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3315. La agonía de Francia IX

Izado de la bandera nazi en el Arco del Triunfo de París. Foto: ABC


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Sembradores de pánico

El desenlace de la tragedia planteada en estos términos fue fulminante. Después de diez meses de simulacro de guerra, de guerra podrida, como se la ha llamado, Francia estaba tan deshecha que se derrumbaba con un soplo como un castillo de naipes.

Aún antes de que el peligro se presentase real y verdaderamente, París daba la voz de «sálvese el que pueda». No había hecho Alemania más que iniciar el ataque cuando el aparato burocrático del Estado iniciaba la desbandada. Al primer día de la ofensiva alemana contra Francia, el mismo Quai d'Orsay, a la cabeza de los sembradores de pánico, hacía la indicación confidencial a las representaciones diplomáticas acreditadas en París de que debían estar dispuestas a partir y les recomendaba que destruyesen los archivos que les fuese imposible transportar. El Quai d'Orsay mismo procedía a quemar los suyos. Análogo movimiento de terror se producía en el Ministerio de Información, desde donde se difundieron las primeras informaciones de una derrota que todavía no se había producido y que horas después eran rectificadas. Era el Estado mismo, por medio de sus funcionarios, el que creaba la atmósfera de la catástrofe.

Lo verdaderamente extraordinario era la serenidad, la calma o la indiferencia —no sé— de las gentes sencillas de París al nerviosismo y el desbarajuste de los centros oficiales.

Aquella primera espantada pudo ser dominada por el gobierno. La quinta columna se había precipitado. Se dieron órdenes terminantes para que ningún funcionario abandonase su puesto, se anularon las órdenes de evacuación que insensatamente se habían dado y se consiguió restablecer a lo menos una apariencia de normalidad en los servicios dando la impresión de que después de un momento de debilidad el gobierno se reafirmaba y se disponía a dar la batalla para la defensa de París.

Mandel, desde el Ministerio del Interior, aguijoneaba furiosamente a la policía en la represión de las actividades de la quinta columna, pero sus esfuerzos se estrellaban contra la incapacidad y la mala voluntad de sus agentes para quienes la quinta columna, formada por personas respetables, bien reputadas y con elevadas situaciones incluso en la Administración, era absolutamente inasequible. ¿Es que si el propio Abetz, creador y jefe de la quinta columna, hubiese estado en París habría habido un agente de policía francés capaz de detener a tan importante personaje? ¿Es que los agentes de la Süreté Genérale podían impunemente hacer sus incursiones en los salones de la alta sociedad parisiense y en las esferas oficiales? ¿Es que hubieran podido llevarse en calidad de agentes de la quinta columna a Madame Bonnet, esposa del ex ministro de Negocios Extranjeros, y aun a la propia Madame de Portes, la amiga íntima del presidente del Consejo?

No. La Policía cumplía buenamente su misión expurgando sus ficheros en los que no figuraban tan brillantes personajes y llenando los stadiums de Buffalo y Roland Carros con miles de pobres diablos, refugiados extranjeros, todo el residuo de humanidad que la monstruosa elaboración de los Estados totalitarios había arrojado sobre Francia, tierra de asilo.

La conducta de Francia en el momento de peligro con los refugiados que habían estado sirviéndola lealmente ha sido innoble. Quince días antes de que llegasen a París los alemanes he visto a la policía sacar de los departamentos ministeriales en los que prestaban servicio, a los antifascistas extranjeros que se habían hecho acreedores por su historia y sus méritos personales a la confianza del gobierno. Si no merecían esa confianza no hubieran debido estar allí. Si la merecían no hubieran debido recibir tal pago: el de entregarles codo con codo a la venganza de Hitler.

En cambio, he visto el día de la entrada de Italia en la guerra cómo los agentes de policía filofascistas fraternizaban con los italianos a quienes tenían orden de detener procurando congraciarse con los futuros amos cuyo triunfo inmediato admitían y deseaban. En fin de cuentas, los pobres agentes no hacían ni más ni menos que los señores Laval y Flandin, cuya política no era otra que la de prepararse el terreno para las recepciones que hoy les dispensa el jefe de la quinta columna Herr Abetz convertido por Hitler, para humillación de Francia, en embajador del Tercer Reich cerca del gobierno de Vichy.


La aviación, arma psicológica

Siguiendo su táctica habitual, a medida que sus columnas avanzaban sobre París, Hitler intensificaba la acción de sus aviones de bombardeo sobre la cintura industrial de la capital y sobre sus nudos de comunicación. Esta táctica, que habíamos visto dibujarse ya en la guerra de España, consiste en el empleo de la aviación, más que como arma de destrucción eficaz y sistemática, como instrumento de desmoralización de la retaguardia inmediata en la que se apoya el frente.

La aviación ha sido hasta ahora un arma de eficacia principalmente psicológica. Los aviones de Hitler son más temibles por el momento psicológico en que los emplea que por su potencia real de destrucción, que es mínima. La finalidad principal que con ellos persigue es provocar la evacuación de las ciudades que sirven de base a los ejércitos desorganizando como es consiguiente los servicios y privando a las tropas tanto de la regularidad de los abastecimientos como del soporte moral que representa para el soldado que está en la trinchera el tener como sólida retaguardia una ciudad cuya vida normal continúa imperturbable. Madrid pudo ser defendido por la paradoja heroica de que los soldados podían ir y venir del frente en tranvía, porque las legumbres y las verduras que había se vendían a la espalda de los parapetos y porque los carteros hacían la distribución de la correspondencia sorteando las balas y saltando por encima de las alambradas. En la guerra total que a nuestra época le ha tocado hacer, toda evacuación es el prólogo de una derrota.

Para crear en París el ambiente favorable a la derrota la aviación alemana no tuvo que esforzarse demasiado. Le bastó con un solo bombardeo más espectacular que eficaz hecho en el momento crítico. Un millar de bombas de pequeño calibre arrojadas sobre París y sus alrededores en pleno día, a la una de la tarde, bastaron para que la capital de Francia creyese que había llegado la hora de claudicar.

El efecto material de ese bombardeo fue limitadísimo. Media docena de casas destruidas, unos incendios rápidamente sofocados y en total unos doscientos cincuenta muertos bastaron para el derrumbamiento de una ciudad de cuatro millones de habitantes. Lo cierto fue que en el enorme volumen de la capital los parisienses no pudieron darse cuenta siquiera de que habían sido objeto de un ataque a fondo de la aviación enemiga. La destrucción de una casa por cada diez mil casas y la muerte de una persona por cada cinco mil personas no es un estrago que tenga volumen suficiente para provocar el movimiento de pánico colectivo que se produjo. Para conseguir ese mínimo estrago material la aviación alemana había tenido que utilizar centenares de aviones (a lo menos doscientos) y en la operación había sufrido la pérdida de veintitantos aparatos. No puede decirse que fuera una operación de resultados satisfactorios que pudiera ser repetida frecuentemente.

Los resultados del empleo de la aviación en masa contra las grandes ciudades no eran, pues, ni mucho menos, los que se temían.

Si algo se demostraba era precisamente que la potencia destructora de la aviación es infinitamente menor de lo que se supone. Cuando se habla, a tontas y locas, de la destrucción de París, Berlín o Londres por los bombardeos aéreos ¿se piensa seriamente en los miles y miles de aviones y de toneladas de explosivos que sería necesario emplear para conseguir resultados apreciables? Hoy por hoy, las masas de aviación que se pueden emplear, aun teniendo en cuenta el grado de intensificación de la producción a que últimamente se ha llegado, no permiten todavía aceptar que los efectos de sus destrucciones puedan ser decisivos en las grandes aglomeraciones. La demostración que hicieron los aviones alemanes sobre Guernica, donde concentraron en un área pequeñísima una masa de destrucción formidable a la que no se le oponía fuerza alguna de combate, no ha sido después confirmada ni en Varsovia, ni en Rotterdam, ni en París. Ni siquiera había podido ser repetida con éxito en Barcelona o Madrid. Y ahora, en Inglaterra, esto se está demostrando hasta la saciedad.

Ahora bien, si los efectos materiales son limitados, los efectos morales son inconmensurables. Hay que rendirse a la evidencia. La aviación es un arma de una eficacia psicológica formidable. Ese bombardeo único de París que hubiese hecho sonreír desdeñosamente a los madrileños, acabó virtualmente con la resistencia de la capital de Francia. Para que no fuese así hubiese hecho falta que los parisienses, en vez de hallarse favorablemente inclinados a las sugestiones catastróficas tanto por la táctica derrotista de sus dirigentes como por la acción subrepticia de la quinta columna, hubiesen tenido serenidad bastante para templar su ánimo y mirar cara a cara el peligro aéreo y medirlo exactamente. Entonces se hubiese producido el fenómeno contrario y se hubiese visto cómo los parisienses igual que hicieron los madrileños, pasado el primer momento de pavor, desaparecido el tremendo efecto psicológico de los primeros bombardeos, reanudaban su vida de siempre, con mayor o menor incomodidad y sufrimiento, con mayor o menor estrago, pero con una resolución y una moral que ya entonces serían indestructibles. Porque hay algo evidente. Lo que la aviación no consigue gracias al estupor del primer bombardeo luego no lo consigue nunca aunque su capacidad de destrucción llegue a ser aterradora. Este es el inconveniente de toda arma que sobre su eficacia verdadera cuenta con el efecto psicológico que su empleo produce.

En general, no sólo de la aviación sino también de los tanques, de la panzerdivision, de la mina magnética, del parachutismo, de la quinta columna y, sin excepción, de todos los sistemas de guerra puestos en práctica por el hitlerismo se puede decir otro tanto. Sobrepasados los efectos psicológicos del terrorismo que sistemáticamente practica, su eficacia real es mínima.


París no se defiende

Esto explicaba la eficacia, que a algunos se les antoja inverosímil, de la quinta columna. Los escuadrones del pánico fueron en París maravillosamente eficaces. Sus consignas, dictadas desde Berlín, guiaban hacia el abismo a unas muchedumbres ciegas que se dejaban llevar sin oponer resistencia y sin que fuesen capaces de ninguna reacción patriótica que deshiciese aquella fatal fascinación.

Los sofismas del derrotismo eran a veces burdos y elementales pero en ocasiones alcanzaban una sutileza verdaderamente diabólica. Apenas se concretó la amenaza sobre París de las divisiones alemanas, el instinto de defensa empezó a crear una atmósfera de resistencia de la ciudad que hubiese podido ser el origen de una reacción nacional salvadora. París podía y debía ser defendido. Estratégicamente, la lucha en los arrabales de la ciudad era el único medio hábil de que el ejército francés disponía para poder aniquilar una tras otra a las divisiones alemanas motorizadas. Lo que no había sido posible en campaña rasa era técnicamente realizable en la enorme aglomeración de París teniendo en cuenta sobre todo que el ejército francés venía retirándose en perfecto orden.

El verdadero campo de batalla de la guerra moderna es la ciudad misma. Frente a la movilidad y a la concentración destructora de las divisiones blindadas es vano quererles prohibir el acceso a los campos abiertos y es inútil ponerle puertas al campo como se había pretendido hacer con la línea Maginot. En campo abierto la lucha es casi imposible. Donde se puede luchar bien es en las ciudades, en las calles, en las casas, cada una de las cuales es un elemento de defensa que en plena campaña no es posible improvisar con la profusión necesaria. Estas ideas que, según parece, responden a una concepción estratégica verdaderamente moderna, iban prendiendo en el ánimo del gobierno, las defendían muchos militares prestigiosos y empezaba a entusiasmarse con ellas la población civil de París. Henri de Kérillis clarineaba desde su periódico que la guerra se ganaría en París o no se ganaría. ¿Quién sabe si el milagro, aquel milagro en el que tenía que creer Reynaud y que era la única esperanza de salvación para Francia, podría producirse entre Saint Denis y la Porte d'Auteuil? ¿No se había producido tres años antes ese mismo milagro en la Ciudad Universitaria de Madrid?

Pero inmediatamente, con una rapidez fabulosa, se difundía por París un sofisma que esterilizaba estas veleidades de resistencia. La argucia que empujaba a Francia a entregar París sin lucha se basaba únicamente en la pseudopatriótica consideración de que sería un crimen horrendo consentir la destrucción por los alemanes de los monumentos artísticos y arqueológicos de la ciudad, exponer sus joyas arquitectónicas al peligro de los bombardeos por la insensata aventura de una defensa desesperada. Toda la beatería intelectual y todo el tartufismo burgués, obedeciendo a esta hábil sugestión de la propaganda del doctor Goebbels, se puso a derramar abundantes lágrimas de cocodrilo sobre las torres de Nôtre Dame como si ya las viesen derruidas por su culpa. Y con grande y trágico ademán renunciaban en aras de la civilización a la defensa de la civilización misma. París, que al trasladarse el gobierno a Tours estaba a punto de convertirse en el baluarte de Francia, era entregado sin lucha a los agentes de la circulación que Hitler mandaba en vanguardia para que lo conquistasen.


La catástrofe

La evacuación de París por el mundo oficial, la enorme balumba de los funcionarios, y las mecanógrafas con sus montañas de expedientes atados con balduque, fue un lamentable espectáculo ofrecido cínicamente al pueblo parisién cuya conformidad y resignación fueron puestas a prueba. A la puerta de los ministerios se renovaban las caravanas de autocares y automóviles oficiales que partían cargados de burócratas a quienes el miedo no quitaba, sin embargo, el aire bizarro de partir en vacaciones, un congé payé extraordinario en las orillas del Loira que, al aproximarse el verano, no presentaba perspectivas totalmente desagradables. Difícilmente se encontraría en circunstancias igualmente trágicas una muchedumbre tan inconsciente y frivola como la de aquellas manadas de funcionarios que escapaban despreocupados hablando en voz alta y campanuda de la victoire y diciendo en voz baja y confidencialmente: « Vraiment, ce salaud de Hitler c'est un type épatant».

En el ministerio al que me encontraba adscrito no quedaba ni un portero a partir del lunes por la tarde. Y los alemanes no llegaron a París hasta el viernes. Únicamente vagaban por los pasillos como almas en pena unos cuantos colaboradores extranjeros del departamento, italianos antifascistas, judíos de nacionalidad dudosa y raza bien acusada, y rojos españoles que habíamos sido dejados por cuenta a Hitler. Hubo un momento en el que pensamos reunimos en el desierto despacho del ministro y constituir un gobierno de refugiados. Lo mismo que nosotros hubieran podido hacerlo en aquellos momentos las gentes sencillas que desde la acera de enfrente del ministerio habían estado presenciando pacientemente la fuga desvergonzada del mundo oficial.

En realidad, durante todo el lunes y la mañana del martes, cuando el pueblo de París se dio cuenta de la trágica situación en que lo habían dejado, empezó a advertirse un sentimiento de indignación que no presagiaba nada bueno. En las bocas del metro y a la puerta de los bistrots la gente que iba a su trabajo y los curiosos formaban corrillos en los que, por primera vez, no se hablaba el lenguaje convencional e hipócrita que se había oído durante toda la guerra, sino el lenguaje fuerte y amenazador del verdadero pueblo librado a sus instintos.

París, ya casi desierto, había tomado un aire siniestro. Envuelto totalmente en una densa humareda artificial, tenía una luz cernida de apocalipsis, una atmósfera cargada y espesa en la que las gentes se movían como espectros. De aquella niebla negra en la que aparecían difuminadas las siluetas de los edificios y el sol en el cénit era como un pálido disco anaranjado, surgían, igual que sombras, unas gentes asustadas que se preguntaban con angustia: «¿Qué pasa?». La guerra moderna, con sus vastas posibilidades técnicas, había preparado gracias a aquella humareda artificial, una mise en scéne de día de juicio final para la entrada de los alemanes en París.

No se tenía ninguna noticia de lo que pasaba fuera. Se pusieron en circulación los más absurdos y fantásticos rumores, que la gente creía a pie juntillas. Se aseguraba que Rusia había entrado en la guerra al lado de los aliados. Unas horas después, era el Japón el que había declarado la guerra a Alemania. La gente se apelotonaba en los boulevards ante los cafés cerrados y se estacionaba en la plaza de la Bolsa ante el edificio de la Agencia Havas pidiendo la confirmación de aquellas noticias de cuya veracidad nadie dudaba; sin embargo, cuando los redactores de Havas desde los balcones decíamos a gritos que tales noticias eran falsas se enfurecían contra nosotros y nos acusaban de derrotistas y de agentes de la quinta columna. Aun en el último instante, la ingenua esperanza en el maravilloso poder de liberación que en el mundo había sabido suscitar la patria del proletariado era sabiamente explotada por la propaganda nazi, que difundía arteramente tales rumores para acabar de sembrar la confusión en los espíritus.

El gobernador militar de París, general Hering, comenzó a tomar precauciones contra la revuelta que se dibujaba en el ambiente. A mediodía del martes se cerraron todos los bistrots y París tomó definitivamente el aspecto de una ciudad muerta con el que habían de encontrarla los alemanes. Si éstos hubiesen tardado tres días más y si no hubiesen tenido perfectamente controlados por medio de su quinta columna y de los comunistas a su servicio los movimientos populares de París, tal vez habrían tenido que entrar a tiros y asaltando las barricadas de una revolución popular cuyo signo hubiera sido imposible prever.


El éxodo

El éxodo de un millón de parisienses en pos del gobierno y de los funcionarios fue algo espantoso, inenarrable. Día y noche las salidas de París estuvieron obstruidas por cuatro filas de vehículos de toda clase, cargados hasta los topes, que marchaban penosamente deteniéndose constantemente y al paso de los más lentos, los grandes y pesados carromatos que utilizan los campesinos para transportar el heno, tras los cuales habían de marchar con desesperante lentitud los potentes automóviles de la gran burguesía parisién que se ponía en salvo llevándose celosamente consigo sus riquezas transportables, la plata, los tapices, las joyas, los cuadros, hasta los muebles valiosos izados disparadamente sobre la capota de los coches. No creo que antes de ahora se haya dado en el mundo el espectáculo formidable del éxodo de un pueblo civilizado que, con todo su progreso material y mecánico, sus aparatos de radio, sus automóviles de lujo, sus motocicletas, sus instrumentos de confort y sus riquezas daba, sin embargo, la sensación exacta de una tribu bíblica que emprendía el camino de la tierra de promisión como en las enormes migraciones legendarias de los pueblos de la antigüedad.

En los últimos momentos, el pánico colectivo de los parisienses fue tal que los que no habían podido escapar de otra manera lo hacían a pie marchando entre las filas apretadas de vehículos con sus hatillos miserables a la espalda, las mujeres empujando los cochecitos infantiles en los que habían metido sus pobres ajuares, los jóvenes pedaleando en sus bicicletas, los ancianos apoyándose en sus báculos, símbolos de otras edades que reaparecían a lo largo de la fatigosa caminata. La obsesión común de aquella enorme muchedumbre aterrorizada era alejarse, alejarse siempre, cada vez más, ganar distancia, como fuera, con los pies hinchados, a rastras si era necesario. Fue en aquellas horas espantosas cuando la masa francesa debió de pensar por primera vez que acaso hubiese sido mejor hacer la guerra que sufrirla.

La gasolina era la salvación, la vida, más preciosa que la sangre. Los que se quedaban sin gasolina en la carretera permanecían días enteros arrimados a una cuneta esperando inútilmente que entre los cientos de miles de semejantes que pasaban junto a ellos hubiese un alma caritativa que les cediese una poca. Era inútil esperarlo. El egoísmo de las gentes era feroz. Yo he visto una pobre mujer en un pequeño automóvil que se había quedado sin gasolina y llevaba ya dos días al borde del camino con tres criaturitas que lloraban incansablemente mientras pasaban a su lado cientos de miles de seres humanos que ni siquiera volvían la cabeza.

El fenómeno más curioso era la formidable capacidad de olvido y despreocupaciones de esta muchedumbre que, en unas horas, pasaba casi sin transición del sufrimiento y la desesperación más espantosos a la frivolidad y el optimismo más injustificables. Las mismas gentes que habían salido de París angustiadas y después de un viaje de pesadilla se encontraban a quinientos kilómetros habiendo perdido sus bienes, con sus familias dispersas y su patria deshecha, eran las que horas después en las terrazas de los cafés de Biarritz o San Juan de Luz charlaban y reían ante un vaso de aperitivo y no tenían más obsesión que la de encontrar un buen restaurant, una cama confortable y una persona complaciente y de buen humor con quien entregarse al goce sensual de la existencia. El hombre moderno puede pasar por penalidades terribles; pero no hay que tenerle demasiada lástima. Su facultad de inhibición es prodigiosa. Yo he visto en Biarritz entre una muchedumbre despreocupada de refugiados franceses, belgas, holandeses, polacos y judíos de todas las nacionalidades, que se creían ricos todavía porque aún les quedaban en la cartera unos fajos de billetes de banco con que pagar la cuenta del hotel, el gesto de desdeñosa incredulidad con que era acogida la noticia de que París había sucumbido: «¿Que los alemanes están en París? Sans blague!». Y las gentes se encogían de hombros y pedían un nuevo aperitivo.


Tours-Burdeos

Mientras Francia agonizaba en Tours, donde se reunían los ministros a altas horas de la madrugada para velar su agonía e ir constatando, impotentes, los síntomas progresivos del coma, París, con el que se había estado en comunicación telefónica hasta la madrugada del jueves al viernes, no respondía ya a las llamadas de Tours. El ejército, que hasta entonces había ido retirándose en orden y como si hubiese seguido un plan estratégico preconcebido, se había lanzado ya a la desbandada y cada soldado, tirando el fusil, huía como podía. Hasta Tours llegaban furtivamente en motocicletas y camiones, soldados y oficiales desertores que, temiendo ser fusilados si se operaba una reacción defensiva, se convertían en frenéticos sembradores de pánico.

La muchedumbre que había dormido tirada por el suelo en los alrededores de la estación se despertaba con un ansia loca de reanudar la huida hacia el sur. Se afirmaba que los parlamentarios se habían embarcado ya en Burdeos con rumbo a Canadá y se aseguraba que las divisiones alemanas continuaban avanzando hacia el Loira sin detenerse en París y estarían en Tours a la noche siguiente.
Tours se preparó para la defensa. Es decir, fue minado el puente y se colocó a su entrada un cañón de setenta y cinco. Aquello era una farsa siniestra. Bastó que la aviación alemana siguiendo su táctica hiciese una impresionante aparición sobre Tours en aquel momento psicológico para que el gobierno y sus manadas de burócratas emprendieran de nuevo el trote hacia Burdeos y tras ellos la masa ingente que venían arrastrando desde París.

Francia, cuando el gobierno llegó a Burdeos, era como una bestia herida de muerte y acorralada que busca el rincón más oculto de su guarida para echarse a morir. Era inútil todo intento de hacerla reaccionar.

La propuesta de Winston Churchill, que no era sino una oferta generosa de transfusión de sangre a un moribundo, fue rechazada con un ademán de desesperación. Francia no quería seguir viviendo, no quería seguir luchando, estaba resignada a morir. Hasta en aquel instante supremo de vida o muerte estuvo pesando sobre la fatal resolución de Francia aquella voluntad funesta de autoaniquilamiento, de suicidio, que ha presidido el triste destino de una nación que tenía derecho a ser inmortal. El último sobresalto del patriotismo francés fue para rechazar de plano el pacto de sangre que Inglaterra le ofrecía. «¿Es que vamos a dejar de ser franceses para convertirnos en súbditos de su Majestad Británica?», gritaba escandalizado por las calles de Burdeos aquel chauvinismo ciego, estúpido, que ha conducido a la esclavitud a la patria que decía amar.

En los consejos de ministros del Hôtel de Ville de Burdeos, el gobierno Reynaud, que tenía en su seno a los elementos que habían de consumar la traición de Francia a sí misma y a sus aliados, fue derribado. Vencían la ceguera insigne y la testarudez octogenaria del mariscal Pétain obsesionado por la idea siniestra de que Francia se salvaría entregando a Alemania el cadáver de la democracia. Esta idea absurda, que había sido infiltrada en las masas francesas gracias a la propaganda alemana, ha sido la causa fundamental de la caída de Francia.

«No hagamos una guerra ideológica —decían los agentes de la quinta columna —; sacrifiquemos la democracia, la libertad política y la república, si es necesario; abandonemos el lastre de nuestros compromisos con los pueblos débiles, que han sido ya arrollados, y de nuestra alianza con Inglaterra, que se niega a capitular y nos obliga a continuar la guerra para defender su imperio y a los capitalistas de la City; adoptemos la doctrina que ha hecho poderoso al adversario y los métodos que le llevan a la victoria; entremos en la órbita de las potencias totalitarias y Francia no perecerá. El equilibrio de las potencias totalitarias en Europa exige la supervivencia de una Francia fuerte. Aun aceptando la hegemonía alemana, Francia, Italia y España, identificadas, tendrán su place au soleil si llegan a formar un solo bloque totalitario en el Mediterráneo, de donde la Gran Bretaña tiene que ser eliminada. Este bloque, andando el tiempo, podrá ser el único contrapeso eficaz de las ambiciones germánicas en Europa, dando por supuesto que la Alemania hitleriana se niegue definitivamente a cumplir la misión providencial para la que había sido creada, la invasión de Rusia y el aniquilamiento del bolcheviquismo. Si el Imperio británico, por su parte, quiere seguir la guerra hasta la exterminación del nazismo, allá él con sus intereses. Nosotros podemos someternos y nuestra sumisión nos salva. Si Hitler vence a Inglaterra habremos sido los colaboradores más eficaces de su triunfo y ocasión habrá de cotizarlo. Si Inglaterra vence a Hitler, con la victoria de la democracia británica recobraremos nuestra libertad sin haber tenido que pagar el duro rescate de un millón de vidas que hoy se nos exige por ella.»

Esta fue la plataforma de la quinta columna. Esto fue lo que arrastró a los patriotas franceses a la traición. Y esto fue lo que triunfó en Burdeos el domingo 16 de junio de 1940 en medio de una muchedumbre indiferente que llenaba los jardincillos del Hôtel de Ville viendo entrar y salir a los ministros con frívola curiosidad mientras las columnas alemanas llegaban a las orillas del Loira sin encontrar resistencia. Y aquella misma noche el mariscal Pétain empezaba a encarcelar a los hombres de espíritu liberal, a perseguir a los judíos, a maldecir a los demócratas y a pronunciar discursos contra las plutodemocracias. ¡Pétain!


El nudo de la tragedia

La caída de Francia no es, sin embargo, el drama lamentable de un pueblo cobarde que no ha querido batirse. No. Francia, durante los meses de la guerra, que han sido su agonía, lucha, no contra el enemigo exterior, sino consigo misma. El proceso de su caída es una verdadera tragedia con todos los elementos de la tragedia clásica. Es la lucha de lo consciente contra lo inconsciente, del hombre contra el mito, del héroe contra la divinidad. Nuestra época, por extraño que nos parezca, es gran creadora de mitos y este del Estado totalitario, del Estado-Moloch, ha sido la divinidad bárbara a la que Francia ha sido sacrificada por sus propios hijos.

El nudo de esta tragedia de Francia radica en la sugestión fatal que sobre el hombre francés contemporáneo han ejercido esos mitos bárbaros que tenía que combatir, no ya porque combatirlos fuera su deber moral de ser civilizado, sino porque para seguir existiendo físicamente tenía que vencerlos, ya que esa divinidad del totalitarismo sólo había sido creada en su daño y para su perdición. Esta lucha interior que se desarrolla entre su conciencia de pueblo culto, ni un solo momento adormecida, y la fascinación que sobre él han ejercido las fuerzas de destrucción puestas en juego para aniquilarle, es lo que provoca el patético desgarramiento interior en el que Francia sucumbe.

Francia había llegado a enamorarse de su verdugo. Esta aberración, que en el ser humano aislado no es más que un caso de perversión sexual, al dominar a un pueblo y sobre todo a un pueblo superior como el de Francia, ha dado origen a una de las tragedias más hondas de la historia.

Tragedia, naturalmente, sin solución, sin más desenlace posible que el aniquilamiento del protagonista. Porque, a pesar de la fascinación que ha padecido, el pueblo francés, en el fondo de su conciencia insobornable, sabe que en ese mito bárbaro del totalitarismo al que se ha sacrificado, no hay nada, absolutamente nada más que una rudimentaria y bestial expresión biológica. Francia sabe, y no ha podido olvidarlo, que hasta ahora no se ha descubierto ninguna forma de convivencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que el de una asamblea deliberante, ni hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia: es decir; la paz, la libertad, la democracia.

En el mundo no hay más.

«A una colectividad se le engaña siempre mejor que a un hombre.» 
Pío Baroja


Manuel Chaves Nogales
La agonía de Francia (Versión original española de The fall of France). Claudio García y Cía Editorial, 1941, Montevideo








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