A
Ramón Gaya
¿También
tú aquí, hermano, amigo,
Maestro,
en este limbo? ¿Quién te trajo,
Locura
de los nuestros, que es la nuestra,
Como
a mí? ¿O codicia, vendiendo el patrimonio
No
ganado, sino heredado, de aquellos que no saben
Quererlo?
Tú no puedes hablarme, y yo apenas
Si
puedo hablar. Mas tus ojos me miran
Como
si a ver un pensamiento me llamaran.
Y
pienso. Estás mirando allá. Asistes
Al
tiempo aquel parado, a lo que era
En
el momento aquel, cuando el pintor termina
Y
te deja mirando quietamente tu mundo
A
la ventana: aquel paisaje bronco
De
rocas y de encinas, verde todo y moreno,
En
azul contrastado a la distancia,
De
un contorno tan neto que parece triste.
Aquella
tierra estás mirando, la ciudad aquella,
La
gente aquella. El brillante revuelo
Miras
de terciopelo y seda, de metales
Y
esmaltes, de plumajes y blondas,
Con
su estremecimiento, su palpitar humano
Que
agita el aire como ala enloquecida
De
mediodía. Por eso tu mirada
Está
mirando así, nostálgica, indulgente.
El
instinto te dice que ese vivir soberbio
Levanta
la palabra. La palabra es más plena
Ahí,
más rica, y fulge igual que otros joyeles,
Otras
espadas, al cruzar sus destellos y sus filos
En
el campo teñido de poniente y de sangre,
En
la noche encendida, al compás del sarao
O
del rezo en la nave. Esa palabra, de la cual tú conoces,
Por
el verso y la plática, su poder y su hechizo.
Esa
palabra de ti amada, sometiendo
A
la encumbrada muchedumbre, le recuerda
Cómo
va nuestra fe hacia las cosas
Ya
no vistas afuera con los ojos,
Aunque
dentro las ven tan claras nuestras almas;
Las
cosas mismas que sostienen tu vida,
Como
la tierra aquella, sus encinas, sus rocas,
Que
estás ahí mirando quietamente.
Yo
no las veo ya, y apenas si ahora escucho,
Gracias
a ti, su dejo adormecido
Queriendo
resurgir, buscando el aire
Otra
vez. En los nidos de antaño
No
hay pájaros, amigo. Ahí perdona y comprende;
Tan
caídos estamos que ni la fe nos queda.
Me
miras, y tus labios, con pausa reflexiva,
Devoran
silenciosos las palabras amargas.
Dime.
Dime. No esas cosas amargas, las sutiles,
Hondas,
afectuosas, que mi oído
Jamás
escucha. Como concha vacía,
Mi
oído guarda largamente la nostalgia
De
su mundo extinguido. Yo aquí solo,
Aun
más que lo estás tú, mi hermano y mi maestro,
Mi
ausencia en esa tuya busca acorde,
Como
ola en ola. Dime, amigo.
¿Recuerdas?
¿En qué miedos el acento
Armonioso
habéis dejado? ¿Lo recuerdas?
Aquel
pájaro tuyo adolecía
De
esta misma pasión que aquí me trae
Frente
a ti. Y aunque yo estoy atado
A
prisión menos pía que la suya,
Aún
me solicita el viento, el viento
Nuestro,
que animó nuestras palabras.
Amigo,
amigo, no me hablas. Quietamente
Sentado
ahí, en dejadez airosa,
La
mano delicada marcando con un dedo
El
pasaje en el libro, erguido como a escucha
Del
coloquio un momento interrumpido,
Miras
tu mundo y en tu mundo vives.
Tú
no sufres ausencia, no la sientes;
Pero
por ti y por mi sintiendo, la deploro.
El
norte nos devora, presos en esta tierra,
La
fortaleza del fastidio atareado,
Por
donde sólo van sombras de hombres,
Y
entre ellas mi sombra, aunque ésta en ocio,
Y
en su ocio conoce más la burla amarga
De
nuestra suerte. Tú viviste tu día,
Y
en él, con otra vida que el pintor te infunde,
Existes
hoy. Yo ¿estoy viviendo el mío?
¿Yo?
El instrumento dulce y animado,
Un
eco aquí de las tristezas nuestras.
Luis
Ceruda, 1950
Las
horas contadas
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