Lo Último

3268. Frente a frente




La guerra allí no existía. Existían tan sólo los cerros azules al fondo, la media luna de la playa ancha y profunda a nuestros pies y el agua azul al frente. La carretera estrecha que corría a lo largo de la costa estaba alfombrada de arena fina. Al lado de la carretera, donde la tierra comienza a ser firme y las caracolas raras, habían surgido casitas de madera, mitad fonda y mitad taberna. Porque en tiempos de paz, San Juan de la Playa era un sitio de veraneo. Un kilómetro más allá estaba el pueblecito donde vivían los padres del padre Lobo con su hija inválida, envueltos en una quietud a la que prestaban calor los hijos y hermanos, todos trabajando en la guerra. Para la madre, toda la vida se encontraba alrededor de su hijo el sacerdote. 

 

Fueron ellos quienes nos mandaron a su amigo Juan, el propietario de una de estas fondas y uno de los más famosos cocineros de arroz entre Alicante y Valencia. Nos alquiló un cuartito abierto al mar y nos dio la libertad de su casa y su cocina. De él aprendí a hacer una paella. Ilsa arregló con Juan que daría lecciones a sus dos hijas, lo cual nos permitiría vivir muy económicamente. Nos quedaba poco dinero. Secretamente, siempre he sospechado que Juan tenía la esperanza de que yo era un aristócrata disfrazado y huido, pues a pesar de sus protestas de republicano, no muy calurosas, uno de sus temas favoritos era explicarme con nostalgia los tiempos de los «señores» en que podía desplegar la cualidad de sus guisos con el mayor esplendor del servicio de mesa que daba a sus paellas el último toque. 

 

Los días de noviembre en la costa de Alicante eran calientes, llenos de calma y de sol. En las tardes, cuando el agua comenzaba a estar fría, nos dejábamos secar en la arena cálida y contemplábamos los suaves rizos del agua sobre la playa. Algunas veces tendía cordeles, pero nunca llegué a pescar nada. Cuando comenzaba a surgir del horizonte del mar la sombra de la noche en los lentos crepúsculos, nos íbamos a lo largo del borde del mar -y los chiquillos del pueblecito también-, pescando los diminutos cangrejos de playa que denuncian su presencia por los bultos que forman en la arena recién mojada.  

 

Comencé a dormir en las noches. Durante el día, Juan me dejaba trabajar en el comedor o en el emparrado frente al mar. Pasaban pocas gentes y el único otro huésped en la casa trabajaba en una factoría para el montaje de aviones en Alicante, Comencé a pensar en un libro que quería escribir -mi primer libro- coleccionando historias primitivas de gente primitiva en la guerra, tales como las que había urdido para mis charlas de radio. Pero primero tenía que reparar la máquina de escribir portátil que Sefton Delme había desechado, inutilizada después de su esfuerzo de aprender a escribir a máquina. Cuando la quiso tirar, le pedí que me la diera y se rió a carcajadas con la idea de que alguien pudiera volver a utilizarla después de haberla martirizado con sus dedos enormes.  

 

Ahora era nuestra mayor riqueza, pero no escribía aún y yo odiaba escribir a mano; era demasiado lento para seguir el curso de mis ideas. 

 

Sobre la mesa más grande de pino fregado que había bajo el emparrado, desmonté la máquina, extendí sus mil y una piezas, las limpié y remendé y fui sin prisa reconstruyendo el mecanismo. Era un buen trabajo. Me parecía estar oyendo a mi tío José:  

 

«Cuando yo tenía veinte años comencé a escribir. En aquel tiempo, sólo la gente rica usaba plumillas de acero. Los demás teníamos aún plumas de ave, y antes de aprender a escribir, tuve que aprender cómo cortarlas con un cortaplumas. Pero eran demasiado finas para mis dedos, y me hice una pluma gruesa de un trozo de caña.»  

 

Yo también tenía que cortar mi pluma antes de escribir mi primer libro, aunque la mía era mucho más complicada que la del tío José. Pero yo también estaba a punto de comenzar a aprender a escribir. 

 

En aquellos primeros días era completamente feliz, sentado al sol, envuelto en la luz, el olor y el sonido del mar, reconstruyendo y remendando un mecanismo complicado cómo me fascinaba la maquinaria!-, mi cerebro embebido en el laberinto de piezas frágiles, y en la visión de un libro, el primer libro, que iba tomando forma en el fondo de mi mente.  

 

En una noche plateada, llena de cantos de grillos y croar de ranas, oí el zumbido pesado de aviones acercándose y alejándose, para volver a acercarse. No hubo más que tres explosiones sordas, la última de las cuales sacudió la casita. A la mañana siguiente supimos que una de las bombas arrojadas por los Capronis -había visto uno de ellos brillar como una gigante mariposa de plata en la luz de la luna- había caído en Alicante en un cruce de calles, derrumbando una docena de casas de adobe, y matando a unos cuantos trabajadores pobres que vivían en ellas. La segunda bomba había caído en un campo desierto. La tercera había caído en la huerta de un viejo. Había destruido sus plantas de tomate y no había matado más que una rana que quedó despatarrada en el borde del cráter. La risa estúpida del mecánico de aviación ante la idea de una bomba matando una rana, me puso furioso. El jardín herido se había apoderado de mí. No podía concebir que fuera materia de indiferencia, y menos de burla, el herir cosa viva alguna. El total de la guerra estaba simbolizado allí en los árboles y las plantas arrancados por una bomba, en la rana muerta por la contusión. Ésta fue la primera historia que escribí con la máquina ya curada.  

 

En la cuarta semana de nuestra estancia en San Juan de la Playa nos despertó una llamada pesada a nuestra puerta. Abrí, vi la cara asustada de Juan, y dos hombres le empujaron a un lado y llenaron el marco de la puerta:  

 

Policía. Aquí están nuestros carnets. ¿Es esta señora una austríaca llamada Ilsa Kulcsar? ¿Sí? Pues haga el favor de vestirse y salir.  

 

Aún no había salido el sol y el mar estaba plomizo. Nos miramos unos a otros sin decir nada y nos vestimos de prisa. Una vez fuera, uno de los agentes preguntó a Ilsa:  

 

¿Tiene usted un marido en Barcelona?  

 

No dijo asombrada.  

 

¿No? Bueno, pues aquí tenemos una orden de Barcelona para que la llevemos a su marido, Leopoldo Kulcsar, que la reclama.  

 

Si el nombre es Leopoldo Kulcsar, efectivamente es mi marido legal, de quien estoy separada. Ustedes no tienen derecho a obligarme a que vaya con él, si es que realmente está en Barcelona.  

 

Bueno, nosotros no sabemos nada más que tenemos la orden de que se venga con nosotros; y si no quiere venir, pues no tenemos más remedio que llevarla detenida. Ahora usted verá si quiere venir o no.  

 

Antes de que Ilsa contestara, dije:  

 

Si la arrestan, me tienen que arrestar a mí también.  

 

¿Y usted quién es?  

 

Se lo expliqué y les mostré mi documentación. Se marcharon a discutir a solas el nuevo problema. 

 

Cuando volvieron a entrar, uno dijo:  

 

El caso es que no tenemos órdenes…  

 

Ilsa interrumpió:  

 

Me voy con ustedes, pero únicamente si él me acompaña.  

 

El segundo agente gruñó:  

 

Que se venga. Si tenemos que arrestarla a ella, tendríamos que arrestarle a él también.  

 

Nos dieron el tiempo justo para liquidar cuentas con Juan, dejarle encargado de nuestro equipaje y preparar una maleta pequeña. Después nos metieron en el coche que esperaba fuera.  

 

No te apures dijo Ilsa, como es Poldi quien ha empezado la caza, es indudable que debe haber un error estúpido.  

 

Lo que sí era indudable era que ella no entendía lo que estaba pasando. Había leído el sello y mirado los carnets de los policías, y sabía que estábamos en manos del famoso y temible SIM (Servicio de Inteligencia Militar). Aquella historia sobre el marido de Ilsa no era más que una pantalla. El intento que había fracasado en Madrid se intentaba ahora a través de una agencia mucho más poderosa, en un sitio donde la ayuda de otros era completamente imposible. Lo único que me asombraba era que no nos hubieran registrado. Yo tenía en el bolsillo una pistola pequeña que Agustín me había dado al salir de Madrid.  

 

Nos llevaron a lo largo de la carretera de la costa hacia Valencia. Después de la primera media hora, los dos agentes comenzaron a preguntarnos sobre nuestros asuntos, con una simpatía reservada. Discutimos la marcha de la guerra. Uno de ellos dijo que era socialista. Nos preguntaron dónde podíamos tener una comida decente y les propuse ir a casa de Miguel en el Peñón de Ifach. Con asombro mío nos llevaron allí. Miguel los miró agrio, escudriñó la cara serena de Ilsa, arrugó el entrecejo y me preguntó qué queríamos comer. Nos preparó una gallina frita con arroz a la marinera y se sentó a nuestra mesa. Fue una comida increíblemente normal. Cuando bebíamos despacio el último vaso de vino, uno de los agentes dijo:  

 

¿No escucháis nunca la radio? Durante días se ha dado un mensaje a la camarada para que se pusiera en contacto con su marido.  

 

Me quedé pensando lo que hubiéramos hecho si lo hubiéramos oído, pero ¿quién escucha los mensajes de la policía al final de las noticias?  

 

Mucho más humanizados por la comida y el sol, volvimos todos al coche. Miguel nos estrechó la mano y dijo:  

 

¡Salud y suerte! 

 

Me adormilé, agotado por mis propios pensamientos y por la imposibilidad de hablar libremente con Ilsa. Ella estaba disfrutando con el viaje, y cuando llegamos a un naranjal, los agentes pararon el coche para que pudiera cortar una rama cargada de frutos en los tres colores, verde, amarillo y oro. La llevó a Barcelona. No podía entender su alegría. ¿Es que no se daba cuenta del peligro? O, si era verdad que el marido legal de ella estaba detrás de todo aquello, ¿no se daba cuenta de que podía querer sacarla a la fuerza de España y, posiblemente, deshacerse de mí también?  

 

De pronto, cuando ya estábamos cerca de Valencia y la tarde estaba cayendo, el más rudo de los agentes dijo:  

 

Si entramos en Valencia antes que sea de noche, seguro que nos van a largar otro servicio. Vamos a dar la vuelta alrededor de la Albufera; a la camarada extranjera le va a gustar.  

 

Me quedé rígido en mi asiento y no dije nada. La Albufera de Valencia es la laguna en la cual se habían arrojado los cadáveres de los asesinados en los días caóticos y violentos de 1936. Su nombre me hacía estremecer. Cautelosamente metí la mano en el bolsillo y quité el seguro de la pistola. En el momento que pararan y nos ordenaran bajar, comenzaría a disparar a través del bolsillo y no íbamos a ser los únicos muertos. Miraba los movimientos más insignificantes de los guardianes. Pero el uno iba adormilado y el otro charlaba sin parar con Ilsa, señalándole los patos, los campos de arroz, las redes de los pescadores, explicándole la vida de los pueblos y el tamaño de la laguna ancha y poco profunda, con su barro rojizo tiñendo las aguas. Y el coche seguía a un paso igual.  

 

Habíamos pasado ya varios sitios que hubieran sido un lugar ideal para una ejecución rápida sin testigos. Si querían hacerlo, tenían que darse prisa. Estábamos ya al final de la Albufera.  

 

Volví a echar el seguro de la pistola y la dejé caer en el fondo del bolsillo. Cuando saqué la mano la tenía agarrotada, y me estremecí.  

 

¿Estás cansado? dijo Ilsa. 

 

Cuando llegamos a Valencia era ya de noche y nos llevaron al domicilio del SIM. Nos dejaron esperando en una sala sucia, con agentes cuchicheando detrás de nosotros. Telefonearon a Barcelona, donde se había trasladado recientemente con el Gobierno la oficina central; regresaron después y comenzaron a hacernos preguntas abruptas, y volvieron a desaparecer. Al fin uno de ellos dijo, dudoso:  

 

Dicen que tú tienes que ir a Barcelona con ella. Pero no entiendo una palabra de qué se trata. Vamos a ver, explícamelo tú.  

 

Traté de hacerlo, de una manera breve y simple. Se me quedaron mirando con desconfianza. Me daba cuenta de que hubieran querido retenernos en Valencia para investigar; pero cuando le pregunté si estábamos detenidos o no, me contestó:  

 

Libres. Sólo que tendréis que ir bajo observación, como os quieren allí tan urgentemente.  

 

Abandonamos Valencia poco después de medianoche en un coche distinto. El agente que nos había llevado a través de la Albufera vino a despedirse y a decirnos que sentía mucho no le enviaran a él, pues hubiera sido como unas vacaciones. Pero cuando me senté en el coche me di cuenta de que nuestra cartera de mano con los documentos había desaparecido, a pesar de que nos habían afirmado que todas nuestras cosas estaban en el nuevo coche. Volví a la oficina, pregunté a los chóferes, pero todos negaron haberla visto. La cartera contenía mis manuscritos y la mayoría de los documentos que comprobaban nuestro trabajo en Madrid. Su pérdida significaba que habíamos perdido nuestra mejor arma de defensa, que podíamos necesitar urgentemente en Barcelona, el asiento ahora de las oficinas del Estado, con la nueva burocracia para la que éramos desconocidos, y con los viejos enemigos. 

 

Cuando el coche se detuvo a la puerta del SIM en Barcelona, era tan temprano que ninguno de los jefes había llegado aún. Nadie sabía qué hacer con nosotros. Por razones de seguridad nos llevaron a otra sala y pusieron en la puerta un guardia aburrido. Ilsa estaba segura de que las cosas se iban a aclarar rápidamente. Yo no sabía qué pensar. ¿Estábamos o no estábamos detenidos? Tratamos de pasar el tiempo hablando sobre el edificio, muy pequeño para ser un palacio, demasiado grande para ser la casa de gente rica simplemente, con su patio de azulejos, sus gruesas alfombras en los pasillos, sus viejos braseros de copa y sus vitrales en colores mostrando un escudo de armas, pero modernos. 

 

Entró un hombre bruscamente. Ilsa se levantó y gritó: «¡Poldi!». El hombre se quitó el sombrero, me lanzó una mirada sombría y besó la mano a Ilsa con un gesto exageradamente ceremonioso y cortés. Ella dijo unas cuantas palabras agrias en alemán y él se echó para atrás asombrado, casi tropezando. Más tarde ella me explicó que le había preguntado a él: «¿Por qué tienes que mandarme detener?», y que esta acusación le había desconcertado.  

 

Únicamente entonces, Ilsa nos presentó el uno al otro, en francés, sin decir más que los nombres. Yo incliné la cabeza y él se dobló por la cintura en una reverencia teatral. No hablamos ni nos estrechamos la mano.  

 

Su marido legal. Unos ojos febriles e intensos, hundidos en las órbitas y rodeados de ojeras profundas, me estaban mirando fijamente. La frente era amplia y alta, poderosamente abombada, más grande aún por su calva incipiente; la cabeza sentaba bien sobre unos hombros anchos; era delgado, poco más joven que yo y ligeramente más bajo de estatura. En su tipo, con buena presencia. Tenía las mandíbulas rígidamente cerradas formando una boca amargada cuyo labio superior quedaba reducido a un dibujo borroso. Sus cabellos escasos parecían muertos. Le contemplé en detalle, como él me estaba contemplando a mí.  

 

Después se volvió a ella y se sentó a su lado en un sofá largo, forrado de terciopelo. El guardia le había saludado y se había ido. Estábamos solos los tres. Mientras ellos dos se enzarzaban en una conversación animada en alemán, me fui a la ventana y me puse a contemplar el patio, a través de los cristales del vitral, primero, a través de uno amarillo, luego de otro azul, por fin de uno rojo. Las tapias llenas de sol y las sombras bajo las arcadas adquirían, con cada color, profundidades y perspectivas inesperadas. Durante unos cuantos minutos no pensé en cosa alguna. 

 

Era difícil para mi mentalidad española el abarcar y asimilar la situación. Para mí, aquel hombre nunca había sido real. Ilsa era mi mujer. Pero ahora, él, el marido legal, estaba en el mismo cuarto hablando con ella, y yo tenía que aquietar mis nervios. ¿Qué iba a hacer, por qué había venido a España, por qué nos había buscado a través del SIM, por qué el guardia le había saludado tan respetuosamente?  

 

Los dos estaban hablando agriamente, aunque sus voces se mantenían en un tono bajo. Una pregunta brusca, una respuesta brusca; no estaban de acuerdo.  

 

La pared opuesta me estaba lanzando a la cara el calor del sol. El frío que se había apoderado de mí en la madrugada se estaba disipando sin dejar detrás más que un gran cansancio, la fatiga de toda una noche sin dormir y de un viaje de veinticuatro horas, ¡vaya un viaje! La habitación se volvía ahora pesada e invitaba al sueño con sus cortinas, sus tapices y sus gruesas alfombras. No tenía parte en su conversación ininteligible. Lo que me hacía falta era un café, un coñac y una cama. ¿Había venido este hombre a reclamar a su mujer y llevársela consigo? La cuestión es si ella quiere ir con él; y no quiere. Sí, pero él es el marido legal, es un extranjero que puede reclamar la ayuda de las autoridades españolas para llevarse a su mujer; basta simplemente con que le nieguen la estancia en España y entonces, ¿qué? Protestaríamos. ¿A quién? ¿Con qué fundamentos legales? No había podido protegerla de persecuciones ni aun en Madrid. Trataba todos los argumentos en un diálogo articulado conmigo mismo. Pero sus voces ya no eran agrias. Dominaba ella, le estaba convenciendo con su voz cálida que era tan cariñosa, perdido el acento frío que tenía antes. A esta hora el sol habría calentado ya el mar en la playa de San Juan. ¡Meterse en el agua y después dormirse en la arena!  

 

Se levantó Ilsa y vino hacia mí: 

 

¡Nos vamos!  

 

¿Adonde?  

 

Al hotel de Poldi. Ya te explicaré después.  

 

Cuando salimos del edificio, los guardias a la puerta saludaron. Ilsa se colocó entre él y yo. De nuevo comenzó a hablar en alemán, pero Ilsa le interrumpió:  

 

Ahora vamos a hablar en francés, ¿no?  

 

El resto del camino lo hicimos en silencio. El hotel estaba lleno de gentes conversando entre las que había media docena de periodistas que conocíamos. Estaba muy consciente de mi estado impresentable. Poldi nos condujo a su habitación y explicó a Ilsa dónde estaban sus cosas de lavarse y afeitarse, sin hablarme a mí. En medio de la habitación había un tremendo cofre y Poldi comenzó a explicar a Ilsa sus ventajas abriendo cajones y compartimentos, tirando de la barra con los ganchos de colgar ropas, todo muy complicado y funcionando malamente. Cuando nos dejó solos, Ilsa dijo en un tono maternal que me molestó: 

 

El pobre chico, es siempre el mismo. Cualquier tontería de lujo barato, como ésta, le hace completamente feliz, como a un niño con un juguete nuevo.  

 

Le dije malhumorado que no me interesaban cofres de imitación, y la agobié a preguntas. Mientras nos lavábamos y cepillábamos, me fue explicando la situación: había venido a Barcelona con una misión oficial que aún no había comprendido bien; pero había venido también por ella, dispuesto a llevársela a la fuerza si no estaba dispuesta a marcharse con él. La razón era que no sólo había oído rumores de la campaña política contra ella, sino también historias sobre mí que le habían creado inquietudes por ella: que yo era un borracho confirmado, con un montón de hijos ilegítimos, y que la estaba arrastrando al arroyo conmigo. Había intentado usar su título de marido legal para llevársela contra su voluntad -tal como yo había pensado-, no con la ilusión de que reanudara la vida conyugal con él, sino para salvarla y para que pudiera recuperarse en otro ambiente más sano y más pacífico. La forma en que se nos había detenido en San Juan de la Playa obedecía al hecho de que no había podido lograr nuestra dirección en Madrid (una cosa extraña, puesto que la conocían bastantes personas oficiales y privadas), y así se había visto forzado a utilizar la ayuda de la radio y de la policía; y los policías del SIM, naturalmente, habían interpretado la cosa a su manera. Aparentemente había abandonado su proyecto original, después de verla llena de calma, segura de sí misma, más alegre y feliz que nunca la había conocido, a pesar de todas las dificultades. Ahora quería discutir la situación conmigo y quería ayudarnos a los dos. Terminó triunfalmente:  

 

¡Y aquí tienes la situación, a pesar de todos tus miedos! Ya te había dicho que era incapaz de jugarme una mala partida.  

 

No estaba muy convencido; conozco demasiado bien la fuerza de los instintos posesivos. Pero cuando nos sentamos los tres para almorzar y vi más del hombre, comencé a modificar mis ideas. Ilsa era tan perfectamente natural en su actitud hacia él, tan amistosa y desprendida, que él dejó caer su arrogancia demostrativa hacia mí, contra la cual yo no tenía defensa posible, ya que él tenía su derecho de proteger su propio orgullo lo mejor que pudiera. Le encontraba a la vez abierto y receloso. Un pequeño incidente rompió el hielo entre los dos: no teníamos cigarrillos y era casi imposible obtenerlos en Barcelona. Poldi pidió un paquete de cigarrillos al camarero, con un tono imperativo que no produjo más efecto que una sonrisa desdeñosa y un encogimiento de hombros. Había hablado con el mismo acento presuntuoso de un muchacho que aún no ha aprendido a dar órdenes ni propinas y que tiene miedo de que el camarero vea su ignorancia a través de su barniz de hombre de mundo. Intervine, charlé un rato con el hombre, rematamos con unas bromas y al final tuvimos cigarrillos, una buena comida y buen vino. Esto impresionó enormemente a Poldi, tanto que me era fácil adivinar sus sueños de adolescente y su juventud difícil. Dijo pensativo:  

 

Parece que tienes un don que nunca he podido tener.  

 

Me di cuenta de que sus maneras señoriales no eran más que una frágil armadura para cubrir su inseguridad interna.  

 

Sin embargo, ahora que ya me había aceptado como un hombre, era sencillo y digno hablando de Ilsa conmigo. Para él era el ser humano más importante en el mundo, pero sabía, definitivamente, que la había perdido, al menos por este período de su vida. No quería perderla totalmente. Tendría su vida conmigo, ya que yo parecía ser capaz de hacerla feliz, y tendría a la vez la devoción y la amistad de él. Y si yo le faltaba, tendría que entendérmelas con él.  

 

Más tarde -continuó Poldi-, trataría de arreglar un divorcio, aunque sería una cosa dificilísima. Estaban casados según las leyes de Austria y los dos eran fugitivos del fascismo austríaco. Mientras tanto, él se daba cuenta de que no estábamos haciendo trabajo alguno práctico para la guerra, principalmente porque habíamos manejado de mala manera nuestras relaciones oficiales. Habíamos estado locos en hacer en Madrid trabajo de propaganda importante sin asegurar antes todos los nombramientos necesarios y los emolumentos correspondientes. Él sabía que Ilsa era una romántica, pero sentía mucho encontrar que yo fuera un romántico también. Ella tendría que marcharse de España hasta que se extinguiera la campaña contra ella; aunque eran sólo unas pocas personas las que estaban detrás de ello, nuestras querellas con la burocracia nos habían aislado y dado mala fama. Él nos ayudaría a conseguir todos los documentos necesarios a los dos, ya que ella no quería irse sin mí, y fuera de España encontraríamos trabajo abundante. Ilsa era muy necesaria para ello, y en cuanto a mí, él estaba dispuesto a aceptar la evaluación que ella hacía de mi trabajo. Se daba cuenta ahora de que nos había hecho daño haciendo intervenir al SIM, una organización para la que todo el mundo era sospechoso, pero él se encargaría de disipar todo recelo y dudas sobre nuestra situación y rescataría los documentos que nos habían quitado.  

 

Aquella misma tarde trató de hacerlo. De regreso a los cuarteles del SIM, Poldi volvió a adquirir la actitud ostentosa que yo había notado con tanto disgusto la primera vez. Pidió a uno de los jefes del SIM que nos dieran documentos que demostraran que la organización no tenía nada en contra nuestra, aunque nos hubiera traído forzosamente a Barcelona; pero el hombre, un muchacho flaco y pálido, no hizo más que prometerle que se ocuparía de ello. Por otra parte, telefoneó urgentemente a Valencia pidiendo que mandaran nuestra cartera con su contenido intacto, pero sin hacer hincapié en su confiscación silenciosa. Sin un documento que mostrara por qué estábamos en Barcelona, nos sería imposible encontrar alojamiento; en consecuencia, el jefe del SIM dijo que nos mandaría con un agente al hotel Ritz, donde nos darían una habitación. Prefería que nos quedáramos allí, porque así sabría dónde encontrarnos si nos necesitaba. Con esta observación final, el ofrecimiento se convertía en una orden que demostraba, a pesar de las explicaciones de Poldi, que el hombre intentaba que el departamento investigara a fondo sobre nosotros, ya que incidentalmente se había enterado de nuestra existencia. En consecuencia nos condujeron al Ritz, que acababa de abrirse de nuevo al público, con sus suntuosas alfombras rojas y todas las ceremonias meticulosas de tiempo de paz, pero con comida escasa y luz más escasa aún; allí nos dieron una habitación sobre el jardín de verano. No teníamos con nosotros ni un cepillo de dientes.  

 

El resto del día fue una serie de conversaciones y silencios, de esperas y de paseos al lado de ellos, de un ir y venir, como el de un perrillo atado a una cuerda. Cuando aquella noche cerramos la puerta de nuestra habitación, estábamos demasiado agotados para hablar o para pensar, aunque sabíamos que se nos acababa de empujar a través del dintel de una nueva etapa en nuestra vida. Este hombre ¿había dicho que yo iba a dejar España, a desertar de nuestra guerra, para poder trabajar de nuevo? Me parecía una equivocación y una locura. Tendría que pensar sobre ello cuando las cosas se normalizaran un poco.  

 

Estaba demasiado cansado para poder dormir. Las vidrieras del balcón estaban abiertas de par en par y una luz pálida llenaba el cuarto extraño. Mis oídos se esforzaban en identificar un tenue zumbido lejano; al fin decidieron que era el ruido del mar. Un gallo cantó en alguna parte en la noche y otros le respondieron, cercanos y estridentes, lejanos y fantasmales. La cadena de desafíos y réplicas parecía interminable a través de las terrazas de Barcelona.  

 

Siguieron diez días de vida irreal en los cuales Poldi estuvo en Barcelona y su presencia regía todas nuestras acciones. Tenía conversaciones conmigo, se marchaba a dar largos paseos con Ilsa mientras yo me quedaba pensando con asombro en mi falta de celos o resentimiento, arreglaba entrevistas con oficiales, diplomáticos o políticos, nos llevaba al SIM para exigir una vez más nuestros salvoconductos, ya que la maleta había desaparecido pero seguíamos sin documentos que justificaran nuestra estancia en Barcelona. Todos aquellos días trataba de entender su manera de pensar y organizar la mía; trataba de encontrar tierra firme bajo mis pies para poder quedarme y trabajar con mi propio pueblo; y tenía otra vez que pelearme con mi cuerpo y mis nervios cada vez que sonaban las sirenas o pasaba una motocicleta petardeando la calle.  

 

Cuando Poldi discutía asuntos internacionales, me fascinaba por sus conocimientos y visión. Estaba convencido de que las organizaciones socialistas revolucionarias, estrechamente unidas, eran las únicas fuerzas capaces de enfrentarse con el fascismo internacional donde quiera que brotara, y que el campo de batalla más importante de esta lucha era aún la clase obrera de Alemania, aunque fuera en el frente de España donde se batallaba más intensamente. Estaba poniendo todas sus energías en su trabajo como secretario de Jiménez de Asúa, el embajador de España en Praga, y sus amigos arriesgaban sus vidas para cruzar la frontera y dar información de las bombas y granadas nuevas que se estaban fabricando en Alemania para su ensayo en España. Pero servir a la República española era sólo una parte de la gran guerra que se echaba encima, de la batalla gigante, en la que Francia e Inglaterra tendrían que aliarse con la Rusia soviética a pesar del juego asesino y suicida de la no intervención que sostenían ahora. Le dijo a Ilsa rotundamente que, en su opinión, había desertado del frente de lucha principal para sumergirse completamente en la guerra en España y dejar caer todo su trabajo por el socialismo alemán y austríaco. Estaba conforme en que ella había hecho bien en no movilizar a ninguno de sus amigos socialistas -Julio Deutsch, Pietro Nenni u otros- cuando la campaña contra nosotros era peligrosa, porque la sucia intriga podía haberse aumentado y convertido en una lucha entre socialistas y comunistas por gentes siempre opuestas a la colaboración entre los dos grupos, una condición en la cual Ilsa y él creían entonces.  

 

Lo escuchaba y me asombraba: me acordaba de que me había mostrado la pistola que estaba dispuesto a usar contra mí si lo hubiera creído necesario para salvar a Ilsa; y ahora estaba conforme en que hacía bien en arriesgar la vida antes que hacer un daño imaginario a un principio político. Los dos hablaban fácilmente, usaban el mismo lenguaje, las mismas abreviaciones de pensamiento, las mismas asociaciones y citas; los veía tan completamente acordes en cada cosa que se refería a sus ideales sociales y políticos, que me sentía dejado fuera, casi hostil a su lógica analítica.  

 

Pero una tarde, cuando Ilsa y Poldi discutían la finalidad de su socialismo, Ilsa declaró su creencia en el individuo humano como el valor final. Poldi, a esto, exclamó:  

 

Siempre me ha parecido que nuestras filosofías chocan. Lo que acabas de decir significa que estamos divorciados espiritualmente.  

 

Sonó la frase tan pomposa que no pude evitar el hacer un chiste tonto; pero me di cuenta en el acto de que aquello le había herido profundamente. A pesar de nuestras diferencias de lógica y lenguaje mentales, yo me encontraba unido a Ilsa, precisamente en el punto en que existía un abismo entre ella y Poldi. Había ocurrido lo mismo que cuando él me había dicho: «Ilsa es bastante difícil de manejar, ¿no?», y yo había negado asombrado, hiriéndole y haciéndole celoso como ningún hecho físico podía hacerle. Porque lo que él quería era dominarla y poseerla y precisamente este hambre de poder y dominación era lo que había destruido su matrimonio.  

 

Mirándome a mí mismo encontraba que mi vida me había hecho odiar todo lo que fuera poder y posesión, tanto, que mi única ambición era libertad y unión espontánea. Y era precisamente en esto en lo que chocábamos con él Ilsa y yo. Poldi había tenido una niñez proletaria como la mía, odiaba el mundo tal como estaba organizado y se había convertido como yo en un rebelde. Pero su odio de poder y posesión le había convertido en un obsesionado de ello; no se había desarrollado por encima de las heridas infligidas a su confianza en sí mismo. Lo vi con piedad y repugnancia el día en que, al fin, nos dieron los salvoconductos del SIM. Había pasado un mal rato: Ordóñez, el intelectual socialista que se había convertido en jefe de la organización, estuvo jugando con nosotros a través de un largo interrogatorio, con sus sonrisas equívocas y la crueldad de un anormal. Pero al fin ordenó a su secretario que preparara los papeles inmediatamente, y nos los entregó. Poldi estaba en el mismo despacho, hojeando un montón de papeles relacionados con su misión oficial, material acerca de los líderes extranjeros del POUM catalán que habían sido arrestados bajo la sospecha de un complot internacional. Habló Ordóñez, grandilocuente, como cada vez que hablaba dentro de aquel edificio, dio una orden a un agente, y se enterró de nuevo y teatralmente en los papeles. El agente regresó con una mujer grande y maciza, y Poldi comenzó a interrogarla en alemán con un tono que hizo a Ilsa moverse inquieta en su silla. Yo también reconocí el tono: Poldi se estaba escuchando a sí mismo, como un juez, frío y grande; una ambición verdaderamente peligrosa. Me alegré de poder contestar negativamente a Poldi cuando me preguntó si había visto a la mujer en Madrid.  

 

Se cortó entonces la luz eléctrica. Alguien encendió una vela que lanzaba contra las paredes del cuarto manchones amarillos y sombras inmensas. La casa se tambaleó sobre sus cimientos: había caído un rosario de bombas. Sentí temblarme las manos, y luché por retener el vómito que me llenó la boca. Otro agente trajo otra mujer prisionera, una mujer menuda, con facciones tensas y amargadas y los ojos oscuros, dilatados, de un animal perseguido. Se dirigió a Ilsa:  

 

—Tú eres Ilsa. ¿No te acuerdas de mí, hace doce años en Viena?  

 

Se estrecharon las manos e Ilsa se quedó rígida en su silla. Poldi comenzó a interrogar, un fiscal perfecto en un tribunal revolucionario, en el que nuestra presencia parecía desvergonzada. Estaba pensando en cómo le debía sonar su voz en sus propios oídos. Indudablemente aquello era la realización de un sueño o tal vez lo que había imaginado en prisión, cuando le habían arrestado por su participación en la huelga general de Austria contra la otra guerra, y no era más que un muchacho incierto, ambicioso e imaginativo. Ahora estaba ejerciendo lo que concebía su deber, y lo terrible era que su poder sobre los otros le proporcionaba un placer. En la luz amarillenta sus ojos estaban hundidos como las órbitas de una calavera.  

 

Cuando salimos del edificio -que yo pensaba no quería volver a ver en mi vida-, empleó un largo rato en explicar a Ilsa por qué él ya no consideraba a aquella mujer una socialista. Se me escapaban los detalles de ello; no sentía simpatía ni por el POUM ni por su persecución, y Poldi tenía indudablemente sus razones, pero por muy cuidadosos o convincentes que pudieran ser sus argumentos, era evidente que había en él un trazo de locura. Seguramente lo había también en mí. El mío nacía en el odio y el miedo a la violencia, el suyo parecía empujarle a sueños fantásticos de poder. Pesaba tanto esta impresión sobre mí que no presté mucha atención a sus planes para el trabajo de Ilsa y mío en el extranjero. No tenía simpatía alguna con mi manera de mirar los problemas de la guerra; para él, yo no era más que un sentimental. Si quería encontrarme trabajo, era tanto porque esto le daba un sentido de poder como por su creencia de que yo era un buen propagandista. Era yo quien tenía que encontrar mi propio camino.  

 

Como consecuencia de estas reflexiones, cada vez que Poldi nos llevaba a presentarnos a los nuevos jefes de los diversos ministerios, me dedicaba al juego de clasificarlos. Lo que más me chocaba en la mayoría de ellos era que pertenecían a un mismo patrón: jóvenes ambiciosos (o miedosos, tal vez) pertenecientes a la clase media alta que se habían declarado comunistas, no como lo habíamos hecho en Madrid, porque nos parecía el partido de los trabajadores revolucionarios, sino porque unirse a ellos era unirse al grupo más fuerte y tener parte en su poder disciplinado. Habían saltado por encima del socialismo humanista y habían adquirido una máscara de eficiencia y rudeza. Admiraban a Rusia por su poder, no como una promesa de una nueva sociedad, y su actitud me daba escalofríos. Trataba de ver dónde podía yo encajar en aquella maquinaria y no conseguía más que torturarme al ver que nada de lo que yo podía dar se utilizaba en la guerra. Lo único que encontraba que podía hacer era escribir el libro de Madrid que había planeado. Yo no era más que un recipiente que debía vaciarse de lo que tenía dentro. 

 

Cuando se marchó Poldi hacía un frío terrible. Parecía muy enfermo y se quejaba de dolores; decía que padecía de antiguo del estómago y se había empeorado con la manera de vivir en Barcelona, acostándose tarde, comiendo irregularmente, manteniéndose a coñac y café -como yo había hecho- para fustigar sus energías. Antes de irse me habló una vez más de Ilsa: la encontraba ahora como había sido antes de que él destruyera su alegría y su simplicidad, y estaba contento de ello. En el futuro, estaríamos muchas veces juntos los tres, «porque si no fuera por Ilsa, él y yo hubiéramos sido muy buenos amigos». No creía yo así las cosas, pero estaba bien que él lo creyera. Entre nosotros no quedó el odio.  

 

Me quedé solo, cara a cara conmigo mismo.  

 

En aquellos días sombríos de diciembre se multiplicaron los bombardeos aéreos de Barcelona, y en enero de 1938 se hicieron aún peores. Las tropas del Gobierno habían iniciado un ataque en el frente de Aragón, y Barcelona era el centro de abastecimientos. Los aviones italianos tenían poco camino que recorrer desde las islas Baleares. Se remontaban alto, paraban sus motores a gran distancia sobre el mar, planeaban sobre la ciudad, soltaban sus bombas y huían. El primer aviso era la concusión de una bomba más o menos distante; después, la ciudad se quedaba a oscuras; mucho más tarde sonaban las sirenas. Volví a caer en las garras de mi obsesión; en el momento en que me despertaba no podía continuar en nuestra habitación. En la calle, cada ruido inesperado o confuso me sacudía y me producía la humillación del vómito. Al principio me quedaba durante horas en el hall del hotel, escuchando los ruidos de la calle, mirando a las gentes, en una ansiedad perpetua. Después descubrí que en el bar instalado en el sótano podía charlar con los camareros y refugiarme bajo gruesas paredes; y por último descubrí allí un cuartito diminuto, fuera de uso, que el director del hotel se avino a dejarme libre para que pudiera trabajar allí. Me instalé con mi máquina de escribir y trabajé días y noches con una excitación febril, rayando en histeria. En todo caso, cuando había un bombardeo aéreo estaba en un refugio y podía a la vez ocultarme de las gentes. En el techo del cuarto se abría una pequeña reja que salía a la altura de la acera en la calle y únicamente por allí me llegaban los ruidos del mundo exterior. Hubiera querido dormir allí por la noche; durante el día me dormía a ratos en un diván forrado de terciopelo que existía allí, en sueños cortos llenos de pesadillas de las cuales me recobraba después de beber un vaso de vino. Bebía y fumaba mucho. Tenía miedo de volverme loco.  

 

Cuando no podía trabajar más porque las palabras se volvían borrosas, salía de mi cubículo y me mezclaba con las gentes en el bar. Se juntaban allí una colección abigarrada de oficiales del ejército y altos empleados, junto con periodistas extranjeros y españoles, huéspedes extranjeros del Gobierno, traficantes internacionales, esposas distinguidas y prostitutas de lujo. El ruido, las bebidas, las discusiones y la vista de la gente me salvaba de la melancolía mortal en que me sumergía tan pronto como me detenía en el trabajo.  

 

Algunas veces, pero raramente, salía e iba a hablar con gentes que conocía en alguno de los departamentos de la organización de guerra. Tenía aún la esperanza de que podía ser útil y de que podía curarme dentro de España; sin embargo, un hombre como Frades, que había trabajado conmigo en Madrid en los días de noviembre - ¡qué lejos estaban aquellos días en esta ciudad de negocios y burócratas, donde el ansia de lucha se había enfriado!-, me dijo que todo aquello era muy triste y que lo mejor que podía hacer era publicar mi libro y ver qué pasaba después. Rubio Hidalgo se había ido a París como jefe de la agencia España, y en Barcelona le había sustituido Constancia de la Mora, a quien yo no podía ni soñar el hablar de mis problemas. La mayor autoridad ahora en el Ministerio de Estado era el señor Ureña, que indudablemente no había olvidado mi actuación el 7 de noviembre; Álvarez del Vayo -cuya esposa había mostrado una gran amistad a Ilsa- no había vuelto aún a hacerse cargo del ministerio, y en todo caso estaba más obligado a asistir a otros que a mí. No encontraba una sola persona a la que pudiera hablar honradamente, como lo había hecho al padre Lobo.  

 

El Gobierno y la maquinaria de guerra trabajaban como nunca habían trabajado: ahora había un ejército y una administración eficientes, dos cosas necesarias para mantener una guerra moderna aunque sea en pequeña escala. Pero el ansia de libertad, los esfuerzos desesperados por construir una vida social nueva y mejor, se habían destruido totalmente. Mi cerebro se conformaba, mis instintos se rebelaban furiosos.  

 

Fui a una tienda a comprarme una boina. El propietario me contó, muy contento, que el negocio comenzaba a mejorar; se había dicho a las esposas de los empleados oficiales que debían volver a llevar sombrero, como una buena propaganda de que se habían terminado para siempre los tiempos turbulentos de la chusma proletaria. 

 

Y todo aquello era verdad. Tal vez los hombres que no querían darme trabajo tenían razón. La única esperanza para España, la nueva España, era sostenerse hasta que las potencias no fascistas se avinieran a vendernos armas por ser su vanguardia; o hasta que se encontraran forzadas a luchar en la gran guerra que se aproximaba a grandes zancadas. En estos planes no había sitio para soñadores, ni tampoco sitio o tiempo para revivir la prematura fraternidad de Madrid. Aquí, en la Barcelona de 1938, yo no podía hablar a nadie en la calle como a un amigo o un hermano. Organizaron una exposición de Madrid, con enormes bombas vacías, con retorcidos cascos de metralla, con cientos de espoletas, con fotografías de ruinas, de hogares infantiles y de trincheras. Las caritas dormidas de los niños asesinados en Getafe volvieron a mirarme. Pero Madrid estaba muy lejos.  

 

Nuestras tropas habían conquistado Teruel. Los corresponsales volvían del frente con historias de muerte en el fuego y en la nieve. Nuestra amiga noruega Niní Haslund, organizadora de la ayuda internacional, nos contó historias de niñas temblorosas en un convento bombardeado y de viejas mujeres que lloraban cuando se les daba pan. Me comenzaba a abrumar un sentido de inferioridad: nuestros soldados estaban muriendo en las calles de Teruel. Estábamos destruyendo nuestras propias ciudades y matando a nuestros propios hombres porque no había otra solución contra el horror de vivir en la esclavitud fascista. Yo debería estar en el frente, y no era ni aun capaz de trabajar en Barcelona cuando había un bombardeo. Era un inútil físico y mental, acurrucado en una cueva en lugar de estar ayudando a los niños o a los hombres.  

 

Sabía que no podía remediar mis defectos físicos, ni mi mano estropeada, ni mi corazón lesionado, ni las cicatrices del tejido de mis pulmones. Sabía también que no tenía el deseo de matar. Pero era un buen organizador y propagandista y no trabajaba en ninguna de las dos cosas. Podía haber sido menos rígido, más elástico en mis relaciones con la burocracia; al fin y al cabo había sabido manejarla bien en el servicio de patentes, con beneficio para la industria pesada que yo odiaba. Y ahora, en el gran conflicto, había puesto por delante del trabajo mis odios y mis aversiones. Yo mismo me había expulsado del puesto que había escogido en la guerra. Sin mi intransigencia y mi individualismo, Ilsa y yo podríamos estar aun haciendo un trabajo que honestamente creíamos hacer mejor y menos egoístamente que otros. ¿O habían sido mis nervios los que me habían traicionado? ¿Me hubiera impedido al fin seguir hablando como La Voz de Madrid la hiel amarga que me inundaba la boca? Me había refugiado en una enfermedad mental para no tener que enfrentarme cara a cara con las cosas que mis ojos veían y que a los otros parecían pasar inadvertidas?  

 

Lentamente, en espasmos, estaba terminando el libro que incluía algo del Madrid que yo había visto. En las noches escuchaba los gallos desafiándose unos a otros de azotea en azotea. Cuando Ilsa me dejaba solo en nuestra alcoba, me sentía atacado por todos los terrores, un paria, y cuando volvía buscaba refugio en su calor. Dormía muy poco. Mi cerebro giraba, como una mula ciega encadenada a una noria.  

 

Después de un período de enfrentarme con la guerra y con la futura guerra, mis pensamientos volvían invariablemente a mí mismo. Ya no controlaba las emociones que me regían; su trama se había deshilachado. Tenía miedo de la tortura que precede a la muerte, del dolor, de la mutilación de la putrefacción en vivo y del terror que me producían en las entrañas. Tenía miedo de la destrucción y le la mutilación de otros, porque era una prolongación de mi propio terror y de mi propio dolor. Un bombardeo aéreo era todo esto, aumentado por el derrumbamiento de las paredes, el huracán de la onda explosiva, la imagen de los propios miembros arrancados del, cuerpo vivo de uno. Maldecía mi memoria, fiel y gráfica, y mi imaginación entrenada técnicamente, que me presentaba los explosivos, los edificios y los cuerpos humanos en acción y en reacción como en una película lenta. Sucumbir a este terror de la mente sería caer en la locura, y este pensamiento me aterrorizaba.  

 

El que las sirenas comenzaran a sonar y el peligro imaginario se convirtiera en real, era un profundo alivio. Obligaba a Ilsa a que se levantara y bajáramos al bar en el sótano. Nos sentábamos allí con otros huéspedes, todos en pijama o bata, mientras los antiaéreos ladraban y las explosiones sacudían el edificio. Algunas veces se me llenaba la boca de vómito, pero aun esto era un consuelo, porque todo era real, no imaginario. Después de un bombardeo me quedaba siempre profundamente dormido.  

 

Después, en la mañana, bajaba al cuartucho que olía a moho y me sentaba a la máquina. Por un tiempo corto se me clarificaba el cerebro y pensaba. ¿Era verdad que tenía que abandonar España para no volverme loco y poder volver a trabajar? No creía en los planes de Poldi ni en sus negociaciones. Las cosas se desarrollarían por sí mismas, y a medida que cada situación concreta se produjera nos enfrentaríamos con ella. Mientras tanto, las fundaciones del edificio futuro estaban allí, firmes, reales e indestructibles: mi unión con Ilsa. Poldi lo había visto igual que lo habían visto María y Aurelia, igual que el padre Lobo lo había aceptado. Al menos en aquello no había problema, y me agarraba desesperadamente a esta simple realidad.  

 

En la tarde del 29 de enero -un sábado-, el gerente del hotel bajó al bar a buscar a Ilsa: alguien la esperaba en el hall. Después de un rato, un camarero me dijo: «Creo que era la policía» y subí corriendo. Estaba sentada en el hall con uno de los agentes del SIM y su cara estaba color ceniza. Me alargó un telegrama: «Poldi murió de repente el viernes. Sigue carta». Firmaba un nombre que no conocía. El agente había venido para estar seguro de que no se trataba de una clave. Ilsa explicó cuidadosamente la situación y contestó llanamente a los comentarios locuaces del agente sobre los traficantes internacionales que había en el hotel. Después bajamos al bar, ella rígida delante de mí, y nos reunimos con el padre Lobo, que estaba con nosotros. Había conocido a Poldi, le había considerado un hombre fundamentalmente bueno y grande, y sin embargo había visto que Ilsa no le pertenecía. Ahora la consolaba gentilmente.  

 

Se pasó una noche entera sentada en la cama peleándose consigo misma. Yo no podía hacer más que acompañarla. Se creía responsable de la muerte de él, porque pensaba que su manera de vivir desde que ella le había dejado había minado su salud. Pensaba que no se había preocupado de sí mismo, precisamente porque ella se había ido de su lado y porque había intentado encontrar una finalidad en la vida distinta de sus sentimientos hacia ella. Esto fue al menos lo que me dijo, aunque no habló mucho. No era más fácil para ella el que no sintiera remordimientos, sino sólo pena de haberle herido mortalmente y de haber perdido una amistad profunda y vieja. Habían tenido buenos ratos en su vida en común. Pero ella conocía el fracaso de él, porque ella no había podido amarle, y esto le angustiaba. Era el precio que tenía que pagar.  

 

A las tres de la mañana hubo un bombardeo. No bajamos al bar. Las bombas cayeron muy cerca. Unas pocas horas más tarde Ilsa cayó en un sueño inquieto; me levanté, me vestí y bajé al hall. Las mujeres de la limpieza no habían terminado aún y tendría que esperar para poder trabajar. Me quedé en el hall. Un inglés joven -el segundo oficial de un barco inglés que había sido hundido por bombas italianas, según me contó el gerente del hotel- se paseaba de arriba abajo y de abajo arriba como un oso en una jaula. Tenía los ojos de un animal amedrentado y la mandíbula le colgaba floja. Se paseaba en el hall en dirección opuesta a la mía y cada vez que nos cruzábamos nos mirábamos uno a otro. 

 

Aquella mañana de domingo era maravillosamente azul. Ilsa había prometido actuar como intérprete para uno de sus ingleses amigos, Henry Brinton, durante una interviú con el presidente Aguirre, del país vasco. Bajó, muy rígida y pálida, se bebió el desayuno -una infusión de manzanilla sin pan, porque la situación alimenticia de Barcelona se agravaba por días- y me dejó solo. Tenía bastante ya de mirar los paseos del inglés y bajé a mi refugio. Mi colección de cuentos estaba terminada, pero quería revisarla y corregirla. Iba a titular el libro Valor y miedo. 

 

Media hora más tarde sonaban las sirenas, simultáneamente con la primera explosión. Me fui corriendo al mostrador del bar; se me contraía el estómago y el camarero me llenó un vaso de coñac. El joven inglés bajaba las escaleras temblándole las piernas; en el último descansillo -un triángulo estrecho- se paró y se recostó contra la pared. Me fui a él. Le castañeteaban los dientes. Le obligué a sentarse en uno de los escalones y le traje un vaso de coñac. Comenzó a contarme en una laboriosa mezcla de francés e inglés: las bombas habían caído en la cubierta del buque y había visto a sus hombres hechos pedazos ante sus ojos dos días antes. Aquello le había dado un choque… e hipó convulso.  

 

Un tremendo desgarro y aullido sacudió el edificio, seguido del derrumbe de paredes contra las paredes que nos encerraban. De la cocina llegaban chillidos agudos. Una segunda explosión nos tambaleó a nosotros y a la casa. El oficial inglés y yo nos bebimos el resto del coñac. Veía temblar mi mano y bailotear la suya. El camarero, que había corrido escaleras arriba, volvió y dijo:  

 

—La casa de al lado y la de detrás de nosotros están hundidas. Vamos a hacer un agujero en el tabique de la cocina con el sótano de al lado, porque se oye gritar a gente en el otro lado de la pared.  

 

E Ilsa estaba en la calle.  

 

Apareció una horda de cocineros en mandiles blancos corriendo por el pasillo. El blanco estaba salpicado del pimentón de los ladrillos. El alto gorro blanco del chef estaba apabullado. Conducía un grupo de mujeres y chiquillos con los trajes desgarrados y llenos de polvo. Lloraban y gritaban todos; los acababan de recoger a través de un agujero en el tabique. La casa entera había caído sobre ellos. Había dos más que estaban aún aprisionados en los escombros. Una mujerona ya madura y gorda se cogió el vientre con las dos manos y comenzó a reír en tremendas carcajadas. El oficial inglés se quedó mirándola con los ojos azules dilatados. Yo sentí que mi control, también, se me escapaba. Separé al oficial bruscamente de un codazo y abofeteé a la mujer. Se le cortó la risa y se me quedó mirando asombrada.  

 

Poco a poco fueron desapareciendo las mujeres y los chiquillos. El inglés, mientras, se había bebido una botella entera de vino y ahora estaba caído a través de una mesa, roncando, con la cara contraída dolorosamente. El camarero me preguntó: 

 

¿Dónde está tu compañera?  

 

No lo sabía. Tenía los oídos llenos de explosiones. Estaría allí, en la calle, o muerta. Estaba en un estupor. A través de las claraboyas del techo llegaban las campanadas del servicio de incendios y penetraba una lluvia finísima de yeso. Olía igual que el derribo de una casa vieja. ¿Dónde estaba Ilsa? La pregunta me golpeaba el cráneo, pero no intentaba contestarla. Era un murmullo semejante al del latir de mi sangre en las sienes. ¿Dónde estaba Ilsa?  

 

Bajaba las escaleras acompañada de Brinton y parecía años más vieja que el día antes. En nuestro cuarto encontramos roto sólo un cristal del balcón, pero la casa al otro lado del jardín del hotel había desaparecido. El jardín estaba lleno de persianas retorcidas como serpientes, muebles rotos, tiras de papel pintado y una gran lengua de escombros desbordados. Ilsa se quedó mirando aquello y después se desplomó. Había estado en la calle durante el bombardeo y no se había asustado mucho; después había piloteado a Brinton durante su interviú con Aguirre; había una mimosa en flor en el jardín del presidente, y una bala de un antiaéreo clavada en la acera. Después, el chófer le había dicho que las bombas habían caído en el Ritz y, volviendo, se había hecho fuerte contra lo peor que podía encontrar. Había ayudado a matar a Poldi. Ahora pensaba que me había dejado solo para que me mataran o me volviera loco. Me di cuenta entonces de que yo también la había dado por muerta a causa de la muerte de Poldi, pero sin admitirlo. 

 

Aquella noche el ruido de pico y pala, los gritos de los trabajadores desescombrando, entraban en nuestro cuarto mezclados con el canto de los gallos. Recuerdo que aquella tarde llegó una delegación inglesa -lord Listowel y John Strachey, entre ellos- y fue conducida al montón de escombros que rodeaba el hotel, donde los hombres trabajaban bajo la luz de las lámparas de acetileno para recoger a los enterrados. Creo recordar que los periodistas hablaban mucho de una misa pública que el padre Lobo había dicho aquella mañana y que Nordahl Grieg -el escritor noruego que fue derribado en un avión inglés durante un raid sobre Alemania seis años más tarde- me contó cómo las escuadras de salvamento habían entrado en un cabaret donde estaba él bebiendo, y habían obligado a todos los juerguistas a ayudar a desescombrar. Pero no me acuerdo de nada sobre mí mismo. Los días siguientes se pasaron en una niebla. Mi libro estaba terminado, Ilsa estaba viva, yo estaba vivo. Era claro que tendría que abandonar mi país si no quería volverme loco. Tal vez lo estaba ya; pensé sobre esta posibilidad lleno de indiferencia.  

 

Todo lo que hicimos en aquellas semanas de febrero fue hecho por Ilsa y sus amigos. Acabó la traducción alemana de mis historias y las vendió a un traficante holandés en tabaco y otras cosas, por dinero contante; con él pagamos la cuenta del hotel. El manuscrito español de Valor y miedo fue aceptado, con gran asombro mío, por Publicaciones Antifascistas de Cataluña. Una refugiada alemana -una muchacha que había sido secretaria de escritores de izquierda, había huido del régimen nazi, había pasado hambre en España y estaba sufriendo de un choque nervioso que la convertía en un peligro en los refugios públicos- había obtenido una visa de entrada en Inglaterra porque Ilsa había convencido a Brinton de que la ayudara, y al ministro de Gran Bretaña en Barcelona de que se ocupara de ello; y en su gratitud, la muchacha había cogido mi manuscrito y se lo había llevado a los editores a quienes ella conocía. No me quedaba más que firmar el contrato. Era bueno saber que algo de mí sobreviviría.  

 

Como no era útil para el servicio activo, se me concedió un permiso para abandonar el país, pero tenía que pasar a través de complicados trámites oficiales. Nos ayudó Julius Deutsch, nos ayudó Del Vayo, nos ayudaron yo no sé cuántos a llenar los requisitos innumerables, necesarios para obtener nuestros pasaportes y el visado de salida. En las contadas ocasiones en que no tenía más remedio que salir a la calle, mi única preocupación era cómo no vomitar. Cuando volvía al hotel, caía en un adormilamiento sordo o me enzarzaba en cualquier discusión interminable con alguien que hubiera en el bar. Pero no creo que la gente en general se diera cuenta de que estaba batallando contra una destrucción mental. Docenas de veces le decía a Ilsa que era inútil empeñarnos en batallar contra las circunstancias, y cada vez me repetía que si queríamos, sobreviviríamos, y debíamos quererlo porque teníamos muchas cosas que hacer en el mundo. Cuando me sentía derrotado y me sumergía en mi modorra, se enfurecía desesperadamente conmigo y convertía en posible lo imposible. Mi debilidad la obligaba a sacarse ella misma de su propio infierno; le daba tanto trabajo que llegaba a olvidar sus miedos por mí. Porque ella, también, creía que me estaba volviendo loco y era incapaz de ocultar su miedo a mis ojos agudizados.  

 

Había sabido por varias cartas que Poldi había muerto de una enfermedad incurable de los riñones, que ya había afectado su cerebro y que le habría destruido lenta y dolorosamente, si hubiera vivido, en lugar de morir rápidamente; supo por su madre que había regresado de Barcelona muy tranquilizado, casi feliz, orgulloso de ella, amistoso hacia mí y determinado a rehacer su propia vida. Esto la liberó de su sentido de responsabilidad por su muerte y la dejó con el conocimiento de la herida que le había infligido. Decía que su muerte había terminado su juventud, porque la había enseñado que no era más fuerte que las circunstancias de la vida, como ella creía secretamente. Pero mi propia enfermedad estaba extrayendo de ella sus reservas más profundas de energía. Como ella decía, estaba realizando el milagro del barón de Münchhausen; sacarse del pozo tirándose de la propia coleta. Pero todo esto yo lo contemplaba entonces a través de una niebla de apatía.  

 

Hubo sin embargo una cosa, una simple cosa, que hice solo: arreglé los documentos y di los pasos necesarios para nuestro matrimonio. Una semana antes de abandonar Barcelona y España, nos casamos legalmente ante un cáustico juez catalán que, en lugar de una plática, nos dijo:  

 

Uno de ustedes es una viuda, el otro un divorciado. ¿Qué les puedo decir yo que no sepan ustedes mejor? Ustedes saben a fondo lo que hacen. ¡Buena suerte!  

 

Cuando bajábamos las escaleras retorcidas del juzgado, pensaba que una simple formalidad me aliviaba el corazón, sin que nada se hubiera alterado. Pero estaba bien que no tuviéramos que luchar más para que se nos reconociera el derecho de vivir juntos.  

 

Fuera, en la calle llena de sol y vacía, un viento de primavera temprana me azotó la cara. 
 
 
Arturo Barea 
La Forja de un rebelde - III La Llama - Segunda parte (1951) 
Capítulo IX - Frente a frente
 








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