Miliciana española en la Fête de l'Humanitè, París 1936 - Foto: Marcel Cerf/BHVP |
Por
todos los derrotados, por las cabezas rotas,
los desamparados, los
simples, los oprimidos,
los fantasmas de la ciudad en
llamas de nuestro tiempo…
Por los capturados en autos
rápidos al edificio y son golpeados
por los muchachos hábiles,
los muchachos con los puños de goma,
retenidos en el suelo y
golpeados, en la mesa cortando sus entrañas,
o pateados en la ingle y
dejados, con los músculos estirados
como una gallina descabezada
en el piso del matadero
mientras traían al siguiente
con sus ojos blancos mirando fijamente.
Por los que todavía decían
«¡Frente Popular» o «¡Dios salve a la Corona!»
y por los que no eran
valientes
pero fueron golpeados de
todos modos.
Por los que escupen pedazos
sangrantes de sus dientes
en silencio en el corredor,
duermen bien sobre hierro o
piedras, aguardan el momento
y matan al guardia en el
retrete antes de morir a su vez,
aquellos con los ojos
hundidos y la lámpara ardiendo.
Por los que llevan
cicatrices, los que cojean, por aquellos
cuyas tumbas anónimas se
cavan en el patio de la prisión
y se les nivela la tierra
antes de amanecer y les echan cal.
Por los asesinados de una
sola vez. Por los que viven meses y años
soportando, alertas,
esperando, yendo cada día
al trabajo o a la fila del
pan o al club secreto,
y viven entretanto, engendran
niños, contrabandean armas
y son encontrados y muertos
al fin como ratas en el desagüe.
Por los que logran escapar
milagrosamente al destierro y
deambulan ahí,
por los que viven en pequeños
cuartos de ciudades extranjeras
y quién piensa todavía en el
país, la verde y larga hierba,
las voces de la infancia, el
lenguaje, el olor del viento entonces,
la forma de los cuartos, el
café bebido en la mesa,
la charla con los amigos, la
ciudad amada, el rostro del mesero,
las lápidas, con nombre,
donde no serán enterrados
ni en ninguna tumba en esa
tierra. Sus hijos ya son extranjeros.
Por los que hacían planes y
eran líderes, y fueron derrotados,
y por aquellos, humildes y
estúpidos, que no tenían plan,
pero fueron denunciados, pero
se enfurecieron, pero contaron un chiste,
pero no pudieron explicar,
pero fueron enviados al campo de concentración,
pero sus cuerpos fueron
embarcados de vuelta en ataúdes sellados,
«Muerto de pulmonía». «Muerto
tratando de escapar».
Por los cultivadores de trigo
a los que dispararon junto a sus propias pilas
de trigo,
por los productores de pan
desterrados a los desiertos cercados
por el hielo,
y sus carnes recuerdan sus
trigales.
Por los denunciados por sus
propios engreídos y horrendos hijos,
a cambio de una estrella de
menta y el elogio del Estado Perfecto,
por todos los estrangulados,
los castrados o simplemente hambrientos
para formar estados
perfectos; por el sacerdote ahorcado con su sotana,
el judío con el pecho
aplastado y sus ojos agónicos,
el revolucionario linchado
por los guardias privados;
para formar estados
perfectos, en nombre de los estados perfectos.
Por los traicionados por sus
vecinos con quienes estrechaban las manos,
y por los traidores, sentados
en la dura silla,
con el sudor suelto reptando
por su pelo y los dedos inquietos
mientras dicen la calle y la
casa y el nombre del hombre.
Y por los que estaban
sentados a la mesa en su casa
con la lámpara encendida y
los platos y el olor de la comida,
hablando tan tranquilamente;
cuando oyen los autos
y el golpe en la puerta y de
prisa se miran los unos a los otros.
Y sale la mujer a la puerta
con la cara rígida,
alisando su vestido.
«Todos aquí somos buenos
ciudadanos.
Creemos en el Estado
Perfecto».
Y aquella fue la última vez
que Tony o Karl o Shorty
vinieron a la casa
y la familia fue liquidada
más tarde.
Fue la última vez.
Oímos los disparos en la
noche;
pero al siguiente día nadie
sabía lo que había sucedido,
y un hombre tiene que ir a su
trabajo. Así que no lo vi
por tres días, entonces, y yo
cerca de perder la cabeza
y todas las patrullas en las
calles con sus sucias armas
y cuando volvió, parecía
borracho y cubierto de sangre.
Por las mujeres que lloran a
sus muertos en la noche secreta,
por los niños a los que se
les enseñó a guardar silencio, niños envejecidos,
los niños escupidos en las
escuelas.
Por el laboratorio destruido,
la casa saqueada, la pintura
cagada, el pozo meado,
el desnudo cadáver del
Conocimiento arrojado en la plaza
sin que nadie levante la
mano, sin que nadie hable.
Por el frío del mango de la
pistola y el calor de la bala,
por las sogas que asfixian,
los grilletes que maniatan,
la enorme voz, metálica, que
miente a través de mil canales
y la tartamuda ametralladora
que responde a todo.
Por el hombre crucificado en
las ametralladoras en cruz,
sin nombre, sin resurrección,
sin estrellas,
su cabeza oscura bajo el peso
de la muerte y su carne hace tiempo amarga
con el olor de sus muchas
prisiones —Juan Pérez, Juan Sin Nombre,
Juan Nadie— ¡oh, rómpete la
cabeza para dar con su nombre!
Sin rostro como el agua,
desnudo como el polvo,
deshonrado como la tierra que
las bombas de gas envenenan,
y bárbaro entre portentos.
Este es él.
Este es el hombre que se
comieron en la mesa verde,
se pusieron los guantes y
tocaron la carne.
Este es el fruto de la
guerra, el fruto de la paz,
la madurez de la invención,
el nuevo cordero,
la respuesta a la sabiduría
de los sabios.
Y todavía está colgado y no
muere todavía,
y todavía, en la ciudad de
acero de nuestros días,
la luz se apaga y la
espantosa sangre no deja de fluir.
Creímos que habíamos
terminado con estas cosas pero nos equivocamos.
Creímos que, porque tuvimos
el poder, tuvimos sabiduría.
Creímos que el largo tren
llegaría hasta el fin de los Tiempos.
Creímos que la luz
aumentaría.
Ahora el largo tren está
descarrilado y los bandidos lo saquean.
Ahora el jabalí y el áspid
tienen poder en nuestro tiempo.
Ahora la noche retrocede
hacia Occidente y la noche es espesa.
Nuestros padres y nosotros
mismos sembramos dientes de dragón.
Nuestros hijos conocen y
sufren a los hombres armados.
Stephen Vincent Benét
Texto tomado de descontexto.blogspot.com
que bella e intensa la entrada gracias
ResponderEliminar