A Ramón Gaya
Una
vez, siendo niño, era el verano,
un
viejo labrador me llevó un día
sobre
su curvo arado en el que dueño
recorría
la tierra. Fue un instante
de
azarosa belleza en que allí erguido
sobre
el madero arcaico, vi moverse
mi
fe sobre una oscura espuma densa
que
a mi paso se abría. Tras mis hombros,
el
anciano velaba mi entusiasmo,
como
esos genios que más tarde he visto
en
un vaso pintado protegiendo
la
adorable inocencia y en los lindes,
de
aquella complaciente tierra negra,
bajo
los centenarios olivares,
mis
padres, con sombrillas, me miraban,
como
dioses que aprueban. Encendidas,
como
chispas de oro, las cigarras
en
torno nos traían los calores
de
su ventura, mientras que aquel rapto
convertíame
en sueño que redime
de
tantas postraciones venideras.
Sueño
sin duda, sueño desolado,
que
brilla en mi memoria como un ángel
que
vino y me tocó y alzó su vuelo.
Heme
aquí entre el hollín de las ciudades,
la
lividez, la envidia y el acento
lúgubre
de una lucha despiadada,
sombra
de aquel instante que destella.
Juan
Gil-Albert
Lamento
de un joven arador, publicado en las Ilusiones con los poemas de El
Convaleciente. Buenos Aires, 10 de noviembre de 1944.
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