Pilar Franco Sarasa, Matilde Paños Pachen y Lucía Estallo Ascaso - Foto: Almazán |
Los lobos andan sueltos por la montaña
Apenas regresamos del frente para descansar
unas horas, cuando llega nuestro coche a los arrabales de Barbastro, buenos
amigos nos vienen a buscar para ofrecernos el testimonio vivo de uno de los más
trágicos relatos que de la barbarie desatada de los fascistas se comienza a
conocer en estas tierras maravillosas del Alto Aragón, que siempre fueron solar
de las más tradicionales hidalguías y bondades.
Hasta nosotros han llegado por diferentes
conductos detalles de las salvajadas que por toda la reglón venían cometiendo
las hordas fascistas con centenares de inocentes mujeres que no habían cometido
más delito que ser hijas, hermanas o mujeres de ciudadanos que todo lo han
sacrificado por su amor y lealtad a la República, pero no habíamos tenido
ocasión de dar con testimonios personales de victimas de estas incomprensibles
vergüenzas.
Hoy ya no puedo decir lo mismo. Las he
visto por mis propios ojos. Las he contemplado con la mirada perdida, como
queriendo olvidarse de los dolores que las sometieron hombres sin conciencia ni
humanidad. Sus rostros afilados, lívidos, nos decían de largas caminatas a
través de sierras y barrancos en vigilias feroces, huyendo del martirio de
tanta ignominia. Sus pobres cachorros escuálidos, temblorosos, de ojillos
espantados, no sueltan las ropas destrozadas de las madres, como si
presintieran nuevos tormentos para sus corazones infantiles.
Son tres pobres mujeres a quienes las
cuadrillas de requetés armados que infestan el Pirineo Alto aragonés
destrozaron sus hogares, apalearon a sus hijos y terminaron por raparlas los
cabellos, haciéndoles la cruz trágica, que es la señal de que son, a plazo
fijo, carne de cañón.
Han logrado evadirse cuando ya faltaban
pocas horas para que formaran en la fila dolorosa junto al paredón del
cementerio de su pueblo. Apenas aciertan a contar todas sus congojas, todos sus
martirios. Con ellas viene un anciano, típica figura de campesino de la
comarca, que arrastra ya sobre sus arrugados pellejos más de "ocho docenas
de años".
—En mí "juventud", cuando era
un "mocé", soldado liberal fui y luché con carlistas en
Valencia, Castellón, San Sebastián y Cuenca... Mucho atroces eran todos
aquellos "creminales", que eran hombres... Estos no lo son, señor, no
lo son... Por esas sierras, al filo de los ventisqueros, no hay hombres; son
los lobos que andan sueltos por la montaña, olfateando sangre... Clavando las
zarpas sobre ovejas inocentes...
Y llegaron los ''boinas rojas"
a La Peña. Los primeros atropellos. Seis asesinados y once cortes de pelo...
Decían en el pueblo que por la comarca los
fascistas no hacían más que asesinar montones de viejos, mujeres y niños. Los
vecinos de La Peña, un lindo pueblecito enclavado entre Jaca y Ayerbe, no lo
creyeron. No podían pensar que hubiera seres humanos de tan mala conciencia.
Pero alguien advirtió el peligro, y del lugar, donde existen dos fábricas —una
de carburo y otra de maderas, con gran número de operarios—, desaparecieron los
dirigentes de las sociedades obreras y los más destacados militantes de las
mismas. Pocas horas pasaron. A las cuatro de la madrugada, cuando empezaba a
clarear, apareció en la plaza del pueblo un camión, y de él, enfundados en
grises capotes, saltaron hasta treinta y cinco sombras. Sólo resaltaban las
boinas rojas con que se cubrían todos y los fusiles con que iban armados.
Pusieron guardias y se distribuyeron por las calles. Sabían a dónde tenían que
detener sus pasos. Iban bien instruidos. Hicieron salir a la calle, casi
desnudas, a nueve vecinas, entre ellas a estas pobres mujeres que ahora están
con nosotros.
Pilar Franco Sarasa, de veintidós años;
Lucia Estallo Ascaso, de treinta, y Matilde Paños Pacheu, de treinta y cuatro
años, que así se llaman, eran las mujeres de los obreros del Comité de la
Confederación Nacional del Trabajo... A empujones las sacaron de las camas y
las interrogaron:
—¿Dónde están vuestros maridos? —preguntó
uno que parecía el jefe.
—No lo sabemos. Se marcharon hace días y no
han dicho a dónde marchaban —contestó Lucía
—Mientes tú y tus amigotas. Sabéis dónde
están y habéis de decirlo si no queréis morir —insistió el jefe.
—No lo podemos decir, porque nuestros
compañeros nada nos advirtieron. Ahora, si quieren ustedes fusilarnos, qué le
vamos a hacer... Paciencia—respondió enteriza Matilde.
—Bien, bien. Ya hablaremos dé eso. Ahora
vamos a poneros frescas—. Y el jefe ordenó a un cabo:
—Anda; pélalas al cero.
El "requeté" no se hizo rogar.
Con unas afiladas tijeras cortó rápidamente los cabellos a las tres infelices.
Se veía que tenia una triste práctica. Después les hizo una cruz con la propia
tijera sobre el cabello, encima de la frente. Terminada la operación, los
rebeldes penetraron en los hogares de las mujeres y comenzaron a destrozar
muebles y cacharros. Los hijos, todos niños y niñas de corta edad, comenzaron a
llorar, y aquellos hombres sin conciencia comenzaron a puntapiés con las pobres
criaturas.
Aquello fué la iniciación de los desmanes
fascistas en La Peña. Aquella mañana los rebeldes, exasperados porque lo que
ellos buscaban ya no estaba en el pueblo, cogieron a seis viejos y so pretexto
de que eran simpatizantes marxistas, los fusilaron en el paredón del
Cementerio. Once mujeres fueron rapadas, y durante siete días se las obligó a
pasear por todo el pueblo, recibiendo insultos de los elementos de derecha de
aldea. Al octavo día, Pilar, Lucia y Matilde fueron sacadas violentamente de
sus casas y los requetés prendieron fuego a los modestísimos edificios. Aquella
noche, las mujeres y sus hijos tuvieron que dormir en el corral de una paridera
de ganado.
El martirio de aquellas infelices duró
quince días. Al cabo de este tiempo, alguien llegó de noche al lugar donde se
guarecían y se las llevaron a través de los montes. Cincuenta horas estuvieron
caminando sin parar. Fueron a salir a las inmediaciones del pueblo de Apiés, y
nuestras fuerzas las recogieron y desde dicho punto fueron traídas todas a
Barbastro donde son solícitamente atendidas.
—Aquí estaremos hasta que vuelvan
nuestros compañeros que luchan en el frente, y podamos volver a nuestro pueblo.
Era tiempo de escapar. Al día siguiente, en
La Peña, los requetés fusilaron a las mujeres, enfurecidos por la fuga de las
esposas de los dirigentes obreros.
(...)
José Quilez Vicente
Ahora, 9 de octubre de 1936
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