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3155. El fusilamiento de un gran poeta del pueblo: Federico García Lorca


El fusilamiento de un gran poeta del pueblo: Federico García Lorca

Federico García Lorca ha sido fusilado por los rebeldes en Granada.

No ha sido sólo el mundo intelectual el que se ha conmovido. El pueblo, a pesar de su aparente indiferencia por los creadores de arte, también ha vibrado, herido en su sensibilidad por la muerte del poeta, porque Federico García Lorca era, quizá la figura más representativa de ese arte nuevo, generoso, apasionado y fuerte, que, buscando su inspiración en la más pura cantera popular, tiene por meta alcanzar el corazón y la inteligencia del pueblo.

Hemos padecido en España mucho tiempo el snobismo del arte por el arte, del «arte deshumanizado», del arte como una concepción egolátrica, digna sólo de una élite o minoría de elegidos. El mito del poeta encastillado en su torre de marfil siguió la vanidosa concepción del «intelectual puro», del ensayista egolátrico, del profesor pedante y dogmático, del poeta aislado por el culteranismo desorbitado y que, a título de ente de vanguardia, desdeñaba a la multitud y de parapetaba tras una retórica petulante, obscura y enigmática.

Todos pretendían pasar por seres de excepción, augures y vates insuflados de soberbia, a los que sólo sus aduladores y exégetas eran dignos de comprender. Escritores, ensayistas, poetas y artistas afectados de un orgullo de clase,  un aristocratismo estúpido, desdeñaban al pueblo y fingían despreciar su aplauso, considerándolo como un premio a la vulgaridad.

Ha faltado en España durante mucho tiempo la compenetración espiritual entre los artistas y el pueblo, porque aquéllos han creído un acto de abdicación intelectual el buscar al pueblo y crear sus obras para él, el educarlo y hacerlo sentir.

Lo  popular para esos pensadores y artistas ególatras no era más que signo de chabacanería y plebeyez.

Preferían espigar en los campos de la metafísica inextricable, o aislarse en las conceptuosidades del «arte puro», o servir la curiosidad de los clientes ricos y la burguesía despreocupada, sirviéndoles un arte adulador, dengoso, doméstico y almibarado, que no perturbase con fuerte emoción sus digestiones.

Federico García Lorca supo romper ese cerco estúpido de egolatría e incomprensión. Su cultura no le hizo orgulloso ni le permitió la indiferencia olímpica; su arte, de la más fina y aguda sensibilidad, fue al pueblo a buscar inspiración, y volvió al pueblo hecho emoción.

El dio la pauta de lo que había de ser el nuevo arte en consonancia con el espíritu de su época, con la transformación enorme, preñada de inquietudes, que en el mundo se está realizando.

Federico García Lorca se llenó de pasión popular, de dramatismo popular; vio en el pueblo el más rico y puro venero de emoción y de arte, convivió con él, supo de sus amarguras desgarradas, y de sus ansias insatisfechas, y de sus dolores legendarios. Conoció a los hombres de los caminos y a las hembras de los arrabales; sintió en su carne y en su alma ese profundo dolor del pueblo que ni el pintoresquismo ni el folklore logran disfrazar, y de esa esencia viva, cruda, patética, luminosa y sombría al mismo tiempo, impregnó sus versos y saturó sus dramas.

Tiene hoy un valor de símbolo y augurio trágico recordar que la primera obra teatral de Federico García Lorca se tituló Mariana de Pineda, la heroína andaluza fusilada por bordar «la bandera de la Libertad». García Lorca cae por la misma causa. Sus manos de poeta habían bordado también una magnífica bandera de arte liberal, popular y español.

El Romancero gitano. Bodas de sangre. Yerma —rojo de drama, oro de arte, morado de pasión—, eran una magnífica enseña de sentido liberal, democrático y popular.

Con Alejandro Casona, García Lorca traía a nuestro teatro, anquilosado en conflictos domésticos de una burguesía frivola, aires nuevos, vibraciones magníficas del ambiente de la calle, las emociones y las inquietudes de una España democrática, que —ahora se está viendo— es capaz de forjar todo un mundo nuevo en un gigantesco alarde de heroísmo y sacrificio.

Descanse en paz el gran poeta inmolado. Y si es cierto, como creían los gentiles, que el alma de sus criaturas acompaña al Olimpo a su creador, ¡qué magnífico cortejo, barroco y brillante, habrá llevado García Lorca en su tránsito! Con él irían Antoñito el Cimborrio, bronce y sueño gitano, bravo y enamorado, y cantándole «alegrías», la Zapaterita, arisca y celosa; y Yerma, la hembra por excelencia que brama el dolor de sus entrañas estériles, y todo un coro de lavanderas serranas y de gitanillas pintureras, y de mozos cetrinos caballista y cantores... Aglomeración barroca, carne, sangre y alma del pueblo, veta magnífica de la España que hoy se bate por la libertad.

Y también en ese cortejo, y cerrándolo con su paso rítmico y marcial, los «civiles», la «pareja» «con alma de charol», que García Lorca viera por los caminos, y que quizá ya llevaran en la recámara de sus máuseres las balas que hablan de destrozar la vida del poeta.


Juan Ferragut
Mundo Gráfico, 16 de septiembre de 1936







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