Hoy, 8 de marzo, día en que florece más que
nunca la esperanza de millones y millones de mujeres en el mundo. Día de
trabajo, de esfuerzo, de renovadas iniciativas para la lucha.
A la mujer española le cabe el alto honor
de enarbolar por sobre todas su bandera de emancipación y de combate.
Hombro con hombro, al lado de los soldados
del pueblo, el fusil al brazo, dispuesta a jugárselo todo en la contienda de la
civilización contra la barbarie. Dispuesta a entregar su vida para conquistar
el derecho a vivirla. Dispuesta a morir, si es preciso, para defender, frente a
un pasado de ignominiosa esclavitud, un porvenir de felicidad y de
justicia.
Millares y millares de mujeres defienden en
España la causa de la libertad de los pueblos, pues ellas saben, conscientemente,
que es con el progreso social como hallarán su redención y la de sus hermanas
de sexo y de clase.
La valiente miliciana que empuña su fusil
en las trincheras tiene el mismo temple heroico que la "stajanovista"
de un taller que trabaja diez, doce, hasta catorce horas diarias para producir
más y mejor con destino a los frentes.
La muchacha que en los hospitales, con su
blanca toca de enfermera, restaña las heridas sangrientas o acerca su vaso de
agua a unos labios enfebrecidos y sedientos, hace tan magnífica labor como la
que en las guarderías infantiles aleja de los ojos inocentes los aguafuertes
sombríos de la guerra.
La mujer del hogar que se aleja
voluntariamente de su casa porque un decreto de evacuación se lo pide para las
conveniencias de la guerra, la mujer que con pena de su corazón se desprende de
su centro familiar, y dejando a su compañero se aleja de Madrid en procura de
alimento y seguridad para sus hijos, trabaja también en beneficio de su sexo,
porque trabaja, con el más abnegado y silencioso de los sacrificios para la
victoria de nuestras armas, victoria que nos dará a todos, hombres
y mujeres, frutos maduros de libertad, de bienestar y de
justicia.
Hoy, Día Internacional de la Mujer, la
mujer española hace ondear, en el tope de la fortaleza más gloriosa del mundo,
su bandera de emancipación y de combate.
Y levanta, como ejemplo imperecedero y
magnífico el nombre de sus ardientes heroínas, caídas en la pugna enconada y
sangrienta contra la opresión: Aída Lafuente, Lina Odena, Paca Solano, y, entre
tantas otras, la más humilde de todas: Encarnación Jiménez, la vieja lavandera
malagueña, fusilada por orden de los generales facciosos y a la que, en día
acaso no lejano, mujeres de todos los rincones del mundo iremos a llevar una
flor y un recuerdo al pie del monumento que habrá de perpetuarla en mármol o en
piedra, en la misma tosca piedra de su tosca vida proletaria.
¡Salud, Encarna Jiménez! En las aguas del
Guadalmedina no volverás a lavar las ropas sangrientas de tus milicianos; pero,
al rumor de sus aguas, otras mujeres, ya libres, cantarán, al correr de los
años, el romance de tu muerte gloriosa y de tu sacrificio.
María Luisa Carnelli
Ahora, 8 de marzo de 1937
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