Seminaristas recogidos en Madrid (Foto Vicente López Videa/Mundo Gráfico) |
Entre la acción que improvisadamente, y
saliéndose, por la fuerza de las circunstancias, de su misión habitual, está
desarrollando ahora el Consejo de Protección de Menores, figura la recogida de
muchachos que recibían .enseñanza en Seminarios religiosos.
Tras estos seminaristas palpita un drama
que no es el de haber abandonado sus residencias de siempre y el de verse, de
pronto, en un ambiente de lucha y de inquietud muy distinto del vivido por
ellos hasta ahora. Es el drama de ver que de ellos huyen los que más obligados
estaban a ampararles. Se han dado en esto casos de profunda lección. Así, por
ejemplo, uno de esos muchachas recogidos por el Consejo de Protección de
Menores fué enviado a un convento de religiosas, de acuerdo con la superiora de
la institución. Al día siguiente, las monjas pedían que se llevasen al chico.
«Su presencia puede ser aquí un peligro. Usted sabe cómo están los ánimos.»
El Consejo ha atendido, siempre que le ha
sido posible, a enviar a esos seminaristas junto a sus familiares. Cuando esto
no ha sido posible, les ha instalado en las distintas residencias ahora
creadas. Iba preguntando a los mismos muchachos dónde tenían familia. Uno dijo
que tenía un tío aquí, en Madrid. Y con un miembro del Patronato fué el
muchacho a ver a ese familiar: y éste no le conoció, no le quiso conocer,
diciendo, que no tenía tal sobrino. Naturalmente, el delegado del Consejo
comprobó que aquel hombre era, efectivamente, tío del seminarista —hermano de
la madre—, y le obligó a que se quedara con el muchacho.
—Pero, tío, ¿no te acuerdas de
mí?—preguntaba el chaval, espantado.
Otro caso más impresionante aún: una madre,
residente también en Madrid, se negó a que su hijo, seminarista, fuese a vivir
a casa de ella.
—Y si vienes aquí, te denuncio a las
Milicias.
El Consejo de Menores ha atendido a todos
estos muchachos. Quedan en Madrid algunos de ellos todavía, no enviados aún a
las residencias en que están sus compañeros. Siete, por ejemplo, están en uno
de los colegios religiosos ahora incautados, en la calle de Juan Bravo,
mezclados a otros chicos procedentes de distintos sitios y Fundaciones. Son
siete muchachos procedentes del Seminario de Uclés, donde estudiaban o
prestaban sus servicios como legos, como sirvientes de la residencia religiosa.
Vive sobre ellos el ambiente conventual, el espíritu de los años vividos en el
silencio del Seminario. Sus expresiones, sus actitudes, se reflejan
constantemente.
—Hace unos días —nos dicen en su residencia
actual— salimos con algunos de ellos a hacer unas compras, y en todas las
tiendas los reconocían.
El primer día que estuvieron en este sitio
lo pasaron acobardados, temerosos, con miedo de que les hicieran algo. Les
convenció el tiempo de que no había razón para ese temor, y fueron confiándose,
hablando, riendo. Una vida nueva, un nuevo ambiente estaban ante ellos. Una
mañana se pusieron unos lazos rojos en sus blusas. Y ahora todo su empeño es
vestirse el «mono» azul del miliciano, y hasta les gusta contemplar y coger el
fusil de Alfonso, el miliciano que guarda la residencia.
—¿Y nuestros compañeros? ¿Qué sabe
usted de los que estaban con nosotros?—es la pregunta inmediata de todos.
Son útiles estos siete muchachos. Ayudan en
la cocina, en la limpieza. Por las tardes, algunos tocan el piano. Charlan y
bromean con los otros chicos de la residencia. Quisieran, naturalmente,
volverse a sus pueblos, en tierras de Zamora, de Palencia, de Burgos. Pero no
saben lo que harán, lo que serán sus vidas futuras.
Ahora, por lo pronto, en su residencia de
Madrid, pasado el temor y la zozobra de las horas primeras, estos muchachos,
que hasta hace unos días llevaban hábitos, piensan afanosamente en vestirse el
«mono» azul del miliciano.
Mundo Gráfico, 12 de agosto de 1936
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