Francisco Ayala García-Duarte (Granada, 16 de marzo de 1906 - Madrid, 3 de noviembre de 2009) |
I
—¿Adónde irá éste ahora, con la solanera? —oyó que, a sus espaldas,
bostezaba, perezosa, la voz del capitán.
El teniente Santolalla no contestó, no volvió la cara. Parado en el hueco
de la puertecilla, paseaba la vista por el campo, lo recorría hasta las lomas
de enfrente, donde estaba apostado el enemigo, allá, en las alturas calladas;
luego, bajándola de nuevo, descansó la mirada por un momento sobre la mancha
fresca de la viña y, en seguida, poco a poco, negligente el paso, comenzó a
alejarse del puesto de mando —aquella casita de adobes, una chabola casi—, donde
los oficiales de la compañía se pasaban jugando al tute las horas muertas.
Apenas se había separado de la puerta, le alcanzó todavía, recia, llana, la
voz del capitán que, desde dentro, le gritaba:
—¡Tráete para acá algún racimo!
Santolalla no respondió; era siempre lo mismo. Tiempo y tiempo llevaban
sesteando allí: el frente de Aragón no se movía, no recibía refuerzos, ni
órdenes; parecía olvidado. La guerra avanzaba por otras regiones; por allí,
nada; en aquel sector, nunca hubo nada. Cada mañana se disparaban unos cuantos
tiros de parte y parte —especie de saludo al enemigo—, y, sin ello, hubiera podido
creerse que no había nadie del otro lado, en la soledad del campo tranquilo.
Medio en broma, se hablaba en ocasiones de organizar un partido de fútbol con
los rojos: azules contra rojos. Ganas de charlar, por supuesto; no había
demasiados temas y, al final, también la baraja hastiaba... En la calma del
mediodía, y por la noche, subrepticiamente, no faltaban quienes se alejasen de
las líneas; algunos, a veces, se pasaban al enemigo, o se perdían, caían
prisioneros; y ahora, en agosto, junto a otras precarias diversiones, los
viñedos eran una tentación. Ahí mismo, en la hondonada, entre líneas, había una
viña, descuidada, sí, pero hermosa, cuyo costado se podía ver, como una mancha
verde en la tierra reseca, desde el puesto de mando.
El teniente Santolalla descendió, caminando al sesgo, por largos
vericuetos; se alejó —ya conocía el camino; lo hubiera hecho a ojos cerrados—;
anduvo: llegó en fin a la viña, y se internó despacio, por entre las crecidas
cepas. Distraído, canturreando, silboteando, avanzaba, la cabeza baja, pisando
los pámpanos secos, los sarmientos, sobre la tierra dura, y arrancando, aquí
una uva, más allá otra, entre las más granadas, cuando de pronto
—"¡Hostia!"—, muy cerca, ahí mismo, vio alzarse un bulto ante sus
ojos. Era —¿cómo no lo había divisado antes?— un miliciano que se incorporaba;
por suerte, medio de espaldas y fusil en banderola. Santolalla, en el
sobresalto, tuvo el tiempo justo de sacar su pistola y apuntarla. Se volvió el
miliciano, y ya lo tenía encañonado. Acertó a decir: "¡No, no!", con
una mueca rara sobre la sorprendida placidez del semblante, y ya se doblaba,
ambas manos en el vientre; ya se desplomaba de bruces... En las alturas, varios
tiros de fusil, disparados de una y otra banda, respondían ahora con alarma,
ciegos en el bochorno del campo, a los dos chasquidos de su pistola en el
hondón. Santolalla se arrimó al caído, la sacó del bolsillo la cartera, levantó
el fusil que se le había descolgado del hombro y, sin prisa —ya los disparos
raleaban—, regresó hacia las posiciones. El capitán, el otro teniente, todos,
lo estaban aguardando ante el puesto de mando, y lo saludaron con gran algazara
al verlo regresar sano y salvo, un poco pálido, en una mano el fusil capturado,
y la cartera en la otra.
Luego, sentado en uno de los camastros, les contó lo sucedido; hablaba
despacio, con tensa lentitud. Había soltado la cartera sobre la mesa; había
puesto el fusil contra un rincón. Los muchachos se aplicaron en seguida a
examinar el arma, y el capitán, displicente, cogió la cartera; por encima de su
hombro, el otro teniente curioseaba también los papeles del miliciano.
—Pues —dijo, a poco, el capitán dirigiéndose a Santolalla—; pues, ¡hombre!,
parece que has cazado un gazapo de tu propia tierra. ¿No eras tú de Toledo? —y
le alargó el carnet, con filiación completa y retrato.
Santolalla lo miró, aprensivo: ¿Y este presumido sonriente, gorra sobre la
oreja y unos tufos asomando por el otro lado, éste era la misma cara alelada
—"¡no, no!"— que hacía un rato viera venírsele encima la muerte?
Era la cara de Anastasio López Rubielos, nacido en Toledo el 23 de
diciembre de 1919 y afiliado al Sindicato de Oficios varios de la U.
G. T. ¿Oficios varios? ¿Cuál sería el oficio de aquel comeúvas?
Algunos días, bastantes, estuvo el carnet sobre la mesa del puesto de
mando. No había quien entrase, así fuera para dejar la diaria ración de pan a
los oficiales, que no lo tomara en sus manos; le daban ochenta vueltas en la
distracción de la charla, y lo volvían a dejar ahí, hasta que otro ocioso viniera
a hacer lo mismo. Por último, ya nadie se ocupó más del carnet. Y un día, el
capitán lo depositó en poder del teniente Santolalla.
—Toma el retrato de tu paisano —le dijo—. Lo guardas como recuerdo, lo
tiras, o haz lo que te dé la gana con él.
Santolalla lo tomó por el borde entre sus dedos, vaciló un momento, y se
resolvió por último a sepultarlo en su propia cartera. Y como también por
aquellos días se había hecho desaparecer ya de la viña el cadáver, quedó en fin
olvidado el asunto, con gran alivio de Santolalla. Había tenido que sufrir —él,
tan reservado— muchas alusiones de mal gusto a cuenta de su hazaña, desde que
el viento comenzó a traer, por ráfagas, olor a podrido desde abajo, pues la
general simpatía, un tanto admirativa, del primer momento dejó paso en seguida
a necias chirigotas, a través de las cuales él se veía reflejado como un tipo
torpón, extravagante e infelizote, cuya aventura no podía dejar de tornar en
cómico; y así, le formulaban toda clase de burlescos reproches por aquel hedor de
que era causa; pero como de veras llegara a hacerse insoportable, y a todos les
tocara su parte, según los vientos, se concertó con el enemigo tregua para que
un destacamento de milicianos pudiera retirar e inhumar sin riesgo el cuerpo de
su compañero.
Cesó, pues, el hedor, Santolalla se guardó los documentos en su cartera, y
ya no volvió a hablarse del caso.
II
Esa fue su única aventura memorable en toda la guerra. Se le presentó en el
otoño de 1938, cuando llevaba Santolalla un año largo como primer teniente en
aquel mismo sector del frente de Aragón —un sector tranquilo, cubierto por
unidades flojas, mal pertrechadas, sin combatividad ni mayor entusiasmo. Y por
entonces, ya la campaña se acercaba a su término; poco después llegaría para su
compañía, con gran nerviosismo de todos, desde el capitán abajo, la orden de
avanzar, sin que hubieran de encontrar a nadie por delante; ya no habría
enemigo. La guerra pasó, pues, para Santolalla sin pena ni gloria, salvo aquel
incidente que a todos pareció nimio, e incluso —absurdamente— digno de chacota,
y que pronto olvidaron.
Él no lo olvidó; pensó olvidarlo, pero no pudo. A partir de ahí, la vida
del frente —aquella vida hueca, esperando, aburrida, de la que a ratos se sentía
harto— comenzó a hacérsele insufrible. Estaba harto ya, y hasta —en verdad— con
un poco de bochorno. Al principio, recién incorporado, recibió este destino
como una bendición: había tenido que presenciar durante los primeros meses, en
Madrid, en Toledo, demasiados horrores; y cuando se vio de pronto en el sosiego
campestre, y halló que, contra lo que hubiera esperado, la disciplina de
campaña era más laxa que la rutina cuartelera del servicio militar cumplido
años antes, y no mucho mayor el riesgo, cuando se familiarizó con sus
compañeros de armas y con sus obligaciones de oficial, sintióse como anegado en
una especie de suave pereza. El capitán Molina —oficial de complemento, como
él— no era mala persona; tampoco, el otro teniente; eran todos gente del
montón, cada cual con sus trucos, cierto, con sus pesadeces y manías, pero
¡buenas personas! Probablemente, alguna influencia, alguna recomendación, había
militado a favor de cada uno para promover la buena suerte de tan cómodo
destino; pero de eso —claro está— nadie hablaba. Cumplían sus deberes, jugaban
a la baraja, comentaban las noticias y rumores de guerra, y se quejaban, en
verano del calor, y del frío en invierno. Bromas vulgares, siempre las mismas,
eran el habitual desahogo de su alegría, de su malevolencia...
Procurando no disonar demasiado, Santolalla encontró la manera de aislarse
en medio de ellos; no consiguió evitar que lo considerasen como un tipo raro,
pero, con sus rarezas, consiguió abrirse un poco de soledad: le gustaba andar
por el campo, aunque hiciera sol, aunque hubiera nieve, mientras los demás
resobaban el naipe; tomaba a su cargo servicios ajenos, recorría las líneas,
vigilaba, respiraba aire fresco, fuera de aquel chamizo maloliente, apestando a
tabaco. Y así, en la apacible lentitud de esta existencia, se le antojaban
lejanos, muy lejanos, los ajetreos y angustias de meses antes en Madrid, aquel
desbordamiento, aquel vértigo que él debió observar mientras se desvivía por
animar a su madre, consternada, allí, en medio del hervidero de heroísmo y de
infamia, con el temor de que no fueran a descubrir al yerno, falangista
notorio, y a Isabel, la hija, escondida con él, y de que, por otro lado,
pudiera mientras tanto, en Toledo, pasarle algo al obstinado e imprudente
anciano... Pues el abuelo se había quedado; no había consentido en dejar la
casa. Y —¿a quién, si no?— a él, al nieto, el único joven de la familia, le
tocó ir en su busca. "Aunque sea por la fuerza, hijo, lo sacas de allí y
te lo traes", le habían encargado. Pero ¡qué fácil es decirlo! El abuelo,
exaltado, viejo y terco, no consentía en apartarse de la vista del Alcázar,
dentro de cuyos muros hubiera querido y —afirmaba— debido hallarse; y vanas
fueron todas las exhortaciones para que, de una vez, haciéndose cargo de su
mucha edad, abandonara aquella ciudad en desorden, donde ¿qué bicho viviente no
conocía sus opiniones, sus alardes, su condición de general en reserva?, y
donde, por lo demás, corría el riesgo común de los disparos sueltos en una
lucha confusa, de calle a calle y de casa a casa, en la que nadie sabía a punto
fijo cuál era de los suyos y cuál de los otros, y la furia, y el valor, y el
entusiasmo y la cólera popular se mellaban los dientes, se quebraban las uñas
contra la piedra incólume de la fortaleza. Así se llegó, discutiendo abuelo y
nieto, hasta el final de la lucha: entraron los moros en Toledo, salieron los
sitiados del Alcázar, el viejo saltaba como una criatura, y él, Pedro
Santolalla, despachado y algo desentendido, sin tanto cuidado ya por atajar sus
insensatas chiquilladas, pudo presenciar ahora, atónito, el pillaje, la
sarracina... Poco después se incorporaba al ejército y salía, como teniente de
complemento, para el frente aragonés, en cuyo sosiego había de sentirse, por
momentos, casi feliz.
No quería confesárselo; pero se daba cuenta de que, a pesar de estar lejos
de su familia —padre y madre, los pobres, en el Madrid asediado, bombardeado y
hambriento; su hermana, a saber dónde; y el abuelo, solo en casa, con sus
años—, él, aquí, en ese paisaje desconocido y entre gentes que nada le
importaban, volvía a revivir la feliz despreocupación de la niñez, la atmósfera
pura de aquellos tiempos en que, libre de toda responsabilidad, y moviéndose
dentro de un marco previsto, no demasiado rígido, pero muy firme, podía respirar
a pleno pulmón, saborear cada minuto, disfrutar la novedad de cada mañana,
disponer sin tasa ni medida de sus días... Esta especie de renovadas vacaciones
—quizá eso sí, un tanto melancólicas—, cuyo descuido entretenía en cortar acaso
alguna hierbecilla y quebrarla entre los dedos, o hacer que remontara su
flexible tallo un bichito brillante hasta llegado a la punta, regresar hacia
abajo o levantar los élitros y desaparecer; en que, siguiendo con la vista el
vuelo de una pareja de águilas, muy altas, por encima de las últimas montañas,
se quedaba extasiado al punto de sobresaltarse si alguien, algún compañero, un
soldado, le llamaba la atención de improviso; estas curiosas vacaciones de
guerra traían a su mente ociosa recuerdos, episodios de la infancia, ligados al
presente por quién sabe qué oculta afinidad, por un aroma, una bocanada de
viento fresco y soleado, por el silencio amplio del mediodía; episodios de los
que, por supuesto, no había vuelto a acordarse durante los años todos en que,
terminado su bachillerato en el Instituto de Toledo, pasó a cursar letras
en la Universidad de Madrid, y a desvivirse con afanes de hombre,
impaciencias y proyectos. Aquel fresco mundo remoto, de su casa en Toledo, del
cigarral, que luego se acostumbrara a mirar de otra manera más distraída,
regresaba ahora, a retazos: se veía a sí mismo —pero se veía, extrañamente,
desde fuera, como la imagen recogida en una fotografía— niño de pantalón corto
y blusa marinera corriendo tras de un aro por entre las macetas del patio, o
yendo con su abuelo a tomar chocolate el domingo, o un helado, según la
estación, al café del Zocodover, donde el mozo, servilleta al brazo, esperaba
durante mucho rato, en silencio, las órdenes del abuelito, y le llamaba luego
"mi coronel" al darle gracias por la propina; o se veía, lleno de
aburrimiento, leyéndole a su padre el periódico, sin apenas entender nada de
todo aquel galimatías, con tantos nombres impronunciables y palabras
desconocidas, mientras él se afeitaba y se lavaba la cara y se frotaba orejas y
cabeza con la toalla; se veía jugando con su perra Chispa, a la que había
enseñado a embestir como un toro para darle pases de muleta... A veces, le
llegaba como el eco, muy atenuado, de sensaciones que debieron de ser
intensísimas, punzantes: el sol, sobre los párpados cerrados; la delicia de
aquellas flores, jacintos, ramitos flexibles de lilas, que visitaba en el
jardín con su madre, y a cuyo disfrute se invitaban el uno al otro con leves
gritos y exclamaciones de regocijo: "Ven, mamá, y mira: ¿te acuerdas que
ayer, todavía, estaba cerrado este capullo?", y ella acudía, lo
admiraba... Escenas como ésa, más o menos cabales, concurrían a su memoria.
Era, por ejemplo, el abuelo que, después de haber plegado su periódico
dejándolo junto al plato y de haberse limpiado con la servilleta, bajo el
bigote, los finos labios irónicos, decía: "Pues tus queridos franchutes
(corrían por entonces los años de la Gran Guerra) parece que no levantan
cabeza". Y hacía una pausa para echarle a su hijo, todo absorto en la
meticulosa tarea de pelar una naranja, miraditas llenas de malicia; añadiendo
luego: "Ayer se han superado a sí mismos en el arte de la retirada
estratégica"... Desde su sitio, él, Pedrito, observaba cómo su padre,
hostigado por el abuelo, perfeccionaba su obra, limpiaba de pellejos la fruta
con alarde calmoso, y se disponía —con leve temblorcillo en el párpado, tras el
cristal de los lentes— a separar entre las cuidadas uñas los gajos rezumantes.
No respondía nada; o preguntaba, displicente: "Sí?" Y el abuelo, que
lo había estado contemplando con pachorra, volvía a la carga: "¿Has leído
hoy el periódico?" No cejaba, hasta hacerle que saltara, agresivo; y ahí
venían las grandes parrafadas nerviosas, irritadas, sobre la brutalidad
germánica, la civilización en peligro, la humanidad, la cultura, etcétera, con
acompañamiento, en ocasiones, de puñetazos sobre la mesa. "Siempre lo
mismo", murmuraba, enervada, la madre, sin mirar ni a su marido ni a su
suegro, por miedo a que el fastidio le saliera a los ojos. Y los niños,
Isabelita y él, presenciaban una vez más, intimidados, el torneo de costumbre
entre su padre y su abuelo: el padre, excitable, serio, contenido; el abuelo,
mordaz y seguro de sí, diciendo cosas que lo entusiasmaban a él, a él, sí, a
Pedrito, que se sentía también germanófilo y que, a escondidas, por la calle y
aun en el colegio mismo, ostentaba, prendido al pecho, ese preciado botón con
los colores de la bandera alemana que tenía buen cuidado de guardarse en un
bolsillo cada vez que de nuevo, el montón de libros bajo el brazo, entraba por
las puertas de casa. Sí; él era germanófilo furibundo como la mayoría de los
otros chicos, y en la mesa seguía con pasión los debates entre padre y abuelo,
aplaudiendo en su fuero interno la dialéctica burlona de éste y lamentando la
obcecación de aquél, a quien hubiera deseado ver convencido. Cada discusión
remachaba más sus entusiasmos, en los que sólo, a veces, le hacía vacilar su
madre, cuando, al reñirle suavemente a solas por sus banderías y "estupideces
de mocoso" —su emblema había sido descubierto, o por delación o por
casualidad—, le hacía consideraciones templadas y llenas de sentimiento sobre
la actitud que corresponde a los niños en estas cuestiones, sin dejar de
deslizar al paso alguna alusión a las chanzas del abuelo, "a quien, como
comprenderás, tu padre no puede faltarle al respeto, por más que su edad le
haga a veces ponerse cargante", y de decir también alguna palabrita sobre
las atrocidades cometidas por Alemania, rehenes ejecutados, destrozos, de que
los periódicos rebosaban. "¡Por nada del mundo, hijo, se justifica
eso!" La madre lo decía sin violencia, dulcemente; y a él no dejaba de
causarle alguna impresión. "¿Y tú? —preguntaba más tarde a su hermana,
entre despectivo y capcioso—. ¿Tú eres francófila, o germanófila?... Tú tienes
que ser francófila; para las mujeres, está bien ser francófilo". Isabelita
no respondía; a ella la abrumaban las discusiones domésticas. Tanto, que la
madre —de casualidad pudo escucharlo en una ocasión Pedrito— le pedía al padre
"por lo que más quieras", que evitara las frecuentes escenas,
"precisamente a la hora de las comidas, delante de los niños, de la
criada; un espectáculo tan desagradable". "Pero ¿qué quieres que yo
le haga —había replicado él entonces con tono de irritación—. Si no soy yo,
¡caramba!, si es él, que no puede dejar de... ¿No le bastará para despotricar,
con su tertulia de carcamales? ¿Por qué no me deja en paz a mí? Ellos, como
militares, admiran a Alemania y a su cretino káiser; más les valdría conocer
mejor su propio oficio. Las hazañas del ejército alemán, sí, pero ¿y ellos?,
¿qué?: ¡desastre tras desastre: Cuba, Filipinas, Marruecos!". Se desahogó
a su gusto, y él, Santolalla niño, que lo oía por un azar, indebidamente,
estaba confundido... El padre —tal era su carácter—, o se quedaba corto, o se
pasaba de la raya, se disparaba y excedía. En cambio ella, la madre, tenía un
tacto, un sentido justo de la medida, de las conveniencias y del mundo, que,
sin quererlo ni buscarlo, solía proporcionarle a él, inocente, una adecuada vía
de acceso hacia la realidad, tan abrupta a veces, tan inabordable. ¿Cuántos
años tendría (siete, cinco), cuando, cierto día, acudió, todo sublevado, hasta
ella con la noticia de que a la lavandera de casa la había apaleado, borracho,
en medio de un gran alboroto, su marido?; y la madre averiguó primero —contra
la serenidad de sus preguntas rebotaba la excitación de las informaciones
infantiles— cómo se había enterado, quién se lo había dicho, prometiéndole
intervenir no bien acabara de peinarse. Y mientras se clavaba con cuidadoso
estudio las horquillas en el pelo, parada ante el espejo de la cómoda, desde
donde espiaba de reojo las reacciones del pequeño, le hizo comprender por el
tono y tenor de sus condenaciones que el caso, aunque lamentable, no era tan
asombroso como él se imaginaba, ni extraordinario siquiera, sino más bien, por
desgracia, demasiado habitual entre esa gente pobre e inculta. Si el hombre,
después de cobrar sus jornales, ha bebido unas copas el sábado, y la pobre
mujer se exaspera y quizá se propasa a insultarlo, no era raro que el vino y la
ninguna educación le propinasen una respuesta de palos. "Pero, mamá, la
pobre Rita..." Él pensaba en la mujer maltratada; le tenía lástima y,
sobre todo, le indignaba la conducta brutal del hombre, a quien sólo conocía de
vista. ¡Pegarle! ¿No era increíble?... Había pasado a mirarla, y la había
visto, como siempre, de espaldas, inclinada sobre la pileta; no se había
atrevido a dirigirle la palabra. "Ahora voy a ver yo —dijo, por último, la
madre—. ¿Está ahí?" "Abajo está, lavando. Tendremos que separarlos,
¿no, mamá?"... Cuando, poco después, tras de su madre, escuchó Santolalla
a la pobre mujer quejarse de las magulladuras, y al mismo tiempo le oyó frases
de disculpa, de resignación, convirtió de golpe en desprecio su ira
vindicativa, y hasta consideró ya excesivo celo el de su madre llamando a
capítulo al borrachín para hacerle reconvenciones e insinuarle amenazas.
En otra oportunidad... Pero ¡basta! Ahora, todo eso se lo representaba,
diáfano y preciso, muy vívido, aunque allá en un mundo irreal, segregado por
completo del joven que después había hecho su carrera, entablado amistades,
preparado concursos y oposiciones, leído, discutido y anhelado, en medio de
aquel remolino que, a través de la República, condujo a España hasta el
vértigo de la guerra civil. Ahora, descansando aquí, al margen, en este sector
quieto del frente aragonés, el teniente Pedro Santolalla prefería evocar así a
su gente en un feliz pasado, antes que pensar en el azaroso y desconocido
presente que, cuando acudía a su pensamiento, era para henchirle el pecho en un
suspiro o recorrerle el cuerpo con un repeluzno. Mas ¿cómo evitar, tampoco, la
idea de que mientras él estaba allí tan tranquilo, entregado a sus vanas
fantasías, ellos, acaso?...
La ausencia acumula el temor de todos los males
imaginables, proponiéndolos juntos al sufrimiento en conjeturas de multitud
incompatible; y Santolalla, incapaz de hacerles frente, rechazaba este mal
sabor siempre que le revenía, y procuraba volverse a recluir en sus recuerdos.
De vez en cuando, venían a sacudirlo, a despertarlo, cartas del abuelo; las
primeras, si por un lado lo habían tranquilizado algo, por otro le trajeron
nuevas preocupaciones. Una llegó anunciándole con más alborozo que detalles
cómo Isabelita había escapado con el marido de la zona roja, "debido a los
buenos aunque onerosos servicios de una embajada", y que ya los tenía a su
lado en Toledo; la hermana, en una apostilla, le prometía noticias, le anticipaba
cariños. Él se alegró, sobre todo por el viejo, que en adelante estaría
siquiera atendido y acompañado... Ya, de seguro —pensó—, se habría puesto en
campaña para conseguirle al zanguango del cuñado un puesto conveniente... A
esta idea, una oleada de confuso resentimiento contra el recio anciano, tan
poseído de sí mismo, le montó a la cara con rubores donde no hubieran sido
discernibles la indignación y la vergüenza; veíalo de nuevo empecinado en medio
de la refriega toledana, pugnando a cada instante por salirse a la calle,
asomarse al balcón siquiera, de modo que él, aun con la ayuda de la fiel Rita,
ahora ya vieja y medio baldada, apenas era capaz de retenerlo, cuando ¿qué
hubiera podido hacer allí?, con sus sesenta y seis años, sino estorbar?, mientras
que, en cambio a él, al nietecito, con sus veintiocho, eso sí, lo haría
destinar en seguida, con una unidad de relleno, a este apacible frente de
Aragón... La terquedad del anciano había sido causa de que la familia quedara
separada y, con ello, los padres —solos ellos dos— siguieran todavía a la fecha
expuestos al peligro de Madrid, donde, a no ser por aquel estúpido capricho,
estarían todos corriendo juntos la misma suerte, apoyándose unos a otros, como
Dios manda: él les hubiera podido aliviar de algunas fatigas y, cuando menos,
las calamidades inevitables, compartidas, no crecerían así, en esta ansia de la
separación... "Será cuestión de pocos días —había sentenciado todavía el
abuelo en la última confusión de la lucha, con la llegada a Toledo de la feroz
columna africana y la liberación del Alcázar—. Ya es cuestión de muy pocos
días; esperemos aquí" Pero pasaron los días y las semanas y el ejército no
entró en Madrid, y siguió la guerra meses y meses, y allá se quedaron solos, la
madre, en su aflicción inocente; el padre, no menos ingenuo que ella,
desamparado, sin maña, el pobre, ni expedición para nada...
En esto iba pensando, baja la cabeza, por entre los viñedos, aquel mediodía
de agosto en que le aconteció toparse con un miliciano, y —su única aventura
durante la guerra toda—, antes de que él fuera a matarle, lo dejó en el sitio
con dos balazos.
III
A partir de ahí, la guerra, —lo que para el teniente Santolalla estaba
siendo la guerra: aquella espera vacía, inútil, que al principio le trajera a
la boca el sabor delicioso de remotas vacaciones y que, después, aun en sus
horas más negras, había sabido conllevar hasta entonces como una más de tantas
incomodidades que la vida tiene, como cualquier especie de enfermedad pasajera,
una gripe, contra la que no hay sino esperar que buenamente pase— comenzó a
hacérsele insufrible de todo punto. Se sentía sacudido de impaciencias,
irritable; y si al regresar de su aventura le sostenía la emocionada satisfacción
de haberle dado tan fácil remate, luego, los documentos del miliciano dejados
sobre la mesa, el aburrido transcurso de los días siguientes, el curioseo
constante, le producían un insidioso malestar, y, en fin, lo encocoraban las
bromas que más tarde empezaron a permitirse algunos a propósito del olor. La
primera vez que el olor se notó, sutilmente, todo fueron conjeturas sobre su
posible origen: venía, se insinuaba, desaparecía; hasta que alguien recordó al
miliciano muerto ahí abajo por mano del teniente Santolalla y, como si ello
tuviese muchísima gracia, explotó una risotada general.
También fue en ese preciso momento y no antes cuando Pedro Santolalla vino
a caer en la cuenta de por qué desde hacía rato, extrañamente, quería
insinuársele en la memoria el penoso y requeteolvidado final de su perra
Chispa; sí, eso era: el olor, el dichoso olor... Y al aceptar de lleno el
recuerdo que lo había estado rondando, volvió a inundarle ahora, sin
atenuaciones, todo el desamparo que en aquel entonces anegara su corazón de
niño. ¡Qué absurdo! ¿Cómo podía repercutir así en él, al cabo del tiempo y en
medio de tantas desgracias, incidente tan minúsculo como la muerte de ese pobre
animalito? Sin embargo, recordaba con preciso dolor en todas sus circunstancias
la desaparición de Chispa. A la muy pícara le había gustado siempre
escabullirse y hacer correrías misteriosas, para volver horas después a casa;
pero en esta ocasión parecía haberse perdido: no regresaba. En familia, se
discutieron las escapatorias del chucho, dando por seguro, al principio, su
vuelta y prometiéndole castigos, cerrojos, cadena; desesperando luego con
inquietud. Él, sin decir nada, la había buscado por todas partes, había hecho
rodeos al ir para el colegio y a la salida, por si la suerte quería ponerla al
alcance de sus ojos; y su primera pregunta al entrar, cada tarde, era,
anhelante, si la Chispa no había vuelto... "¿Sabes que he visto
a tu perro?", le notificó cierta mañana en la escuela un compañero. (Con
indiferencia afectada y secreta esperanza, se había cuidado él de propalar allí
el motivo de su cuita.) "He visto a tu perro" —le dijo; y, al
decírselo, lo observaba con ojo malicioso. "¿De veras? —profirió él,
tratando de apaciguar la ansiedad de su pecho—. ¿Y dónde?" "Lo vi
ayer tarde, ¿sabes?, en el callejón de San Andrés". El callejón de San
Andrés era una corta calleja entre tapias, cortada al fondo por la cerca de un
huerto. "Pero... —vaciló Santolalla, desanimado—. Yo iría a buscarlo;
pero... ya no estará allí". "¿Quién sabe? Puede que todavía esté allí
—aventuró el otro con sonrisa reticente—. Sí —añadió—; lo más fácil es que
todavía no lo hayan recogido". "¿Cómo?", saltó él, pálida la voz
y la cara, mientras su compañero, después de una pausa, aclaraba, tranquilo,
calmoso, con ojos chispeantes: "Sí, hombre; estaba muerto —y admitía,
luego—: Pero ¡a lo mejor no era tu perro! A mí, ¿sabes?, me pareció; pero a lo
mejor no era". Lo era, sí. Pedro Santolalla había corrido hasta el
callejón de San Andrés, y allí encontró a su Chispa, horrible entre una nube de
moscas; el hedor no le dejó acercarse. "¿Era por fin tu perro? —le
preguntó al día siguiente el otro muchacho. Y agregó—: Pues, mira: yo sé quién
lo ha matado". Y, con muchas vueltas mentirosas, le contó una historia: a
pedradas, lo habían acorralado allí unos grandullones, y como, en el acoso, el
pobre bicho tirase a uno de ellos una dentellada, fue el bárbaro a proveerse de
garrotes y, entre todos, a palo limpio... "Pero chillaría mucho; los
perros chillan muchísimo". "Me figuro cómo chillaría, en medio de
aquella soledad". "Y tú, ¿tú cómo lo has sabido?" "¡Ah! Eso
no te lo puedo decir". "¿Es que lo viste, acaso?" Empezó con
evasivas, con tonterías, y por último dijo que todo habían sido suposiciones
suyas, al ver la perra deslomada; Santolalla no consiguió sacarle una palabra
más. Llegó, pues, deshecho a su casa; no refirió nada; tenía un nudo en la
garganta; el mundo entero le parecía desabrido, desolado —y en ese mismo estado
de ánimo se encontraba ahora, de nuevo, recordando a su Chispa muerta bajo las
ramas de un cerezo, en el fondo del callejón—. ¡Era el hedor! El hedor, sí; el
maldito hedor. Solamente que ahora provenía de un cadáver mucho más grande, el
cadáver de un hombre, no hacía falta averiguar quién había sido el desalmado
que lo mató.
—¿Para qué lo mató, mi teniente? —preguntaba, compungido, aquel bufón de
Iribarne por hacerse el chistoso—. Usted, que tanto se enoja cada vez que a
algún caballero oficial se le escapa una pluma... —y se pinzaba la nariz con
dos dedos—, miren lo que vino a hacer... ¿Verdad, mi capitán, que el teniente
Santolalla hubiera hecho mejor trayéndomelo a mí? Yo lo pongo de esclavo a
engrasar las botas de los oficiales, y entonces iban a ver cómo no tenían
ustedes queja de mí.
—¡Cállate, imbécil! —le ordenaba Santolalla—. Pero como el capitán se las
reía, aquel necio volvía pronto a sus patochadas.
Enterraron, pues, y olvidaron al miliciano; pero, con esto a Santolalla se
le había estropeado el humor definitivamente. La guerra comenzó a parecerle una
broma ya demasiado larga, y sus compañeros se le hacían insoportables,
inaguantables de veras, con sus bostezos, sus "plumas" —como decía
ese majadero de Iribarne— y sus eternas chanzas. Había empezado a llover, a
hacer frío, y aunque tuviera ganas, que no las tenía, ya no era posible salir
del puesto de mando. ¿Qué hubiera ido a hacer fuera? Mientras los otros jugaban
a las cartas, él se pasaba las horas muertas en su camastro, vuelto hacia la
pared y —entre las manos, para evitar que le molestaran, una novela de Sherlock
Holmes cien veces leída— barajaba, a solas consigo mismo, el tema de aquella
guerra interminable, sin otra variación, para él, que el desdichado episodio
del miliciano muerto en la viña. Se representaba irrisoriamente su única hazaña
militar: "He matado —pensaba— a un hombre, he hecho una bala al enemigo.
Pero lo he matado, no combatiendo, sino como se mata a un conejo en el campo.
Eso ha sido, en puridad: he matado a un gazapo, como bien me dijo ése". Y
de nuevo escuchaba el timbre de voz de Molina, el capitán Molina, diciéndole
después de haber examinado con aire burocrático (el empleado de correos, bajo
uniforme militar) los documentos de Anastasio López Rubielas, natural de
Toledo: "... parece que has cazado un gazapo de tu propia tierra". Y
por enésima vez volvía a reconstruir la escena allá abajo, en la viña: el bulto
que de improviso se yergue, y él que se lleva un repullo, y mata al miliciano
cuando el desgraciado tipo está diciendo: "¡No, no!..." "¿Que
no? ¡Toma!" Dos balas a la barriga... En defensa de la propia vida, por
supuesto... Pero ¡qué defensa!; bien sabía que no era así. Si el infeliz
muchacho no había tenido tiempo siquiera de echar mano al fusil, paralizado,
sosteniendo todavía entre los dedos el rabo del racimo de uvas que en seguida
rodaría por tierra...
No; en verdad no hubiera tenido necesidad alguna de
matarlo: ¿no podía acaso haberle mandado levantar las manos y, así, apoyada la
pistola en sus riñones, traerlo hasta el puesto como prisionero. ¡Claro que sí!
Eso es lo que hubiera debido hacer; no dejarlo allí tendido... ¿Por qué no lo
hizo? En ningún instante había corrido efectivo riesgo, pese a cuanto
pretendiera sugerir luego a sus compañeros relatándoles el suceso; en ningún
instante. Por lo tanto, lo había matado a mansalva, lo había asesinado,
sencillamente, ni más ni menos que los moros aquellos que, al entrar en Toledo,
degollaban a los heridos en las camas del hospital. Cuando eso era obra ajena,
a él lo dejaba perplejo, estupefacto, lo dejaba agarrotado de indignación;
siendo propia, todavía encontraba disculpas, y se decía: "en todo caso,
era un enemigo..." Era un pobre chico —eso es lo que era—, tal vez un
simple recluta que andaba por ahí casualmente, "divirtiéndose, como yo, en
coger uvas; una criatura tan inerme bajo el cañón de mi pistola como los
heridos que en el hospital de Toledo gritarían: "¡No, no!" bajo las
gumías de los moros. Y yo disparé mi pistola, dos veces, lo derribé, lo dejé
muerto, y me volví tan satisfecho de mi heroicidad". Se veía a sí mismo
contar lo ocurrido afectando quitarle importancia —alarde y presunción, una
manera como otra cualquiera de énfasis—, y ahora le daba asco su actitud,
pues... "Lo cierto es —se decía— que, con la sola víctima por testigo, he
asesinado a un semejante, a un hombre ni mejor ni peor que yo; a un muchacho
que, como yo, quería comerse un racimo de uvas; y por ese gran pecado le he
impuesto la muerte". Casi era para él un consuelo pensar que había obrado,
en el fondo, a impulsos del miedo; que su heroicidad había sido, literalmente,
un acto de cobardía... Y vuelta a lo mismo una vez y otra.
En aquella torturada ociosidad, mientras estaba lloviendo afuera, se
disputaban de nuevo su memoria episodios remotos que un día hirieran su
imaginación infantil y que, como un poso revuelto, volvían ahora cuando los
creía borrados, digeridos. Frases hechas como ésta: "herir la
imaginación", o "escrito con sangre", o "la cicatriz del
recuerdo", tenían en su caso un sentido bastante real, porque conservaban
el dolor quemante del ultraje, el sórdido encogimiento de la cicatriz, ya
indeleble, capaz de reproducir siempre, y no muy atenuado, el bochorno, la
rabia de entonces, acrecida aún por la soflama de su actual ironía. Entre tales
episodios "indeseables" que ahora lo asediaban, el más asiduo en
estos últimos meses de la guerra era uno —él lo tenía etiquetado bajo el nombre
de "episodio Rodríguez"— que, en secreto, había amargado varios meses
de su niñez. ¡Por algo ese apellido, Rodríguez, le resultó siempre, en lo
sucesivo, antipático, hasta el ridículo extremo de prevenirle contra cualquiera
que lo llevase! Nunca podría ser amigo, amigo de veras, de ningún Rodríguez; y
ello, por culpa de aquel odioso bruto, casi vecino suyo, que, parado en el
portal de su casucha miserable... —ahí lo veía aún, rechoncho, más bajo que él,
sucias las piernotas y con una gorra de visera encima del rapado melón,
espiando su paso hacia el colegio por aquella calle de la amargura, para,
indefectiblemente, infligirle alguna imprevisible injuria—. Mientras no pasó de
canciones alusivas, remedos y otras burlas —como el día en que se puso a andar
por delante de él con un par de ladrillos bajo el brazo imitando sus libros—
fue posible, con derroche de prudencia, el disimulo; pero llegó el lance de las
bostas...
Rodríguez había recogido dos o tres bolondrones al verle asomar por
la esquina; con ellos en la mano, aguardó a tenerlo a tiro y..., él lo sabía,
lo estaba viendo, lo veía en su cara taimada, lo esperaba, y pedía en su
interior: "¡que no se atreva! ¡que no se atreva!"; pero se atrevió:
le tiró al sombrero una de aquellas doradas inmundicias, que se deshizo en
rociada infamante contra su cara. Y todavía dice: "¡Toma,
señoritingo!"... A la fecha, aún sentía el teniente Santolalla subírsele a
las mejillas la vergüenza, el grotesco de la asquerosa lluvia de oro sobre su
sombrerito de niño... Volvióse y, rojo de ira, encaró a su adversario; fue
hacia él, dispuesto a romperle la cara; pero Rodríguez lo veía acercarse,
imperturbable, con una sonrisa en sus dientes blancos, y cuando lo tuvo cerca,
de improviso, ¡zas!, lo recibió con un puntapié entre las ingles, uno solo,
atinado y seco, que le quitó la respiración, mientras de su sobaco se
desprendían los libros, dehojándose por el suelo. Ya el canalla se había refugiado
en su casa, cuando, al cabo de no poco rato, pudo reponerse... Pero, con todo,
lo más aflictivo fue el resto: su vuelta, su congoja, la alarma de su madre, el
interrogatorio del padre, obstinado en apurar todos los detalles y, luego, en
las horas siguientes, el solitario crecimiento de sus ansias vengativas.
"Deseo", "anhelo", no son las palabras; más bien habría que
decir: una necesidad física tan imperiosa como el hambre o la sed, de traerlo a
casa, atarlo a una columna del patio y, ahí, dispararle un tiro con el pesado
revólver del abuelo. Esto es lo que quería con vehemencia imperiosa, lo que
dolorosamente necesitaba; y cuando el abuelo, de quien se prometía esta
justicia, rompió a reír acariciándole la cabeza, se sintió abandonado del
mundo.
Habían pasado años, había crecido, había cursado su bachillerato; después,
en Madrid, filosofía y letras; y con intervalos mayores o menores, nunca había
dejado de cruzarse con su enemigo, también hecho un hombre. Se miraban al paso,
con simulada indiferencia, se miraban como desconocidos, y seguían adelante;
pero ¿acaso no sabían ambos?... "Y ¿qué habrá sido del tal Rodríguez en
esta guerra?", se preguntaba de pronto Santolalla, representándose
horrores diversos —los moros, por ejemplo, degollando heridos en el hospital—;
se preguntaba: "si tuviera yo en mis manos ahora al detestado Rodríguez,
de nuevo lo dejo escapar...". Se complacía en imaginarse a Rodríguez a su
merced, y él dejándolo ir, indemne. Y esta imaginaria generosidad le llenaba de
un placer muy efectivo; pero no tardaba en estropeárselo, burlesca, la idea del
miliciano, a quien, en cambio, había muerto sin motivo ni verdadera necesidad.
"Por supuesto —se repetía—, que si él hubiera podido me mata a mí; era un
enemigo. He cumplido, me he limitado a cumplir mi estricto deber, y nada
más". Nadie, nadie había hallado nada de vituperable en su conducta; todos
la habían encontrado naturalísima, y hasta digna de loa...
"¿Entonces?", se preguntaba, malhumorado. A Molina, el capitán de la
compañía, le interrogó una vez, como por curiosidad: "Y con los
prisioneros que se mandan a retaguardia, ¿qué hacen?" Molina le había
mirado un momento; le había respondido: "Pues... ¡no lo sé! ¿Por qué? Eso
dependerá". ¡Dependerá!, le había respondido su voz llena y calmosa. Con
gente así ¡cómo seguir una conversación, cómo hablar de nada! A Santolalla le
hubiera gustado discutir sus dudas con alguno de sus compañeros; discutirlas,
¡se entiende!, en términos generales, en abstracto, como un problema académico.
Pero ¿cómo? ¡si aquello no era problema para nadie! "Yo debo de ser un
bicho raro"; todos allí lo tenían por un bicho raro; se hubieran reído de
sus cuestiones; "éste —hubieran dicho— se complica la existencia con
tonterías". Y tuvo que entregarse más bien a meras conjeturas sobre cómo
apreciaría el caso, si lo conociera, cada uno de los suyos, de sus familiares,
empleando rato y rato en afinar las presuntas reacciones: el orgullo del
abuelo, que aprobaría su conducta (¿incluso —se preguntaba— si se le hacía ver
cuán posible hubiera sido hacer prisionero al soldado enemigo?); que aprobaría
su conducta sin aquilatar demasiado, pero que, en su fondo, encontraría
sorprendente, desproporcionada la hazaña, y como impropia de su Pedrito; el
susto de la madre, contenta en definitiva de tenerlo sano y salvo después del
peligro; las reservas y distingos, un poco irritantes, del padre, escrutándolo
con tristeza a través de sus lentes y queriendo sondearle el corazón hasta el
fondo; y luego, las majaderías del cuñado, sus palmadas protectoras en la
espalda, todo bambolla él, y alharaca; la aprobación de la hermana, al sentirle
a la par de ellos.
Como siempre, después de pensar en sus padres, a Santolalla se le exasperó
hasta lo indecible el aburrimiento de la guerra. Eran ya muchos meses, años;
dos años hacía ya que estaba separado de ellos, sin verlos, sin noticias
precisas de su suerte, y todo —pensaba—, todo por el cálculo idiota de que
Madrid caería en seguida. ¡Qué de privaciones, qué de riesgos allá, solos!
Pero a continuación se preguntó, exaltadísimo: "¿Con qué derecho me
quejo yo de que la guerra se prolongue y dure, si estoy aquí, pasándome, con
todos estos idiotas y emboscados, la vida birlonga, mientras otros luchan y
mueren a montones?" Se preguntó eso una vez más, y resolvió, "sin
vuelta de hoja", "mejor hoy que mañana" llevar a la práctica,
"ahora mismo, sí", lo que ya en varias ocasiones había cavilado:
pedir su traslado como voluntario a una unidad de choque. (¡La cara que pondría
el abuelo al saberlo!) Su resolución tuvo la virtud de cambiarle el humor. Pasó
el resto del día silbando, haciendo borradores, y, por último, presentó su
solicitud en forma por la vía jerárquica.
El capitán Molina le miró con curiosidad, con sospecha, con algo de sorna,
con embarazo.
—¿Qué te ha entrado, hombre?
—Nada; que estoy harto de estar aquí.
—Pero, hombre, si esto se está acabando; no hagas tonterías.
—No es una tontería. Ya estoy cansado —confirmó él, sonriendo: una sonrisa
de disculpa.
Todos lo miraron como a un bicho raro. Iribarne le dijo:
—Parece que el teniente Santolalla le ha tomado gusto al
"tomate".
Él no contestó; le miró despectivamente.
—Pero, hombre, si la guerra ya se acaba —repitió el capitán todavía.
Dióse curso a la solicitud, y Santolalla, tranquilizado y hasta alegre,
quedó a la espera del traslado.
Pero, entretanto, se precipitaba el desenlace: llegaron rumores, hubo
agitación, la campaña tomó por momentos el sesgo de una simple operación de
limpieza, los ejércitos republicanos se retiraban hacia Francia, y ellos, por
fin, un buen día, al amanecer, se pusieron también en movimiento y avanzaron
sin disparar un solo tiro.
La guerra había terminado.
IV
Al levantarse y abrir los postigos de su alcoba, se prometió Santolalla:
"¡No! ¡De hoy no pasa!" Hacía una mañana fresquita, muy azul; la mole
del Alcázar, en frente, se destacaba, neta, contra el cielo... De hoy no pasaba
—se repitió, dando cuerda a su reloj de pulsera—. Iría al Instituto, daría su
clase de geografía y, luego, antes de regresar para el almuerzo, saldría ya de
eso; de una vez, saldría del compromiso. Ya era hora: se había concedido
tiempo, se había otorgado prórrogas, pero ¿con qué pretexto postergaría más ese
acto piadoso a que se había comprometido solemnemente delante de su propia
conciencia? Se había comprometido consigo mismo a visitar la familia de su
desdichada víctima, de aquel miliciano, Anastasio López Rubielos, con quien una
suerte negra le llevó a tropezarse, en el frente de Aragón, cierta tarde de
agosto del año 38. El 41 corría ya, aún no había cumplido aquella especie de
penitencia que se impusiera, creyendo tener que allanar dificultades muy
ásperas, apenas terminada la guerra. "He de buscar —fue el voto que
formuló entonces en su fuero interno—, he de buscar a su familia; he de
averiguar quiénes son, dónde viven, y haré cuanto pueda por procurarles algún
alivio". Pero, claro está, antes que nada debió ocuparse de su propia
familia, y también, ¡caramba!, de sí mismo.
Apenas obtenida licencia, lo primero fue, pues, volar hacia sus padres. Sin
avisar y, ¡cosa extraña!, moroso y desganado en el último instante, llegó a
Madrid; subió las escaleras hasta el piso de su hermana donde ellos se alojaban
y, antes de haber apretado el timbre, vio abrirse la puerta: desde la
oscuridad, los lentes de su padre le echaron una mirada de terror y, en
seguida, de alegría; cayó en sus brazos y, entre ellos, le oyó susurrar:
"¡Me has asustado, chiquillo, con el uniforme ese!" Dentro del abrazo,
que no se deshacía, que duraba, Santolalla se sintió agonizar: la mirada de su
padre —un destello— ¿no había sido, en la cara fina del hombre cultivado y
maduro, la misma mirada del miliciano pasmado a quien él sorprendió en la viña
para matarlo? Y, dentro del abrazo, se sintió extraño, espantosamente extraño,
a aquel hombre cultivado y maduro. Como agotado, exhausto, Santolalla se dejó
caer en la butaquilla de la antesala... "Me has asustado,
chiquillo"... Pero ahora ¡cuánta confianza había en la expresión de su
padre!, flaco, avejentado, muy avejentado, pero contento de tenerlo ante sí, y
sonriente. Él también, a su vez, lo contemplaba con pena. Inquirió:
"¿Mamá?" Mamá había salido; venía en seguida; habían salido las dos,
ella y su hermana, a no sabía qué. Y de nuevo se quedaron callados ambos,
frente a frente.
La madre fue quien, como siempre, se encargó de ponerle al tanto,
conversando a solas, de todo. "No me pareces el mismo, hijo querido —le
decía, devorándolo con los ojos, apretándole el brazo—; estás cambiado
cambiado". Y él no contestaba nada: observaba su pelo encanecido, la
espalda vencida —una espalda ya vieja—, el cuello flaco; y se le oprimía el
pecho. También le chocaba penosamente aquella emocional locuacidad de quien era
toda aplomo antes, noble reserva... Pero esto fue en el primer encuentro;
después la vio recuperar su sensatez —aunque, eso sí, estuviera, la pobre, ya
irremediablemente quebrantada— cuando se puso a informarle con detalle de cómo
habían vivido, cómo pudieron capear los peores temporales, "gracias a que
las amistades de tu padre —explicaba— contrarrestaron el peligro a que nos dejó
expuestos la fuga de tu cuñado..." Durante toda la guerra había trabajado
el padre en un puesto burocrático del servicio de abastecimientos; "pero,
hijo, ahora, otra vez, ¡imagínate!... En fin —concluyó—, de aquí en adelante ya
estaremos más tranquilos: oficial tú y, luego, con tu abuelo al quite..."
El abuelo seguía tan terne: "¡Qué temple, hijito! Un poco más apagado,
quizá; tristón, pero siempre el mismo"
Santolalla le contó a su madre la aventura con el miliciano; se decidió a
contársela; estaba ansioso por contársela. Comenzó el relato como quien, sin
darle mayor importancia, refiere una peripecia curiosa acentuando más bien en
ella los aspectos de azar y de riesgo; pero notó pronto en el susto de sus ojos
que percibía todo el fondo pesaroso, y ya no se esforzó por disimular: siguió,
divagatorio, acuitado, con su tema adelante. La madre no decía nada, ni él
necesitaba ya que dijese; le bastaba con que lo escuchara. Pero cuando, en la
abundancia de su desahogo, se sacó del bolsillo los documentos de Anastasio y
le puso ante la cara el retrato del muchacho, palideció ella, y rompió en
sollozos. ¡Ay, Señor! ¿Dónde había ido a parar su antigua fortaleza? Se
abrazaron, y la madre aprobó con vehemencia el propósito que, apresuradamente,
le revelaba él de acercarse a la familia del miliciano y ofrecerle discreta
reparación. "¡Sí, sí, hijo mío, sí!"
Mas, antes de llevarlo a cabo, tuvo que proveer a su propia vida. Arregló
lo de la cátedra en el Instituto de Toledo, fue desmovilizado del ejército, y
—a Dios gracias— consiguieron verse al fin, tras de no pocas historias,
reunidos todos de nuevo en la vieja casa. Tranquilo, pues, ya en un curso de
existencia normal, trazó ahora Pedro Santolalla un programa muy completo de
escalonadas averiguaciones, que esperaba laboriosas, para identificar y
localizar a esa pobre gente: el padrón, el antiguo censo electoral, la
capitanía general, la oficina de cédulas personales, los registros y fichas de
policía... Mas no fue menester tanto; el camino se le mostró tan fácil como
sólo la casualidad puede hacerlo; y así, a las primeras diligencias dio en
seguida con el nombre de Anastasio López Rubielos, comprobó que los demás datos
coincidían y anotó el domicilio. Sólo faltaba, por lo tanto, decidirse a poner
en obra lo que se tenía prescrito.
"¡De hoy no pasa!", se había dicho aquella mañana, contemplando
por el balcón el día luminoso. No había motivo ya, ni pretexto para postergar
la ejecución de su propósito. La vida había vuelto a entrar, para él, en cauces
de estrecha vulgaridad; igual que antes de la guerra, sino que ahora el abuelo
tenía que emplear su tiempo sobrante, que lo era todo, en pequeñas y —con
frecuencia— vejatorias gestiones relacionadas con el aceite, con el pan, con el
azúcar; el padre, pasarse horas y horas copiando con su fina caligrafía
escrituras para un notario; la madre, azacaneada todo el día, y suspirona; y él
mismo, que siempre había sido taciturno, más callado que nunca, malhumorado con
la tarea de sus clases de geografía y las nimias intrigas del Instituto. ¡No,
de hoy no pasaba! Y ¡qué aliviado iba a sentirse cuando se hubiera quitado de
una vez ese peso de encima! Era, lo sabía, una bobada ("soy un bicho
raro"): no había quien tuviera semejantes escrúpulos; pero... ¡qué
importaba! Para él sería, en todo caso, un gran alivio. Sí, no pasaba de hoy.
Antes de salir, abrió el primer cajón de la cómoda, esta vez para echarse
al bolsillo los malditos documentos, que siempre le saltaban a la vista desde
allí cuando iba a sacar un pañuelo limpio; y, provisto de ellos, se echó a la
calle. ¡Valiente lección de geografía fue la de aquella mañana! Apenas la hubo
terminado, se encaminó, despacio, hacia las señas que, previamente, tuviera
buen cuidado de explorar: una casita muy pobre, de una sola planta, a mitad de
una cuesta, cerca del río, bien abajo.
Encontró abierta la puerta; una cortina de lienzo, a rayas, estaba
descorrida para dejar que entrase la luz del día, y desde la calle podía verse,
quieto en un sillón, inmóvil, a un viejo, cuyos pies calentaba un rayo de sol
sobre el suelo de rojos ladrillos. Santolalla adelantó hacia dentro una ojeada
temerosa y, tentándose en el bolsillo el carnet de Anastasio, vaciló primero y,
en seguida, un poco bruscamente, entró en la pieza. Sin moverse, puso el viejo
en él sus ojillos azules, asustados, ansiosos. Parecía muy viejo, todo lleno de
arrugas; su cabeza, cubierta por una boina, era grande: enormes, traslucidas,
sus orejas; tenía en las manos un grueso bastón amarillo.
Emitió Santolalla un "¡buenos días!", y notó velada su propia
voz. El viejo cabeceaba, decía: "¡Sí, sí!"; parecía buscar con la
vista una silla que ofrecerle. Sin darse cuenta, Santolalla siguió su mirada
alrededor de la habitación: había una silla, pero bajita, enana; y otra, con el
asiento hundido. Mas ¿por qué había de sentarse? ¡Qué tontería! Había dicho:
"¡Buenos días!" al entrar; ahora agregó:
—Quisiera hablar con alguno de la familia —interrogó—: la familia de
Anastasio López Rubielos ¿vive aquí? Se había repuesto; su voz sonaba ya firme.
—Rubielos, sí: Rubielos —repetía el viejo. Y él insistió en preguntarle:
—Usted, por casualidad, ¿es de la familia?
—Sí, sí, de la familia —asentía.
Santolalla deseaba hablar, hubiera querido hablar con cualquiera menos con
este viejo.
—¿Su abuelo? —inquirió todavía.
—Mi Anastasio —dijo entonces con rara seguridad el abuelo—, mi Anastasio ya
no vive aquí.
—Pues yo vengo a traerles a ustedes noticias del pobre Anastasio —declaró
ahora, pesadamente, Santolalla. Y, sin que pudiera explicar cómo, se dio cuenta
en ese instante mismo de que, más adentro, desde el fondo oscuro de la casa,
alguien lo estaba acechando. Dirigió una mirada furtiva hacia el interior, y pudo
discernir en la penumbra una puerta entornada; nada más. Alguien, de seguro, lo
estaba acechando, y él no podía ver quién.
—Anastasio —repitió el abuelo con énfasis (y sus manos enormes se juntaron
sobre el bastón, sus ojos tomaron una sequedad eléctrica)—. Anastasio ya no
vive aquí: no, señor —y agregó en voz más baja—: nunca volvió.
—Ni volverá —notificó Santolalla—. Todo lo tenía pensado, todo preparado.
Se obligó a añadir: — Tuvo mala suerte Anastasio: murió en la guerra; lo
mataron. Por eso vengo yo a visitarles...
Estas palabras las dijo lentamente, secándose las sienes con el pañuelo.
—Sí, sí, murió —asentía el anciano; y la fuerte cabeza llena de arrugas se
movía, afirmativa, convencida—; murió, sí, el Anastasio. Y yo, aquí, tan
fuerte, con mis años: yo no me muero.
Empezó a reírse. Santolalla, tonto, turbado, aclaró:
—Es que a él lo mataron.
No se hubiera sentido tan incómodo, pese a todo, sin la sensación de que lo
estaban espiando desde adentro. Pensaba, al tiempo de echar otra mirada de
reojo al interior: "Es estúpido que yo siga aquí. Y si quisiera, en
cualquier momento podría irme: un paso, y va estoy en la calle, en la
esquina". Pero no, no se iría: ¡quieto! Estaba agarrotado, violento, allí,
parado delante de aquel viejo chocho; pero ya había comenzado, y seguiría.
Siguió, pues, tal como se lo había propuesto: contó que él había sido compañero
de Antasasio; que se habían encontrado y trabado amistad en el frente de
Aragón, y que a su lado estaba, precisamente, cuando vino a herirle de muerte una
bala enemiga; que, entonces, él había recogido de su bolsillo este documento...
Y extrajo del suyo el carnet, lo exhibió ante la cara del viejo.
En ese preciso instante irrumpió en la saleta, desde el fondo, una mujer
corpulenta, morena, vestida de negro: se acercó al viejo y, dirigiéndose a
Santolalla:
—¿De qué se trata? ¡Buenos días! —preguntó.
Santolalla le explicó en seguida, como mejor pudo, que durante la guerra
había conocido a López Rubielos, que habían sido compañeros en el frente de
Aragón; que allí habían pasado toda la campaña: un lugar, a decir verdad,
bastante tranquilo; y que, sin embargo, el pobre chico había tenido la mala
pata de que una bala perdida, quién sabe cómo...
—Y a usted ¿no le ha pasado nada? —le preguntó la mujer con cierta aspereza,
mirándolo de arriba abajo.
—¿A mí? A mí, por suerte, nada. ¡Ni un rasguño, en toda la campaña!
—Digo, después —aclaró, lenta, la mujerona. Santolalla se ruborizó;
respondió, apresurado:
—Tampoco después... Tuve suerte ¿sabe? Sí, he tenido bastante suerte.
—Amigos habrá tenido —reflexionó ella, consultando la apariencia de
Santolalla, su traje, sus manos.
Él le entregó el carnet que tenía en una de ellas, preguntándole:
—¿Era hijo suyo?
La mujer ahora, se puso a mirar el retrato muy despacio; repasaba el texto
impreso y manuscrito; lo estaba mirando y no decía nada.
Pero al cabo de un rato se lo devolvió, y fue a traerle una silla: entre
tanto, Santolalla y el viejo se observaban en silencio. Volvió ella, y mientras
colocaba la silla en frente, reflexionó con voz apagada:
—¡Una bala perdida! ¡Una bala perdida! Ésa no es una muerte mala. No, no es
mala; ya hubieran querido morir así su padre y su otro hermano: con el fusil
empuñado, luchando. No es ésa mala muerte, no. ¿Acaso no hubiera sido peor para
él que lo torturasen, que lo hubiesen matado como a un conejo? ¿No hubiera sido
peor el fusilamiento, la horca?... Si aún temía yo que no hubiese muerto y
todavía me lo tuvieran...
Santolalla, desmadejado, con la cabeza baja y el carnet de Anastasio en la
mano, colgando entre sus rodillas, oía sin decir nada aquellas frases oscuras.
—Así, al menos —prosiguió ella, sombría—, se ahorró lo de después; y,
además, cayó el pobrecito en medio de sus compañeros, como un hombre, con el
fusil en la mano... ¿Dónde fue? En Aragón, dice usted. ¿Qué viento le llevaría
hasta allá? Nosotros pensábamos que habría corrido la ventolera de Madrid.
¿Hasta Aragón fue a dejarse el pellejo?
La mujer hablaba como para sí misma, con los ojos puestos en los secos
ladrillos del suelo. Quedóse callada, y, entonces, el viejo, que desde hacía
rato intentaba decir algo, pudo preguntar:
—¿Allí había bastante?
—¿Bastante de qué? —se afanó Santolalla.
—Bastante de comer —aclaró, llevándose hacia la juntos, los formidables
dedos de su mano.
—¡Ah, sí! Allí no
—¡Ah, sí! Allí no nos faltaba nada. Había abundancia. No sólo de lo que nos
daba la Intendencia —se entusiasmó, un poco forzado— sino también —y
recordó la viña— de lo que el país produce.
La salida del abuelo le había dado un respiro; en seguida temió que a la
mujer le extrañase la inconveniente puerilidad de su respuesta. Pero ella,
ahora, se contemplaba las manos enrojecidas, gordas, y parecía abismada. Sin
aquella su mirada reluciente y fiera resultaba una mujer trabajada, vulgar, una
pobre mujer, como cualquiera otra. Parecía abismada.
Entonces fue cuando se dispuso Pedro Santolalla a desplegar la parte más
espinosa de su visita: quería hacer algo por aquella gente, pero temía ofenderlos:
quería hacer algo, y tampoco era mucho lo que podría hacer; quería hacer algo,
y no aparecer ante sí mismo, sin embargo, como quien, logrero, rescata a bajo
precio una muerte. Pero ¿por qué quería hacer algo?, y ¿qué podría hacer?
—Bueno —comenzó penosamente; sus palabras se arrastraban, sordas—; bueno,
voy a rogarles que me consideren como un compañero..., como el amigo de
Anastasio...
Pero se detuvo; la cosa le sonaba a burla. "¡Qué cinismo!",
pensó; y aunque para aquellos desconocidos sus palabras no tuvieran las
resonancias cínicas que para él mismo tenían..., no podían tenerlas, ellos no
sabían nada..., ¿cómo no les iba a chocar este "compañero" bien
vestido que, con finos modales, con palabras de profesor de Instituto, venía a
contarles?... Y ¿cómo les contaría él toda aquella historia adobada, y los
detalles complementarios de después, ciertos en lo externo: que él,
ahora, estaba en posición relativamente desahogada, que se encontraba en
condiciones de echarles una mano, según sus necesidades, en recuerdo de... Esto
era miserable, y estaba muy lejos de las escenas generosas, llenas de
patetismo, que tanta veces se había complacido en imaginar con grandes
variantes, sí, pero siempre en forma tan conmovedora que, al final, se
sorprendía a sí mismo, indefectiblemente, con lágrimas en los ojos. Llorar,
implorar perdón, arrodillarse ante ellos (unos "ellos" que nada se
parecían a "éstos"), quienes, por supuesto, se apresuraban a
levantarlo y confortarlo, sin dejarle que les besara las manos —escenas
hermosas y patéticas... Pero, ¡Señor!, ahora, en lugar de eso, se veía aquí,
señorito bien portado delante de un viejo estúpido y de una mujer abatida y
desconfiada, que miraba con rencor; y se disponía a ofrecerles una limosna en
pago de haberles matado a aquel muchachote cuyo retrato, cuyos papeles, exhibía
aún en su mano como credencial de amistad y gaje de piadosa camaradería.
Sin embargo, algo habría que decir; no era posible seguir callando; la
mujerona había alzado ya la cabeza y lo obligaba a mirar para otro lado, hacia
los pies del anciano, enormes, dentro de unos zapatos rotos, al sol.
Ella, por su parte, escrutaba a Santolalla con expectativa: ¿adónde iría a
parar el sujeto este? ¿Qué significaban sus frases pulidas: rogar que lo
considerasen como un amigo?
—Quiero decir —apuntó él— que para mí sería una satisfacción muy grande
poderles ayudar en algo.
Se quedó rígido, esperando una respuesta; pero la respuesta no venía.
Dijérase que no lo habían entendido. Tras la penosa pausa, preguntó, directa ya
y embarazadamente, con una desdichada sonrisa:
—¿Qué es lo que más necesitan? Díganme: ¿en qué puedo ayudarles?
Las pupilas azules se iluminaron de alegría, de concupiscencia, en la cara
labrada del viejo; sus manos se revolvieron como un amasijo sobre el cayado de
su bastón. Pero antes de que llegara a expresar su excitación en palabras,
había respondido, tajante, la voz de su hija:
—Nada necesitamos, señor. Se agradece.
Sobre Santolalla estas palabras cayeron como una lluvia de tristeza; se
sintió perdido, desahuciado. Después de oírlas, ya no deseaba más que irse de
allí; y ni siquiera por irse tenía prisa. Despacio, giró la vista por la
pequeña sala, casi desmantelada, llena tan sólo del viejo que, desde su sillón,
le contemplaba ahora con indiferencia, y de la mujerona que lo encaraba de
frente, en pie ante él, cruzados los brazos; y, alargándole a ésta el carnet
sindical de su hijo:
—Guárdelo —le ofreció—; es usted quien tiene derecho a
guardarlo.
Pero ella no tendió la mano; seguía con los brazos cruzados. Se había
cerrado su semblante; le relampaguearon los ojos y hasta pareció tener que
dominarse mucho para, con serenidad y algún tono de ironía, responderle:
—¿Y qué quiere usted que haga yo con eso? ¿Que lo guarde? ¿Para qué, señor?
¡Tener escondido en casa un carnet socialista, verdad? ¡No! ¡Muchas gracias!
Santolalla enrojeció hasta las orejas. Ya no había más que hablar. Se metió
el carnet en el bolsillo, musitó un "¡buenos días!" y salió calle
abajo.
Francisco Ayala
La cabeza del cordero, Buenos Aires, 1949
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