenamente podían. 

—«Josú»… —interviene un andaluz —, si hasta había algunos que se tiraban de «cabesa ar Guadarquivi»…¿«Sabusté» quiénes tenían menos miedo?… «Pos» las mujeres. 

—¡Claro! —contesta mi primer interlocutor—. Porque saben que nos da «aquel» de pegarlas. A mí no hay cosa que más rabia me dé que el que las mujeres se metan en líos de esos de alborotar. 

El andaluz sonríe ante estas manifestaciones de un compañero y trata de explicarme. 

—Diga usted que eso son algunas nada más. En mi tierra mismo, que es donde hay más lío, nos hemos «tropesao» con muchas «mositas pasíficas» y republicanas…, y… que, vamos…, no nos miran «der to» mal…

—¿Sí?… 

—«Naturá»… Lo que pasa es que este viene un poco «despechao»… ¿Lo digo?… Pues allá va. Diga usted que aquí «er» compañero, en sus ratos de «osio», le dio por «cortejá» a una muchachita como las propias rosas. 

—Y le resultó comunista. 

—No; era de la UGT. Pero después que este le «hiso» la declaración «mu formá», ella le contestó que «pa» casarse necesitaba un hombre, y no la «Girarda» vestida de uniforme. 

—Es que no puede usted imaginarse la guasa que se traen las paisanas de este amigo. Otra me dijo que para resultar elegante de todo no me faltaba más que un letrerito que dijera: «gas en cada piso»…

Aquí no hay analfabetos

El pito del oficial corta la charla. Ahora los llaman a instrucción teórica, y acuden todos sentándose tranquilamente bajo unos árboles. Desde que sonó el pito hasta que cada uno logra acomodar su metro y pico de piernas de forma que no moleste a los demás, transcurren unos minutos. 

Cuando, por fin, han logrado acomodarse, el oficial reclama silencio, y de pie, junto al grupo, empieza su charla diaria.

—Esto —me dice el comandante—, cada día lo hace un oficial distinto. Son pequeñas conferencias sobre diversos temas. En general, a los guardias les interesa mucho, porque hay que tener en cuenta que casi todos son muchachos que tienen alguna instrucción. Ya ve usted; hay cerca de dos mil y puede decirse que aquí no existe el tipo de analfabeto, tan corriente entre los soldados. Gracias a esto creo que conseguiremos formar un cuerpo de guardia que esté a la altura de los mejores del mundo. 

—¿Qué región de España es la que ha dado más guardias de Asalto? Hasta ahora, Galicia. No tiene usted idea la cantidad de gallegos que se han presentado en esta última convocatoria. Después, Castilla. Aragoneses también hay bastantes. Andaluces, pocos. También de aquí, de Madrid, hay un buen número. 

—¿Qué edad se exige para ser guardia de Asalto? 

—Para ingresar deben tener de veinticinco a veintinueve años. Luego, a medida que pase el tiempo, irán pasando a prestar servicio como guardias de Seguridad. De esta manera se conseguirá seleccionar también este Cuerpo, porque no es mala prueba haber estado en Asalto unos cuantos años. 

—¿Qué es lo que exigen para ingresar, además de edad, estatura y salud? 

—Pues verá usted. Primero, un examen breve de lo que pudiéramos llamar cultura general. Hay muchos a los que esto no les hace falta, porque saben más de lo que se exige, que son las cuatro reglas, leer, escribir y no sé si algo más. Digo que no les hace falta a algunos, porque entre ellos hay varios estudiantes de carrera y un considerable número de bachilleres. Luego, el ejercicio práctico; este es el más importante, y ya le explicará el profesor de Gimnasia en qué consiste. Desde luego, a lo que más se atiende es a las cualidades físicas del individuo. Puede darse el caso de que se presente un joven alto, robusto y de valor acreditado que haga maravillosamente las pruebas prácticas, pero que no conteste a las preguntas de cultura general. En este caso no vamos a privarnos de un magnífico guardia porque no sepa hacer una cuenta de dividir. Ya tendrá tiempo de aprenderlo. 

Ya están otra vez sobre los camiones, esperando a que suene el pito que ordena la salida. Una vez que esto ocurre, los «autos» se ponen en marcha. 

—¿Ve usted? Ahora van a diez kilómetros por hora, y la distancia entre cada camión es de diez metros. A medida que la velocidad aumenta, aumenta también la distancia. A los veinte kilómetros corresponden veinte metros de separación; a los treinta, treinta metros, y así sucesivamente. 

Detrás de los coches sale una motocicleta guiada por un guardia y ocupada, además, por el suboficial.

—Eso es lo que llamamos la camioneta de enlace, que va corriendo la fila y transmite las instrucciones de unos coches a otros.

Cómo se entrenan los «sin vestir»

De la Casa de Campo nos encaminamos a Carabanchel, con objeto de ver entrenarse a los «sin vestir», o sea a los recién ingresados, que todavía no han empezado a prestar servicio y ni siquiera tienen uniforme. 

Todos están en traje de futbolista. Ante nuestra vista se desarrolla un espectáculo magnífico, un poco impresionante. Diez o doce hombres, que son diez o doce gigantes, aporrean a compás dos o tres sacos de serrín. Practican este sencillo deporte con mucha marcialidad, pero con un ímpetu, que da la impresión de que aquellos sacos son los más feroces enemigos de la República. 

—Lo hacen muy bien —afirma una mujer, que, para no perder su tiempo, ha instalado aquí un puestecito de bocadillos. 

Un muchacho que la ayuda y que debe ser su hijo, los mira ensimismado y un poco triste, pero la mujer te dice, zarandeándole: 

—Mira, mira. ¿No decías tú que querías ser comunista? Pues atiende… El muchacho queda un momento pensativo, y luego añade, sin dejar de mirar a aquellos hombres: 

—No, madre. Eso era antes… Ahora lo que quiero ser es guardia de Asalto. 

Un poco más lejos de nosotros, veinte o veinticinco hacen gimnasia, y más allá, otro grupo ensaya un paso ligero, mientras cantan, con toda la fuerza de sus pulmones:

Marcial, eres el más grande; 

se ve que eres madrileño…


—Siempre que se lo permite la clase de ejercicio, cantan —me dice el comandante—. Está mandado así; pero no crea que hay que recordárselo. Como son jóvenes y tienen buen humor, lo hacen de la mejor gana. 

Ahora el ejercicio es más lento y a él corresponde una canción más reposada.

Se lo «pues» pedir 
a Victoria Kent, 
que lo que es a mí, 
no ha nacido quién…

De pronto se callan y se sientan en el suelo, formando círculo. En medio del círculo se presentan dos boxeadores, pero dos boxeadores de verdad. 

—¿Estos quiénes son?, pregunto al profesor. 

—Son guardias —me contesta—. Han ingresado en la última convocatoria.

—Pero esas caras…, esas espaldas… 

—Es que, además, son boxeadores profesionales; pero se conoce que, mientras les llega la hora del triunfo, han querido proporcionarse un oficio seguro. De este modo ganan su vida y no pierden facultades. De vez en cuando los contratan. Algunos domingos han pedido permiso al comandante porque tenían que boxear en público, y, naturalmente, les ha sido concedido. 

—¿No son más que estos dos? 

—Hay más. Profesionales hay seis y «amateurs», otros tantos. 

Ha empezado el espectáculo, y hay que ver con qué fruición se pegan estos dos hombres. Al terminar el primer encuentro, los espectadores aplauden frenéticamente, y los dos, por igual, son felicitados con entusiasmo. 

Luego empiezan otros dos, y así hasta que el profesor anuncia que ha llegado la hora de vestirse y marchar cada uno a su domicilio. 

Pero como están aquí desde las siete de la mañana, todos, sin excepción, sienten en el estómago un cosquilleo molesto, y, con objeto de reponer fuerzas, se lanzan sobre el puesto de bocadillos con tanta energía como sobre un grupo subversivo. 

—A mí, tres de jamón… 

—Pronto…; aquí, cuatro de chorizo… 

La mujer se hace un lío y no sabe cómo atender a tantos hombres hambrientos. 

—Ya no quedan más. Anda, chico, vete a por otro cesto. 

—Qué, ¿tienen buen apetito los guardias? 

—Fíjese usted, con lo grandes que son, y los tienen toda la mañana haciendo «ginasia»… Mire usted, hace un minuto tenía en el puesto sesenta bocadillos y ya no me queda ninguno.

De vuelta

Cuando emprendemos el regreso a Madrid, el comandante me dice, con el orgullo de un padre bonachón: 

—¿Qué le han parecido «mis chicos»? 

—Magníficos. Yo creo que después de una de estas visitas no habrá persona amante de su integridad física que no se sienta decididamente partidaria del Poder constituido.ç

Lo que dice el ministro

—Los guardias de Asalto —dice el ministro de la Gobernación— constituyen la vanguardia del Cuerpo de Seguridad, y es una fuerza exclusivamente de choque. De ahí que se tienda a evitar que actúen individualmente y ni siquiera por parejas, sino siempre en pelotón, tan numeroso como lo exijan las circunstancias. 

—¿Cuál es su finalidad principal? 

—Evitar las represiones sangrientas. Antes, y a consecuencia del armamento de que están dotados los Cuerpos de Seguridad y Guardia Civil, se producían con frecuencia choques contra la fuerza pública de los que resultaban desgracias irreparables, que, de ordinario, no guardaban relación con el motivo que las provocaba. 

Al advenir la República, esta se encontró con que no disponía de un Cuerpo apto para reprimir los desórdenes que lógicamente habrían de producirse, y como en modo alguno queríamos llevar la represión más allá de sus justos límites, se creó el Cuerpo de Asalto como ensayo, que, afortunadamente, ha dado los resultados más satisfactorios que pudieran soñarse. 

En todas partes donde han actuado han conseguido cumplir su misión sin que tuviera que intervenir otra clase de fuerzas. Muchas veces, y en aquellos lugares a los que ahora se les llama puntos neurálgicos, ha bastado la sola presencia de los guardias para que se disolviera cualquier intento de manifestación o conato de rebeldía. 

—Entonces, el Gobierno, y particularmente usted, ¿están satisfechos de esta organización? 

—Yo, por mi parte, no solo estoy satisfecho, sino, y permítame esta palabra, estoy archisatisfechísimo, hasta el punto de haber aumentado considerablemente el número de guardias, porque creo que esta fuerza está llamada a evitar muchos disgustos a la República y a los mismos alborotadores. 

—¿Y no teme usted que estas represiones incruentas resulten poco intimidatorias? 

—Al contrario. Y la prueba es que la gente corre más cuando ve a los de Asalto que cuando ve a la Guardia Civil. Y es natural. Los tiros, suponiendo que los haya, y no los hay no tratándose de un caso grave, solo alcanzan a muy pocos afortunadamente, mientras que un golpe o una bofetada de los atletas que tenemos abajo, se la encuentra quien menos lo piensa. Por muy antirrepublicanos que sean los alborotadores, en general, temen bastante a la paliza, aunque sepan que después no les pasa nada. Más, mucho más que a los tiros, créame usted. Claro que también llevan pistolas para el caso de que fuera necesario emplearlas, y hasta se les ha dotado de mosquetones; pero, hasta ahora, se van defendiendo sin tener que emplear estas armas. Les sobra con «la defensa» y la fuerza que tienen. 

—Se dice que van a emplear el agua, como en otros países, para disolver manifestaciones. 

—Sí. Dentro de muy poco se les dotará de unos tanques con una torreta, que lanza un chorro de agua a dieciocho atmósferas. De este modo no será necesario ni siquiera que se acerquen al lugar del suceso. El tanque lleva además, en la parte inferior, una cortina de agua, que impide la aglomeración de gente a su alrededor. 

—¿Cuántos guardias hay ahora? 

—En el nuevo presupuesto hay dotación para dos mil quinientos. Aún no prestan todos servicio. Tenemos veinte compañías repartidas por los puntos estratégicos de España. 

—¿Cuáles son estos? 

—Aquellos desde donde es más fácil distribuir a los guardias en un momento dado. 

—¿Y no piensan aumentar el número? 

—Por ahora no es posible. Ya veremos cuando se confeccione el nuevo presupuesto; pero yo creo que con dos mil quinientos hombres de ese tamaño ya se pueden reprimir desórdenes. Además, disponen de medios de locomoción muy rápidos, que les permiten desplazarse cómodamente. Dentro de poco llegarán sesenta camiones nuevos y algunos coches ligeros. Disponen también de motos de enlace. En fin, que no les falta nada para poder equipararse con las organizaciones de este tipo que ya existen en otros países. 

Como el tiempo del ministro de la Gobernación es oro, y oro de ley a juzgar por lo solicitado que está, me despido para que pase una nutrida comisión que espera en la antesala.


Josefina Carabias
Estampa, 9 de julio de 1932







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