Manuel Subirá, de Barcelona, adonde acaba de reintegrarse, ha estado prestando sus servicios como empleado en la Delegación de Hacienda de Granada, por espacio de cinco años.
Manuel Subirá ha vivido, desde el 20 de julio hasta estos días de septiembre, las páginas más emocionantes y de más zozobra que pudo vivir ningún humano.
El mismo me confiesa todavía con ese gesto de la tragedia en los ojos que ésta es la hora en que no ha podido sacudir el miedo.
Llevando unas veces en la solapa la enseña bicolor y otras la de la República, levantando el puño o extendiendo el brazo y la mano, cruzó por las filas enemigas. Su paso por Sevilla, su secuestro en Jerez, su arribada a La Línea, su llegada a Gibraltar, su traslado, al fin, a Marsella, pudiera ser base de un artículo informativo para Estampa, si otra cosa no hubiera llevado nuestros planes por otro camino.
Quería yo tener alguna noticia concreta del poeta García Lorca, y Subirá, a través de su charla, sin darle al caso ninguna importancia, sin preguntárselo yo siquiera, me ha dicho todo lo que apetecía.
Nuestro interrogado, en los últimos días de agosto, vivía refugiado con su esposa —merced a la protección del gerente— en el hotel más aristocrático de Granada.
En aquel hotel se hallaban también las familias de Heredia Spínola, la de Vega Inclán, Torre de Albarragena, Pemán y muchas más de la rancia aristocracia.
Esto daba pretexto para que, a compás de los tiros y fusilamientos, pudieran estos próceres reunirse todas las tardes en el hall, para tomar el té y comentar el suceso reciente, que les traían de la calle, muy detallado, jovenzuelos falangistas, vestidos con los atributos italianos y luciendo sendos pistolones.
Pertenecen estos jóvenes a las familias poderosas de Granada, que vivían de sus negocios o de sus rentas, siendo frecuentadores del cabaret, del tiro de pichón y de las juergas en Sacro-Monte. Un día alguien dio la noticia en el coro de haber sido fusilado en Barcelona el escritor Jacinto Benavente, culpándose al alcalde de El Escorial de haber hecho lo propio con los hermanos Quintero. Y uno de los señoritos insinuó:
—Mientras eso hacen los rojos, nosotros hemos respetado a García Lorca, sabiendo, como sabemos, que es de la cascara amarga. Vamos a tener que tomar alguna medida.
La medida no se retrasó. Por la misma radio de Granada se supo la tarde siguiente que se había hecho un registro en el domicilio de Federico García Lorca, encontrándosele pruebas fehacientes de que era un agente de enlace entre los rebeldes de Granada —aludía a los obreros que no aceptaban el yugo militarista— y el Gobierno de Madrid.
"Hay —decía el informe de la radio— unas cartas de Margarita Xirgu, Fernando de los Ríos y Marcelino Domingo, que demuestran claramente que García Lorca no quiso aceptar la excursión literaria que se le ofreció a Méjico, para servir en España a la revolución."
Después del informe de la radio, se supo que García Lorca fué detenido en su propia casa por veinte falangistas —en Granada se daban los nombres de todos los que fueron— y en vez de entregarlo a las autoridades para enjuiciarlo, se lo llevaron al campo, donde se le suprimió en unión de otros infelices sentenciados el día anterior.
Los falangistas se habían llevado a García Lorca y habían dejado, en cambio, sobre su mesa de trabajo las cartas acusadoras.
La de Femando de los Ríos se reducía a agradecer el envío de un libro y a hacer al poeta consideraciones sobre la nueva orientación del Teatro de la F.U.E, La Barraca, que dirigía García Lorca.
La de Marcelino Domingo era llamándole al Ministerio de Instrucción Pública para encargarle de la delegación del Teatro Nacional, cargo que no aceptó el autor del Romancero Gitano.
La de Margarita Xirgu estaba fechada en Méjico, pidiéndole con encarecimiento se trasladara allí para recoger los fervorosos aplausos de aquel pueblo, con motivo del estreno de Yerma. La Xirgu anunciaba a García Lorca el envío de un giro para el viaje, que el poeta recibió y devolvió por conducto del mismo Banco.
García Lorca no militaba en ningún partido del Frente Popular ni en ningún otro. Cuantas veces fué invitado a las propagandas políticas declinó el honor, diciendo que no tenía ninguna condición de orador ni de propagandista; en el Parlamento no se le vio jamás; al Ateneo sólo iba a la biblioteca; huía de las tertulias donde se hacía la dirección de las contiendas políticas...
Pero Garcia Lorca era fervoroso revolucionario. Sus armas estaban en su teatro, en sus versos, en los jugosos artículos que daba de cuando en cuando a los periódicos.
Subirá admiraba a García Lorca. Asegura que todo el tiempo que el poeta estuvo en Granada —llegó en los primeros días de junio a la casa que posee permaneció encerrado, para poner punto a la nueva obra teatral que preparaba.
Garcia Lorca no era militante en ninguna organización política ni tenia en Granada un solo enemigo.
Conviene este detalle para estudiar a fondo las causas de su muerte.
Antonio de la Villa
Estampa, 26 de septiembre de 1936
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