Anita Carrillo fué primero una ráfaga del
campo andaluz, una de esas niñas que los turistas suelen encontrar
"pintorescas" y buenas modelos para sus "kodaks", y que la
realidad de la miseria cotidiana obliga a ganarse el pan, el pobre cacho de
pan, como un hombre, a la edad en que las niñas de los países sin tanto
pintoresquismo y tanto latifundio van a la escuela y tienen juguetes. Luego fué
una mocita pinturera que seguía trabajando como no se debería trabajar, y muy
pronto, a los dieciocho años, una casadita hacendosa, que tenía su pisito de
Málaga como los chorros del oro. Luego fué, igual que su compañero, una
militante socialista. Y luego, por fin, igual siempre que su compañero José
Torrealva, una buena militante comunlsta de La Línea. Y luego ya...
Luego viene la sublevación, que sorprendió
a Anita Carrillo de dirigente del Partido en La Línea. El viernes 16 de julio,
ante la inminencia de ''lo que se veía venir", se reúne en La Línea el
Bloque Popular. Los comunistas, por mediación de un informe de los Torrealva,
exponen la gravedad de la situación. Como en todas partes: dilaciones,
vacilaciones... Nadie responde. El 17 llegan de Algeciras dos coches con
oficiales fascistas, que vienen a sublevar la guarnición. Esta, ese día no se
subleva, cierto, pero el 18 entra un tabor de Regulares con morteros y
ametralladoras, y la guarnición se rinde. Torrealva y Anita, con unos cuantos
compañeros, van al Partido y recogen toda la documentación, que Anita quema
ella misma en su casa. Tras lo cual, obedeciendo órdenes, marcha a Gibraltar.
La Línea ya está totalmente ocupada por los rifeños; los elementos significados
de los partidos de izquierda se internan en los huertos. A los tres días, a
Anita le llega la noticia de que su marido ha sido muerto; sin pensar más se
disfraza y regresa a España. En la Aduana, repleta de falangistas, un
carabinero escudriña indolentemente el cabás de esa inglesa estrafalaria, con
gafas, sombrero absurdo y falda cubriéndole los tobillos. Anita, pasado ese
primer peligro, va derecha a los huertos donde están "los huidos";
allí tiene la alegría de encontrarse vivo a su compañero, y con él y otros tres
camaradas se queda a vivir esa vida, que parece inverosímil, de espera de las
fuerzas anunciadas de Estepona, que nunca acaban de llegar, pero que aquellos
cinco empecinados esperan día tras día, durmiendo en los cañaverales y con seis
pistolas y ciento ochenta tiros para defender la existencia de los cinco contra
todo lo que pueda surgir.
Y así, veintiocho días. El que hace
veintinueve, lo que sucedió fué un grito desgarrador, brotado con riesgo de la
propia vida de quien lo profería, de la garganta angustiada de la hija de un
huertano, un viejo luchador: "¡Peeepe! ¡Los civiles!" Estaban copados
por los del tricornio y los moros; un huertano, un pobre miserable, los había
vendido. Y allí estaban, con ese grito de aviso desesperado metido en el
temblor del cuerpo, y sin saber por dónde buscar una salida, ni atreverse a
mover. Y así, ¿cuántos minutos o cuántas horas? El hecho es que un camarada del
Partido, Manolo Corral, uno de los futuros héroes de la guerra en los frentes
del Sur, se vistió de aldeano y cruzó cerca de ellos, descubriéndoles la única
posible salida del cañaveral: "Seguidme, que estáis copados." Para
seguirle había que saltar tapias; con los fugitivos estaba un chiquillo de
quince años, herido, y que no podía andar; Anita se lo puso en la cadera y con
él saltó como los demás, tapia tras tapia, de huerto en huerto, hasta el
último. Y vuelta a disfrazarse, esta vez de hortelana, con un pañuelo a la
cabeza, y a llegar jugándose el todo por el todo, hasta el bote preparado
por el bueno de Manolo Corral.
Al pontón de Gibraltar. ¿A ponerse a salvo?
Eso no lo hacen unos comunistas. A pedirle al cónsul pasaportes para volver a Estepona
en una motora y empezar a luchar. Torrealva organiza unas compañías de
Milicias, el batallón Méjico, que muy pronto se hará famoso como "batallón
de choque". Anita es el "responsable político" de la tercera
compañía, y al formarse poco después la compañía de ametralladoras y ser
nombrado Torrealva comandante, el jefe de la columna nombra a Anita responsable
político de esta nueva compañía, "por ser quien más confianza le
inspiraba". Por cierto, que el nombramiento se extiende en esta forma:
"Al compañero Anita Carrillo." Y hasta el 6 de febrero la
existencia de Anita se confunde con la de este "batallón de choque",
que tan alto había de dejar el pabellón de los voluntarios malagueños. Después
del duro combate del pantano de El Chorro, la "responsable político"
es felicitada por el jefe de la columna por el arrojo con que se ha batido, y a
petición de la compañía, es propuesta para recompensa.
El 6 de febrero... ¿Cómo hablar con
serenidad de lo que no debió nunca ocurrir, y es más terrible que cuanto
pudiera describirse? Anita está en el cuartel, en su puesto, en Málaga. Se da
cuenta de lo que pasa y va a decírselo a su marido, que se encuentra herido en
el hospital: que el enemigo está en puertas. Torrealva se niega a creer lo que
no puede, lo que no debe ser. El batallón se halla dispersado en tres
puntos distintos: "la responsable" no puede abandonarlo. Está bien.
Quedará en el cuartel en espera de órdenes. Las órdenes llegan, y las dan los
médicos del hospital: hay que evacuarlo en seguida, cómo sea. Anita llena cinco
camiones de la columna con heridos y sale al frente de ellos hacia Almería. El
batallón se batirá en retirada, con un heroísmo de locura, paso a paso, hasta
Motril.
Camino de Almería. Bombardeo por tierra,
mar y aire. Los falangistas, valientes ante las mujeres, los niños y los
heridos, ametrallan por detrás ese éxodo, que parece resucitar, en pleno siglo
XX, los pánicos dé las huidas de los tiempos más remotos de la Historia. (Sólo
que entonces no había fascismo, y tamaña barbarie no se podía imaginar.) Anita
es contusionada por la explosión de una bomba de avión; sufre fuerte
hemoptisis, y al llegar —¡por fin!— a Almería, ingresa en el hospital.
Hoy, ya está curada. Y fuerte y animosa
como el primer día.
—¡Qué magnífica eres, Anita!
Y la capitán responsable de una compañía de
ametralladoras, rápida nos contesta:
—¿Magnífica? Nada de eso. Soy
comunista.
Margarita Nelken
Estampa, 27 de marzo de 1937
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