El diputado Juan Grau Jassans - Foto: Badosa |
Al pié
del volante de su "taxi"
Este diputado de
las Constituyentes, alto, enjuto de carnes y rostro anguloso, tiene una mirada
y un gesto que es todavía el del hombre que anduvo a la aventura por medio
mundo, a mamporros con la vida.
Los periódicos,
esta vez, han descartado orígenes y antecedentes; se han detenido poco en lo
anecdótico, en lo exterior de todos estos hombres que así aparecen como faltos
de historia, cuando hay alguno, como este Juan Grau Jassans, que cuenta en su
haber una vida repleta de accidentes, que le retenía, hasta el último momento,
al píe del volante de su "taxi", en su oficio sencillo de chófer.
Esto sí lo han dicho los periódicos: concejal, diputado luego, y por todo
título, taxista.
—¿Hasta cuándo
estuvo usted ejerciendo su oficio?
—Hasta la misma
tarde del 14 de abril —nos responde.
De
Palermo en un barco francés
Juan Grau
Jassans, diputado para las Constituyentes de la República, nos había dicho
nuestro informador, guarda una historia que es un reportaje. Toda su vida está
en la calle, entre las cajas de frutas de los muelles del Grao valenciano,
hasta las avenidas internacionales del Broadway.
—Soy hijo de una
familia humilde —nos dice—. Mi padre era mecánico y mi madre trabajaba en una
fábrica de tejidos.
—¿Y su primera
salida?
—¡Y casi única!
Dejé la escuela apenas cumplidos los catorce años, para entrar de meritorio en
una tienda de mercería. Aquel trabajo estaba tan reñido con mi naturaleza
que, al primer choque serio de mi carácter, lo abandoné defintiivamente, a los
tres años de aprendizaje, en que me entró un deseo invencible de andar y de
correr.
Un día marché a
Valencia, en un mal pasaje de tercera, que pagué con mis modestos ahorros. Pero
esto no tiene la menor importancia. El aprieto fué ya en Valencia, donde al
poner píe en tierra y hecho un buen arqueo, me hallé poseedor de la
extraordinaria cantidad de sesenta céntimos. Yo, claro, no había medido bien
las consecuencias de mi marcha; pero tampoco me preocupé mucho de la gravedad
del caso, y menos se me ocurrió volverme atrás.
Tenia escasos
diez y siete años, un buen apetito y un anhelo insaciable de andar, de ver
cosas, de ser libre. Pues nada, que había caído en Valencia en un tiempo
excelente: los naranjos, rebosantes de fruta, me ofrecieron la posibilidad, por
lo menos, de no morir de inanición. Viví en el Grao dos semanas así: me
desayunaba con naranjas, almorzaba naranjas y cenaba naranjas.
El menú
resultaba poco variado, pero no puede negarse que era sano.
—¿Cómo resolvió
usted aquella situación?
—A decir verdad,
aún lo ignoro. En mis horas de ocio —veinticuatro cada veinticuatro horas— tuve ocasión
de relacionarme con gente de mar. Estábamos en plena conflagración mundial, y
la marina atravesaba una crisis aguda de hombres. Una mañana, en que por hallarlas
más a mano, decidí desayunarme con las naranjas de un cajón de los que había en
el muelle para la exportación, en el momento mismo de apoderarme de una de
ellas, una voz a mí espalda me recriminó:
—Te vas a pasar
una temporadilla a la sombra. ¡Eso no se hace!
Volví el rostro
y me encontré con un hombre imponente; un auténtico lobo de mar como esos que
ya había visto en las ilustraciones de las novelas de Julio Verne y que tanta
impresión me habían causado. No tardamos mucho en hacernos amigos.
—Tú lo que
quieres —me dijo— es comer. Tú tienes vocación de marinero.
Me lo quedé
mirando sin responderle nada, y a los dos días vino a mí encuentro, muy alegre,
agitando al aire la documentación y el permiso de embarque para mí.
—Ya he
encontrado lo tuyo: una plaza de palero en un barco francés que hace el viaje a
Inglaterra. Al principio, el trabajo es muy rudo, pero ya te irás acostumbrando
hasta que pares en maquinista.
Y así fué como
me hice a la mar, con rumbo a Liverpool, la primavera del año 16, cuando
ejercer el oficio de la marinería era una audacia y un heroísmo...
Haciendo de camarero en La
Habana
—No sé si nací o
no para marino. El hecho es que lo fui tomando el gusto, y hubo un momento en
que lo confundí con mí verdadera vocación. Hice algunos viajes de Liverpool a
Marsella, y siempre a la búsqueda de una nave en que enrolarme con rumbo a
Norteamérica. La encontré al fín, pero cuando una mañana amarró en Boston
nuestro trasatlántico, ¡adiós ilusiones! Resulta que no me dejaban desembarcar
porque, según la Ley, el marinero termina su viaje en el puerto en que se
enroló.
—¿Y no
desembarcó usted?
—Eso no se
pregunta —nos ataja con una sonrisa—. Desembarqué. Me valí de la noche, como
ocurre en las novelas. Y me encontré en Boston, una ciudad desconocida, en una
noche cerrada y sin un centavo en el bolsillo, porque los diez con que
desembarqué tuve que abonarlos en el trayecto del puerto a la ciudad. Permanecí
poco en Boston y emprendí rumbo hacia La Habana, en donde trabajé de camarero.
El oficio no me interesaba. No era nada movido para una persona que, como yo,
tenía entonces el alma de azogue. Lo dejé con una excusa banal, porque estaba
muy bien considerado en la casa en que me hallaba. Todo consistió en un mal
gesto que me hizo derribar la cafetera sobre la espalda de un cliente, y a mí
que se me antojó no pasarle la mano por la espalda...
Por
tierras de Yucat
Por aquellos
días se inició una corriente de emigración hacía el Estado de Yucatán, en donde
se hacía la tala de la cimbara. Me enrolé, y me llevaron a Mérida con no sé
cuantos emigrados más. Uno de los más ricos hacendados de esta población, que
conocía Barcelona, se interesó y tomó mucho interés por mí al saberme
barcelonés, y me contrató para su hacienda.
Era un trabajo
brutal, en una tierra cuajada de reptiles, árida, seca y desierta. Me nombraron
segundo encargado, me armaron de un gran machete, me calaron un enorme sombrero
y me hicieron dueño de un hermoso caballo. He dicho dueño por decir, ya que yo
no sabía montar, y el caballo no era el más a propósito para aprender con
él.
Al irlo a tomar
de las bridas el primer día, se dio a trotar tan desaforadamente que me llevó
arrastrando como cosa de un kilómetro, imposibilitándome durante un mes y pico
para todo trabajo.
Acusado
de un complot de intento de asesinato de Wilson
—Ai cabo de muy
poco tiempo de vida normal, ya ardía de nuevo en deseos de ir a otra parte.
Quería conocer de cerca la vida de los yanquis, y un día me encaminé hacia el
puerto del Progreso y me enrolé en un barco como segundo cocinero.
—¿También?
—No. No se
alarme usted. Yo no sabía de la cocina más cosa que comer. Así es que no pude
extrañar que apenas llegados a Nueva Orleáns me tuvieran preparada la cuenta.
Al fin y al cabo, no era otro mi deseo. Marché en tren a Nueva York, y ya en
ese monstruo de ciudad comienza la parte más seria de mi vida, acusado en un
complot absolutamente imaginario. Se trataba nada menos que de un intento de
asesinato de Wilson.
La víspera del
regreso de Europa del presidente de los Estados Unidos, nos detuvieron a catorce
españoles y nos metieron, sin más explicaciones, en un calabozo. Al siguiente
día nos enteramos de las causas de nuestra detención porque todos los
periódicos de Nueva York daban la noticia en primera página, con grandes
titulares: "Catorce españoles detenidos cuando estaban preparando un
complot para el asesinato de Wilson." Una cosa sería, como usted ve. Nos
sometieron a un interrogatorio severísimo.
"¿Dónde
tienen ustedes las bombas? ¿Dónde han guardado las bombas? ¿De qué han llenado
ustedes las bombas?"
Todavía no
sabemos de qué bombas se trataba, de qué complot ni de qué niño muerto. Pero el
caso fué que nos costó nuestro disgusto y mucho trabajo que nos dejasen en
libertad.
Conspirando a ochenta kilómetros por
hora
Y aquí tenemos a
nuestro hombre, el hoy diputado a Cortes por la provincia de Barcelona Juan
Grau Jassans, tostado por todos los soles de la tierra, facturado a Europa en
un trasatlántico español.
—Traía pasaporte
para Barcelona, pero me quedé en Cádiz, fui a La Línea y estuve trabajando en
Gibraltar de dependiente de ultramarinos en un economato para la tropa. Un
salto a Tánger, y más tarde, una épica entrada en las ramblas por esa puerta de
la Paz que figura en todas las colecciones de postales barcelonesas para turistas.
Necesitaba
ganarme la vida. Trabajar. Pero ¿en qué? Pues... en lo primero que viniese a
mano. Y aprendí a conducir un automóvil. Entonces, mi intervención en la vida
política y social se hace más intensa. A pesar de todo, no dejo un momento mi
trabajo. Conspiro trabajando: en mi coche y en los momentos más difíciles, se
maduraban combinaciones revolucionarias, se conspiraba a sesenta, a ochenta por
hora, en las barbas mismas de la Policía, sin despertar la menor sospecha. Y en
mi coche me sorprendía el 14 de abril, y aquel día les salieron alas a los
neumáticos ...
J.D.B.
Estampa, 8 de
agosto de 1931
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