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225. Cipriano Mera. La muerte de un combatiente libertario



De mediana estatura, enjuto, cetrino, con rostro de campesino castellano que parece tallado a hachazos, Cipriano es conocido en el hospital donde muere. No es la primera vez que ocupa una cama de este centro en que son asistidos enfermos y accidentados de la seguridad social. Muy recientemente, a comienzos de la primavera del año en curso, permanece internado durante un par de meses aquejado por una dolencia pulmonar. Luego, sensiblemente mejorado, retorna a su hogar de la calle Jean Jaurés de Billancourt hasta que una recaída a principios del otoño le fuerza a retornar a la clínica de la que no saldrá con vida. Durante el tiempo que en una y otra ocasión permanece internado son muchos los compañeros, amigos o simples conocidos que se interesan por su estado. Médicos, enfermeros, auxiliares y porteros se enteran de quién es y de quién ha sido. No porque él lo pregone en torpes anhelos de satisfacer una vanidad que jamás sintió; menos aún porque Teresa —compañera abnegada de toda su vida— quiera asombrar a quienes la escuchan o ganarse su conmiseración. Pero no son pocos los visitantes que compartieron sus antiguas y modernas luchas sindicales, le acompañaron en alguno de sus encierros o pelearon a sus órdenes en Somosierra, Gredos, Madrid, Jarama, Guadalajara o Brunete. «Fue un general del Ejército Popular —explican algunos con una leve nostalgia en la voz—, es decir del Ejército de la Segunda República durante toda la guerra de España».

Dicen la verdad pura y simple, aunque Cipriano no alcanzase oficialmente tan elevada graduación. Pese a que durante casi toda la contienda luciera en su uniforme las barras de comandante y teniente coronel, actuó como general en jefe, primero de una división v luego de todo un cuerpo de ejército, interviniendo personal y decisoriamente en mayor número de combates que muchos famosos estrategas. Hace ya diez o doce años, cuando Mera, que ya sobrepasa la edad de la jubilación y se niega a ser jubilado porque necesita el salario íntegro para atender a su familia, ha de ser internado en otro hospital, se produce un incidente tan curioso como significativo. Necesita una trasfusión de sangre de determinado tipo de que carece el centro e indican a su mujer la conveniencia de que se presente a donarla alguno de sus familiares. La noticia circula con rapidez por París y al día siguiente más de un centenar de personas acuden a ofrecer generosamente su sangre. Los médicos se sorprenden ante la afluencia de donantes y preguntan intrigados quién es aquel modesto albañil cuya salud preocupa e inquieta a tantas gentes. Cuando se lo dicen quedan tan sorprendidos como desconcertados.

Nacido en Madrid en 1896, toda la infancia y la juventud de Cipriano Mera discurre en las proximidades de Estrecho, en la parte alta de Cuatro Caminos, cerca ya de Tetuán, en unas barriadas proletarias y humildes que se extienden por un lado hasta la Dehesa de la Villa y por otro sobrepasan Peña Grande para alcanzar las tapias del Pardo. Un buen novelista español, un tanto olvidado en los últimos tiempos —Vicente Blasco Ibáñez—, describe brillante y  coloridamente en una de sus novelas —«La Horda»— lo que son estos barrios a comienzos de siglo. Callejuelas largas, estrechas, retorcidas, sin pavimentar, bordeadas por edificios de una o dos plantas, con incómodas y reducidas viviendas donde difícilmente caben numerosos moradores. Son en su casi totalidad familias proletarias más abundantes en bocas que en recursos. Abundan los traperos que por las madrugadas bajan al centro con carritos y seras para recoger las basuras y desperdicios de la gran ciudad. Y no faltan en los extensos descampados chabolas que dan cobijo a los campesinos que vienen a la capital en busca del trabajo y el pan que les falta en sus pueblos, grupitos de gitanos e incluso algunos golfos y maleantes de ínfima categoría. Personajes pintorescos son aun los cazadores furtivos que en los bosques de la cercana posesión real consiguen los conejos e incluso los venados que hacen las delicias de los frecuentadores de los merenderos de las afueras de la población.

Los chicos, que no caben en las casas, hacen su vida en la calle o los descampados vecinos. Tienen que empezar a trabajar apenas comienzan a saber andar. Para salir adelante las familias necesitan la aportación económica de todos sus miembros y los ocios y juegos de la infancia duran muy poco. Aunque la enseñanza es gratuita en general, frecuentar la escuela durante algún tiempo es un lujo que muy pocos pueden permitirse. El sueño de la mayoría es ingresar como aprendiz en un buen taller, pero son pocos los talleres y demasiados los aspirantes. Los muchachos han de apencar con lo que sea para ayudar a sus padres o a sí mismos. Laboran en la busca; escarban y clasifican las basuras; cuidan de las gallinas y los cerdos; se colocan como botones o recaderos; sirven las tabernas, tiendas, merenderos, etc. y ni aún así consiguen saciar de manera permanente su hambre. Cipriano Mera sigue las vicisitudes y la suerte de casi todos los chicos de su tiempo y barrio. Es un muchacho despierto, atrevido y habilidoso que apenas pisa la escuela y trabaja desde que tiene uso de razón en las más diversas ocupaciones. Al final, igual que muchos de ellos, entra como peón en una obra. Al cabo de unos años puede considerarse un magnífico albañil.


La construcción es prácticamente la única gran industria existente en Madrid, pero el trabajo en ella es duro y está mal pagado. Cuando llueve intensamente —y esto ocurre durante semanas enteras en los meses invernales— ni se trabaja ni se cobra. Algunos procuran resarcirse luego, laborando a destajo en jornadas interminables y agotadoras. Pero contratistas y capataces se aprovechan de las circunstancias e imponen salarios irrisorios. Mera es un trabajador serio, fiel cumplidor de su deber, pero intransigente por  temperamento y decisión en la defensa de sus intereses como trabajador. Choca frecuentemente con los patronos, participa en todas las huelgas y encabeza algunas. Consecuencia lógica son sus primeros encierros. Como para tantos otros obreros, la cárcel le sirve de escuela para adquirir los conocimientos de que carece. Lee cuanto cae en sus manos, escucha con atención a otros compañeros más capacitados y va formando su conciencia revolucionaria. Enemigo por naturaleza de injusticias e imposiciones se siente atraído por el sindicalismo revolucionario. No tarda en ser conocido como militante de la Confederación Nacional del Trabajo e intervenir en las asambleas de su organización.

No es un orador elocuente ni tiene mucha facilidad de palabra. Pero le sobra buen juicio, ve con claridad los problemas, llama a las cosas por su nombre y, como todos los hechos de su vida avalan y ratifican lo que dice, goza desde muy joven de cierto prestigio entre sus compañeros. Serio, circunspecto, poco hablador en su trabajo, con cierto aspecto de seca hosquedad, Cipriano es un mozo bien-humorado, alegre y comunicativo. Le gusta participar en bromas y juegos en sus horas de asueto y en las excursiones y giras que se organizan los días festivos. Incluso en una época se siente atraído por los grupos teatrales de aficionados que actúan en los ateneos y círculos obreros. Mera llega a ser un discreto actor y algunos de sus viejos compañeros recuerdan todavía haberle visto interpretar con plausible acierto los protagonistas de «El sol de la humanidad» de Fola Igúrbide y el «Juan José» de Joaquín Dicenta.

Pero los tiempos son difíciles y a los militantes confederales queda poco espacio para la diversión y el asueto. Ni siquiera para atender como es debido a la propia familia ya formada. La C. N. T. es una organización combativa y revolucionaria. Sus sindicatos son clausurados con frecuencia y sus elementos más destacados perseguidos y encarcelados. Y si esto ocurre en los últimos tiempos de la monarquía constitucional, sucede con redoblada intensidad a lo largo de la Dictadura. Durante varios años las organizaciones cenetistas, colocadas al margen de la ley, han de funcionar en la clandestinidad. Forzados por las circunstancias, con sus locales cerrados, muchos de sus elementos han de ingresar en la U. G. T. para defender sus intereses como trabajadores. Cipriano Mera tiene que hacerlo en esta época, como tienen que hacerlo otros militantes cenetistas. Entre ellos, se encuentran, por lo que a Madrid respecta, figuras tan conocidas del movimiento libertario como Mauro Bajatierra, Feliciano Benito, Antonio Moreno, Melchor Rodríguez, Teodoro Mora, Paulet y los hermanos Inestal. Más adelante, cuando la Dictadura declina y la persecución se hace menos intensa, van agrupándose todos de nuevo en el Ateneo de Divulgación Social. Cae Primo de Rivera en enero de 1930 y a su Dictadura sucede la llamada «Dictablanda» de Berenguer. Comienza una etapa de extraordinaria actividad política que culminará, quince meses después, con la caída de la Monarquía. La C. N. T., con la que nadie cuenta, a la que nadie menciona y a la que una mayoría cree totalmente desaparecida, puede salir de su prolongada clandestinidad. Se produce entonces un fenómeno que ni comentaristas políticos ni historiadores se han tomado la molestia de estudiar y analizar a fondo: la rápida, la vertiginosa expansión del movimiento sindicalista revolucionario. Lo efectivo es que, aparentemente inexistente en enero, la Confederación Nacional del Trabajo tiene seis meses más tarde mayor número de afiliados que todos los partidos políticos de izquierda y derecha, monárquicos o republicanos, juntos.

Este sorprendente incremento no se produce sólo en Cataluña, Levante, Aragón y Andalucía donde los sindicatos confederales fueran mayoritarios con anterioridad, sino también en Galicia, Asturias, la Rioja y el Centro. En Madrid el sindicato más importante es, naturalmente, el de la construcción, cosa comprensible por las condiciones de trabajo imperantes en la industria y el temple de sus militantes. Como la C. N. T. no interviene en las contiendas electorales —que desdeña—, esos militantes son totalmente desconocidos en los círculos políticos y periodísticos de la capital. En cambio, son sobradamente conocidos por los trabajadores —que es lo que de verdad importa—, que los ven a diario en los mismos talleres, tajos o andamios en que todos laboran. En el sindicato de la construcción confederal no hay cargos retribuidos ni la esperanza de conseguir con facilidad sinecuras de ninguna clase. Todos son obreros auténticos y los militantes más destacados —Mera, Antona, Mora, Marcelo, Ciriaco, Inestal, etc.— no disfrutan de otro privilegio que servir de lección y ejemplo a sus compañeros trabajando tanto como el que más y arriesgándose y sacrificándose con absoluto desinterés por todos. Con esto basta y sobra para que los demás pongan en ellos mayor confianza que en cualquier arribista o escalatorres político por muchos que sean sus títulos universitarios o arrebatadora su elocuencia.

En estos meses de acusada transformación política, igual que en tiempos de la Dictadura y conforme sucederá con la República en los años venideros, la vida no es fácil ni cómoda para los sindicalistas madrileños. Una mayoría sufren persecuciones y encierros. Lejos de ser una excepción, Cipriano es una norma en esto. Participa en todas las luchas proletarias en un régimen o en otro y en todos tiene que sufrir largas temporadas de prisión. En diciembre de 1933, por ejemplo, forma parte del Comité Nacional que, como protesta contra el triunfo electoral de las derechas que da paso al llamado bienio negro, desencadena un fuerte movimiento revolucionario en Aragón, la Rioja y Levante. Como consecuencia es detenido y pasa largos meses en la cárcel de Zaragoza en unión del doctor Puente, Ejarque y varios centenares de compañeros. Ni siquiera varía fundamentalmente la situación para ellos cuando, en febrero de 1936, triunfa el Frente Popular. En Madrid se inicia a finales de la primavera de dicho año una huelga general de la construcción que pronto reviste especial violencia dadas las circunstancias que vive España. Cipriano Mera es uno de los primeros detenidos y sigue en la Cárcel Modelo de Madrid —en unión de David Antona, Teodoro Mora, Villanueva, Cecilio, López, Ciriaco y varios cientos de compañeros más— cuando se produce el levantamiento del 18 de julio. A mediodía del domingo 19 de julio, Cipriano Mera y sus compañeros son puestos en libertad. Inmediatamente se lanza a la lucha. Al día siguiente, lunes 20 de julio, participa activamente en los combates de Campamento. Veinticuatro horas después figura entre los grupos que se adueñan de Alcalá de Henares. El miércoles toma parte en una de las batallas más sangrientas de los comienzos de la guerra civil: el asalto de Guadalajara en que los muertos y heridos por ambos bandos se cifran en varios centenares. Sin tomarse un momento de descanso, Cipriano sigue hacia adelante. Al frente de unos grupos de hombres decididos avanza hacia el este y el sudeste a través de la Alcarria y la provincia de Cuenca. En pocos días los futuros frentes están en Alcolea del Pinar por un lado y en Albarracín por otro. (Se producen en estos días centenares de sangrientas escaramuzas libradas en cualquier rincón de la geografía peninsular. En una de ellas perece, más allá de Sigüenza, un buen militante madrileño: Tomás Lallave).

Cipriano Mera está de regreso en Madrid a finales de julio. Inmediatamente parte para la Sierra en una columna integrada por dos mil trabajadores madrileños y mandada por el teniente coronel Del Rosal. Durante más de un mes estas milicias confederales pelean en las estribaciones de Somosierra, por encima de Paredes de Buitrago, defendiendo los embalses que aseguran el abastecimiento de aguas de Madrid. Más tarde, durante los meses de septiembre y octubre, luchan en Gredos —Casas Viejas, La Adrada, La Iglesuela—... En el puerto Mijares, cerca de Piedralaves muere defendiendo una posición un conocido militante de la construcción: Teodoro Mora.

En los primeros días de noviembre, Cipriano Mera está tratando de formar una nueva columna con los hombres que han luchado en Sigüenza y Toledo. Cuando en la noche del 6 al 7 de noviembre se produce la huida de muchos hacia lo que entonces denominan algunos el Levante Feliz, se pone en movimiento en dirección opuesta. En la mañana del domingo 8 de noviembre, cuando la primera batalla de Madrid alcanza su mayor virulencia, Mera penetra en la Casa de Campo corno responsable político de una columna integrada por tres mil hombres, cuyo mando militar ostenta el teniente coronel Palacios. La primera brigada internacional y las Milicias Confederales tienen la misión de defender Madrid frenando el avance enemigo por las frondas del antiguo parque real. Durante dos semanas luchan encarnizadamente en un extenso frente que va desde Casa Quemada al Puente de San Fernando, cubriendo la Cuesta de las Perdices y las carreteras de Castilla y La Coruña. Aguantan bien y mantienen con energía sus posiciones, aún a costa de perder en menos de quince días la mitad de sus efectivos. Las bajas son cubiertas inmediatamente por combatientes voluntarios procedentes de todos los sindicatos. El Sindicato de la Construcción publica el día 9 de noviembre una orden impresionante. Dice escuetamente: «Todos los trabajadores de la construcción que no estén en lista y controlados por el Consejo Mixto de Fortificaciones, se concentrarán en los sitios indicados por sus organizaciones, con sus respectivas meriendas, para marchar dónde sea preciso en defensa del pueblo de Madrid». Van a luchar, a batirse empuñando el fusil abandonado por alguno de los muertos, tal vez a morir a su vez, peronadie les habla de premios ni recompensas. Se les exige, en cambio, que cada uno se lleve la comida. Y con orgullo podrá proclamar semanas más tarde el Sindicato de la Construcción, el sindicato de Mera, que ni uno solo de sus afiliados desoye el llamamiento de la organización. En torno a Madrid, en la dura lucha entablada en noviembre, caen muchos militantes confederales, algunos de los cuales pudieron llegar a ser buenos jefes una vez organizado el Ejército Popular. Perece así, oscuramente, lo mejor de la militancia madrileña. Tan anchos claros abre la muerte en sus filas que cuando el propio Mera recibe el encargo de comunicar a Federica Montseny la muerte de Durruti, la entonces ministro de Sanidad se duele de las elevadas pérdidas en compañeros destacados y pide a su interlocutor que sea prudente y no se arriesgue más de la cuenta. Sincero y rudo, Cipriano contesta moviendo la cabeza en gesto negativo: ¡Imposible! ¿No ves, mujer, que hay que ir siempre delante para que los demás nos sigan?»

Con un valor sereno y frío, sin alardes espectaculares ni gestos teatrales, pero con una decisión inquebrantable, Cipriano Mera va siempre delante mostrando a los demás el camino, desdeñando el peligro que le acecha. Ve caer en torno suyo a centenares de compañeros y espera seguir en cualquier momento la misma suerte. Las balas le respetan y continúa en pie después de participar durante la segunda quincena de noviembre y los meses de diciembre y enero en todas las batallas que se libran entre Aravaca, por un lado, y la Ciudad Universitaria, por otro. Durante ese tiempo comienza a aureolarle un prestigio casi mítico.

A finales de 1936 y comienzos de 1937, en los frentes cercanos a Madrid empiezan a constituirse las primeras unidades del Ejército Popular. En el medio año que lleva luchando ha llegado a la conclusión de que la guerra sólo puede ganarse con el arma adecuada que es un buen ejército. Sincero consigo mismo y con los demás, admite primero y defiende después enérgicamente la militarización de las unidades de voluntarios. No aspira a ostentar ningún mando y se resiste a aceptar el que le ofrecen; pero cuando las necesidades de la lucha y la insistencia de la organización le fuerzan a asumirlo, expone con serenidad su pensamiento y propósitos. Mientras la guerra dure y tenga el mando de una unidad militar, no tolerará en ella indisciplinas, debilidades ni caprichos de nadie. Exigirá de todos, empezando por él mismo, el cumplimiento del deber por encima de cualquier consideración, incluso sobre las propias fuerzas del individuo, y aplicará los más duros castigos a quien no lo haga, aunque sea su mejor amigo y compañero. Los procedimientos que empleará repugnan a sus ideas y sentimientos, pero es la única manera de ganar una guerra en la que tanto se juegan los trabajadores.

La XIV División, cuyo mando se le confía a comienzos de febrero, está integrada por dos brigadas: la 70 y la 77, surgidas de la transformación de otras tantas columnas milicianas —«Espartaco» y «España Libre»— que ya han luchado en distintos frentes. Pocos días después tienen que participar en lo más duro de la batalla del Jarama. Sus integrantes reciben su bautismo de fuego en las proximidades del Pingarrón. Se comportan con heroísmo, pese a sufrir un número considerable de bajas. Apenas terminada la batalla del Jarama comienza la de Guadalajara. Varias divisiones italianas, bien protegidas por artillería y aviación, avanzan rápidas por tierras de la Alcarria con ánimo de completar el cerco de Madrid, cortando sus salidas por el sur y el este. Ante la abundancia de material enemigo, las unidades republicanas han de batirse en retirada. El Cuerpo de Tropas Voluntarias llega en pocas jornadas cerca de Guadalajara, conquista Brihuega y pone en serio aprieto las comunicaciones de la capital. La XIV División se enfrenta con ellas el 16 de marzo, consiguiendo de momento paralizar su progresión. Dos días después se lanza a su vez al asalto de las posiciones enemigas y el día 19 de marzo entra en Brihuega, pone en fuga a las unidades de camisas y flechas negras, infringiéndoles la más sonada de las derrotas de toda la guerra de España, apoderándose de parte de su material y haciendo varios centenares de prisioneros.

Posteriormente la XIV División toma parte en diferentes operaciones y a mediados de julio interviene en las batallas libradas en torno a Brunete. Ha de hacerlo en el instante más crítico y en las condiciones más desfavorables cuando, contenido el avance inicial de las fuerzas republicanas, los nacionales (que han concentrado en el frente el grueso de sus unidades) se lanzan a la contraofensiva, bien protegidas sus tropas por la aplastante superioridad aérea de los aparatos alemanes e italianos. Durante más de una semana los catorce mil hombres que manda Cipriano Mera se clavan en el terreno y aguantan todos los ataques sin retroceder un sólo paso. Cuando la batalla concluye, la 70 y la 77 Brigadas ofrecen anchos claros en sus filas, pero han demostrado ser de las mejores unidades del recién creado Ejército Popular. Ascendido por méritos de guerra a teniente coronel, Cipriano Mera es nombrado comandante en jefe del 4.° Cuerpo de Ejército. Con escasas fuerzas —tres divisiones como máximo, entre ellas la ya famosa XIV—, tiene que cubrir un frente extenso que va desde Somosierra en la parte izquierda a los Montes Universales, cerca de Teruel, donde enlaza con el Ejército de Levante, en la derecha. Ejerce el mando del mismo sector durante el resto de la guerra, interviniendo en numerosas operaciones. Tiene a sus órdenes entre treinta y cinco y cincuenta mil hombres, encuadrados en unidades que muchas veces son puestas por sus superiores como modelo de organización y eficacia combativa. Como jefe de cuerpo de Ejército, Mera impone la más rígida disciplina unida a un concepto exigente de la propia responsabilidad. Continúa ocupando en los combates los puestos de máximo riesgo y desarrolla una actividad incesante durante la calma en los frentes. Aunque tiene poco más de cuarenta años, los combatientes le llaman cariñosamente «El Viejo» y a nadie sorprende verle aparecer de día o de noche en las posiciones más avanzadas porque constantemente recorre las líneas en misión de inspección y vigilancia. Merced a todo ello llega a ser uno de los jefes del Ejército Popular que inspiran mayor confianza a cuantos combaten a sus órdenes. 

En el mes de marzo de 1939, cuando la pérdida de Cataluña ha sellado definitivamente la suerte de la contienda, secunda por mandato expreso de su organización el movimiento contra Negrín, en el que participan todos los partidos y organizaciones del Frente Popular con excepción de los comunistas. El día 5 tiene que leer ante los micrófonos de Unión Radio una breve alocución expresando su apoyo a Julián Besteiro y Segismundo Casado que rechazan un intento de Negrín, que ya ha provocado la víspera la marcha a Bizerta de la flota republicana surta en Cartagena. Aunque el doctor, sus ministros y el Buró Político del P. C. abandonan España en la mañana del 6 de marzo, la situación del recién formado Consejo Nacional de Defensa, que ya preside Miaja, llega a ser extremadamente crítica durante los días 7, 8 y 9 ante la rebelión de parte de los tres cuerpos de ejército que defienden Madrid. Mera tiene que venir en su auxilio desde Guadalajara al frente de la XIV División para salvar al Consejo luego de una serie de encarnizados combates.

Cipriano Mera continua en su puesto de mando de Guadalajara hasta los últimos días de marzo. El martes 28, una vez caído Madrid y desaparecidos prácticamente los frentes del Centro, recibe orden de trasladarse a Valencia. De allí parte en la mañana del 29 con rumbo a Orán. En Argelia no le reciben con los brazos abiertos ni le tratan con consideraciones de ningún género. Al igual que otros varios millares de refugiados va a parar a un campo de concentración, donde ha de pasar varios meses padeciendo hambres, incomodidades y malos tratos. Al salir de España no ha llevado consigo bienes ni riquezas y este primer exilio no tiene para él nada de dorado.

Cuando al fin sale del campo de concentración tiene que ganarse la vida trabajando. Como en Orán no encuentra dónde laborar ha de marchar al Marruecos francés donde empieza a trabajar como simple peón en las obras de construcción del ferrocarril que, partiendo de Tánger, los franceses esperan que llegue algún día hasta Dakar. El «general» curtido en cien batallas, que mandó con eficacia y acierto un cuerpo de ejército, es un trabajador igual que los demás que ni pide ni admite ningún trato de favor. En la primavera de 1940 se produce el desastre francés y los alemanes llegan hasta la frontera de los Pirineos. En el otoño las autoridades españolas solicitan la extradición de algunas figuras destacadas de los exiliados republicanos —Azaña, Companys, Peiró, Zugazagoitia, Teodomiro Menéndez, Cruz Salido, Rivas Cheriff, etc.— y ven satisfecha sin tardanza su demanda, con la sola excepción de Azaña que fallece en Montauban. Algún tiempo después hacen la misma petición con respecto a una larga serie de exiliados refugiados en Argelia y el Marruecos francés. Pero las autoridades galas de las colonias —quizá porque los alemanes están más lejos— se muestran menos diligentes en atender la demanda. Nogués, el residente francés en Fez, procura dar largas al asunto y deja transcurrir unos meses sin hacer nada. Accede por último, no sin ciertas reservas mentales y, al parecer, tras haberle asegurado que ninguno de los refugiados que entregue será fusilado. Sea como fuere, entre los exiliados cuya extradición se concede figura Cipriano Mera que es conducido a Madrid y encerrado en la prisión de Porlier. Tras un periodo de espera es juzgado y condenado a la última pena. Le indultan a los pocos meses, demostrando tanto antes de ser juzgado como en el tiempo que tiene pendiente sobre su cabeza la más grave de las penas, absoluta serenidad y entereza. Luego de indultado, las autoridades disponen su traslado a la Prisión Central de Trabajadores de Santa Rita —que ocupa los edificios de un antiguo colegio reformatorio para señoritos calaveras— en el entonces pueblo de Carabanchel Bajo, actualmente simple barriada de Madrid. En Santa Rita se concentran en los años cuarenta y dos a cuarenta y cuatro los millares de presos destinados a trabajar en los destacamentos penitenciarios de la Sierra —aparte de los que construyen los túneles para el ferrocarril directo Madrid-Burgos, están los que horadan una montaña en Cuelgamuros— y en las obras de la nueva prisión que ha de sustituir en Carabanchel Alto a la que fue destruida durante la guerra en la plaza de la Moncloa.

Durante bastante tiempo Cipriano Mera sale todas las mañanas de Santa Rita en una columna formada por más de mil penados, bien custodiados por una veintena de funcionarios de prisiones y un pelotón de soldados, para ser trasladado a las obras que distan poco más de un kilómetro. Allí trabaja como albañil durante ocho o nueve horas, para volver a ser encerrado en Santa Rita al caer la tarde. Cada día de trabajo le permite redimir otro de condena, por lo que la pena de treinta años puede quedar reducida a quince. Aparte, recibe un salario de tres pesetas diarias: una que se destina a mejorar el rancho; otra que puede cobrar su familia y una tercera que ingresa en una cuenta de ahorros cuyo total se le entregará al recobrar la libertad. En cualquier caso abandona la prisión mucho antes de cumplir los quince años de reclusión, merced a uno de los varios indultos que se promulgan.

Pero sale —conviene precisarlo— en una llamada libertad condicional que difiere bastante de la libertad absoluta. El liberado condicional tiene que residir forzosamente en el lugar que se le designe, presentándose con periodicidad a las autoridades que se le indique para declarar dónde trabaja, el dinero que gana y la vida que hace, no pudiendo viajar ni cambiar de domicilio sin antes pedir y conseguir el correspondiente permiso. Caso de no cumplir al pie de la letra las instrucciones o incurrir en cualquier falta o delito puede ser encarcelado de nuevo, teniendo que cumplir entonces la totalidad de la condena que tiene pendiente. Al abandonar la prisión, Cipriano vuelve a vivir donde siempre ha vivido en compañía de su mujer. Torna también a buscar ocupación en su profesión y oficio. Lo encuentra en las obras de una constructora —Urbis, concretamente— que está levantando una extensa barriada entre las avenidas madrileñas de Menéndez Pelayo y Doctor Esquerdo. Allí vuelve a subir al andamio sin que se le caigan unos anillos que no lleva por seguir colocando ladrillos. Pero si ni en los años de mando militar ni en los que después pasa en prisión ha cambiado interiormente lo más mínimo, tampoco sus ideas han sufrido la menor variación. Sigue pensando exactamente igual que hace diez o quince años, lo que le ocasiona contrariedades y molestias. Sufre repetidas retenciones e interrogatorios y comprueba en múltiples ocasiones que está sometido a una discreta vigilancia.

Un día sabe que la Policía le anda buscando y resuelve abandonar Madrid para volver al exilio. Gana la frontera viajando como puede y consigue cruzar a pie los montes que le separan de Francia. En el país vecino procura rehacer su vida, no sin sin tener algunos tropiezos con la Policía francesa que en este momento —varios años después de finalizada la segunda guerra mundial— no ve con buenos ojos la presencia de determinados exiliados españoles en el sur de Francia. En Toulouse es detenido en alguna ocasión, acusado de participar en actividades políticas y amablemente se le invita a alejarse lo más posible de la frontera. Mera marcha a París donde trabaja como albañil, exactamente igual que ha hecho antes en Toulouse. Hay gentes que le ofrecen ayudas y colocaciones que rechaza sin vacilar. No quiere ni admite favores ni limosnas. Es un trabajador auténtico y prefiere seguir ganándose la vida con su propio esfuerzo. Algunos que no le conocen, insinúan que puede tratarse de una pose «pour épater les bourgeoises», pero todos tienen que reconocer al cabo que se trata de un hombre de una moral incorruptible. Aunque cuando pisa el suelo francés tiene más de cincuenta años, todavía trabaja como albañil durante veintitantos más.

Vive exclusivamente de su trabajo mientras le quedan fuerzas. Con él, compartiendo estrecheces y penurias, su compañera de toda la vida, que no sin grandes dificultades ha podido ir a reunírsele en Francia. Tras residir y trabajar durante bastante tiempo en diferentes puntos, Cipriano Mera pasa los últimos años de su vida en un piso pequeño y modesto de la calle Jean Jaurés de Billancourt-sur-Seine. En su casa no hay lujos de ninguna clase; carece incluso de los aparatos electrodomésticos que hoy se consideran indispensables en cualquier familia humilde, pero vive con una austera y altiva dignidad. Sin intentarlo ni proponérselo, se convierte en un símbolo y un ejemplo para cuantos le conocen. No sólo por su valor y temple durante la guerra, sino por su conducta posterior. Porque si son muchos los capaces de comportarse valerosamente en el transcurso de una lucha y morir con entereza, son contados los que con una historia como la suya, con una aureola tan bien ganada vuelven con aire sencillo, sin aires teatrales para asombrar a la galería, a su trabajo habitual para ganarse durante varios lustros —hasta que las dolencias y la falta de reservas físicas le fuerzan a jubilarse, bien entrado ya en la senectud— la vida con el sudor de su frente colocando ladrillos en lo alto de un andamio. Buena prueba de su comportamiento es que en repetidas ocasiones acuden en su busca reporteros de distintos países que quieren oír sus confesiones respecto a la trayectoria de su vida o sus puntos de vista y opiniones sobre determinados problemas. Cipriano Mera, en cuyo pecho no tiene cabida la menor vanidad, les recibe con mayor o menor amabilidad pero se niega en redondo a lo que pretenden sus visitantes y más aún a dejarse retratar por ninguno. No hace mucho unos periodistas —españoles concretamente— acuden a su domicilio de Billancourt- sur - Seine con esta pretensión. Cuando el interesado se niega en redondo a decir una sola palabra para el diario que representan, los jóvenes reporteros, con una total falta de delicadeza, creyendo quizá que todo puede lograrse con dinero, le ofrecen una cantidad que consideran más que suficiente. Aunque Cipriano está ya viejo y enfermo, una llamarada de indignación brilla en sus pupilas, se yergue colérico y los periodistas han de abandonar precipitadamente la vivienda. Este era Cipriano Mera. Este era el luchador obrero, comandante en jefe un día del 4.° Cuerpo de Ejército, que supo vivir durante muchos años sostenido por una inquebrantable moral, y que ha muerto el pasado 25 de octubre en un hospital del arrabal parisino de Saint Cloud.


Eduardo de Guzmán
Tiempo de Historia nº 13 diciembre de 1.975



Documental "Vivir de pie Las guerras de Cipriano Mera"



Hubo un tiempo en el que todo fue posible. Un tiempo en el que un ejército de soñadores se hicieron albañiles de la utopía y construyeron las paredes de las casas que no llegarían a habitar y los altos muros de las prisiones que finalmente... ocuparon. Unos tiempos difíciles de una historia subterránea, el leve peso de las ideas que fluyen como la sangre a través de las grietas en el muro. Esta es la historia de un albañil y de una grieta, de un niño audaz con alma de pez volador que osó soñar con un mundo nuevo”.





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