Podrías desollarme vivo, pero no diría dónde está oculta; no, no lo
diría... aunque, al fin y al cabo, si bien se mira, todo el mundo en las
montañas, valles, congostos y toces de Asturias lo sabe, todos menos los que
huronean buscándola, los que rastrean como perdigueros de aquí para allá y de
allá para aquí.
Todos lo saben menos los que buscan y rebuscan, los polizontes, civiles,
falangistas, confidentes... Estos verdugos sueltos van por los pueblos, olfatean
en las casas, inquieren, indagan, escuchan con los orejones estirados los
paliques y, con todo, no pueden encontrarla.
La gente, que sabe por dónde va el ojeo, lo toma un poco a chufla. No hace
mucho, en Laviana, lugar de valientes, un atardecer neblinoso pasaba por
una calle la pareja de civiles. Iban a caballo, sacando lumbre a los
guijos, clac, clac, clac... Da miedo oír el ruido de estas herraduras
por el empedrado de las calles. Y de la puerta de un chigre salió un vozarrón:
—¡Qué!, ¿buscando a la pepona?
Un poco chispo, a decir verdad, estaba él que dio el grito. Le metieron
dentro, cerraron la puerta, y el siniestro y temeroso clac, clac de las
herraduras se fue alejando como agorero grito de corneja.
En la Pola de Siero, lugar de populoso mercado, sucedió otro día, en pleno
bullicio de la gente, un caso peliagudo. Dos aldeanas de Riocín iban tan
campantes por el mercado, viendo qué mercaban o qué vendían. Llevaban de la
mano a una niña de cortos años, no más de seis tendría la repolluela, hija de la
más joven. De pronto, la niña, volviéndose, se echó a llorar como una
descosida. Las mujeres, extrañadas, se volvieron también.
—¿Qué te pasa, angelín mío? —preguntó la madre.
Y la niña, entre suspiros y lloros, señaló a dos sujetos que iban detrás.
—¡La... mi muñeca!... —sollozó la rapaza.
Los tales alcahuetes de la justicia, un señoritín de Falange y un guarda
jurado, habían arrebatado a la pequeñuela, de un tirón, una muñeca que llevaba
en los brazos y que hacía unos instantes, la madre había comprado en un puesto
de baratijería.
Se hizo corro de curiosos. Los hampones de la justicia sofaldaban,
impúdicos y curiosos, a la imperturbable muñequita. ¡Husma que te husma, como
si buscasen invisible piojera en las costuras del vestidito!
La más vieja, tía de la niña, aldeana de cara encendida y pecho fuerte, se
abalanzó hacia los sabuesos husmeadores y les arrebató la muñeca.
—¡Traed acá, lameplatos! ¿Creéis que ésta es la moña de Amparín la de Sama?
¡Buscad, buscad, que así la encontraréis como aguja en un pajar! ¡Quien la
sigue la mata y quien no se desbarata!
La gente se echó a reír. Tras el aguijón de la aldeana aparecieron otros
puyazos, y los perros, yendo por lana, trasquilados salieron, con las orejas
gachas, el rabo entre las piernas y el morro escaldado.
En pleno mercado de la Pola, pacífico de por sí, entre aldeanos, buhoneros,
mercadantes; entre el gocho y el gallo, los altramuces y las pepitas de
girasol, la cuchara de palo y la cazuela de aliar, la poma verde y el tomate
rojo; entre la gente, entre la multitud, a pleno día y a plena voz había
resonado un grito de lucha, el nombre de una mujer traído y llevado de esta
boca a la otra, de conversación en conversación, y de decir en decir, y, con su
nombre, una muñeca que llevaba consigo una estela luminosa de singular leyenda.
Y yo voy a contaros, tal como pueda, porque el caso no merece pluma tan
torpona, la historia de esta mujer y de esta muñeca. Podrían desollarme vivo, y
no diría dónde están la muñeca y la mujer. Aunque si bien se mira, lo saben todos
menos aquéllos que no deben saberlo.
*
Sama tiene un río: entre cascajales y pedregales, negro, como de luto, baja
el Langreo. Sama tiene un valle; no es verde el valle donde el pueblo se
asienta. Llueve en Sama, y no es clara la lluvia, sino negra, como lágrimas de
dolor. Las nieblas bajan a Sama, y son negras como celajes de invierno. Y es
que el carbón que de aquí se llevan, en oro limpio pasa a las manos de los
accionistas de la compañía. Y lo que aquí queda es polvillo negro, que hace más
negra la miseria de los mineros.
Tenía Amparín ya ocho años, era una criaturita que comenzaba a ver, a
sentir, iba ya a la escuela, fregoteaba en casa ayudando a su madre, escuchaba
conversaciones, se fijaba en la gente: los amigos del padre, los compinches de
sus hermanos, los compañeros de la calle, de la escuela... Y Amparín todo lo
veía tiznado de negro.
—Refriega que te refriega, y siempre sucia la ropa—repetía la madre
refiriéndose a las coladas.
El padre, Pachín de Langreo le llamaban todos, era un viejo minero, experto
y estimado en la cuenca. El padre de Pachín había sido de aquéllos que al
abrirse las minas pensaron: “aquí está el oro”, y dejaron los prados y
pomaradas verdes de sus antepasados para meterse en la mina negra, en los pozos
de donde afloraba el sucio carbón. Oro no hubo, es decir, sí hubo, pero no para
los mineros, que es gente de poco fuste. Para ellos, ya se dijo antes,
polvillo. Claro que el polvillo de antes no era el polvillo de después. En el
de antes, sobre todo durante la guerra del 14, alguna áurea mota refulgía.
Seis hijos tuvo, y los distribuyó por distintas minas. Todos, menos el
cuarto, que a consecuencia de una reyerta en un cafetín alegre, había matado a
un compañero, y huyendo de la justicia, se fue a América, todos gozaban fama de
mineros canales, y trabajadores.
Pachín se casó con Olvido, hija de otro minero; tres hijos tenían:
Santiago, el mayor, ya minero también, Damián, que estaba de aprendiz
arrastrando vagonetas, y Amparín, la menor de todos.
Llegó el 34, y padres, hijos, tíos y sobrinos, todos se portaron como
mineros de ley: a Oviedo fueron en la columna. Dicen que Pachín puso en la
catedral la primera bandera roja que ondeó en España. Tal vez fuera cierto. ¡Era
capaz de mucho el buen Pachín!
Lo que vino después —también negro: civiles, tricornios, moros— dejó en
nada el polvillo negro: fue una tolvanera de negra represión. Amparín recuerda
muy bien aquel atardecer de noviembre, más negro que todo lo negro del
asqueroso carbón. Llamaron a la puerta. Salió a abrir la madre. Eran dos
civilones grandes, negros, con ojos y charoles relucientes. Se llevaron al
padre detrás de la corraleda de la casa. Obligaron a que ella y la madre fueran
también. Y en su presencia lo ahorcaron de un roble que allí había. Prohibieron
que durante toda la noche lo tocaran, y madre e hija se pasaron aquella noche,
negra como ninguna, acongojadas, transidas de dolor, al pie del cadáver del
padre. Un moro, algo alejado, hacía guardia, no de honor, sino de escarnio.
Y en la honda negrura de aquella noche, se deshizo la familia del honrado y
noble minero Pachín. El hijo mayor huyó al concejo de Aller, y de allí pasó a
Castilla. El pequeño, Damián, se fue a Gijón y más tarde, con otros, se internó
en Francia.
Olvido y Amparín quedaron solas en la casa. La madre tuvo que ponerse a
trabajar en las minas por un jornal mísero. Unos años después comenzó a
trabajar Amparín: doce contaba, y tuvo que ir a buscar el polvillo negro donde
se cría: en la mina. Bien es verdad que la peor negrura había llegado: el
fascismo.
De los dos hijos, Damián, él pequeño, había muerto en el cerco de Oviedo,
en Colloto, y del mayor, Santiago, no sabían nada. Terminada la campaña del
Norte, pasó a la zona de Levante, y no volvieron a tener noticias de él.
Iban pasando los años con sus bruscos vaivenes y sus dulces mecimientos,
más aquéllos que éstos, y el espíritu de Amparín sé forjaba en la llama de tres
indelebles recuerdos: la muerte del padre, la hazaña de Aída Lafuente, que oía
contar a los mineros como prólogo a las hazañas mil del 36–37, y por último, la
muñeca aquella de ojos azules y naricita chata, de vestidín rameado y pomposas
mangas, la muñequita aquella de la perenne sonrisa, como signo de eterna
felicidad, la muñequita aquella que había sido en la sombría casa minera la luz
en los negros días, el alba en las negras noches.
Ahora Amparín ya no jugaba con ella. Estaba allí, en un rinconcito de la
habitación, sobre una cómoda vieja, carcomida, donde había un florero, una
caracola, retratos... El tiempo también había pasado por la muñeca: estaba un
poco ajada, los bracitos laxos, desmayado el cuerpo, incluso el tinte negro de
la minería también estaba posado en su cara: pero, aun con todo, conservaba la
pura, la dulce, la eterna y virginal sonrisa de siempre.
No, no jugaba ya Amparín con ella, pero tampoco podía decirse que la
preciosa muñeca estuviese arrinconada. Cuántas noches, cuando Amparín veía
llegar a la madre del trabajo, ya viejecita, llena de arrugas, cansada,
disgustada por las dificultades de la vida, cuántas noches Amparín tomaba entre
los brazos la muñeca, y comenzaba a cantar y saltar por la habitación.
—¡Mírela, madre, que parece que habla y nos dice que pongamos al mal
tiempo buena cara!
La madre sonreía, se quedaba mirando a la muñeca con los ojos fijos, fijos,
se limpiaba una lágrima con la punta del delantal, y exclamaba infundida
súbitamente de ánimos:
—¡Tienes razón, hija, todo cambiará! ¡Nunca llovió sin que escampase!
Y otras veces era en las veladas de invierno, cuando las vecinas
formaban tertulia mientras repasaban sus corcusidas ropas. Entonces salían a
relucir con frecuencia las desventuras, de que todas eran pródigas: maridos
asesinados, hijos muertos, deudos en el extranjero, la mitad de la familia en
las cárceles... En esos instantes de tortura interior, de nublo de alegrías,
Amparín se levantaba en silencio, tomaba de la consola la muñeca, la colocaba
en medio de la mesa y decía enérgica, como abriendo con un golpe de ventarrón
la nubada:
—¡Aquí la mi nena, para que nos sonría a todos!
Las buenas mujeres miraban a la muñeca con tierna expresión, como
absortas en recuerdos lejanos, y Olvido, entonces, cambiaba el cono de la
velada, dirigiéndose a la muñeca:
—¡Bueno, bueno, los muertos y los vivos volverán!, ¿verdad, nena?
Y la misma Amparín, cuando ya dieciochoañera comenzó a trabajar
clandestinamente en el Partido, entre los mineros, la misma Amparín, llena de
íntimos desvelos, preocupaciones, peligros, dificultades, cuántas veces, cuántas,
sola en casa, tomaba la muñeca, como en los días de su infancia, y se daba con
ella y frente a ella ánimo, valor, redoble de energía para seguir la lucha.
Amparín se casó joven, con un viejo amigo de su hermano Santiago,
también minero. Era hombre serio, grave, buen camarada del Partido. Se llamaba
Avelino Soto y era natural de Ribadesella. Amparín no era guapa moza, no; más
bien menuda, fuerte, morena, de rizoso pelo, un poco cejijunta y de ligero
bozo; ojos negros, brillantes, y saliente y puntiaguda barbilla como su madre.
Lo mejor de Amparín era su carácter expansivo, alegre, su fuerte resolución, su
energía. Tenía inventiva, ingenio, prontos felices, resoluciones rápidas que
muchas veces le sacaban del imprevisto atolladero.
Una vez, por ejemplo, fue a su casa la guardia civil a hacer un registro. Y
precisamente aquel día tenían en casa unas octavillas que podían
comprometerles. Amparín, rápida, con súbita inspiración, mientras el marido
conducía a los civiles por el pasillo de la casa, cogió las hojas y las
escondió debajo de la faldilla de la muñeca. Los agoreros huéspedes no las
encontraron. ¡Qué celebrado fue después este primer servicio revolucionario de
la famosa muñeca!
Sentía Amparín la dicha de tener un marido que era a la vez buen camarada. Difíciles
eran los tiempos que corrían, y había que cimentar la vida sobre soportes
sólidos para que no cojeara como trébede mal asentada en el llar. ¡No da
solidez y vuelo, que digamos, tener un compañero con los mismos
horizontes que los suyos, con los mismos desvelos, un compañero
o compañera que cuando oiga hablar: Partido, lucha, cárcel, sacrificio,
valentía, fe..., no le suene todo esto a jerigonza temeraria!
Tuvieron una niña, a la que pusieron de nombre Dolores. ¡Dentro de poco, la
más preciosa heredad de la casa, la muñeca, pasaría a manos —¡por
favor, que no sean manirrotas!— de la pequeña!
Un día, Avelino volvió a casa muy contento, contrastando este
hecho con su habitual seriedad. Por primera vez, Amparín le
conoció enigmático en los mutuos asuntos del Partido.
—¡Te vas a quedar lela cuando lo sepas, y no digo más. Mañana a las seis
tienes una entrevista en La Bolera. Que no faltes, me han dicho!
—¿Pero qué es, qué es? —insistía anhelante de curiosidad Amparín.
—No puedo decirlo, ¿comprendes?, no puedo.
—Pero esta clase de secretos nunca han existido entre tú y yo.
—Alguna vez tenían que empezar, y no te enfades. Me han pedido que no te
dijera nada más, ¿comprendes?
Llamaban La Bolera, entre los camaradas, a cierta casa en las
afueras del pueblo, monte arriba, con discretas caleyes[1] y zarros[2] entre enebros y zarzamoras, donde
solían celebrar reuniones.
Amparín acudió a la hora señalada, mas la entrevista no se iba a celebrar
allí. Desde La Bolera, un camarada la llevó a otro sitio, no lejos,
pero donde ella no había estado nunca.
Se celebró en un viejo hórreo, al atardecer, entre dos luces. El pueblo se
extendía abajo, envuelto en niebla y polvillo negro, como en una inmensa
galería de mina. Arriba estaba despejado, y el crepúsculo tenía la suavidad del
terciopelo. Mugía una vaca.
Al entrar en el hórreo no vio a nadie, tal era el contraste entre
la mortecina luz del crepúsculo y la densa sombra en el hórreo, con heno
esparcido por el piso. Una voz, al fondo, una voz desconocida, dijo, llamándola
por su nombre, con efusión y calor, como si la conociera de siempre:
—Amparín, si oyes ruido fuera no te inquietes, son los nuestros que
vigilan.
Se fijó atentamente en el que hablaba, y entonces comenzó a destacarse, en
la sombra, una cara enérgica, una sonrisa simpática y unos ojos negros,
expresivos... ¡No, no le conocía! Pero de pronto, ante ella, como una aparición
surgida de las sombras, de lo invisible, vio a otro hombre, y súbitamente dio
un grito, que trató de ahogar. Se abrazaron. No podían hablar.
—¡Santiago, Santiago, tú aquí, con nosotros! ¡Huy, cuando lo sepa la madre!
—Amparín, mejor es no decirle nada por ahora. Ya sabes lo
que son las madres. Primero una alegría inmensa, que no pueden ocultar, y
después una ansiedad también inmensa por ver al hijo, y que si no lo pueden
llevar a cabo las mortifica. Mejor que no sepa nada, ni ella ni nadie, claro.
—El nadie está descontado que así será.
—Mira, ¿no conoces a este camarada? —dijo después de haber hablado unos
instantes de la madre, de la familia, de la casa—. Y como presentándoselo a su
hermana añadió—: Es Roza.
Ella había oído hablar de los hermanos Roza, sobre todo del mayor, del
manco, pero no los conocía.
—¿Roza?
El hermano le dijo unas palabras al oído, y entonces ella se quedo mirando
al camarada con más insistencia. Roza se adelantó, echando un brazo sobre el
hombro de la muchacha.
—Amparín, vamos a sentarnos aquí un rato, a charlar de todo. Y si quieres,
vamos a empezar por las niñerías. Nos han dicho que tienes una rapaciña que es
una monada.
—Sí, da gusto verla. Alegra la casa en estos tiempos nada alegres.
—Ha tenido suerte mi hermana casándose con Avelino.
—Cuéntame todo, ¿sabes?, todo, no sólo lo del Partido, sino lo demás, hasta los chismes
que corran por el pueblo —pidió Roza con avidez de conocerlo todo.
Y así comenzó la charla. Amparín contó todo, lo bueno, lo malo lo de éste y
lo de aquél, lo que se decía y lo que se murmuraba, lo que pasaba en las casas
y en las minas, lo que vivía en las calles y lo que moraba en el alma de las
gentes. Pero no fue una charla de información a unos camaradas. Roza conocía a
casi todas las personas de quienes Amparín hablaba, sabía de los aconteceres
del pueblo casi tanto como ella, y por lo mismo, fue una conversación
entrecortada, larga, pero minuciosa, llena de detalles, de sueltos retazos, al
parecer inútiles, pero que luego, ensamblados como las taraceas, como esos
recortes de trapos de colores distintos con que hacen en los pueblos los
edredones, formarían un todo en la mente de aquel camarada responsable,
Secretario del Partido en Asturias.
Al final de la charla, Roza preguntó, particularmente:
—Dime algo de los jóvenes. Lo que piensan los jóvenes mineros. A los
jóvenes los conozco menos. Y también de las mujeres. Mira, una vez, hace
tiempo, oí decir a un guardia civil: “Miedo tengo yo al minero, pero a la mujer
del minero más aun; es más minera que el minero”. Nuestras asturianinas,
mineras o no mineras, no se dejarán acoquinar así como así.
—Y tanto que no —exclamó Amparín, y comenzó a contar lo que sabía sobre las
mujeres, sus actos de solidaridad, sus protestas, sus pensamientos y su estado
de ánimo antifranquista. También habló, y no poco, de los jóvenes, sobre todo
de las dificultades del trabajo con ellos, que no habían vivido las pasadas
épocas heroicas de la lucha.
Era ya tarde, noche cerrada. Rumoreaba ligeramente la espesura del monte.
Por un ventanuco del hórreo se asomaba, como vigilante, una lejana estrella.
Olía a yerba fresca recién guadañada.
Se levantaron. Roza hablaba con calor de hacer fuerte al Partido, de
contrarrestar la propaganda de la democracia americana e inglesa, de
próximas luchas, del trabajo, de los enemigos... Tenía fe en los obreros, en
los mineros. Hablaba de Asturias con un entusiasmo resplandeciente. ¡Con qué
respeto le escuchaba Amparín! No sabía de los heroicos esfuerzos de aquel
hombre por entrar en España y servir a España, al Partido, pero Amparín se lo
representaba ya héroe, porque toda la grandeza del Partido la vinculaba, en
aquel instante, a él, que lo representaba.
—No nos dejarán mal nuestros paisanos los asturianines, ¿verdad rapaciña?
—¡Asturias siempre será Asturias! —exclamó el hermano.
Y sin saber cómo, sin ponerse de acuerdo, abrazados los tres, comenzaron a
cantar bajo y con emoción:
Asturias, patria querida,
Asturias de mis amores,
¡quién te viera libre, Asturias,
para cubrirte de flores!
Al despedirse, Roza añadió:
—Acaso nos volvamos a ver, Amparín. De todos modos, en contacto estaremos,
De prisa, ligera de vuelo como si su alma tuviese alas, bajaba Amparín por
el camino, hacia el pueblo. Se sentía animosa, fuerte, estaba su espíritu
desbordante de bullentes sensaciones. Caminaba, caminaba cuesta abajo,
tropezando, sin sentir, en las piedras o en los relejes, y no podía fijar,
precisar las sensaciones y las ideas. Y de pronto, porque sí, como bandadas de
palomas que se alzasen súbitamente del palomar buscando la salida, comenzaron a
revolotear y entrechocarse las sensaciones. Y entonces, en la noche callada,
resonó su voz, un poco bronca, entre minera y campesina:
Asturias, patria querida,
Asturias de mis amores,
la, la ra, la ra, la ra...
para cubrirte de flores.
la, la ra, la ra, la ra...
para cubrirte de flores.
Cuando llegó a casa besó fuerte, más fuerte que nunca a la madre. Era el
beso que el hermano le había encomendado al despedirse. Y cuando se quedó
sola sen la habitación con el marido y éste, viendo su radiante alegría,
le preguntó: “Bueno, Amparín, dime algo...”, ella, sonriendo con ironía, dijo:
—¿Tú que te creías?, ¡yo también comienzo a tener secretos para el marido!
Pasó algún tiempo. Tenía ya cuatro años la pequeña: jugaba con la muñeca,
siempre estaba con ella en los brazos. La abuela ya no trabajaba. Los
quehaceres de Amparín y Avelino, normales unos, secretos otros, no habían
sufrido ningún contratiempo.
Pero la vida, y más en tiempos calamitosos, no siempre marcha derecha como
una flecha; a veces, las más, se tuerce y engarabita. Y sucedió que: un día de
invierno se produjo una catástrofe en la mina donde trabajaba Avelino, y
perecieron sepultados tres obreros, entre ellos el propio Avelino.
La catástrofe fue originada, como siempre, porque a la compañía le
interesan más los millones que las vidas de los obreros. ¡Maldito lo que les
importa en Londres —sede de la compañía carbonera— que mueran tres, treinta o
trescientos mineros españoles! Pero claro, lo que no interesa a la compañía,
interesa a los propios mineros: defender sus vidas.
Fue para Amparín un golpetazo tremendo. Pero como asesinato que era,
produjo en la muchacha y en todos los obreros indignación, protesta contra la
compañía extranjera, contra el gobierno, contra el régimen, contra todas las
sanguijuelas del poder.
Y la propia Amparín, sobreponiéndose al dolor, o más bien aguzándolo hasta
hacerlo arma de filo, organizó la protesta de los mineros. Las autoridades
estaban interesadas en lo de muerto al hoyo y aquí no ha pasado nada, pero no
se salieron con la suya. Amparín consiguió que el entierro fuera una
manifestación de protesta contra el régimen, que se hiciera una huelga de
veinticuatro horas en toda la cuenca. ¡Memorable fue en toda Asturias aquella
jornada de protesta!
Pero después del entierro, pasada la noche, al filo del amanecer, se
llevaron a Amparín a la cárcel. El momento de la detención dicen Que fue
emocionante. De él parte la extensa fama de Amparín y la muñeca.
Vivía Amparín a la salida del pueblo, en la carretera de Sama a Ciaño.
Dijérase que nadie había visto la escena, pero siempre hay unas viejas —no sé
cómo se las arreglan las viejas para estar en todas partes— que lo ven todo y
lo cuentan todo. A la mañana, el pueblo entero lo sabía, y del pueblo pasaba a
otro pueblo, y de éste a otro... Así comenzó a nacer la no interrumpida
popularidad de Amparín la de Sama y su muñeca.
Dicen, y las viejas sabrán si es cierto o no, que no quería separarse de su
hija; se había fundido a ella en un abrazo, de tal forma, que no había modo de
separarlas a tirones. Un guardia tira de ella, otro tira de la niña. La niña
llora, la abuela grita, la madre muerde, rabiosa, como loba enfurecida. Los
civilones, grandes como castillos consiguieron al fin deshacer el lazo, pero
entonces Amparín, arrebatada de ira y de dolor, tomó del suelo la muñeca, que
en la disputa había caído de los brazos de la niña, y se la llevó consigo, como
si fuera su propia hija. Dicen que por la carretera iba meciéndola y besándola
y hasta cantando nanas cariñosas igual que si fuera una criatura viva. Cuentan
las viejas que, según ellas creen, la “probe mujer había perdido las
entendederas que Dios ñus da”.
En la cárcel —primero en Sama, luego en Oviedo— hubo sus más y sus menos
sobre si la mujer aquella había perdido o no su sano juicio. Hasta médicos
loqueros la miraron y remiraron. Y todo porque en la cárcel, los prontos de
Amparín se agudizaron, y la presunta loca traía locos a todos los cancerberos,
que no sabían si castigarla o dejarla por tocada de la cabeza. Un día, en el
patio, en formación de filas, después del Franco, Franco, ella gritó: ¡Viva el
califa de Córdoba Abderramán III! (sin duda estaba leyendo por
aquéllos días alguna Historia de España). Otra vez, en un acto solemne le dio
una especie de patatús, y casi estropeó la fiesta. Todas las bromas, chanzas,
sátiras, chistes que corlan por la cárcel se las atribuían, con razón o sin
ella, a Amparín.
Pero las presas de la cárcel, y más aún las de su celda, sabían muy bien
que, por extraños que parecieran aquéllos prontos, Amparín no estaba loca, y
que todas sus extravagancias —fingidas o naturales, era muy difícil de saber—
servían en fin de cuentas para que tuviese más libertad en sus conversaciones,
en sus actos. Amparín era en la cárcel lo que antes en las minas: una gran
camarada.
La muñeca estaba en la celda, en una tosca mesa en medio de la yacija. Por
la alta ventana entraba al mediodía un rayo de sol que prendía a la muñeca,
como con alfileres, un velo dorado de resplandores. Las reclusas sabían ya la
historia de la muñeca, y querían tenerla allí porque les consolaba las muchas
penas que cada una llevaba consigo. Hacíanle mimos, caricias, jugaban con ella,
como niñas, cosíanle jubones o enagüitas, le hablaban como a una persona mayor,
y hasta contaban que una viejecita, cierta noche, se puso a rezar ante ella.
Pero ¡oh libertad, libertad! ¿Por qué tener presa a la muñeca si contra
ella no seguía la encenagada justicia ninguna encenagada sumaria? Pusieron en
libertad condicional a la muñeca. La condición era terminante: que les hiciese
una visita o dos cada semana, como persona bien comportada y cortés.
Y la muñeca volvió otra vez a manos de la pequeña Dolores. Cada día de
visita iba la abuela con la nietecilla, que llevaba en sus brazos la muñeca.
¡Bien contadas, tres personas!
Las presas empezaban a hacer fiestas y aspavientos, quién a la muñeca,
quién a la niña. La muñeca, en compañía de la niña, entraba en la celda, donde
le probaban las nuevas costuras hechas en la semana y salía muchas, veces
limpia y mudada de pies a cabeza como de una tienda de modas.
Pero todo esto no era simple diversión, sino maquinaciones de Amparín.
Pronto la muñeca sirvió para entrar y sacar toda clase de comunicaciones
secretas. La muñeca se portó como tenía que portarse tal muñeca: bajo los
pliegues de sus enaguas y vestiditos, jubones y blusas, escarpines y sombreros,
la muñeca ocultó mil comunicaciones que Amparín enviaba a los camaradas de
fuera.
El llamamiento de Estocolmo, con las firmas de las reclusas, la muñeca lo
sacó de la cárcel. La denuncia contra un carcelero, que era un verdugo, la
muñeca la hizo. De una huelga de hambre que declararon las presas como protesta
de la bazofia que recibían por comida, la muñeca dio cuenta. De una carta que
las reclusas de la prisión escribieron a Truman poniéndolo verde y poniendo
sobre las íes los puntos, es decir, saliendo por la independencia de España y
contra la guerra a la Unión Soviética, la muñeca fue portadora. Un pañuelo que
las presas bordaron para Dolores en uno de sus cumpleaños, la muñeca lo sacó en
sus hombros. Y cuando el LXX aniversario de Stalin, por conducto de la muñeca
enviaron los presos políticos un saludo conmovedor al gran jefe querido de los
pueblos. ¡En fin, un propio, demandadero u ordinario más diligente, jamás hubo
en los trajineros caminos de España!
Y un día Amparín escapó de la cárcel. Es claro que la muñeca debió de
participar en esta hazaña. ¿Cómo fue? ¿Qué ayudas tuvo? ¿En qué escondrijos se
ocultó? ¡Buscad y rebuscad, perros sarnosos, que para eso os paga, y no mal, el
amo que os necesita!
Desapareció Amparín, desapareció la muñeca, no se volvió a saber nada de la
madre ni de la pequeña. En busca de la trama de esta urdimbre, maltrataron a
las compañeras de celda de Amparín. Una de ellas confesó el artilugio de la
muñeca recadera, y entonces los canes rabones se volvieron locos. De este
tiempo data la persecución contra las pobres muñecas, y por otra parte, la
popularidad de la muñeca de Amparín la de Sama. ¡La buscan por todas partes, y
ella, que ¡si quieres, no aparece! ¿Dónde está? ¿Dónde? Aunque me despellejasen
vivo yo no lo diría. Bien es verdad que lo saben todos y, bajito, al oído, se
lo cuentan unos a otros; pero los revolvedores policiacos de muladares no lo
saben ni lo sabrán nunca.
La muñeca vive su vida clandestina. ¡Y qué vida la suya, madre mía! ¡En qué
lugar de Asturias no habrá estado la perseguida muñeca!
Los camaradas pescadores de Lastres mandan un propio al secretario
provincial del Partido. “Vamos a tener —dicen— una reunión importante y
queremos que la presida la muñeca de Amparín la de Sama”. Y el día de la
reunión, ya de noche, por el mar oscuro que embate sus zarpas sobre el
acantilado, silenciosa se desliza una barquilla pescadora. En ella viene, como
una sirena desde el fondo misterioso del mar, Amparín con su muñeca. Y la
muñeca, después de ser mirada y remirada por los pescadores, ocupa la
presidencia de la reunión.
Otro día son los pastores del Aramo los que han solicitado la muñeca, y al
hato, triscando por las piedras, como cabritas revoltosas, suben la muñeca y
Amparín.
Una célula de campesinos de Grado la pidió cierta vez por las fiestas, y en
pleno día se presentó oculta entre el heno que una carreta llevaba; guardada en
una sebe estuvo casi una semana entera.
Dicen que también ha estado con los guerrilleros. Camaradas Que la han
visto últimamente aseguran que la muñeca tiene un tiro de bala en el pecho. No
es extraño. Tal vez en algún combate fuese herida. Es muy posible que sus
ropitas estén salpicadas de generosa sangre moceril y guerrillera.
Pero donde la muñeca se pasa el mayor tiempo es entre los mineros, porque
minero es su origen, porque minera es toda su vida Ella ha bajado a las minas,
a las largas galerías, ha corrido por las vagonetas entre el carbón, ha estado
en los escoriales, va a las casas de los mineros, los acompaña en las
reuniones... y no sé, no sé, me Parece que hasta muchas veces pide la palabra.
Una vez estuvo en la romería del Naranco, como buena asturiana,
que no todo van a ser penas en la vida. Y eso que la muñeca estaba de
luto. Tiempo atrás habían preso a Roza, y lo asesinaron después de cruento
martirio. Los verdugos–leñadores creen que por abatir un árbol abaten todo el
bosque. ¡Sí, sí, que lo piensen! Del árbol caído ellos hacen leña y la
naturaleza, semilla y creación: donde estuvo el árbol batido por el hacha
crecen, en amigable república, jóvenes arbolillos que dicen al árbol tronchado:
¡salud, glorioso hermano, jamás las hachas de los verdugos abatirán el bosque!
A la muerte de Roza, un plantel de jóvenes arbolillos habían formado una
especie de guardia comunista de Roza. Casi todos eran mineros y ninguno pasaba
de los dieciocho años. Cuando la guerra, eran gentecilla menuda unos y otros
andaban a gatas. El fascismo les sorprendió con el babero puesto.
Algunos de estos jóvenes pensaron ir, como gente moza que eran a la romería
del Naranco a zangolotear entre las rapazas, a bailar, a cantar, a beber un
culín de sidra, a gritar ¡hi, ju, ju!... y que los valles profundos recogieran
los ecos.
Era ya de noche cuando finaba la merienda, en lo alto del monte, sobre la
hierba un poco húmeda. Se oía lejana una gaita y las voces confusas de la
romería, de tiempo en tiempo, apagadas, como si la niebla las embozase, y otras
veces altas y rumorosas.
Por el comedio de los montes, como rebaños grises, iban y venían girones de
niebla. Entre los claros de la niebla se veían abajo las luces de Oviedo,
somnolientas en la bruma, o por otra parte, las candelarias opacas de los
pueblecitos de los valles.
Desde lo alto, la vista quería divisar el mar, las plácidas bahías, los
hoscos acantilados, los cumbreños puertos al sur, en la raya de Castilla, los
picos de Europa con sus perpetuas nieves, las tajantes foces[3] de
Sierra Espinosa, Covadonga con la tumba de Don Pelayo, rey patriota, el puente
romano de Cangas... Se ensanchaba el pecho cuando entre labios, como un
bisbiseo, se decía: ¡Asturias!
Y al bajar los ojos a los valles, a la tierra; cuando la vista se entraba
por las casas de los pobres, por las minas, por las fábricas, cuando se iba por
las praderías campesinas, por las pomaradas, por los llares y lagares, daban
ganas de maldecir a los que tan mala vida daban a tan buen pueblo.
Los jóvenes mineros habían encendido una hoguera en el centro del corro. Se
divisaban por el monte, muchas hogueras de romeros. Esperaban impacientes.
¿Vendría? ¿No? ¡Quién sabe los azares que surgen por los caminos cuando no son
llanos! Uno de los jóvenes vigilaba. Tenía fe, sí, llegaría. ¿Por qué no?
Y de pronto, quién sabe por dónde, tal vez por entre uno de aquellos
girones de niebla, tal vez en una nube, tal vez surgiendo de abajo de la
tierra, apareció Amparín la de Sama, vestida como una sencilla campesina.
—¡Ya está aquí, ya está aquí! —gritaron.
—¡Salud, jóvenes amigos, camaradas! ¡No podía faltar el Partido a vuestra
cita!
—¿Viene ella, viene?
Ella, es decir, la legendaria muñeca.
—¡Sí, aquí está, miradla!
Y de un capacho, al parecer lleno de vituallas, salió la muñeca. Todos
querían mirarla y remirarla, cogerla en sus brazos, tenerla junto a sí, casi
diríamos que hablar con ella. Para aquellos muchachos, la muñeca representaba
el fuego del combate, el romanticismo de la lucha, y además, además...
Sentáronse todos alrededor de la hoguera.
—¿Verdad que es guapina la mi muñeca? —comenzó Amparín— ¡Lo que ha bregado
por el mundo, diantre! ¡Cuántos corazones ha levantado en vilo y cuántas
lagriminas no ha enjugado con sus ropas! Yo estoy segura de que algún día se
escribirá la historia de esta muñeca. Estoy segura como de que ahora es de
noche... Pero qué os voy a contar a vosotros si lo sabéis lo mismo que yo.
—¿Y es verdad —pregunta uno— que tiene un balazo?
—¡Claro que sí, también ha estado herida la mi probina! —y Amparín
levanta las falditas y muestra un orificio que tiene en un costado. Todos miran
con avidez esa huella trágica de percance guerrillero.
—Cuéntame, Amparín, lo que sólo tú sabes —pide otro con ávida súplica—,
¿cómo llegó a tus manos la muñeca?
—Sí, la infancia de la muñeca —aclara el de al lado.
—La infancia de la muñeca es mi propia infancia. Veréis, veréis —comienza
Amparín, acomodándose mejor—. Era un anochecer. Qué triste estaba todo en mi
casa. Habían matado a mi padre, a dos tíos míos, a muchos conocidos,
mis hermanos estaban lejos, quién sabía dónde. Y en casa, arrebujadinas en la
pena, llorando día y noche, solas mi madre y yo... Esto que os estoy hablando,
ya sabéis, aconteció en el 34, después de la revolución de Octubre en Asturias.
Puede que alguno de vosotros no hubiese nacido aún.
Recuerdo que mi madre había salido, no sabía yo dónde, tal vez en casa de
una vecina. Estaba yo sólita, triste, triste, hipa que te hipa, con una pena,
con una murria... De pronto, se abre la puerta de la calle y entran dos
señoras: una de ellas parece que la estoy viendo, alta, fuerte., de luto, con
la cara blanca y una sonrisa abierta, bondadosa. “¿Cómo te llamas, pequeña?”,
me preguntó. “Amparín, para servir a usted”. (Me habían enseñado en la escuela
a decir para servir a Dios y a usted, pero ya quité a Dios porque me parecía
que no estábamos muy bien con Él después de todo lo que nos pasaba). “Ven aquí,
mira, te traigo un regalo”, y de un envoltorio que llevaba la otra señora sacó
una muñeca. “¿Te gusta, Amparín?” ¡Había tenido yo tan pocos juguetes!... Ya
sabéis que en las casas de los pobres, los juguetes de las niñas son las
escobas y los estropajos. ¡Una muñeca! ¡Qué alegría! Era tal la simpatía, la
atracción de aquella desconocida mujer, que a los pocos momentos me parecía ya
que toda la vida había estado con nosotros. La otra que acompañaba se marchó.
Nos quedamos ella y yo solas, y nos pusimos a
jugar las dos con la muñeca, a las casitas, tiradas en
el suelo. Pronto, me miro en un espejito que había encima de la
cómoda. ¡Uf, tenía la cara tiznada de polvillo de carbón! ¡Y la señora —pienso—
creerá que soy una guarra! Me restriego un poco con el delantal y, otra vez a
jugar. ¿Cuánto tiempo estuvimos así? No sé. Sólo recuerdo que después me entró
sueño. Mi madre tardaba en volver. La desconocida me tomó en sus brazos, me
cantó una canción, me besó la frente con suavidad, y me dormí con mi muñeca
apretada a las mejillas.
A la mañana siguiente, al despertarme, lo primero que hice, después de
comprobar con alegría que la muñeca estaba junto a mí, fue preguntar a mi madre
por la señora desconocida. Me parecía que debía estar en casa, que ya siempre
viviría con nosotros, como una tía bondadosa que se agrega a la familia.
“Madre, ¿dónde está la señora de anoche?”, pregunté. “Marchó, hija mía.
Cuando yo vine te acostamos y después de charlar un rato se fue. Todavía tiene
que andar mucho, porque muchas son las penas que ha de consolar.
Va por las casas de los mineros ayudando a las viudas y regalando
juguetes a los niños”. Se me presentó entonces la desconocida como una señora
muy rica, que tiene un talegón sin fondo de dinero. “¿Es muy rica la señora?”,
pregunté. "No, hija mía, como tú y como yo, hija de mineros ella misma.
Ese dinero se lo han dado los obreros de toda España para que lo reparta. Es
diputado comunista por Asturias. Se llama..., hija no lo olvides, no olvides
nunca su nombre... Se llama Dolores, y le dicen Pasionaria”.
Profundo silencio. Todos miraban hacia la muñeca. Les parecía ver en ella a
Dolores. A más de uno le asomó a los ojos una lágrima de emoción. Brillaba la
luna en el límpido cielo de agosto, y alrededor, Asturias, España, con el dogal
del fascismo al cuello. Pero allí, con ellos, estaba Dolores, animándoles en la
lucha, diciéndoles: “¡Adelante, camaradas, el porvenir es nuestro, el mañana
nos pertenece!”
Para aquellos jóvenes, la muñeca, en ese momento, representaba la heroica
tradición de lucha del Partido Comunista, que ellos habían oído referir a los
viejos, pero no habían vivido: Octubre del 34, la guerra... Y ahora, más cerca
de ellos, la clandestinidad, Roza, Cristino, Ponte, Gayoso...
Era ya tarde cuando Amparín se despidió de los jóvenes mineros y se fue
quién sabe dónde ni por dónde. ¡Ah, si los lebreles lo hubieran sabido!... Y
con ella, la famosa muñeca, el regalo querido de Dolores, que
iba no a reposar sobre una cómoda, sino as decir mañana a otros
combatientes: “¡Adelante, camaradas, el porvenir es nuestro, el mañana nos
pertenece! ¡Viva la independencia de España!”
Durante el día, los jóvenes mineros, entre los que figuraban varias
muchachas, habían recogido flores por el monte, y como estaban en el Naranco,
al píe de Oviedo, donde disparando con una ametralladora había muerto en el 34
la joven comunista Aída Lafuente, hicieron un ramo, y al bajar, lo pusieron en
el sitio donde cayó la heroica muchacha. Junto a las flores dejaron un letrero
que decía: "Los jóvenes mineros comunistas no olvidan a Aída Lafuente".
Aquella noche, muchos de los jóvenes soñaron con la muñeca. La veían, la
sentían junto a ellos en los afanes y en las luchas diarias.
Pero hubo uno —yo lo sé— que tuvo un sueño más feliz: vio una multitud de
obreros, de mineros, de campesinos, una multitud cíe gente que llenaba la calle
Uría de Oviedo. Levantaban banderas rojas, pancartas escritas, ramos de flores.
Cantaban. Y en mediocre esa multitud vio a Dolores, sonriente, en medio del
pueblo vencedor. Y entonces se destacó entre la gente Amparín la de Sama, con
su muñeca en alto. Al verla, la multitud le dejó paso, hizo corro. Avanzó
Amparín hacia Dolores y le presentó la muñeca que en otro tiempo ella le había
regalado. La muñeca estaba ya algo raída, laxa, feble, un poco sucia, como
quien ha andado por muchos caminos. Dolores la tomó en sus brazos, la estrechó
contra sí, y dijo:
—Claro, ¡cómo la iban a encontrar los polizontes fascistas si estaba
guardada en el corazón del pueblo!
Y la besó. Y luego besó a Amparín.
Cesar M. Arconada
Revista Nuestro Tiempo, nº 8 (Buenos Aires, marzo 1953)
_______________
[1] Plural de “caleyu”, término bable que significa “camino de tierra”.
[2] Plural de “zarru”, término bable que significa “cerca de un prado o huerta”.
[3] Plural de “foz”, término bable que significa “hondonada estrecha entre riscos”.
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