El fusilamiento de un gran poeta del
pueblo: Federico García Lorca
Federico García Lorca ha sido fusilado por
los rebeldes en Granada.
No ha sido sólo el mundo intelectual el que
se ha conmovido. El pueblo, a pesar de su aparente indiferencia por los
creadores de arte, también ha vibrado, herido en su sensibilidad por la muerte
del poeta, porque Federico García Lorca era, quizá la figura más representativa
de ese arte nuevo, generoso, apasionado y fuerte, que, buscando su inspiración
en la más pura cantera popular, tiene por meta alcanzar el corazón y la
inteligencia del pueblo.
Hemos padecido en España mucho tiempo el
snobismo del arte por el arte, del «arte deshumanizado», del arte como una
concepción egolátrica, digna sólo de una élite o minoría de elegidos. El mito
del poeta encastillado en su torre de marfil siguió la vanidosa concepción del
«intelectual puro», del ensayista egolátrico, del profesor pedante y dogmático,
del poeta aislado por el culteranismo desorbitado y que, a título de ente de
vanguardia, desdeñaba a la multitud y de parapetaba tras una retórica
petulante, obscura y enigmática.
Todos pretendían pasar por seres de excepción,
augures y vates insuflados de soberbia, a los que sólo sus aduladores y
exégetas eran dignos de comprender. Escritores, ensayistas, poetas y artistas
afectados de un orgullo de clase, un aristocratismo estúpido, desdeñaban
al pueblo y fingían despreciar su aplauso, considerándolo como un premio a la
vulgaridad.
Ha faltado en España durante mucho tiempo
la compenetración espiritual entre los artistas y el pueblo, porque aquéllos
han creído un acto de abdicación intelectual el buscar al pueblo y crear sus
obras para él, el educarlo y hacerlo sentir.
Lo popular para esos pensadores y
artistas ególatras no era más que signo de chabacanería y plebeyez.
Preferían espigar en los campos de la
metafísica inextricable, o aislarse en las conceptuosidades del «arte puro», o
servir la curiosidad de los clientes ricos y la burguesía despreocupada,
sirviéndoles un arte adulador, dengoso, doméstico y almibarado, que no
perturbase con fuerte emoción sus digestiones.
Federico García Lorca supo romper ese cerco
estúpido de egolatría e incomprensión. Su cultura no le hizo orgulloso ni le
permitió la indiferencia olímpica; su arte, de la más fina y aguda
sensibilidad, fue al pueblo a buscar inspiración, y volvió al pueblo hecho
emoción.
El dio la pauta de lo que había de ser el
nuevo arte en consonancia con el espíritu de su época, con la transformación
enorme, preñada de inquietudes, que en el mundo se está realizando.
Federico García Lorca se llenó de pasión
popular, de dramatismo popular; vio en el pueblo el más rico y puro venero de
emoción y de arte, convivió con él, supo de sus amarguras desgarradas, y de sus
ansias insatisfechas, y de sus dolores legendarios. Conoció a los hombres de
los caminos y a las hembras de los arrabales; sintió en su carne y en su alma
ese profundo dolor del pueblo que ni el pintoresquismo ni el folklore logran
disfrazar, y de esa esencia viva, cruda, patética, luminosa y sombría al mismo
tiempo, impregnó sus versos y saturó sus dramas.
Tiene hoy un valor de símbolo y augurio
trágico recordar que la primera obra teatral de Federico García Lorca se tituló
Mariana de Pineda, la heroína andaluza fusilada por bordar «la bandera de la
Libertad». García Lorca cae por la misma causa. Sus manos de poeta habían
bordado también una magnífica bandera de arte liberal, popular y español.
El Romancero gitano. Bodas de sangre.
Yerma —rojo de drama, oro de arte, morado de pasión—, eran una magnífica enseña
de sentido liberal, democrático y popular.
Con Alejandro Casona, García Lorca traía a
nuestro teatro, anquilosado en conflictos domésticos de una burguesía frivola,
aires nuevos, vibraciones magníficas del ambiente de la calle, las emociones y
las inquietudes de una España democrática, que —ahora se está viendo— es capaz de
forjar todo un mundo nuevo en un gigantesco alarde de heroísmo y sacrificio.
Descanse en paz el gran poeta inmolado. Y
si es cierto, como creían los gentiles, que el alma de sus criaturas acompaña
al Olimpo a su creador, ¡qué magnífico cortejo, barroco y brillante, habrá
llevado García Lorca en su tránsito! Con él irían Antoñito el Cimborrio, bronce
y sueño gitano, bravo y enamorado, y cantándole «alegrías», la Zapaterita,
arisca y celosa; y Yerma, la hembra por excelencia que brama el dolor de sus
entrañas estériles, y todo un coro de lavanderas serranas y de gitanillas
pintureras, y de mozos cetrinos caballista y cantores... Aglomeración barroca,
carne, sangre y alma del pueblo, veta magnífica de la España que hoy se bate
por la libertad.
Y también en ese cortejo, y cerrándolo con
su paso rítmico y marcial, los «civiles», la «pareja» «con alma de charol», que
García Lorca viera por los caminos, y que quizá ya llevaran en la recámara de
sus máuseres las balas que hablan de destrozar la vida del poeta.
Juan Ferragut
Mundo Gráfico, 16 de septiembre de 1936
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