De mediana estatura, enjuto, cetrino, con rostro de
campesino castellano que parece tallado a hachazos, Cipriano es conocido en el
hospital donde muere. No es la primera vez que ocupa una cama de este centro en
que son asistidos enfermos y accidentados de la seguridad social. Muy
recientemente, a comienzos de la primavera del año en curso, permanece
internado durante un par de meses aquejado por una dolencia pulmonar. Luego,
sensiblemente mejorado, retorna a su hogar de la calle Jean Jaurés de
Billancourt hasta que una recaída a principios del otoño le fuerza a retornar a
la clínica de la que no saldrá con vida. Durante el tiempo que en una y otra
ocasión permanece internado son muchos los compañeros, amigos o simples
conocidos que se interesan por su estado. Médicos, enfermeros, auxiliares y
porteros se enteran de quién es y de quién ha sido. No porque él lo pregone en
torpes anhelos de satisfacer una vanidad que jamás sintió; menos aún porque Teresa
—compañera abnegada de toda su vida— quiera asombrar a quienes la escuchan o
ganarse su conmiseración. Pero no son pocos los visitantes que compartieron sus
antiguas y modernas luchas sindicales, le acompañaron en alguno de sus
encierros o pelearon a sus órdenes en Somosierra, Gredos, Madrid, Jarama,
Guadalajara o Brunete. «Fue un general del Ejército Popular —explican algunos
con una leve nostalgia en la voz—, es decir del Ejército de la Segunda
República durante toda la guerra de España».
Dicen la verdad pura y simple, aunque Cipriano no
alcanzase oficialmente tan elevada graduación. Pese a que durante casi toda la
contienda luciera en su uniforme las barras de comandante y teniente coronel,
actuó como general en jefe, primero de una división v luego de todo un cuerpo
de ejército, interviniendo personal y decisoriamente en mayor número de
combates que muchos famosos estrategas. Hace ya diez o doce años, cuando Mera,
que ya sobrepasa la edad de la jubilación y se niega a ser jubilado porque
necesita el salario íntegro para atender a su familia, ha de ser internado en
otro hospital, se produce un incidente tan curioso como significativo. Necesita
una trasfusión de sangre de determinado tipo de que carece el centro e indican
a su mujer la conveniencia de que se presente a donarla alguno de sus
familiares. La noticia circula con rapidez por París y al día siguiente más de
un centenar de personas acuden a ofrecer generosamente su sangre. Los médicos
se sorprenden ante la afluencia de donantes y preguntan intrigados quién es
aquel modesto albañil cuya salud preocupa e inquieta a tantas gentes. Cuando se
lo dicen quedan tan sorprendidos como desconcertados.
Nacido en Madrid en 1896, toda la infancia y la
juventud de Cipriano Mera discurre en las proximidades de Estrecho, en la parte
alta de Cuatro Caminos, cerca ya de Tetuán, en unas barriadas proletarias y
humildes que se extienden por un lado hasta la Dehesa de la Villa y por otro
sobrepasan Peña Grande para alcanzar las tapias del Pardo. Un buen novelista
español, un tanto olvidado en los últimos tiempos —Vicente Blasco Ibáñez—,
describe brillante y coloridamente en una de sus novelas —«La Horda»— lo
que son estos barrios a comienzos de siglo. Callejuelas largas, estrechas,
retorcidas, sin pavimentar, bordeadas por edificios de una o dos plantas, con
incómodas y reducidas viviendas donde difícilmente caben numerosos moradores.
Son en su casi totalidad familias proletarias más abundantes en bocas que en
recursos. Abundan los traperos que por las madrugadas bajan al centro con
carritos y seras para recoger las basuras y desperdicios de la gran ciudad. Y
no faltan en los extensos descampados chabolas que dan cobijo a los campesinos
que vienen a la capital en busca del trabajo y el pan que les falta en sus pueblos,
grupitos de gitanos e incluso algunos golfos y maleantes de ínfima categoría.
Personajes pintorescos son aun los cazadores furtivos que en los bosques de la
cercana posesión real consiguen los conejos e incluso los venados que hacen las
delicias de los frecuentadores de los merenderos de las afueras de la
población.
Los chicos, que no caben en las casas, hacen su vida
en la calle o los descampados vecinos. Tienen que empezar a trabajar apenas
comienzan a saber andar. Para salir adelante las familias necesitan la
aportación económica de todos sus miembros y los ocios y juegos de la infancia
duran muy poco. Aunque la enseñanza es gratuita en general, frecuentar la
escuela durante algún tiempo es un lujo que muy pocos pueden permitirse. El
sueño de la mayoría es ingresar como aprendiz en un buen taller, pero son pocos
los talleres y demasiados los aspirantes. Los muchachos han de apencar con lo
que sea para ayudar a sus padres o a sí mismos. Laboran en la busca; escarban y
clasifican las basuras; cuidan de las gallinas y los cerdos; se colocan como
botones o recaderos; sirven las tabernas, tiendas, merenderos, etc. y ni aún
así consiguen saciar de manera permanente su hambre. Cipriano Mera sigue las
vicisitudes y la suerte de casi todos los chicos de su tiempo y barrio. Es un
muchacho despierto, atrevido y habilidoso que apenas pisa la escuela y trabaja
desde que tiene uso de razón en las más diversas ocupaciones. Al final, igual
que muchos de ellos, entra como peón en una obra. Al cabo de unos años puede considerarse
un magnífico albañil.
La construcción es prácticamente la única gran
industria existente en Madrid, pero el trabajo en ella es duro y está mal
pagado. Cuando llueve intensamente —y esto ocurre durante semanas enteras en
los meses invernales— ni se trabaja ni se cobra. Algunos procuran resarcirse
luego, laborando a destajo en jornadas interminables y agotadoras. Pero
contratistas y capataces se aprovechan de las circunstancias e imponen salarios
irrisorios. Mera es un trabajador serio, fiel cumplidor de su deber, pero
intransigente por temperamento y decisión en la defensa de sus intereses
como trabajador. Choca frecuentemente con los patronos, participa en todas las
huelgas y encabeza algunas. Consecuencia lógica son sus primeros encierros. Como
para tantos otros obreros, la cárcel le sirve de escuela para adquirir los
conocimientos de que carece. Lee cuanto cae en sus manos, escucha con atención
a otros compañeros más capacitados y va formando su conciencia revolucionaria.
Enemigo por naturaleza de injusticias e imposiciones se siente atraído por el
sindicalismo revolucionario. No tarda en ser conocido como militante de la
Confederación Nacional del Trabajo e intervenir en las asambleas de su
organización.
No es un orador elocuente ni tiene mucha facilidad de palabra. Pero
le sobra buen juicio, ve con claridad los problemas, llama a las cosas por su
nombre y, como todos los hechos de su vida avalan y ratifican lo que dice, goza
desde muy joven de cierto prestigio entre sus compañeros. Serio, circunspecto,
poco hablador en su trabajo, con cierto aspecto de seca hosquedad, Cipriano es
un mozo bien-humorado, alegre y comunicativo. Le gusta participar en bromas y
juegos en sus horas de asueto y en las excursiones y giras que se organizan los
días festivos. Incluso en una época se siente atraído por los grupos teatrales
de aficionados que actúan en los ateneos y círculos obreros. Mera llega a ser un
discreto actor y algunos de sus viejos compañeros recuerdan todavía haberle
visto interpretar con plausible acierto los protagonistas de «El sol de la
humanidad» de Fola Igúrbide y el «Juan José» de Joaquín Dicenta.
Pero los tiempos son difíciles y a los militantes confederales
queda poco espacio para la diversión y el asueto. Ni siquiera para atender como
es debido a la propia familia ya formada. La C. N. T. es una organización
combativa y revolucionaria. Sus sindicatos son clausurados con frecuencia y sus
elementos más destacados perseguidos y encarcelados. Y si esto ocurre en los
últimos tiempos de la monarquía constitucional, sucede con redoblada intensidad
a lo largo de la Dictadura. Durante varios años las organizaciones cenetistas,
colocadas al margen de la ley, han de funcionar en la clandestinidad. Forzados
por las circunstancias, con sus locales cerrados, muchos de sus elementos han de
ingresar en la U. G. T. para defender sus intereses como trabajadores. Cipriano
Mera tiene que hacerlo en esta época, como tienen que hacerlo otros militantes
cenetistas. Entre ellos, se encuentran, por lo que a Madrid respecta, figuras
tan conocidas del movimiento libertario como Mauro Bajatierra, Feliciano Benito,
Antonio Moreno, Melchor Rodríguez, Teodoro Mora, Paulet y los hermanos Inestal.
Más adelante, cuando la Dictadura declina y la persecución se hace menos
intensa, van agrupándose todos de nuevo en el Ateneo de Divulgación Social. Cae
Primo de Rivera en enero de 1930 y a su Dictadura sucede la llamada
«Dictablanda» de Berenguer. Comienza una etapa de extraordinaria actividad
política que culminará, quince meses después, con la caída de la Monarquía. La
C. N. T., con la que nadie cuenta, a la que nadie menciona y a la que una
mayoría cree totalmente desaparecida, puede salir de su prolongada
clandestinidad. Se produce entonces un fenómeno que ni comentaristas políticos
ni historiadores se han tomado la molestia de estudiar y analizar a fondo: la
rápida, la vertiginosa expansión del movimiento sindicalista revolucionario. Lo
efectivo es que, aparentemente inexistente en enero, la Confederación Nacional
del Trabajo tiene seis meses más tarde mayor número de afiliados que todos los
partidos políticos de izquierda y derecha, monárquicos o republicanos,
juntos.
Este sorprendente incremento no se produce sólo en Cataluña,
Levante, Aragón y Andalucía donde los sindicatos confederales fueran
mayoritarios con anterioridad, sino también en Galicia, Asturias, la Rioja y el
Centro. En Madrid el sindicato más importante es, naturalmente, el de la
construcción, cosa comprensible por las condiciones de trabajo imperantes en la
industria y el temple de sus militantes. Como la C. N. T. no interviene en las
contiendas electorales —que desdeña—, esos militantes son totalmente
desconocidos en los círculos políticos y periodísticos de la capital. En cambio,
son sobradamente conocidos por los trabajadores —que es lo que de verdad
importa—, que los ven a diario en los mismos talleres, tajos o andamios en que
todos laboran. En el sindicato de la construcción confederal no hay cargos
retribuidos ni la esperanza de conseguir con facilidad sinecuras de ninguna
clase. Todos son obreros auténticos y los militantes más destacados —Mera,
Antona, Mora, Marcelo, Ciriaco, Inestal, etc.— no disfrutan de otro privilegio
que servir de lección y ejemplo a sus compañeros trabajando tanto como el que
más y arriesgándose y sacrificándose con absoluto desinterés por todos. Con esto
basta y sobra para que los demás pongan en ellos mayor confianza que en
cualquier arribista o escalatorres político por muchos que sean sus títulos
universitarios o arrebatadora su elocuencia.
En estos meses de acusada transformación política, igual que en
tiempos de la Dictadura y conforme sucederá con la República en los años
venideros, la vida no es fácil ni cómoda para los sindicalistas madrileños. Una
mayoría sufren persecuciones y encierros. Lejos de ser una excepción, Cipriano
es una norma en esto. Participa en todas las luchas proletarias en un régimen o
en otro y en todos tiene que sufrir largas temporadas de prisión. En diciembre
de 1933, por ejemplo, forma parte del Comité Nacional que, como protesta contra
el triunfo electoral de las derechas que da paso al llamado bienio negro,
desencadena un fuerte movimiento revolucionario en Aragón, la Rioja y Levante.
Como consecuencia es detenido y pasa largos meses en la cárcel de Zaragoza en
unión del doctor Puente, Ejarque y varios centenares de compañeros. Ni siquiera
varía fundamentalmente la situación para ellos cuando, en febrero de 1936,
triunfa el Frente Popular. En Madrid se inicia a finales de la primavera de
dicho año una huelga general de la construcción que pronto reviste especial
violencia dadas las circunstancias que vive España. Cipriano Mera es uno de los
primeros detenidos y sigue en la Cárcel Modelo de Madrid —en unión de David
Antona, Teodoro Mora, Villanueva, Cecilio, López, Ciriaco y varios cientos de
compañeros más— cuando se produce el levantamiento del 18 de julio. A mediodía
del domingo 19 de julio, Cipriano Mera y sus compañeros son puestos en libertad.
Inmediatamente se lanza a la lucha. Al día siguiente, lunes 20 de julio,
participa activamente en los combates de Campamento. Veinticuatro horas después
figura entre los grupos que se adueñan de Alcalá de Henares. El miércoles toma
parte en una de las batallas más sangrientas de los comienzos de la guerra
civil: el asalto de Guadalajara en que los muertos y heridos por ambos bandos se
cifran en varios centenares. Sin tomarse un momento de descanso, Cipriano sigue
hacia adelante. Al frente de unos grupos de hombres decididos avanza hacia el
este y el sudeste a través de la Alcarria y la provincia de Cuenca. En pocos
días los futuros frentes están en Alcolea del Pinar por un lado y en Albarracín
por otro. (Se producen en estos días centenares de sangrientas escaramuzas
libradas en cualquier rincón de la geografía peninsular. En una de ellas perece,
más allá de Sigüenza, un buen militante madrileño: Tomás
Lallave).
Cipriano Mera está de regreso en Madrid a finales de julio.
Inmediatamente parte para la Sierra en una columna integrada por dos mil
trabajadores madrileños y mandada por el teniente coronel Del Rosal. Durante más
de un mes estas milicias confederales pelean en las estribaciones de Somosierra,
por encima de Paredes de Buitrago, defendiendo los embalses que aseguran el
abastecimiento de aguas de Madrid. Más tarde, durante los meses de septiembre y
octubre, luchan en Gredos —Casas Viejas, La Adrada, La Iglesuela—... En el
puerto Mijares, cerca de Piedralaves muere defendiendo una posición un conocido
militante de la construcción: Teodoro Mora.
En los primeros días de noviembre, Cipriano Mera está tratando de
formar una nueva columna con los hombres que han luchado en Sigüenza y Toledo.
Cuando en la noche del 6 al 7 de noviembre se produce la huida de muchos hacia
lo que entonces denominan algunos el Levante Feliz, se pone en movimiento en
dirección opuesta. En la mañana del domingo 8 de noviembre, cuando la primera
batalla de Madrid alcanza su mayor virulencia, Mera penetra en la Casa de Campo
corno responsable político de una columna integrada por tres mil hombres, cuyo
mando militar ostenta el teniente coronel Palacios. La primera brigada
internacional y las Milicias Confederales tienen la misión de defender Madrid
frenando el avance enemigo por las frondas del antiguo parque real. Durante dos
semanas luchan encarnizadamente en un extenso frente que va desde Casa Quemada
al Puente de San Fernando, cubriendo la Cuesta de las Perdices y las carreteras
de Castilla y La Coruña. Aguantan bien y mantienen con energía sus posiciones,
aún a costa de perder en menos de quince días la mitad de sus efectivos. Las
bajas son cubiertas inmediatamente por combatientes voluntarios procedentes de
todos los sindicatos. El Sindicato de la Construcción publica el día 9 de
noviembre una orden impresionante. Dice escuetamente: «Todos los trabajadores de
la construcción que no estén en lista y controlados por el Consejo Mixto de
Fortificaciones, se concentrarán en los sitios indicados por sus organizaciones,
con sus respectivas meriendas, para marchar dónde sea preciso en defensa del
pueblo de Madrid». Van a luchar, a batirse empuñando el fusil abandonado por
alguno de los muertos, tal vez a morir a su vez, peronadie les habla de premios
ni recompensas. Se les exige, en cambio, que cada uno se lleve la comida. Y con
orgullo podrá proclamar semanas más tarde el Sindicato de la Construcción, el
sindicato de Mera, que ni uno solo de sus afiliados desoye el llamamiento de la
organización. En torno a Madrid, en la dura lucha entablada en noviembre, caen
muchos militantes confederales, algunos de los cuales pudieron llegar a ser
buenos jefes una vez organizado el Ejército Popular. Perece así, oscuramente, lo
mejor de la militancia madrileña. Tan anchos claros abre la muerte en sus filas
que cuando el propio Mera recibe el encargo de comunicar a Federica Montseny la
muerte de Durruti, la entonces ministro de Sanidad se duele de las elevadas
pérdidas en compañeros destacados y pide a su interlocutor que sea prudente y no
se arriesgue más de la cuenta. Sincero y rudo, Cipriano contesta moviendo la
cabeza en gesto negativo: ¡Imposible! ¿No ves, mujer, que hay que ir siempre
delante para que los demás nos sigan?»
Con un valor sereno y frío, sin alardes espectaculares ni gestos
teatrales, pero con una decisión inquebrantable, Cipriano Mera va siempre
delante mostrando a los demás el camino, desdeñando el peligro que le acecha. Ve
caer en torno suyo a centenares de compañeros y espera seguir en cualquier
momento la misma suerte. Las balas le respetan y continúa en pie después de
participar durante la segunda quincena de noviembre y los meses de diciembre y
enero en todas las batallas que se libran entre Aravaca, por un lado, y la
Ciudad Universitaria, por otro. Durante ese tiempo comienza a aureolarle un
prestigio casi mítico.
A finales de 1936 y comienzos de 1937, en los frentes cercanos a
Madrid empiezan a constituirse las primeras unidades del Ejército Popular. En el
medio año que lleva luchando ha llegado a la conclusión de que la guerra sólo
puede ganarse con el arma adecuada que es un buen ejército. Sincero consigo
mismo y con los demás, admite primero y defiende después enérgicamente
la militarización de las unidades de voluntarios. No aspira a ostentar ningún
mando y se resiste a aceptar el que le ofrecen; pero cuando las necesidades
de la lucha y la insistencia de la organización le fuerzan a asumirlo, expone
con serenidad su pensamiento y propósitos. Mientras la guerra dure y tenga
el mando de una unidad militar, no tolerará en ella indisciplinas, debilidades
ni caprichos de nadie. Exigirá de todos, empezando por él mismo, el
cumplimiento del deber por encima de cualquier consideración, incluso sobre las
propias fuerzas del individuo, y aplicará los más duros castigos a quien no lo
haga, aunque sea su mejor amigo y compañero. Los procedimientos que
empleará repugnan a sus ideas y sentimientos, pero es la única manera de ganar
una guerra en la que tanto se juegan los trabajadores.
La XIV División, cuyo mando se le confía a comienzos de febrero,
está integrada por dos brigadas: la 70 y la 77, surgidas de la transformación de
otras tantas columnas milicianas —«Espartaco» y «España Libre»— que ya
han luchado en distintos frentes. Pocos días después tienen que participar en
lo más duro de la batalla del Jarama. Sus integrantes reciben su bautismo
de fuego en las proximidades del Pingarrón. Se comportan con heroísmo, pese
a sufrir un número considerable de bajas. Apenas terminada la batalla del Jarama
comienza la de Guadalajara. Varias divisiones italianas, bien protegidas por
artillería y aviación, avanzan rápidas por tierras de la Alcarria con ánimo de
completar el cerco de Madrid, cortando sus salidas por el sur y el este. Ante la
abundancia de material enemigo, las unidades republicanas han de batirse en
retirada. El Cuerpo de Tropas Voluntarias llega en pocas jornadas cerca de
Guadalajara, conquista Brihuega y pone en serio aprieto las comunicaciones de la
capital. La XIV División se enfrenta con ellas el 16 de marzo, consiguiendo de
momento paralizar su progresión. Dos días después se lanza a su vez al asalto de
las posiciones enemigas y el día 19 de marzo entra en Brihuega, pone en fuga a
las unidades de camisas y flechas negras, infringiéndoles la más sonada de las
derrotas de toda la guerra de España, apoderándose de parte de su material y
haciendo varios centenares de prisioneros.
Posteriormente la XIV División toma parte en diferentes operaciones
y a mediados de julio interviene en las batallas libradas en torno a Brunete. Ha
de hacerlo en el instante más crítico y en las condiciones más desfavorables
cuando, contenido el avance inicial de las fuerzas republicanas, los nacionales
(que han concentrado en el frente el grueso de sus unidades) se lanzan a la
contraofensiva, bien protegidas sus tropas por la aplastante superioridad
aérea de los aparatos alemanes e italianos. Durante más de una semana los
catorce mil hombres que manda Cipriano Mera se clavan en el terreno y aguantan
todos los ataques sin retroceder un sólo paso. Cuando la batalla concluye, la 70
y la 77 Brigadas ofrecen anchos claros en sus filas, pero han demostrado ser de
las mejores unidades del recién creado Ejército Popular. Ascendido por méritos
de guerra a teniente coronel, Cipriano Mera es nombrado comandante en jefe del
4.° Cuerpo de Ejército. Con escasas fuerzas —tres divisiones como máximo, entre
ellas la ya famosa XIV—, tiene que cubrir un frente extenso que va
desde Somosierra en la parte izquierda a los Montes Universales, cerca de
Teruel, donde enlaza con el Ejército de Levante, en la derecha. Ejerce el mando
del mismo sector durante el resto de la guerra, interviniendo en numerosas
operaciones. Tiene a sus órdenes entre treinta y cinco y cincuenta mil
hombres, encuadrados en unidades que muchas veces son puestas por sus
superiores como modelo de organización y eficacia combativa. Como jefe de cuerpo
de Ejército, Mera impone la más rígida disciplina unida a un concepto exigente
de la propia responsabilidad. Continúa ocupando en los combates los puestos de
máximo riesgo y desarrolla una actividad incesante durante la calma en los
frentes. Aunque tiene poco más de cuarenta años, los combatientes le
llaman cariñosamente «El Viejo» y a nadie sorprende verle aparecer de día o de
noche en las posiciones más avanzadas porque constantemente recorre las líneas
en misión de inspección y vigilancia. Merced a todo ello llega a ser uno de los
jefes del Ejército Popular que inspiran mayor confianza a cuantos combaten a
sus órdenes.
En el mes de marzo de 1939, cuando la pérdida de Cataluña ha
sellado definitivamente la suerte de la contienda, secunda por mandato expreso
de su organización el movimiento contra Negrín, en el que participan todos los
partidos y organizaciones del Frente Popular con excepción de los comunistas.
El día 5 tiene que leer ante los micrófonos de Unión Radio una breve
alocución expresando su apoyo a Julián Besteiro y Segismundo Casado que rechazan
un intento de Negrín, que ya ha provocado la víspera la marcha a Bizerta de la
flota republicana surta en Cartagena. Aunque el doctor, sus ministros y el Buró
Político del P. C. abandonan España en la mañana del 6 de marzo, la situación
del recién formado Consejo Nacional de Defensa, que ya preside Miaja, llega a
ser extremadamente crítica durante los días 7, 8 y 9 ante la rebelión de parte
de los tres cuerpos de ejército que defienden Madrid. Mera tiene que venir en
su auxilio desde Guadalajara al frente de la XIV División para salvar al
Consejo luego de una serie de encarnizados combates.
Cipriano Mera continua en su puesto de mando de Guadalajara hasta
los últimos días de marzo. El martes 28, una vez caído Madrid y
desaparecidos prácticamente los frentes del Centro, recibe orden de trasladarse
a Valencia. De allí parte en la mañana del 29 con rumbo a Orán. En Argelia no le reciben con los brazos
abiertos ni le tratan con consideraciones de ningún género. Al igual que otros
varios millares de refugiados va a parar a un campo de concentración, donde ha
de pasar varios meses padeciendo hambres, incomodidades y malos tratos. Al salir
de España no ha llevado consigo bienes ni riquezas y este primer exilio no
tiene para él nada de dorado.
Cuando al fin sale del campo de concentración tiene que ganarse la
vida trabajando. Como en Orán no encuentra dónde laborar ha de marchar al
Marruecos francés donde empieza a trabajar como simple peón en las obras
de construcción del ferrocarril que, partiendo de Tánger, los franceses
esperan que llegue algún día hasta Dakar. El «general» curtido en cien batallas,
que mandó con eficacia y acierto un cuerpo de ejército, es un trabajador
igual que los demás que ni pide ni admite ningún trato de favor. En la primavera
de 1940 se produce el desastre francés y los alemanes llegan hasta la frontera
de los Pirineos. En el otoño las autoridades españolas solicitan la extradición
de algunas figuras destacadas de los exiliados republicanos —Azaña, Companys,
Peiró, Zugazagoitia, Teodomiro Menéndez, Cruz Salido, Rivas Cheriff, etc.— y
ven satisfecha sin tardanza su demanda, con la sola excepción de Azaña que
fallece en Montauban. Algún tiempo después hacen la misma petición con respecto
a una larga serie de exiliados refugiados en Argelia y el Marruecos francés.
Pero las autoridades galas de las colonias —quizá porque los alemanes están más
lejos— se muestran menos diligentes en atender la demanda. Nogués, el residente
francés en Fez, procura dar largas al asunto y deja transcurrir unos meses sin
hacer nada. Accede por último, no sin ciertas reservas mentales y, al parecer,
tras haberle asegurado que ninguno de los refugiados que entregue será
fusilado. Sea como fuere, entre los exiliados cuya extradición se concede figura
Cipriano Mera que es conducido a Madrid y encerrado en la prisión de Porlier.
Tras un periodo de espera es juzgado y condenado a la última pena. Le indultan a
los pocos meses, demostrando tanto antes de ser juzgado como en el tiempo que
tiene pendiente sobre su cabeza la más grave de las penas, absoluta serenidad y
entereza. Luego de indultado, las autoridades disponen su traslado a la Prisión
Central de Trabajadores de Santa Rita —que ocupa los edificios de un antiguo
colegio reformatorio para señoritos calaveras— en el entonces pueblo de
Carabanchel Bajo, actualmente simple barriada de Madrid. En Santa Rita se
concentran en los años cuarenta y dos a cuarenta y cuatro los millares de presos
destinados a trabajar en los destacamentos penitenciarios de la Sierra —aparte
de los que construyen los túneles para el ferrocarril directo Madrid-Burgos,
están los que horadan una montaña en Cuelgamuros— y en las obras de la nueva
prisión que ha de sustituir en Carabanchel Alto a la que fue destruida durante
la guerra en la plaza de la Moncloa.
Durante bastante tiempo Cipriano Mera sale todas las mañanas de
Santa Rita en una columna formada por más de mil penados, bien custodiados por
una veintena de funcionarios de prisiones y un pelotón de soldados, para ser
trasladado a las obras que distan poco más de un kilómetro. Allí trabaja como
albañil durante ocho o nueve horas, para volver a ser encerrado en Santa Rita
al caer la tarde. Cada día de trabajo le permite redimir otro de condena, por lo
que la pena de treinta años puede quedar reducida a quince. Aparte, recibe
un salario de tres pesetas diarias: una que se destina a mejorar el rancho; otra
que puede cobrar su familia y una tercera que ingresa en una cuenta de ahorros
cuyo total se le entregará al recobrar la libertad. En cualquier caso
abandona la prisión mucho antes de cumplir los quince años de reclusión, merced
a uno de los varios indultos que se promulgan.
Pero sale —conviene precisarlo— en una llamada libertad condicional
que difiere bastante de la libertad absoluta. El liberado condicional tiene que
residir forzosamente en el lugar que se le designe, presentándose con
periodicidad a las autoridades que se le indique para declarar dónde trabaja, el
dinero que gana y la vida que hace, no pudiendo viajar ni cambiar de domicilio
sin antes pedir y conseguir el correspondiente permiso. Caso de no cumplir al
pie de la letra las instrucciones o incurrir en cualquier falta o delito puede
ser encarcelado de nuevo, teniendo que cumplir entonces la totalidad de la
condena que tiene pendiente. Al abandonar la prisión, Cipriano vuelve a
vivir donde siempre ha vivido en compañía de su mujer. Torna también a
buscar ocupación en su profesión y oficio. Lo encuentra en las obras de una
constructora —Urbis, concretamente— que está levantando una extensa barriada
entre las avenidas madrileñas de Menéndez Pelayo y Doctor Esquerdo. Allí vuelve
a subir al andamio sin que se le caigan unos anillos que no lleva por seguir
colocando ladrillos. Pero si ni en los años de mando militar ni en los que
después pasa en prisión ha cambiado interiormente lo más mínimo, tampoco sus
ideas han sufrido la menor variación. Sigue pensando exactamente igual que hace
diez o quince años, lo que le ocasiona contrariedades y molestias. Sufre
repetidas retenciones e interrogatorios y comprueba en múltiples ocasiones que
está sometido a una discreta vigilancia.
Un día sabe que la Policía le anda buscando y resuelve abandonar
Madrid para volver al exilio. Gana la frontera viajando como puede y consigue
cruzar a pie los montes que le separan de Francia. En el país vecino procura
rehacer su vida, no sin sin tener algunos tropiezos con la Policía francesa que
en este momento —varios años después de finalizada la segunda guerra mundial— no
ve con buenos ojos la presencia de determinados exiliados españoles en el sur de
Francia. En Toulouse es detenido en alguna ocasión, acusado de participar en
actividades políticas y amablemente se le invita a alejarse lo más posible de la
frontera. Mera marcha a París donde trabaja como albañil, exactamente igual que
ha hecho antes en Toulouse. Hay gentes que le ofrecen ayudas y colocaciones que
rechaza sin vacilar. No quiere ni admite favores ni limosnas. Es un
trabajador auténtico y prefiere seguir ganándose la vida con su propio esfuerzo.
Algunos que no le conocen, insinúan que puede tratarse de una pose «pour épater
les bourgeoises», pero todos tienen que reconocer al cabo que se trata de
un hombre de una moral incorruptible. Aunque cuando pisa el suelo francés
tiene más de cincuenta años, todavía trabaja como albañil durante veintitantos
más.
Vive exclusivamente de su trabajo mientras le quedan fuerzas. Con
él, compartiendo estrecheces y penurias, su compañera de toda la vida, que no
sin grandes dificultades ha podido ir a reunírsele en Francia. Tras residir y
trabajar durante bastante tiempo en diferentes puntos, Cipriano Mera pasa los
últimos años de su vida en un piso pequeño y modesto de la calle Jean Jaurés
de Billancourt-sur-Seine. En su casa no hay lujos de ninguna clase; carece
incluso de los aparatos electrodomésticos que hoy se consideran indispensables
en cualquier familia humilde, pero vive con una austera y altiva dignidad. Sin
intentarlo ni proponérselo, se convierte en un símbolo y un ejemplo para cuantos
le conocen. No sólo por su valor y temple durante la guerra, sino por su
conducta posterior. Porque si son muchos los capaces de comportarse
valerosamente en el transcurso de una lucha y morir con entereza, son contados
los que con una historia como la suya, con una aureola tan bien ganada
vuelven con aire sencillo, sin aires teatrales para asombrar a la galería, a su
trabajo habitual para ganarse durante varios lustros —hasta que las dolencias
y la falta de reservas físicas le fuerzan a jubilarse, bien entrado ya en la
senectud— la vida con el sudor de su frente colocando ladrillos en lo alto de un
andamio. Buena prueba de su comportamiento es que en repetidas ocasiones
acuden en su busca reporteros de distintos países que quieren oír sus
confesiones respecto a la trayectoria de su vida o sus puntos de vista
y opiniones sobre determinados problemas. Cipriano Mera, en cuyo pecho no tiene
cabida la menor vanidad, les recibe con mayor o menor amabilidad pero se niega
en redondo a lo que pretenden sus visitantes y más aún a dejarse retratar por
ninguno. No hace mucho unos periodistas —españoles concretamente— acuden a su
domicilio de Billancourt- sur - Seine con esta pretensión. Cuando el interesado
se niega en redondo a decir una sola palabra para el diario que representan,
los jóvenes reporteros, con una total falta de delicadeza, creyendo quizá
que todo puede lograrse con dinero, le ofrecen una cantidad que consideran
más que suficiente. Aunque Cipriano está ya viejo y enfermo, una llamarada
de indignación brilla en sus pupilas, se yergue colérico y los periodistas han
de abandonar precipitadamente la vivienda. Este era Cipriano Mera. Este era el
luchador obrero, comandante en jefe un día del 4.° Cuerpo de Ejército, que supo
vivir durante muchos años sostenido por una inquebrantable moral, y que ha
muerto el pasado 25 de octubre en un hospital del arrabal parisino de Saint
Cloud.
Eduardo de Guzmán
Tiempo de Historia nº 13 diciembre de 1.975
Documental "Vivir de pie Las guerras de Cipriano
Mera"
“Hubo un tiempo en el que todo fue posible. Un
tiempo en el que un ejército de soñadores se hicieron albañiles de la utopía y
construyeron las paredes de las casas que no llegarían a habitar y los altos
muros de las prisiones que finalmente... ocuparon. Unos tiempos difíciles
de una historia subterránea, el leve peso de las ideas que fluyen como la
sangre a través de las grietas en el muro. Esta es la historia de un albañil y
de una grieta, de un niño audaz con alma de pez volador que osó soñar con un
mundo nuevo”.
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