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3348. Pilar Franco Sarasa, Matilde Paños Pachen y Lucía Estallo Ascaso

Pilar Franco Sarasa, Matilde Paños Pachen y Lucía Estallo Ascaso - Foto: Almazán


Los lobos andan sueltos por la montaña

Apenas regresamos del frente para descansar unas horas, cuando llega nuestro coche a los arrabales de Barbastro, buenos amigos nos vienen a buscar para ofrecernos el testimonio vivo de uno de los más trágicos relatos que de la barbarie desatada de los fascistas se comienza a conocer en estas tierras maravillosas del Alto Aragón, que siempre fueron solar de las más tradicionales hidalguías y bondades.

Hasta nosotros han llegado por diferentes conductos detalles de las salvajadas que por toda la reglón venían cometiendo las hordas fascistas con centenares de inocentes mujeres que no habían cometido más delito que ser hijas, hermanas o mujeres de ciudadanos que todo lo han sacrificado por su amor y lealtad a la República, pero no habíamos tenido ocasión de dar con testimonios personales de victimas de estas incomprensibles vergüenzas. 

Hoy ya no puedo decir lo mismo. Las he visto por mis propios ojos. Las he contemplado con la mirada perdida, como queriendo olvidarse de los dolores que las sometieron hombres sin conciencia ni humanidad. Sus rostros afilados, lívidos, nos decían de largas caminatas a través de sierras y barrancos en vigilias feroces, huyendo del martirio de tanta ignominia. Sus pobres cachorros escuálidos, temblorosos, de ojillos espantados, no sueltan las ropas destrozadas de las madres, como si presintieran nuevos tormentos para sus corazones infantiles.

Son tres pobres mujeres a quienes las cuadrillas de requetés armados que infestan el Pirineo Alto aragonés destrozaron sus hogares, apalearon a sus hijos y terminaron por raparlas los cabellos, haciéndoles la cruz trágica, que es la señal de que son, a plazo fijo, carne de cañón. 

Han logrado evadirse cuando ya faltaban pocas horas para que formaran en la fila dolorosa junto al paredón del cementerio de su pueblo. Apenas aciertan a contar todas sus congojas, todos sus martirios. Con ellas viene un anciano, típica figura de campesino de la comarca, que arrastra ya sobre sus arrugados pellejos más de "ocho docenas de años".

—En mí "juventud", cuando era un "mocé", soldado liberal fui y luché con carlistas en Valencia, Castellón, San Sebastián y Cuenca... Mucho atroces eran todos aquellos "creminales", que eran hombres... Estos no lo son, señor, no lo son... Por esas sierras, al filo de los ventisqueros, no hay hombres; son los lobos que andan sueltos por la montaña, olfateando sangre... Clavando las zarpas sobre ovejas inocentes... 


Y llegaron los ''boinas rojas" a La Peña. Los primeros atropellos. Seis asesinados y once cortes de pelo... 

Decían en el pueblo que por la comarca los fascistas no hacían más que asesinar montones de viejos, mujeres y niños. Los vecinos de La Peña, un lindo pueblecito enclavado entre Jaca y Ayerbe, no lo creyeron. No podían pensar que hubiera seres humanos de tan mala conciencia. Pero alguien advirtió el peligro, y del lugar, donde existen dos fábricas —una de carburo y otra de maderas, con gran número de operarios—, desaparecieron los dirigentes de las sociedades obreras y los más destacados militantes de las mismas. Pocas horas pasaron. A las cuatro de la madrugada, cuando empezaba a clarear, apareció en la plaza del pueblo un camión, y de él, enfundados en grises capotes, saltaron hasta treinta y cinco sombras. Sólo resaltaban las boinas rojas con que se cubrían todos y los fusiles con que iban armados. Pusieron guardias y se distribuyeron por las calles. Sabían a dónde tenían que detener sus pasos. Iban bien instruidos. Hicieron salir a la calle, casi desnudas, a nueve vecinas, entre ellas a estas pobres mujeres que ahora están con nosotros. 

Pilar Franco Sarasa, de veintidós años; Lucia Estallo Ascaso, de treinta, y Matilde Paños Pacheu, de treinta y cuatro años, que así se llaman, eran las mujeres de los obreros del Comité de la Confederación Nacional del Trabajo... A empujones las sacaron de las camas y las interrogaron: 

—¿Dónde están vuestros maridos? —preguntó uno que parecía el jefe. 

—No lo sabemos. Se marcharon hace días y no han dicho a dónde marchaban —contestó Lucía

—Mientes tú y tus amigotas. Sabéis dónde están y habéis de decirlo si no queréis morir —insistió el jefe. 

 —No lo podemos decir, porque nuestros compañeros nada nos advirtieron. Ahora, si quieren ustedes fusilarnos, qué le vamos a hacer... Paciencia—respondió enteriza Matilde. 

—Bien, bien. Ya hablaremos dé eso. Ahora vamos a poneros frescas—. Y el jefe ordenó a un cabo: 

—Anda; pélalas al cero. 

El "requeté" no se hizo rogar. Con unas afiladas tijeras cortó rápidamente los cabellos a las tres infelices. Se veía que tenia una triste práctica. Después les hizo una cruz con la propia tijera sobre el cabello, encima de la frente. Terminada la operación, los rebeldes penetraron en los hogares de las mujeres y comenzaron a destrozar muebles y cacharros. Los hijos, todos niños y niñas de corta edad, comenzaron a llorar, y aquellos hombres sin conciencia comenzaron a puntapiés con las pobres criaturas. 

Aquello fué la iniciación de los desmanes fascistas en La Peña. Aquella mañana los rebeldes, exasperados porque lo que ellos buscaban ya no estaba en el pueblo, cogieron a seis viejos y so pretexto de que eran simpatizantes marxistas, los fusilaron en el paredón del Cementerio. Once mujeres fueron rapadas, y durante siete días se las obligó a pasear por todo el pueblo, recibiendo insultos de los elementos de derecha de aldea. Al octavo día, Pilar, Lucia y Matilde fueron sacadas violentamente de sus casas y los requetés prendieron fuego a los modestísimos edificios. Aquella noche, las mujeres y sus hijos tuvieron que dormir en el corral de una paridera de ganado. 

El martirio de aquellas infelices duró quince días. Al cabo de este tiempo, alguien llegó de noche al lugar donde se guarecían y se las llevaron a través de los montes. Cincuenta horas estuvieron caminando sin parar. Fueron a salir a las inmediaciones del pueblo de Apiés, y nuestras fuerzas las recogieron y desde dicho punto fueron traídas todas a Barbastro donde son solícitamente atendidas.

 —Aquí estaremos hasta que vuelvan nuestros compañeros que luchan en el frente, y podamos volver a nuestro pueblo.

Era tiempo de escapar. Al día siguiente, en La Peña, los requetés fusilaron a las mujeres, enfurecidos por la fuga de las esposas de los dirigentes obreros.

(...)


José Quilez Vicente
Ahora, 9 de octubre de 1936








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