Lo Último

3492. El diputado de las Constituyentes que fue chófer hasta el 14 de abril

El diputado Juan Grau Jassans - Foto: Badosa


Al pié del volante de su "taxi"

Este diputado de las Constituyentes, alto, enjuto de carnes y rostro anguloso, tiene una mirada y un gesto que es todavía el del hombre que anduvo a la aventura por medio mundo, a mamporros con la vida. 

Los periódicos, esta vez, han descartado orígenes y antecedentes; se han detenido poco en lo anecdótico, en lo exterior de todos estos hombres que así aparecen como faltos de historia, cuando hay alguno, como este Juan Grau Jassans, que cuenta en su haber una vida repleta de accidentes, que le retenía, hasta el último momento, al píe del volante de su "taxi", en su oficio sencillo de chófer. Esto sí lo han dicho los periódicos: concejal, diputado luego, y por todo título, taxista. 

—¿Hasta cuándo estuvo usted ejerciendo su oficio? 

—Hasta la misma tarde del 14 de abril —nos responde. 


De Palermo en un barco francés

Juan Grau Jassans, diputado para las Constituyentes de la República, nos había dicho nuestro informador, guarda una historia que es un reportaje. Toda su vida está en la calle, entre las cajas de frutas de los muelles del Grao valenciano, hasta las avenidas internacionales del Broadway. 

—Soy hijo de una familia humilde —nos dice—. Mi padre era mecánico y mi madre trabajaba en una fábrica de tejidos. 

—¿Y su primera salida?

—¡Y casi única! Dejé la escuela apenas cumplidos los catorce años, para entrar de meritorio en una tienda de mercería. Aquel trabajo estaba tan reñido con mi naturaleza que, al primer choque serio de mi carácter, lo abandoné defintiivamente, a los tres años de aprendizaje, en que me entró un deseo invencible de andar y de correr.

Un día marché a Valencia, en un mal pasaje de tercera, que pagué con mis modestos ahorros. Pero esto no tiene la menor importancia. El aprieto fué ya en Valencia, donde al poner píe en tierra y hecho un buen arqueo, me hallé poseedor de la extraordinaria cantidad de sesenta céntimos. Yo, claro, no había medido bien las consecuencias de mi marcha; pero tampoco me preocupé mucho de la gravedad del caso, y menos se me ocurrió volverme atrás. 

Tenia escasos diez y siete años, un buen apetito y un anhelo insaciable de andar, de ver cosas, de ser libre. Pues nada, que había caído en Valencia en un tiempo excelente: los naranjos, rebosantes de fruta, me ofrecieron la posibilidad, por lo menos, de no morir de inanición. Viví en el Grao dos semanas así: me desayunaba con naranjas, almorzaba naranjas y cenaba naranjas.

El menú resultaba poco variado, pero no puede negarse que era sano. 

—¿Cómo resolvió usted aquella situación? 

—A decir verdad, aún lo ignoro. En mis horas de ocio —veinticuatro cada veinticuatro horas— tuve ocasión de relacionarme con gente de mar. Estábamos en plena conflagración mundial, y la marina atravesaba una crisis aguda de hombres. Una mañana, en que por hallarlas más a mano, decidí desayunarme con las naranjas de un cajón de los que había en el muelle para la exportación, en el momento mismo de apoderarme de una de ellas, una voz a mí espalda me recriminó: 

—Te vas a pasar una temporadilla a la sombra. ¡Eso no se hace! 

Volví el rostro y me encontré con un hombre imponente; un auténtico lobo de mar como esos que ya había visto en las ilustraciones de las novelas de Julio Verne y que tanta impresión me habían causado. No tardamos mucho en hacernos amigos. 

—Tú lo que quieres —me dijo— es comer. Tú tienes vocación de marinero. 

Me lo quedé mirando sin responderle nada, y a los dos días vino a mí encuentro, muy alegre, agitando al aire la documentación y el permiso de embarque para mí. 

—Ya he encontrado lo tuyo: una plaza de palero en un barco francés que hace el viaje a Inglaterra. Al principio, el trabajo es muy rudo, pero ya te irás acostumbrando hasta que pares en maquinista. 

Y así fué como me hice a la mar, con rumbo a Liverpool, la primavera del año 16, cuando ejercer el oficio de la marinería era una audacia y un heroísmo... 


Haciendo de camarero en La Habana 


—No sé si nací o no para marino. El hecho es que lo fui tomando el gusto, y hubo un momento en que lo confundí con mí verdadera vocación. Hice algunos viajes de Liverpool a Marsella, y siempre a la búsqueda de una nave en que enrolarme con rumbo a Norteamérica. La encontré al fín, pero cuando una mañana amarró en Boston nuestro trasatlántico, ¡adiós ilusiones! Resulta que no me dejaban desembarcar porque, según la Ley, el marinero termina su viaje en el puerto en que se enroló. 

—¿Y no desembarcó usted? 

—Eso no se pregunta —nos ataja con una sonrisa—. Desembarqué. Me valí de la noche, como ocurre en las novelas. Y me encontré en Boston, una ciudad desconocida, en una noche cerrada y sin un centavo en el bolsillo, porque los diez con que desembarqué tuve que abonarlos en el trayecto del puerto a la ciudad. Permanecí poco en Boston y emprendí rumbo hacia La Habana, en donde trabajé de camarero. El oficio no me interesaba. No era nada movido para una persona que, como yo, tenía entonces el alma de azogue. Lo dejé con una excusa banal, porque estaba muy bien considerado en la casa en que me hallaba. Todo consistió en un mal gesto que me hizo derribar la cafetera sobre la espalda de un cliente, y a mí que se me antojó no pasarle la mano por la espalda... 


Por tierras de Yucat

Por aquellos días se inició una corriente de emigración hacía el Estado de Yucatán, en donde se hacía la tala de la cimbara. Me enrolé, y me llevaron a Mérida con no sé cuantos emigrados más. Uno de los más ricos hacendados de esta población, que conocía Barcelona, se interesó y tomó mucho interés por mí al saberme barcelonés, y me contrató para su hacienda. 

Era un trabajo brutal, en una tierra cuajada de reptiles, árida, seca y desierta. Me nombraron segundo encargado, me armaron de un gran machete, me calaron un enorme sombrero y me hicieron dueño de un hermoso caballo. He dicho dueño por decir, ya que yo no sabía montar, y el caballo no era el más a propósito para aprender con él. 

Al irlo a tomar de las bridas el primer día, se dio a trotar tan desaforadamente que me llevó arrastrando como cosa de un kilómetro, imposibilitándome durante un mes y pico para todo trabajo. 


Acusado de un complot de intento de asesinato de Wilson

—Ai cabo de muy poco tiempo de vida normal, ya ardía de nuevo en deseos de ir a otra parte. Quería conocer de cerca la vida de los yanquis, y un día me encaminé hacia el puerto del Progreso y me enrolé en un barco como segundo cocinero. 

—¿También? 

—No. No se alarme usted. Yo no sabía de la cocina más cosa que comer. Así es que no pude extrañar que apenas llegados a Nueva Orleáns me tuvieran preparada la cuenta. Al fin y al cabo, no era otro mi deseo. Marché en tren a Nueva York, y ya en ese monstruo de ciudad comienza la parte más seria de mi vida, acusado en un complot absolutamente imaginario. Se trataba nada menos que de un intento de asesinato de Wilson. 

La víspera del regreso de Europa del presidente de los Estados Unidos, nos detuvieron a catorce españoles y nos metieron, sin más explicaciones, en un calabozo. Al siguiente día nos enteramos de las causas de nuestra detención porque todos los periódicos de Nueva York daban la noticia en primera página, con grandes titulares: "Catorce españoles detenidos cuando estaban preparando un complot para el asesinato de Wilson." Una cosa sería, como usted ve. Nos sometieron a un interrogatorio severísimo. 

"¿Dónde tienen ustedes las bombas? ¿Dónde han guardado las bombas? ¿De qué han llenado ustedes las bombas?" 

Todavía no sabemos de qué bombas se trataba, de qué complot ni de qué niño muerto. Pero el caso fué que nos costó nuestro disgusto y mucho trabajo que nos dejasen en libertad. 


Conspirando a ochenta kilómetros por hora

Y aquí tenemos a nuestro hombre, el hoy diputado a Cortes por la provincia de Barcelona Juan Grau Jassans, tostado por todos los soles de la tierra, facturado a Europa en un trasatlántico español.

—Traía pasaporte para Barcelona, pero me quedé en Cádiz, fui a La Línea y estuve trabajando en Gibraltar de dependiente de ultramarinos en un economato para la tropa. Un salto a Tánger, y más tarde, una épica entrada en las ramblas por esa puerta de la Paz que figura en todas las colecciones de postales barcelonesas para turistas. 

Necesitaba ganarme la vida. Trabajar. Pero ¿en qué? Pues... en lo primero que viniese a mano. Y aprendí a conducir un automóvil. Entonces, mi intervención en la vida política y social se hace más intensa. A pesar de todo, no dejo un momento mi trabajo. Conspiro trabajando: en mi coche y en los momentos más difíciles, se maduraban combinaciones revolucionarias, se conspiraba a sesenta, a ochenta por hora, en las barbas mismas de la Policía, sin despertar la menor sospecha. Y en mi coche me sorprendía el 14 de abril, y aquel día les salieron alas a los neumáticos ...


J.D.B.
Estampa, 8 de agosto de 1931









No hay comentarios:

Publicar un comentario