Clara Campoamor Rodríguez (Madrid, 12 de febrero de 1888 - Lausana, 30 de abril de 1972) |
Fue un domingo de Carnaval por la
tarde, cuando vino a este mundo Clara Campoamor. A poco de nacer, se presentó
en la casa, disfrazado, no sé si de "Pierrot" o simplemente de
"destrozona", un tío de "la criatura", el cual estaba
dispuesto de antemano a ser el padrino.
—Mi padre —que con motivo del nacimiento de
su primogénita estaba de muy buen humor— increpó burlonamente al tío.
"—¿Te parece a ti bien que la primera
visita de mi niña sea una máscara?"
—Muchas veces recuerdo habérselo oído
referir, siendo yo muy pequeña. De esto hace ya bastantes años... Claro que no
tantos como asegura algún diputado ateneísta —comenta la señorita Campoamor, en
un tono un poco burlón.
Los primeros recuerdos que conservo
—continúa— son, naturalmente, caseros; vivíamos en la calle del Marqués de
Santa Ana, muy cerca de La Correspondencia de España, periódico en
el que escribía mi padre. Recuerdo también que muchas veces me llevaba con él a
la redacción y me explicaba, con gran paciencia, para qué servían todas las
cosas. Yo notaba en mi padre cierta predilección por mí, y, no obstante
castigarme muchas veces por ser excesivas mis travesuras, estaba contento, y
solía decir a mi madre: "Hay que educar bien a esta chica y hacer que
estudie. Se puede sacar de ella algo de provecho."
Los juguetes de la República
No se equivocaba don Manuel Campoamor, y si
la muerte no hubiera realizado su labor destructora tan pronto, a estas, horas
sería, sin duda, uno de los hombres más felices de España. La labor fecunda de
su hija Clarita, en la que él adivinaba nada más "que algo de
provecho", le proporcionaría continuas satisfacciones. Y no sólo esto, con
ser mucho, estaría haciendo ahora las delicias de aquel padre, con tanta ternura
recordado. Don Manuel era republicano. Uno de aquellos federales en cuyo hogar
se rendía a "La Niña" un culto fervoroso y sincero. Clarita y sus
hermanos no esperaban nunca los juguetes de "los Reyes", como todos
sus amiguitos. A ellos los juguetes se los siempre "la República",
que era mucho más bonita y más buena que "los Reyes", según les
explicaba su papá. Naturalmente, los chiquillos ardían en deseos de conocer a
aquella señora a quien su papá quería tanto, y que les traía juguetes y
caramelos. ¿Por qué no venía? Los amigos les contaban que algunas veces vieron
a los Reyes Magos en las cabalgatas. ¿Por qué la República, si era tan buena no
quería que te, conociesen? Don Manuel, lleno de una emoción que ellos no podían
comprender, les contestaba siempre: "Ya vendrá, quizá cuando vosotros
seáis mayores, quízá cuando yo no pueda vería, pero vendrá. Estuvo una vez aquí
antes de le vosotros nacierais, pero fué demasiado bondadosa, se confió y la
echaron... ¡A traición! Pero la echaron..."
De esta manera empezaron los niños de don
Manuel, Clarita y Eduardo, a ser republicanos.
El colegio y la calle de Atocha
Al morir este gran republicano y padre
ejemplar, el cuadro que ofrecía su casa no podía ser más triste. La madre, muy
joven, se encontraba sola, sin más fortuna que sus tres hijos, la mayor,
Clarita, de nueve años. Había que sacarlos adelante a todos y a una sobrina que
vivía con ellos. Menos mal que la viuda era modista, y aunque durante su
matrimonio había abandonado el oficio, montó a toda prisa un taller, y
trabajando de día y de noche, conseguía dar de comer a aquella prole.
—Créame usted —me dice la señorita
Campoamor con verdadero y legítimo orgullo—: mi madre, que afortunadamente vive
todavía, merece un monumento. Por eso, cuando alguien trata de ensalzar mi
labor, yo me río. Comparado con el esfuerzo de mi madre, todo lo mío resulta
una pequeñez... Parece que la estoy viendo coser sin descanso, de día y de
noche. Yo quise ayudarla, pero ella, recordando la frase de mi padre —"hay
que hacer estudiar a esta chica"— e imponiéndose un sacrificio económico
muy grande para ella, me colocó interna en un colegio de monjas, donde estuve
dos años.
—¿Recuerda usted cosas del colegio?
—Recuerdo que tenía muchas ganas de salir,
y que era bastante revoltosa. Allí fundé una especie de sociedad secreta,
compuesta por varias chicas de confianza, sociedad cuyo único fin era coger
todos los objetos comestibles que encontráramos a mano y armar por las noches
un pequeño banquete en el dormitorio. Si alguna asociada perdía la ocasión de
guardar comida sobrante o de cogerla aprovechando descuidos de las monjas, quedaba
expulsada de la sociedad. Algunos domingos me sacaba mi madre para que pasara
el día con ella, y recuerdo la impresión que me causaba pisar la calle de
Atocha; me parecía entonces un paraíso de libertad.
Las lecturas de "El
Imparcial"
A los doce años salió la niña del colegio,
y, sin descuidar los estudios, ya que había de continuarlos cuando la
fortuna les fuera poco menos adversa, empezó a aprender el oficio de su madre.
Como doña Pilar, cosía Clarita de día y de noche; pero no eran éstas sus aficiones.
A ella lo que le gustaba de verdad era leer. Cuentos, novelas, folletines; todo
lo que caía en manos de la pequeña Ciara era devorado con avidez. A su madre le
disgustaba un poco esta afición por la lectura, y un día, que la sorprendió en
su cuarto, ensimismada con un novelón de "'El Imparcial", hizo
pedazos el periódico, ante la consternación de la chiquilla, que se
lamentaba:
—¡Qué trastorno! Ahora tendré que estarme
toda la vida. sin saber lo que ha sido de ese "pobre hombre".
El "pobre hombre", a quien
Clarita ye refería, era ua "gentlemen", llamado "Mister
Smoking", el cual estaba a punto de ser quemado vivo en el preciso
instante en que su madre entró en el cuarto destruyendo lo que a esa le parecía
un monumento literario.
—A pesar de aquel contratiempo, mi afición
a la lectura se acrecentaba cada día. Igual le pasaba a mi hermano Eduardo, y
si la acción de nuestros novelones tenia lugar en Madrid, los domingos nos
marchábamos los dos a pasear por los sitios que habían recorrido nuestros
protagonistas. Con motivo de "El cocinero de Su Majestad" conocimos
todo el Madrid pintoresco. ¡Con qué emoción pasábamos los dos el Viaducto, para
internamos en el barrio de nuestra novela!...
Accidentes
No obstante estas aficiones literarias, Clarita
era lo que se llama un diablillo. Todavía conserva las señales de sus
travesuras.
—¿Ve usted esta señal? Me la hice corriendo
con una trompeta robada a mi hermano; me caí y me la clavé en la cara. Esta
otra es una quemadura producida con un quinqué. Otro día me encontré, sin saber
cómo, en el tercer piso de una casa que había empezado a hundirse; total: que
me sacaron viva de milagro. Pero lo más serio me ocurrió en Santoña, donde
pasábamos los veranos. Cuando jugaba caí dentro de un pozo, del cual me
extrajeron casi en estado agónico. En fin ... que mi familia vivía conmigo en
continuo sobresalto.
El primer fracaso amoroso y
literario
Clarita jugaba y paseaba siempre con su
hermano Eduardo y otros amigos. Uno de éstos era el destinado, por ambas
madres, para que andando el tiempo, fuese su novio.
—Era un chico muy bueno y muy simpático
sigue contándome la señorita Campoamor—; pero ninguno de los dos nos sentíamos
atraídos por algo más que la amistad. A mi, el que de verdad me gustaba era un
amigo suyo. Resultó que también le gustaba yo a él, y, por tanto, una vez que
llegamos a esta conclusión, nos hicimos novios. Todo marchaba bien; pero un día
tuvimos un disgusto por una tontería, y yo quise aprovechar esto para
demostrarle mis aptitudes literarias. Decidí, pues, escribirle una carta. Una
carta que, por fin, me salió bien y que parecía muy espontánea, no obstante el
tiempo que me costó hacer el borrador. Quedé muy satisfecha de mi obra, y le
envié aquel manuscrito perfecto, según mi autorizada opinión. Pero, cual no
sería mi sorpresa, al ver que al día siguiente mi novio me devolvía el
borrador, que sin darme cuenta, había yo metida dentro del sobre. Como Usted
comprenderá no tuve más remedio que terminar las relaciones. Creo que ha sido
ésta la mayor vergüenza que he pasado en mi vida.
—¿No le quedarían ganas de volver a hacer
un borrador?...
—Jamás.
El veraneo en Santoña
—¿Qué es lo que recuerda con más gusto de
su infancia?
—Los veranos que pasábamos en Santoña,
donde había nacido mi padre. Ahí no había que ir al colegio, y podíamos correr
y saltar por el monte. Una de mis mayores diversiones era cuidar las gallinas
que había en casa de mi abuela. Cuando alguna estaba incubando vivía yo horas
de ansiedad enorme hasta que salían los pollitos. ¡Era un día de fiesta! Cómo
será el recuerdo conservado por mí de Santoña, que nunca he querido volver,
para que no se rompa el encanto de aquellos veraneos infantiles.
J.C.
Estampa, 31 de octubre de 1931
Para mi sin duda la mujer mas importante del siglo 20.
ResponderEliminarMe parece raro que no halla cientos de comentarios, para mi es, una de las mujeres mas importante del siglo 20, por su tesón en el estudio, con una memoria privilegiada una abogada magnifica que tuvo que luchar contra todos y todas, gracias a ella la mujer empezó a ser libre.
ResponderEliminarSin duda lo es Pedro. Le debemos mucho a Clara Campoamor.
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