Tras su muerte el 20 de noviembre, Durruti es trasladado a Barcelona el 23 de noviembre de 1936. La bala que mató a Durruti impactó de lleno en el corazón de los barceloneses. El cortejo se convirtió en una manifestación inmensa en la que se congregaron más de medio millón de personas. Partidos políticos y organizaciones sindicales sin distinción, habían convocado a todos sus miembros. Un espectáculo grandioso y caótico sin planear pero que ha dejado una huella imborrable en la Historia.
Kaminski lo describe así:
"El cadáver llegó a Barcelona tarde por la noche (...) En la casa de los anarquistas, que antes de la revolución había sido la sede de la Cámara de Industria y Comercio, los preparativos ya habían comenzado el día anterior. (...) La ornamentación era simple, sin pompa ni detalles artísticos. De las paredes colgaban paños rojos y negros, un baldaquín del mismo color, algunos candelabros, flores y coronas: eso era todo. Durruti era un amigo. Tenía muchos amigos. Se había convertido en el ídolo de todo un pueblo. Era muy querido, y de corazón. Todos los allí presentes en esa hora lamentaban su pérdida y le ofrendaban su afecto. Y sin embargo, aparte de su compañera, una francesa, sólo vi llorar a una persona: una vieja criada que había trabajado en esa casa cuando todavía iban y venían por allí los industriales, y que probablemente nunca lo había conocido personalmente. Los demás sentían su muerte como una pérdida atroz e irreparable, pero expresaban sus sentimientos con sencillez. Callarse, quitarse la gorra y apagar los cigarrillos, era para ellos tan extraordinario como santiguarse o echar agua bendita. Miles de personas desfilaron ante el ataúd de Durruti durante la noche. Esperaron bajo la lluvia, en largas filas. Su amigo y su líder había muerto. (...) El entierro se llevó a cabo al día siguiente por la mañana. Desde el principio fue evidente que la bala que había matado a Durruti había alcanzado también el corazón de Barcelona. Se calcula que uno de cada cuatro habitantes de la ciudad había acompañado su féretro, sin contar las masas que flanqueaban las calles, miraban por las ventanas y ocupaban los tejados e incluso los árboles de las Ramblas. Todos los partidos y organizaciones sindicales sin distinción habían convocado a sus miembros. Al lado de las banderas de los anarquistas flameaban sobre la multitud los colores de todos los grupos antifascistas de España. Era un espectáculo grandioso, imponente y extravagante; nadie había guiado, organizado ni ordenado a esas masas. Nada salía de acuerdo a lo planeado. Reinaba un caos inaudito. El comienzo del funeral había sido fijado para las diez. Ya una hora antes era imposible acercarse a la casa del Comité Regional Anarquista. (...) Los obreros de todas las fábricas de Barcelona se habían congregado, se entreveraban y se impedían mutuamente el paso. (...) A las diez y media, el ataúd de Durruti, cubierto con una bandera rojinegra, salió de la casa de los anarquistas llevado en hombros por los milicianos de su columna. Las masas dieron el último saludo con el puño en alto. Entonaron el himno anarquista "Hijos del pueblo". Se despertó una gran emoción. (...) Las motocicletas rugían, los coches tocaban la bocina, los oficiales de las milicias hacían señales con sus silbatos, y los portadores del féretro no podían avanzar. (...) Los puños seguían en alto. Por último cesó la música, descendieron los puños y se volvió a escuchar el estruendo de la muchedumbre en cuyo seno, sobre los hombros de sus compañeros, reposaba Durruti. Pasó por lo menos media hora antes que se despejara la calle para que la comitiva pudiera iniciar su marcha. Transcurrieron varias horas hasta que llegó a la plaza Cataluña, situada sólo a unos centenares de metros de allí. Los jinetes del escuadrón se abrieron paso, cada uno por su lado. (...) Los coches cargados de coronas dieron un rodeo por las calles laterales para incorporarse por cualquier parte al cortejo fúnebre. Todos gritaban a más no poder. No, no eran las exequias de un rey, era un sepelio organizado por el pueblo. Nadie daba órdenes, todo ocurría espontáneamente. Reinaba lo imprevisible. Era simplemente un funeral anarquista, y allí residía su majestad. Tenía aspectos extravagantes, pero nunca perdía su grandeza extraña y lúgubre. Los discursos fúnebres se pronunciaron al pie de la columna de Colón, no muy lejos del sitio donde una vez había luchado y caído a su lado el mejor amigo de Durruti. García Oliver, el único sobreviviente de los tres compañeros, habló como amigo, como anarquista y como ministro de Justicia de la República española. (...) Se había dispuesto que la comitiva fúnebre se disolviera después de los discursos. Sólo algunos amigos de Durruti debían acompañar el coche fúnebre al cementerio. Pero este programa no pudo cumplirse. Las masas no se movieron de su sitio; ya habían ocupado el cementerio, y el camino hacia la tumba estaba bloqueado. Era difícil avanzar, pues, para colmo, miles de coronas habían vuelto intransitables las alamedas del cementerio. Caía la noche. Comenzó a llover otra vez. Pronto la lluvia se hizo torrencial y el cementerio se convirtió en un pantano donde se ahogaban las coronas. A último momento se decidió postergar el sepelio. Los portadores del féretro regresaron de la tumba y condujeron su carga a la capilla ardiente. Durruti fue enterrado al día siguiente".
Ir a Durruti, el hombre sin miedo
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