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263. Después del 1 de Abril de 1939



Después del 1 de Abril de 1939Un millón de presos políticos y doscientos mil muertos en España


VEINTIOCHO meses después de la muerte de Franco seguimos sin conocer cifras oficiales, ni siquiera aproximadas, del número de víctimas ocasionadas por la represión que sigue durante años interminables al final de nuestra dolorosa contienda civil. Es de todo punto evidente que hace años las conoceríamos nosotros y las conocería el mundo entero de no existir —¡todavía hoy!— un propósito firme y deliberado de ocultarlas. En el Ministerio de Justicia o en cualquier otro; en las direcciones generales de Prisiones y Seguridad, en las auditorias de guerra correspondientes a las diversas capitanías generales o en no importa qué archivo o centro burocrático tienen que existir datos concretos sobre el número de detenidos y sancionados en una u otra forma; de los muertos sin juicio previo y de los que fueron condenados a largas penas de reclusión; de los fallecidos en prisión y de los que fueron fusilados o ejecutados en garrote vil en los treinta y seis años transcurridos entre 1939 y 1975.

CUÁNTOS fueron los presos políticos en un dilatado período y a cuántos millones de años alcanzan las penas de reclusión cumplidas en presidios, cárceles, destacamentos penitenciarios, campos de concentración y trabajo, batallones disciplinarios y de fortificaciones?

¿Cuántos perecen de muerte violenta, mueren de inanición o a consecuencia de enfermedades carenciales? ¿Cuántos que oficialmente perecen de «asistolia» mueren víctimas de un interrogatorio, una paliza o un paseo? No lo sabemos con exactitud, pero tenemos el convencimiento profundo de que si fueran tan pocos como han pretendido a lo largo de los años de dictadura y continúan pretendiendo hoy los corifeos del franquismo —que muchas veces pasan por historiadores— hace tiempo que se hubieran hecho públicas las cifras correspondientes. Cuando se tiene tan exquisito cuidado en mantenerlas secretas sólo puede deberse, lógicamente, a un motivo: que las víctimas reales y efectivas superen con creces cuanto se ha dicho dentro y fuera de España, demostrando en forma irrefutable que la llamada Paz de Franco tuvo un extraño parecido con la de los cementerios. Si en la terrible «década ominosa» de Fernando VII, algunos cronistas calculan en cien mil el número de presos, condenados y ejecutados, durante los treinta y cinco años posteriores al triunfo franquista el número de muertos duplica como mínimo aquella cifra y el de presos y perseguidos supera con creces el millón de españoles.


EL MANEJO DE LAS ESTADÍSTICAS

A falta de una estadística completa, veraz, fiable y comprobable de presos, procesados, condenados y ejecutados que ni Franco permitió publicar durante su vida ni sus partidarios publicarán jamás, quienes han calculado las víctimas no sólo de la represión, sino de la terrible catástrofe nacional iniciada el 17 de julio con la sublevación militar de Melilla, suelen basar sus apreciaciones en la disminución sufrida por el total de la población española entre los censos anteriores y posteriores a 1935, apuntando junto al número de muertos y exiliados los que no llegaron a nacer a consecuencia de la situación anormal del país entre 1936 y 1950. Otro cálculo, menos preciso aún, se basa en el número de muertes violentas que aparecen en las estadísticas oficiales, atribuyendo el exceso de los años posteriores al comienzo de la lucha a caídos en los frentes, asesinatos y ejecuciones.

Pero como las estadísticas se prestan a todo tipo de interpretaciones, discrepan rotundamente los resultados a que unos y otros llegan manejándolas. Así, y concretamente en lo que se refiere a la represión que sigue al final de la guerra, hay quien habla de doscientos mil muertos, otros cifran las ejecuciones en 105.000 y no falta quien con exceso de optimismo desaforado las deja reducidas a 23.000. Personalmente, creo que todos están errados —en menos de la espantable realidad, naturalmente— porque unos y otros olvidan al manejar los resultados que arrojan los diferentes censos un hecho fundamental de los años cuarenta: el racionamiento de la mayor parte de los productos alimenticios, el hambre reinante en la población civil y el estraperlo, generalizado hasta extremos inconcebibles actualmente.

Quienes vivieron aquella etapa trágica de la vida de España no han podido olvidar —transcurridos ya más de treinta años— cuanto entonces acontecía. La posesión de una simple cartilla de racionamiento —con sus menguadas raciones de pan, de aceite, legumbres o arroz— significaba una posibilidad más o menos remota de no pasar demasiada hambre; las familias, todas las familias, defendían con uñas y dientes las que tenían y no daban de baja a ninguno de sus miembros, aunque hubiese cambiado de residencia, estuviese huido, preso o hubiera logrado exiliarse más allá de nuestras fronteras. Había millares de cartillas a las que sacaban el máximo jugo. Si el caciquismo de la Restauración hacía votar a los muertos, el estraperlismo franquista conseguía merced a ellos sostener el más lucrativo de los negocios.

Existían miles y miles de cartillas falsas o duplicadas que al parecer en los censos de los años cuarenta reducían considerablemente la merma de la población, aminorando por tanto, el número de muertos en la guerra y de fusilados en la prolongada posguerra. Algo semejante sucede con los datos estadísticos acerca de las muertes violentas. Si en cárceles y presidios solían certificarse como infartos o simples asistolias las defunciones por hambre, la resurrección de una vieja ley de 1870 permitía escamotear legalmente el número de ejecuciones. En efecto, una ley liberal y humanitaria que quería evitar a los descendientes de las personas ejecutadas como consecuencia de sus crímenes, la vergüenza de su muerte infamante, disponía textualmente: «El fallecimiento producido por pena capital se inscribirá en virtud del testimonio judicial de la ejecución que hará referencia al parte facultativo de la defunción y se evitará que la inscripción refleje la causa de la muerte»

Esta disposición que tiene fecha de 11 de junio de 1870 cae prácticamente en desuso durante los cincuenta y seis años siguientes. Pero alguien tiene la luminosa idea de resucitarla en la llamada zona nacional en 1936 y así en numerosos registros civiles se inscriben las muertes de muchos fusilados como debidas a simples hemorragias.

Aún así los datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística reflejan en los años que siguen a la guerra civil un aumento considerable del número de muertes violentas en España. Mientras en el último año de paz -1935— sólo se producen en el conjunto de la nación 7.289 fallecidos por causas violentas, su número llega a 50.068 en 1939, primer año de la posguerra, bajando en los dos siguientes a 33.384 y 24.754. En la década que va desde 1939 a 1948 el número de muertes violentas consignadas oficialmente en nuestro país es de 196.433. Multiplicando por diez los fallecidos violentamente en 1935, sumarían un total de 72.890. La diferencia entre ambas cifras -123.543 muertos— constituye un buen indicio para calibrar toda la dureza y alcance de la represión franquista en los primeros años de la posguerra.


FRANCISCO FRANCO: «MAS DE 400.000 PROCESADOS»

Pero la represión franquista no termina en 1948, sino que se prolonga veintisiete años más. No olvidemos que una de las últimas decisiones del Caudillo, que provoca enormes protestas en todo el mundo civilizado, es la de fusilar a cinco militantes de ETA y FRAP el 27 de septiembre de 1975. No obstante, aunque las medidas represivas se prolongan tanto como la vida de Franco, sus víctimas disminuyen a medida que pasan los años. Mientras en los seis primeros de la posguerra se producen millares de ejecuciones y en los cinco que les siguen todavía menudean, van siendo más escasas a partir de 1952, aunque no cesan hasta menos de dos meses antes de la fecha de su defunción.

¿Cuántas personas sufren reclusiones más o menos prolongadas durante los treinta y seis años que median entre 1939 y 1975? Tampoco se conocen con exactitud las cifras correspondientes. Entre otras razones, porque muchos que pasaron largas temporadas en campos de concentración y trabajo o en batallones de fortificación y castigo, no figuran en las estadísticas. Según informes de carácter oficial u oficioso en los diez años que siguen al final de las hostilidades, el número de varones presos en cada uno de ellos es el siguiente: 


Reproducimos estos datos a título simplemente indicativo, no porque nos merezcan demasiado crédito. Aparte de que se refieren únicamente a los hombres presos, con total exclusión de las mujeres —que en esos años constituyen parte importante de la población penal— las cifras de 1939 son totalmente inexactas. Como nadie ignora, el 1 de abril de dicho año terminan las hostilidades y se entregan, formados disciplinadamente, la mayoría de los integrantes del Ejército Popular. Suman alrededor de trescientos mil los combatientes que tras rendirse son encerrados en campos de concentración donde pasan semanas o meses antes de ser clasificados, puestos en libertad o reenganchados automáticamente para hacer de nuevo el servicio militar en batallones de fortificaciones. Sólo ellos, que no aparecen como reclusos en las estadísticas oficiales, ya son como mínimo el triple de los 90.413 consignados en 1939.

Incluso prescindiendo de los campos de concentración el número de presos es muy superior al que reflejan las estadísticas. El 31 de diciembre de 1939 funcionan en Madrid las siguientes prisiones: Yeserías, Porlier; Conde de Toreno, Santa Engracia, Torrijos, Duque de Sesto, Ronda de Atocha, Barco, Cisne, Ventas, San Antón, San Lorenzo, Santa Rica, Comendadoras, Claudio Coello y Príncipe de Asturias. Todas se hallan tan abarrotadas que los presos amenazan reventar sus recintos, teniendo muchas veces que dormir amontonados en un espacio de 35 centímetros de ancho por metro y medio de largo. En Yeserías, donde me encuentro pasan de seis mil los reclusos; en Ventas hay más de diez mil mujeres y varios millares más en cada una de las restantes prisiones. Cálculos moderados elevan por encima de setenta mil el número de presos políticos sólo en Madrid, aparte de los fusilados en los ocho meses transcurridos desde que terminaron las hostilidades y los varios millares que, luego de ser condenados en los juicios que se celebran a diario, han sido trasladados a los numerosos penales improvisados en los más diversos puntos de la geografía peninsular. Preciso es hacer constar, por otro lado. que estos setenta mil presos políticos en la ciudad de Madrid, no son los únicos en la provincia. En todas las cabeceras de partido judicial y en distintos pueblos se encuentran asimismo varios millares de hombres, sobre todo en las prisiones de Colmenar, Alcalá de Henares, Aranjuez y El Escorial. Sin lugar a dudas puede asegurarse que sólo por las cárceles madrileñas han pasado en los ocho últimos meses de 1939 un número de presos muy superior a los 90.413 que señalan los datos oficiales y oficiosos. Sin contar, naturalmente, que hay muchos más presos en Cataluña, Valencia, Murcia, el resto de Castilla la Nueva y la parte de Andalucía que permaneció en manos de la República hasta casi el final de la contienda. Ni que en Galicia, el Norte, Aragón, Castilla la Vieja, Extremadura, Andalucía Occidental, Canarias y Baleares hay también millares y millares de encerrados. ¿Puede estimarse exagerado que los treinta y seis años que siguen al final de la guerra civil pasen por cárceles, presidios, destacamentos penitenciarios, campos de concentración y trabajo y batallones de fortificación y castigo mucho más de un millón de españoles?

A quienes la cifra les parezca desmesurada vamos a aportarles una prueba nada sospechosa. Procede del propio don Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España, quien en una carta dirigida a don Juan de Borbón el 27 de mayo de 1943, dice textualmente entre otras cosas: «¿Es que no tiene trascendencia para Vuestra Alteza la obra de liquidación del problema de la justicia que da comienzo con más de cuatrocientos mil procesados para acabar a fuerza de generosidad, pero sin claudicaciones, ni mengua de la ejemplaridad, reducido a menos de setenta mil presos, autores principales de crímenes o con gravísimas responsabilidades?». Si pensamos que en los años de guerra y de la inmediata posguerra menos de la mitad de los detenidos llegaban a ser procesados, tendremos que cuando aún faltaban treinta y dos años para el final de su dictadura, Franco admite de manera expresa que fueron cientos de miles los hombres que pasaron por las prisiones de su régimen. ¿Y cuántos de los trescientos treinta mil procesados, que ya no estaban recluidos en mayo de 1943, fueron ejecutados con anterioridad a dicha fecha? Por muy optimistas que queramos ser, forzoso será convenir en que los ejecutados de entre ellos multiplican varias veces las 23.000 víctimas que ahora quieren presentársenos como el total de las ocasionadas por la represión franquista.


200 EJECUCIONES DIARIAS EN MADRID.

Charles Foltz, periodista norteamericano que desempeña la corresponsalía de la Associated Press en Madrid a finales de la segunda Guerra Mundial, autor de un libro titulado « Masquerade in Spain», publicado en Boston en 1948, sostiene que según datos oficiales que le son facilitados en el Ministerio de Justicia madrileño, entre el 1 de abril de 1939 y el 30 de junio de 1944, el número de ejecutados o muertos en las prisiones españolas alcanzaba la cifra de 192.684 personas. Aunque el libro de Foltz sigue sin publicarse en España y la cifra de muertos ha sido negada sistemáticamente por todos los beneficiarios del franquismo, sobran razones para considerarla muy cercana a la verdad. Nos la confirma indirectamente personaje tan poco sospechoso de simpatías hacia los republicanos españoles como el conde Galezzo Ciano, yerno de Mussolini y ministro de Asuntos Exteriores de la Italia fascista. El conde Ciano visita España a mediados de julio de 1939 y, tras recorrer diversas regiones españolas, resume sus impresiones diciendo: «Sería inútil negar, sin embargo, que sobre España pesa todavía un sombrío aire de tragedia. Las ejecuciones son aún muy numerosas; sólo en Madrid, de 200 a 250 diarias; en Barcelona, 150 y 80, en Sevilla que, en ningún momento estuvo en manos de los rojos».

Algo parecido dice, por su parte, el periodista inglés A. V. Philips al ser puesto en libertad en 1940, tras pasar cuatro meses y medio en diversas prisiones madrileñas. Y lo mismo pueden atestiguar los supervivientes de los cientos de miles de reclusos que llenan las cárceles de toda España durante los años 1939, 1940, 1941, 1942 y 1943.

En Madrid, concretamente, actúan permanentemente cinco consejos de guerra sumarísimos de urgencia, que juzgan entre doscientas y trescientas personas diarias, contra más de la mitad de las cuales solicitan los fiscales la más irreparable de las penas. Durante estos años, e incluso con posterioridad, suele haber un mínimo de tres a cuatro sacas semanales, variando el número de los ejecutados en cada una de ellas. E igual que en Madrid sucede en Barcelona, Valencia, Alicante, Murcia, Albacete, Almería, Jaén o Tarragona. En un clima de angustiosa tragedia. El padre Martín Torrent, capellán de la Modelo de Barcelona, donde se hacinan alrededor de ocho mil presos, puede escribir un folleto titulado: «¿Qué me dice usted de los presos?», editado en Alcalá de Henares en 1942, en el que puede leerse: «¿Cuándo voy a morir? El único hombre que tiene la incomparable fortuna de poder responder a esta pregunta es el condenado a muerte. ¿Es posible conceder una gracia mayor a un alma que atravesó la vida apartada de Dios?».

En cada uno de los múltiples juicios «sumarísimos de urgencia» celebrados a diario en gran número de localidades españolas suelen comparecer entre veinte y sesenta personas, muchas de las cuales no han sido interrogadas por ningún juez ni conocen siquiera el nombre del defensor, al que en ningún caso han designado. Es muy raro que se permita declarar a un solo testigo en el acto de la vista y la suerte de los procesados se dilucida generalmente en menos de tres horas. Aparte de juzgarles por un delito de rebelión militar, que evidentemente no han cometido, se invierten normas jurídicas universales y no es el acusador quien debe probar, sino el acusado el que necesite demostrar su inocencia. Como la simple denuncia se considera prueba suficiente, la demostración de inocencia del inculpado ofrece con frecuencia insuperables dificultades. En efecto, si a uno le acusan de haber matado a un individuo determinado en una fecha y un lugar concretos, el acusado puede probar que no estuvo en dicho lugar en esa fecha o que el presunto asesinado continúa vivo; pero si le culpan de haber matado a veinte personas sin decirle sus nombres ni cuándo, dónde ni cómo perecieron, no tendrá posibilidad alguna de demostrar su inocencia. Y por la absoluta imposibilidad de probarlo en el acto del juicio, millares de inocentes son condenados a muerte y ejecutados. La represión franquista se prolonga con las mismas características durante muchos años.

No termina, contra lo que algunos pretenden, al final de la segunda guerra mundial, sino que adquiere entonces renovados bríos. Si en los años 42, 43 y 45 se hacen públicos diversos indultos —nunca una amnistía—que liberan, luego de cumplir una serie de trámites, a muchos reclusos que generalmente quedan en prisión atenuada o libertad condicional, con o sin destierro, que puede serles revocada en cualquier instante, los condenados por los llamados delitos posteriores llenan los huecos que pudieran dejar en los penales o ante los pelotones de ejecución. No pocos dirigentes políticos o sindicales pagan con la vida su trabajo en la clandestinidad. Otros, más numerosos aún, purgan sus deseos de libertad con estancias de quince, veinte y hasta veinticinco años en los presidios franquistas.


VEINTE AÑOS DE LUCHA GUERRILLERA

Desde el mismo mes de julio de 1936 y en las regiones dominadas por el fascismo hay grupos obreros y campesinos que se marchan al monte para librarse de los fusilamientos y luchan como pueden contra las fuerzas lanzadas en su persecución. Este movimiento guerrillero, que no cesa un solo momento en los tres años siguientes, se intensifica al final de nuestra contienda civil y alcanza considerables proporciones cuando al término de la segunda guerra mundial los antifascistas españoles abrigan serias esperanzas de que Franco no tardará en seguir la misma suerte de Hitler y Mussolini. Apoyadas, articuladas y dirigidas por las organizaciones clandestinas de resistencia, las partidas guerrilleras se multiplican y actúan en todas las regiones de la nación. Entre 1944 y 1948 el maquis constituye un serio problema para el régimen. Pese a la decisión comunista, anunciada el 1 de diciembre de 1948 por el propio Santiago Carrillo, de que debe abandonarse la lucha guerrillera que considera fracasada, los combates, escaramuzas y emboscadas continúan durante varios años revistiendo especial gravedad. Prueba de ello es el bando que el 1 de febrero de 1951 publica el teniente coronel jefe de la comandancia de la Guardia civil de Granada en que, incitando a la rendición de cuantos aún continúan en la sierra, inserta una lista nominal de 47 integrantes del maquis muertos en combate en dicha provincia durante el año 1950 y otros 16 abatidos en el primer mes de 1951, así como de 15 más que fueron ahorcados en ese mismo tiempo. Setenta y ocho guerrilleros muertos en poco más de un año en una sola provincia, cuando a diario se afirma que hace años que en toda España reina absoluta tranquilidad, demuestra el carácter sangriento de la Paz de Franco tan exaltada por los botafumeiros de su dictadura.

Para muchos ingenuos que se creen a pie juntillas cuanto afirma la propaganda franquista constituye una sorpresa un artículo publicado en «YA» el 12 de octubre de 1971 por el entonces teniente coronel José María Gárate, adscrito al Servicio Histórico Militar, titulado «Veinte años del hundimiento del maquis» en el que dice, entre otras cosas, hablando del movimiento guerrillero: «La última partida fue aniquilada el 3 de enero de 1960 (lo que indica que no hace veinte años como afirma el título, sino únicamente once en la fecha de publicación del artículo) en San Celoni (Barcelona). Allí murieron sus cuatro miembros y frente a ellos el teniente Fuentes, de la Guardia civil, última víctima de aquel bandolerismo. No hay un balance completo de bajas, pero la Guardia civil tuvo 276 muertos. Los muertos y heridos de los bandoleros fueron más de 5.500, en unas 8.000 acciones terroristas».Un poco más amplios son los datos publicados en un reportaje de «ABC»conmemorando el ciento cincuenta aniversario de la fundación de la Guardia civil en que, limitando su alcance a los nueve años comprendidos entre 1943 y 1952, nos ofrece las siguientes cifras: «Hechos delictivos, 8.275. Bajas de los bandoleros, 5.548. Bajas del Cuerpo, 624. Detenidos como enlaces, cómplices y encubridores, 19.407». Si tenemos en cuenta que la actividad guerrillera dura más de nueve años, puesto que se prolonga hasta 1963, en que son exterminadas las últimas partidas de la guerrilla urbana, y en que además de la Guardia civil participan en su exterminio fuerzas del Ejército, las diferentes policías y numerosos paisanos armados —integrantes de la famosa «contrapartida»— cabe suponer que habría de multiplicarse varias veces las cifras dadas por «ABC. En ese período, por otra parte, se cometen gran número de vergonzosas atrocidades, entre las que sobresalen las del pueblo turolense de Gujar en septiembre de 1947 y la matanza del Pozo Funeres, en la comarca asturiana de Langreo, en el mes de abril de 1948.


ALGUNOS NOMBRES DE FUSILADOS

Cuando el asesinato de García Lorca impulsa a diversos periodistas e historiadores nacionales y extranjeros a investigar sobre el alcance de la represión en Granada durante los primeros meses de la guerra civil, descubren espantados que son muchos millares los granadinos que sin formación de causa ni proceso de ninguna clase son inmolados por la vesania sádica de individuos como el comandante Valdés o el tristemente famoso capitán Rojas, autor en 1933 de la masacre campesina de Casas Viejas. Unos y otros comprueban horrorizados que el número de muertos en la ciudad de Granada es muy superior a todo lo dicho o imaginado. Lo mismo sucede cuando se trata de conocer la verdad de lo ocurrido en Navarra, Valladolid, Burgos, Sevilla y Zaragoza que desde el primer momento estuvieron en manos de los promotores del Alzamiento y en las poblaciones que posteriormente ocupan las fuerzas franquistas como Badajoz, Málaga, Bilbao y Gijón. Como más tarde se sabrá, en todas partes se han limitado a poner en práctica las instrucciones dadas por Mola en una circular del mes de junio de 1936, sembrando el terror para asustar e inmovilizar a sus adversarios.

Pero si en los primeros tiempos no sólo no se oculta el número de ejecuciones, sino que se alardea de ellas, como hace noche tras noche Queipo de Llano a través de la radio, y suelen ser públicos los fusilamientos, dejándose horas y horas los cadáveres sin enterrar para lección y escarmiento- de rojos, posteriormente se ocultan celosamente. Tan celosamente que en este momento, cuando van transcurridos cerca de cuarenta y dos años del comienzo de la guerra, no se ha publicado estadística oficial alguna con el número de fusilados en cualquiera de las ciudades y los pueblos de España en poder del Movimiento desde el comienzo de las hostilidades. La tónica no varía cuando el 1 de abril de 1939 —hace ahora justamente treinta y nueve años— cesan las hostilidades. Lejos de imitar la conducta generosa de los liberales que no toman represalias de ninguna clase al vencer en las tres guerras carlistas del siglo XIX, Franco anuncia que la liquidación de la contienda fratricida «no debe hacerse a la manera liberal con amnistías monstruosas y funestas que más bien son engaño que gesto de perdón». Durante los treinta y seis años que aún dura su vida, Franco cumple al pie de la letra su propósito sin cansarse en ningún momento de firmar sentencias de muerte, añadiendo de su puño y letra en numerosas ocasiones una siniestra coletilla que dice sencillamente: «garrote vil». Es, desde luego, el jefe de Estado español a quien cabe la triste gloria de haber hecho ejecutar a mayor número de compatriotas a lo largo de todos los siglos de la historia nacional.

Aunque la cifra redonda del millón de muertos es puesta en circulación en la zona franquista durante la guerra y al parecer por el primado de España, cardenal Gomá, los partidarios de la pasada Dictadura están empeñados desde hace años en hacemos creer que las víctimas de nuestra contienda no llegaron ni siquiera a una cuarta parte. Es un cínico cambio de postura y actitud sólo comparable al de la exaltación de las venturas de la paz efectuada por quienes desencadenaron la más horrenda de las contiendas civiles y de la convivencia nacional por los que, paralelamente, están desarrollando una cruel y despiadada represión. La verdad, por desgracia, es muy distinta a la que ahora nos pintan. La verdad es que en los treinta y seis años que median entre el 1 de abril de 1939 y el 20 de noviembre de 1975, más de un millón de españoles se ven privados de libertad por motivos políticos y más de doscientos mil de ellos perecen frente a los pelotones de ejecución, Los franquistas que todavía se atreven a negarlo deberían hacer públicas, de una vez para siempre, las cifras auténticas —que indudablemente tienen que estar consignadas en alguna parte— de cuantos pasaron por cárceles, presidios, campos de concentración, destacamentos de trabajo y batallones de fortificaciones y castigo, así como los condenados a muerte, fallecidos en los encierros y muertos en lucha o sin formación de causa en esos siete lustros de intenso dramatismo.

Para facilitar su tarea, podemos facilitarles algunos nombres de los millares y millares de muertos en ese largo período. Entre los militares profesionales pasados por las armas luego del final de guerra—durante ella hubo numerosos ejecutados como demuestran los nombres de los generales Salcedo, Caridad Pita, Romerales, Mena, Gómez Morato, Batet, Núñez del Prado, Campins y el almirante Azarulo— cabe señalar a los generales Aranguren, Escobar y Martínez Cabrera; a los coroneles Burillo, Gallo, Fernández Navarro, Ortega, Menacho, Pérez Salas, Eduardo Medrano y Carlos Cuerda; a los procedentes de milicias con mando de grandes unidades corno Ascanio, Maroto, Sol, Etelvino Vega, Guerrero y Ciriaco; a millares de comisarios entre los que se encuentran Feliciano Benito Anaya, comisario jefe del IV Cuerpo de Ejército y Domingo Girón, comisario de Artillería del Ejército del Centro.

Todavía son más abundantes las personalidades políticas y sindicales que perecen víctimas de la represión. Dos miembros del último Consejo Nacional de Defensa, que renuncian a marcharse, quedándose en Madrid para hacer frente a sus responsabilidades, mueren en la cárcel. Son Julián Besteiro, catedrático de Lógica, diputado socialista y presidente de las Cortes Constituyentes, que perece totalmente abandonado en la Cárcel de Carmona en 1940 y el diputado de Izquierda Republicana y director de «Política», Miguel San Andrés, que fallece en parecidas circunstancias en el Fuerte de San Cristóbal de Pamplona. Otras tres figuras políticas, que contra todas las normas de derecho internacional, son detenidas en Francia y entregadas a la policía española perecen fusilados. Son, concretamente, Luis Companys, presidente de la Generalidad de Cataluña, que tras ser maltratado moral y físicamente en Madrid y Barcelona, es fusilado en Montjuich el 15 de octubre de 1940; Juan Peiró, militante sindicalista y figura destacada de la CNT, que desempeña en guerra la cartera de Industria, que luego de rechazar con airada indignación una propuesta fascista de perdón, es fusilado en Valencia en 1942, y Julián Zugazagoitia, diputado, director de «El Socialista» y ex ministro de la Gobernación que es fusilado en Madrid en octubre de 1940 en unión de Cruz Salido, también entregado por la Gestapo.

Aparte de ellos suman millares los dirigentes de todos los partidos políticos y organizaciones sindicales que en estos años caen bajo las ráfagas de los pelotones de ejecución. Entre los muchos muertos de esta forma pueden señalarse los nombres de Ricardo Zabalza, subsecretario con Largo Caballero y presidente de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra; Carlos Rubiera, diputado socialista y presidente de la Diputación de Madrid; tres miembros de la Junta de Defensa de Madrid de noviembre de 1936, el comunista José Cazorla y el cenetista Mariano García Cascales, fusilados, y el también cenetista Amor Nuño, muerto en la Dirección General de Seguridad; el diputado socialista Mairal, asesinado en Alicante, y el comunista Ortega, fusilado en Madrid, en unión de Eugenio Mesón y un grupo numeroso de compañeros en junio de 1941; el alcalde de Vallecas, Acero; fusilado también en 1940, perece el último gobernador civil republicano de Madrid, José Gómez Osorio, y el último jefe superior de policía, Girauta, que vela por el orden público de la capital en los últimos días de marzo de 1939.

El mismo pelotón que ejecuta a Gómez Osorio, acaba con la vida de un magnífico abogado criminalista, José Serrano Batanero, diputado republicano por Guadalajara y concejal del Ayuntamiento de Madrid. Aunque condenado a garrote vil, como consecuencia de su protesta ante quienes le juzgan por la monstruosidad de las acusaciones lanzadas contra él, Batanero es fusilado en el último momento. No tiene tanta suerte otro gran abogado y escritor, Eduardo Barriobero Herranz, figura venerable del federalismo español, diputado en numerosas legislaturas con la Monarquía y la República, al que agarrotan en Barcelona en 1939. Suerte parecida corren centenares de profesionales del Derecho, magistrados, jueces, catedráticos o simples abogados, cuyo único delito ha sido permanecer fieles al gobierno legal republicano, el 18 de julio de 1936. Son igualmente numerosos los médicos ejecutados en el curso de la terrible represión que sigue al final de la guerra. Aparte de que a muchas de las figuras más prestigiosas de la Medicina española se les impide ejercer su profesión, una mayoría conoce un destino más amargo. Citemos sólo dos casos, aunque podrían citarse muchos más: el doctor González Recatero, jefe de sanidad del Ejército de Levante, al que fuerzan a suicidarse el 16 de junio de 1939 en una comisaría madrileña y el doctor Fernández Gómez, fusilado también en Madrid. Tampoco faltan entre los fusilados ingenieros, arquitectos, físicos y químicos. Son muchos los poetas que, como le sucede a García Lorca en los comienzos de la guerra, perecen en el encierro o frente al pelotón en la Paz de Franco. Conocido es el caso de Miguel Hernández, condenado a muerte en 1940 y muerto en presidio en 1942, víctima del hambre y las penalidades sufridas con ejemplar entereza en diversas cárceles franquistas. ¿No hubiera sido ésta la suerte de Antonio Machado, de no haber logrado trasponer la frontera en febrero de 1939 para morir a los pocos días en Colliure? Pedro Luis de Gálvez, uno de los mejores sonetistas castellanos de todos los tiempos, bohemio impenitente y sablista contumaz, es fusilado en Madrid en 1940. No pocos de los mejores poetas actuales estuvieron a punto de morir y pasaron largos años en presidio, algunos más de veinte años, como Marcos Ana. Otros, Antonio Agraz, por ejemplo, sale de presidio para morir en el Hospital General de Madrid. Un novelista, conocido y famoso en los años treinta, Antonio de Hoyos y Vinent, muere en la cárcel madrileña de Porlier. Otro, más conocido aún, Diego San José, sale de presidio muerto prácticamente.

Pero acaso sean los periodistas los que proporcionalmente tienen mayor número de condenados y muertos en la represión que sigue al final de la contienda. Si alrededor de treinta sólo en Madrid son condenados a muerte, una docena más perecen ejecutados. El primero en caer es Mauro Bajatierra, corresponsal de guerra de «CNT», que el mismo 28 de marzo de 1939 es abatido a tiros a la puerta de su domicilio. A su nombre pronto hay que agregar otros como los de Javier Bueno, presidente de la Asociación de la Prensa; el veterano Augusto Vivero; Navarro Ballesteros, director de «Mundo Obrero», los ya citados de San Andrés, Zugazagoitia y Cruz Salido, Carlos Gómez«Bluff», caricaturista de «La Libertad», Cayetano Redondo, Juan Manuel Valdeón y unos cuantos más —Angulo, Sanchez Monreal, Díaz Carreño y mi propio hermano Ángel— que, dados por desaparecidos en un momento dado, resultó en definitiva que habían sido fusilados.


Eduardo de Guzmán
Tiempo de Historia nº 41, abril 1978



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