Ante nosotros tenemos otro hombre que ha
escapado inverosímilmente de la muerte. Es un muchacho alto y huesudo, con los
ojos abiertos al asombro. Vicente Muñoz es miliciano desde los primeros días de
la lucha. Su relato es hecho de un modo tan sencillo como emocionante. Del
asalto al cuartel de la Montaña salió con un fusil al hombro. Estuvo en la toma
de Guadalajara. Allí permaneció hasta el día 23 de Julio, en que con otros tres
compañeros salió a hacer una incursión por demás peligrosa.
Los fusiles estaban inactivos en
Guadalajara. Había en todos un ansia frenética de luchar, de encontrarse cara a
cara con el enemigo, para liquidar cuanto antes la guerra civil. El teniente
coronel que mandaba las fuerzas contenía los ímpetus. Según él, los facciosos
estaban a seis kilómetros de la población. En estas condiciones era imprudente
iniciar un ataque, desconociendo los efectivos de los rebeldes.
Vicente Muñoz y tres compañeros más
cogieron un automóvil, y sin consultar con nadie echaron carretera adelante
para comprobar por sí mismos la distancia exacta a que se encontraban los
rebeldes. El automóvil iba recorriendo kilómetros y kilómetros sin que los
contrarios dieran señales de vida por ninguna parte. Estaban cerca de cierto
pueblo. A la vuelta de un recodo, y cuando el coche enfilaba una cuesta abajo,
se encontraron cogidos como en un cepo. A menos de doscientos metros, los
facciosos tenían el campamento.
Vicente Muñoz se bajó del coche. Un oficial
le hizo señas de que se acercara.
—Yo me acercaré a ellos, mientras vosotros
dais la vuelta al coche. Si veis que me cogen prisionero, huid, sin preocuparos
de mí.
Pero ninguno quiso abandonarle en el trance
difícil. Los cuatro fueron detenidos y desarmados. Después les hicieron objeto
de un minucioso registro. Desde el atardecer hasta la noche estuvieron en el
campamento, sin hacerse ninguna ilusión sobre la suerte que les esperaba.
Estaban convencidos de que iban a ser fusilados. Los ataron a todos con la
misma cuerda, y de esta forma les obligaron a subir hasta un pueblo inmediato,
donde por lo visto, estaba el cuartel general de los facciosos.
Una vez allí, los metieron en una covacha
llena de filtraciones de agua y a la que llegaban las emanaciones desagradables
de una cuadra contigua. Pan y sardinas fué el alimento durante los dos días que
permanecieron encerrados.
Los llamaron a declarar. Un oficial
faccioso los fué interrogando separadamente, preguntándoles detalles sobre la
situación de Madrid, Guadalajara y Toledo. No debió quedar muy satisfecho de
las explicaciones de los milicianos.
Bajaron a la plaza del pueblo. Allí se les
unieron dos fugados de la ley de Vagos, de Alcalá de Henares, y un hombre que
por su uniforme, debía ser el conserje de un parador del Patronato Nacional del
Turismo. Los siete subieron a una camioneta con varios soldados.
A la salida del pueblo, unos guardias
civiles hicieron bajar a los soldados para subir ellos. Los esposaron, y el
vehículo se puso otra vez en marcha. A los pocos kilómetros les obligaron a
apearse. Los llevaron a lo alto de un pequeño cerro y les ordenaron ponerse de
espaldas. Así lo hicieron. Vicente Muñoz volvió la cabeza, y vio tras ellos una
ametralladora, con la que se disponían a barrerlos. Casi al mismo tiempo empezó
el fuego. Vicente estaba en un extremo de la fila. Habían empezado por el
opuesto. Uno tras otro fueron cayendo. Al mismo tiempo que caía desplomado el
que estaba a su lado, se tiró Vicente al suelo. No estaba tocado. Sus
compañeros se retorcían en el dolor de la agonía, pidiendo a gritos angustiosos
que los remataran cuanto antes. El teniente que iba al mando de los guardias
civiles se encargó de administrarles los tiros de gracia. Se fueron al coche,
dejándolos a todo; por muertos. Pero Vicente vivía. Tenia la cabeza atravesada
por un balazo, que le entraba por la región mastoidea. Oyó el motor, cada vez
más lejano. Se vendó con la camiseta y se echó a rodar cuesta abajo, hasta
llegar a un río que pasaba por la falda del montecillo. Esto ocurrió el día 26
de Julio. Dos días después, Vicente Muñoz llegó a Guadalajara, después de
penalidades sin cuento, dando un gran rodeo para no caer nuevamente en las
manos de los rebeldes, padeciendo dos vómitos de sangre, en el primero de los
cuales le salió la bala por la cara anterior del cuello.
En el Hospital Militar de Guadalajara le
hicieron la primera cura. Poco a poco, Vicente Muñoz, que entró con pronóstico
gravísimo, fué recobrando el habla y quedando fuera de peligro, y hoy el resucitado sale
ya a la calle, convaleciente de su herida, que le deja, tal vez para siempre,
un brazo casi inmovilizado. Pese a ello, Vicente no tiene más que una idea
fija: volver otra vez al frente a seguir luchando.
R.M.G.
Crónica, 6 de septiembre de 1936
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