El desesperado: he aquí un tipo mudo, torvo y terriblemente combativo, del que la guerra ha forjado en menos de dos meses millares de ejemplares. De todos los muñecos con que juega la muerte ninguno más patético. El desesperado es el hombre —campesino casi siempre— victima de la barbarie fascista, que vió arder su casa y asistió al fusilamiento de su padre y acaso también a la violación de sus hijas. Para el desesperado la vida es un fardo; si no se suicida es porque quiere vengarse de quienes, contra todo derecho, le dejaron vacío el corazón. Si les tuviese delante a mordiscos acabaría con ellos, y cuando piensa en esto los dientes le rechinan. La venganza le alimenta; la lleva en la sangre; es su idea fija, su alegría, su razón de ser...
Los desesperados forman dos grupos: el de aquellos que oportunamente se alistaron en las Milicias y se hallan perfectamente municionados y equipados para marchar a la linea de fuego, y el de los que todavía están indefensos. Para estos un arma representa un tesoro, y la miran con la ansiedad loca que despertarla un vaso de agua en el caminante que agoniza de sed. A los desesperados se les reconoce en seguida por la inmovilidad contemplativa de sus actitudes, por la lumbre homicida que les enceniza los ojos y, sobre todo, por su silencio..., porque el dolor y el odio que le poseen no le dejan hablar.
La acción en un pueblo cualquiera. Declina la tarde. Las calles del lugarejo están llenas de soldados, de camiones y de carros de asalto. Va a salir una columna. A intervalos, dominando el rebullicio de la multitud, se oye una voz dura, tajante, que dicta órdenes.
Un hombre de aspecto montaraz, cenceño, mal afeitado, cobrizo, se acerca a una tertulia de milicianos y, sin saludarles:
—¿Quién manda las fuerzas? —pregunta.
—Un capitán —le responden.
—¿Dónde está?
—Por ahí, búscale...
—¡Decidme dónde, moño!... ¡Necesito verle!...
La ira infinita que le roe las entrañas le ha subido al rostro. Sus facciones se contraen; los dientes le crujen. Uno de los circunstantes exclama, señalando una dirección:
—Sí, hombre; allí tienes al capitán; mírale.
El recién llegado gira sobre sus alpargatas y resueltamente se acerca al Jefe.
—¿Da usted su permiso, mi capitán?
El solicitado se vuelve.
—¿Qué se te ofrece?
—Yo venía a pedirle a usted un fusil.
—¿Quién eres tú?
—Yo soy un vecino de ahí..., de ese pueblito que perdimos antier y que me han dicho va usted a tomar esta noche.
El capitán le mira de hito en hito. El talante del desconocido le satisface. No parece torpe.
—¿Conoces bien esta tierra? —inquiere.
—¡Que si la conozco!... No hay peñasco, ni olivo, ni atajo, que no me sepa de memoria.
—En ese caso vendrás con nosotros. Nos servirás de guía.
—Conformes.
—Búscame luego.
El capitán hace ademán de marcharse; su interlocutor le detiene tocándole en un brazo.
—Es que yo —murmura— necesito un fusil.
—No hay fusiles.
—Porque a mi..., se lo diré de una vez..., me han quemado mi casa, y me han matado la mujer y una hija... y yo soy un hombre que está deseando acabar de una vez...
La voz le ha temblado, los ojos se le han humedecido y guarda silencio. Emocionado el capitán replica:
—Pues, lo siento, créeme; lo siento de veras, pero no puedo complacerte; no tengo fusiles.
—¿Y una escopeta?
—Tampoco quedan escopetas. Llevamos las armas justas.
El desesperado mira al cielo, aprieta los puños y con ceceo marcadamente extremeño comenta:
—Qué lástima, rediós, pero qué lástima que las manos, ellas solas, en casos como éste, no sirvan de "ná"!...
—Lo que puedes hacer —le dice el capitán— es quedarte con el fusil del primer camarada que caiga herido. Ya lo sabes. ¡Buena suerte!...
Y se va.
La recomendación del Jefe no ha caído en saco roto. El intruso se aproxima a los milicianos que escucharon el diálogo y detenidamente les mira, uno a uno, como si quisiera adivinar, por la expresión de sus rostros, cuál de ellos sucumbirá primero.
—Ya habéis oído —murmura— lo que ha dicho el capitán...
Los aludidos sonríen.
—¡Bueno, hombre!... ¡Pues tú verás cuál de nosotros te conviene!...
El otro vacila, teme equivocarse; aquello es para él una lotería. De pronto se decide y toma a uno de los presentes de la mano.
—Me voy contigo...
Y acto seguido, llevándole un poco aparte y bajando la voz:
—¿Convenidos, eh?... ¡No Jorobes!... Ya sabes que tu fusil es para mi. ¡No se lo des a nadie!...
El requerido asiente, impávido.
A poco de salir del pueblo la columna entra en fuego. Crepitan las ametralladoras. Los hombres de nuestra vanguardia avanzan arrastrándose sobre el vientre. El desesperado, tendido en tierra, junto a su compañero, le mira disparar: le mira con envidia, con celos, casi con rabia.
—¿Cuándo caerá? —piensa.
De pronto le ve rodar por una cuesta abajo. ¿Herido?... ¿Muerto?... No le interesa averiguarlo. Lo que le importa son su cartuchera, su bayoneta, su fusil...
Eduardo Zamacois
Ahora, 11 de septiembre de 1936
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