Con su plena luna amoratada sobre la plomiza sierra de
Santana, en una tarde de septiembre de 1907, se alza en mi recuerdo la pequeña
y alta Soria. Soria pura, dice su blasón, y ¡qué bien le va ese adjetivo!.
Toledo
es, ciertamente, imperial, un gran expolio de imperios. Avila, la del perfecto
muro torreado es en verdad mística y guerrera, o acaso mejor como dice el
pueblo, ciudad de cantos y de santos. Burgos conserva todavía la gracia juvenil
de Rodrigo y la varonía de su guante mallado, su ceño hacia León y su sonrisa
hacia la aventura de Valencia. Segovia con sus arcos de piedra, guarda las
vértebras de Roma.
Soria,
sobre un paisaje mineral, planetario, telúrico. Soria, la del viento redondo
con nieve menuda que siempre nos da en la cara, junto al Duero adolescente,
casi niño, es pura... y nada más.
Soria es
una ciudad para poetas. Porque la lengua de Castilla, la lengua imperial de
todas las españas, parece tener su propio y más limpio manantial. Gustavo
Adolfo Becquer, aquel poeta sin retórica, aquel puro lírico, debió amarla tanto
como a su natal Sevilla; acaso más, que a su admirable Toledo. Un poeta de las
Asturias, de Santillana, Gerardo Diego, rompió a cantar en romance nuevo a las
puertas de Soria:
Río Duero, río Duero
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua.
Y hombres de otras tierras que cruzaron sus páramos no han
podido olvidarla. Soria es, acaso, lo más espiritual de esa espiritual
Castilla, espíritu a su vez, de España entera. Nada hay en ella que asombre o
que brille y truene. Todo es sencillo, modesto, llano. Contra el espíritu
redundante y barroco que sólo aspira a exhibición y a efecto, buen antídoto es
Soria, maestra de castellanía, que siempre nos invita a ser lo que somos y nada
más. ¿No es esto bastante?. Hay un breve aforismo castellano; yo lo oí en Soria
por primera vez, que dice así: “nadie es más que nadie”. Cuando recuerdo las
tierras de Soria olvido algunas veces a Numancia, pesadilla de Roma y a Mío Cid
Campeador, que las cruzó en su destierro y al glorioso juglar de la sublime
gesta que bien pudo nacer en ellas, pero nunca olvido al viejo pastor de cuyos
labios oí ese magnífico proverbio donde a mi juicio se condensa todo el alma de
Castilla; su gran orgullo y su gran humildad, su experiencia de siglos y el
sentido imperial de su pobreza. Esa magnífica frase que yo me complazco en
traducir así: “por mucho que valga un hombre nunca tendrá valor más alto que
el valor de ser hombre”. Soria es una escuela admirable de humanismo, de
democracia y de dignidad.
Por estas y otras muchas razones, queridos amigos, con
toda el alma agradezco a ustedes su iniciativa y el altísimo honor que recibo
de esta querida ciudad. Nada me debe Soria, creo yo. Y si algo me debiera,
sería muy poco en proporción a lo que yo le debo: el haber aprendido en ella a
sentir a Castilla que es la manera más directa y mejor de sentir a España. Para
aceptar tan desmedido homenaje sólo me anima esta consideración: el hijo
adoptivo de vuestra ciudad hace muchos años que ha adoptado Soria como patria
ideal. Perdónenme si ahora sólo puedo decirles ¡gracias de todo corazón!
Antonio Machado
Soria, 5 de octubre de 1932
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