Después del 1 de Abril de 1939. Un millón de presos políticos y
doscientos mil muertos en España
VEINTIOCHO meses después de la muerte de Franco
seguimos sin conocer cifras oficiales, ni siquiera aproximadas, del número de
víctimas ocasionadas por la represión que sigue durante años interminables al
final de nuestra dolorosa contienda civil. Es de todo punto evidente que hace
años las conoceríamos nosotros y las conocería el mundo entero de no existir
—¡todavía hoy!— un propósito firme y deliberado de ocultarlas. En el Ministerio
de Justicia o en cualquier otro; en las direcciones generales de Prisiones y
Seguridad, en las auditorias de guerra correspondientes a las diversas
capitanías generales o en no importa qué archivo o centro burocrático tienen
que existir datos concretos sobre el número de detenidos y sancionados en una u
otra forma; de los muertos sin juicio previo y de los que fueron condenados a
largas penas de reclusión; de los fallecidos en prisión y de los que fueron
fusilados o ejecutados en garrote vil en los treinta y seis años transcurridos
entre 1939 y 1975.
CUÁNTOS fueron los presos políticos en un dilatado
período y a cuántos millones de años alcanzan las penas de reclusión cumplidas
en presidios, cárceles, destacamentos penitenciarios, campos de concentración y
trabajo, batallones disciplinarios y de fortificaciones?
¿Cuántos perecen de muerte violenta, mueren de
inanición o a consecuencia de enfermedades carenciales? ¿Cuántos que
oficialmente perecen de «asistolia» mueren víctimas de un interrogatorio, una
paliza o un paseo? No lo sabemos con exactitud, pero tenemos el convencimiento
profundo de que si fueran tan pocos como han pretendido a lo largo de los años
de dictadura y continúan pretendiendo hoy los corifeos del franquismo —que
muchas veces pasan por historiadores— hace tiempo que se hubieran hecho públicas
las cifras correspondientes. Cuando se tiene tan exquisito cuidado en
mantenerlas secretas sólo puede deberse, lógicamente, a un motivo: que las
víctimas reales y efectivas superen con creces cuanto se ha dicho dentro y
fuera de España, demostrando en forma irrefutable que la llamada Paz de Franco
tuvo un extraño parecido con la de los cementerios. Si en la terrible «década
ominosa» de Fernando VII, algunos cronistas calculan en cien mil el número de
presos, condenados y ejecutados, durante los treinta y cinco años posteriores
al triunfo franquista el número de muertos duplica como mínimo aquella cifra y
el de presos y perseguidos supera con creces el millón de españoles.
EL MANEJO DE LAS ESTADÍSTICAS
A falta de una estadística completa, veraz, fiable y
comprobable de presos, procesados, condenados y ejecutados que ni Franco
permitió publicar durante su vida ni sus partidarios publicarán jamás, quienes
han calculado las víctimas no sólo de la represión, sino de la terrible
catástrofe nacional iniciada el 17 de julio con la sublevación militar de
Melilla, suelen basar sus apreciaciones en la disminución sufrida por el total
de la población española entre los censos anteriores y posteriores a 1935,
apuntando junto al número de muertos y exiliados los que no llegaron a nacer a
consecuencia de la situación anormal del país entre 1936 y 1950. Otro cálculo,
menos preciso aún, se basa en el número de muertes violentas que aparecen en
las estadísticas oficiales, atribuyendo el exceso de los años posteriores al
comienzo de la lucha a caídos en los frentes, asesinatos y ejecuciones.
Pero como las estadísticas se prestan a todo tipo de
interpretaciones, discrepan rotundamente los resultados a que unos y otros
llegan manejándolas. Así, y concretamente en lo que se refiere a la represión
que sigue al final de la guerra, hay quien habla de doscientos mil muertos,
otros cifran las ejecuciones en 105.000 y no falta quien con exceso de
optimismo desaforado las deja reducidas a 23.000. Personalmente, creo que todos
están errados —en menos de la espantable realidad, naturalmente— porque unos y
otros olvidan al manejar los resultados que arrojan los diferentes censos un
hecho fundamental de los años cuarenta: el racionamiento de la mayor parte de
los productos alimenticios, el hambre reinante en la población civil y el
estraperlo, generalizado hasta extremos inconcebibles actualmente.
Quienes vivieron aquella etapa trágica de la vida de
España no han podido olvidar —transcurridos ya más de treinta años— cuanto
entonces acontecía. La posesión de una simple cartilla de racionamiento —con
sus menguadas raciones de pan, de aceite, legumbres o arroz— significaba una
posibilidad más o menos remota de no pasar demasiada hambre; las familias,
todas las familias, defendían con uñas y dientes las que tenían y no daban de
baja a ninguno de sus miembros, aunque hubiese cambiado de residencia,
estuviese huido, preso o hubiera logrado exiliarse más allá de nuestras
fronteras. Había millares de cartillas a las que sacaban el máximo jugo. Si el
caciquismo de la Restauración hacía votar a los muertos, el estraperlismo
franquista conseguía merced a ellos sostener el más lucrativo de los negocios.
Existían miles y miles de cartillas falsas o
duplicadas que al parecer en los censos de los años cuarenta reducían
considerablemente la merma de la población, aminorando por tanto, el número de
muertos en la guerra y de fusilados en la prolongada posguerra. Algo semejante
sucede con los datos estadísticos acerca de las muertes violentas. Si en
cárceles y presidios solían certificarse como infartos o simples asistolias las
defunciones por hambre, la resurrección de una vieja ley de 1870 permitía
escamotear legalmente el número de ejecuciones. En efecto, una ley liberal y
humanitaria que quería evitar a los descendientes de las personas ejecutadas
como consecuencia de sus crímenes, la vergüenza de su muerte infamante,
disponía textualmente: «El fallecimiento producido por pena capital se
inscribirá en virtud del testimonio judicial de la ejecución que hará
referencia al parte facultativo de la defunción y se evitará que la inscripción
refleje la causa de la muerte»
Esta disposición que tiene fecha de 11 de junio de
1870 cae prácticamente en desuso durante los cincuenta y seis años siguientes.
Pero alguien tiene la luminosa idea de resucitarla en la llamada zona nacional
en 1936 y así en numerosos registros civiles se inscriben las muertes de muchos
fusilados como debidas a simples hemorragias.
Aún así los datos oficiales del Instituto Nacional de
Estadística reflejan en los años que siguen a la guerra civil un aumento
considerable del número de muertes violentas en España. Mientras en el último
año de paz -1935— sólo se producen en el conjunto de la nación 7.289 fallecidos
por causas violentas, su número llega a 50.068 en 1939, primer año de la
posguerra, bajando en los dos siguientes a 33.384 y 24.754. En la década que va
desde 1939 a 1948 el número de muertes violentas consignadas oficialmente en
nuestro país es de 196.433. Multiplicando por diez los fallecidos violentamente
en 1935, sumarían un total de 72.890. La diferencia entre ambas cifras -123.543
muertos— constituye un buen indicio para calibrar toda la dureza y alcance de
la represión franquista en los primeros años de la posguerra.
FRANCISCO FRANCO: «MAS DE 400.000 PROCESADOS»
Pero la represión franquista no termina en 1948, sino
que se prolonga veintisiete años más. No olvidemos que una de las últimas
decisiones del Caudillo, que provoca enormes protestas en todo el mundo
civilizado, es la de fusilar a cinco militantes de ETA y FRAP el 27 de
septiembre de 1975. No obstante, aunque las medidas represivas se prolongan
tanto como la vida de Franco, sus víctimas disminuyen a medida que pasan los
años. Mientras en los seis primeros de la posguerra se producen millares de
ejecuciones y en los cinco que les siguen todavía menudean, van siendo más
escasas a partir de 1952, aunque no cesan hasta menos de dos meses antes de la
fecha de su defunción.
¿Cuántas personas sufren reclusiones más o menos
prolongadas durante los treinta y seis años que median entre 1939 y 1975?
Tampoco se conocen con exactitud las cifras correspondientes. Entre otras
razones, porque muchos que pasaron largas temporadas en campos de concentración
y trabajo o en batallones de fortificación y castigo, no figuran en las
estadísticas. Según informes de carácter oficial u oficioso en los diez años
que siguen al final de las hostilidades, el número de varones presos en cada
uno de ellos es el siguiente:
Reproducimos
estos datos a título simplemente indicativo, no porque nos merezcan demasiado
crédito. Aparte de que se refieren únicamente a los hombres presos, con total
exclusión de las mujeres —que en esos años constituyen parte importante de la
población penal— las cifras de 1939 son totalmente inexactas. Como nadie
ignora, el 1 de abril de dicho año terminan las hostilidades y se entregan,
formados disciplinadamente, la mayoría de los integrantes del Ejército Popular.
Suman alrededor de trescientos mil los combatientes que tras rendirse son
encerrados en campos de concentración donde pasan semanas o meses antes de ser
clasificados, puestos en libertad o reenganchados automáticamente para hacer de
nuevo el servicio militar en batallones de fortificaciones. Sólo ellos, que no
aparecen como reclusos en las estadísticas oficiales, ya son como mínimo el
triple de los 90.413 consignados en 1939.
Incluso prescindiendo de los campos de concentración
el número de presos es muy superior al que reflejan las estadísticas. El 31 de
diciembre de 1939 funcionan en Madrid las siguientes prisiones: Yeserías,
Porlier; Conde de Toreno, Santa Engracia, Torrijos, Duque de Sesto, Ronda de
Atocha, Barco, Cisne, Ventas, San Antón, San Lorenzo, Santa Rica, Comendadoras,
Claudio Coello y Príncipe de Asturias. Todas se hallan tan abarrotadas que los
presos amenazan reventar sus recintos, teniendo muchas veces que dormir
amontonados en un espacio de 35 centímetros de ancho por metro y medio de
largo. En Yeserías, donde me encuentro pasan de seis mil los reclusos; en
Ventas hay más de diez mil mujeres y varios millares más en cada una de las
restantes prisiones. Cálculos moderados elevan por encima de setenta mil el
número de presos políticos sólo en Madrid, aparte de los fusilados en los ocho
meses transcurridos desde que terminaron las hostilidades y los varios millares
que, luego de ser condenados en los juicios que se celebran a diario, han sido
trasladados a los numerosos penales improvisados en los más diversos puntos de
la geografía peninsular. Preciso es hacer constar, por otro lado. que estos
setenta mil presos políticos en la ciudad de Madrid, no son los únicos en la
provincia. En todas las cabeceras de partido judicial y en distintos pueblos se
encuentran asimismo varios millares de hombres, sobre todo en las prisiones de
Colmenar, Alcalá de Henares, Aranjuez y El Escorial. Sin lugar a dudas puede
asegurarse que sólo por las cárceles madrileñas han pasado en los ocho últimos
meses de 1939 un número de presos muy superior a los 90.413 que señalan los
datos oficiales y oficiosos. Sin contar, naturalmente, que hay muchos más
presos en Cataluña, Valencia, Murcia, el resto de Castilla la Nueva y la parte
de Andalucía que permaneció en manos de la República hasta casi el final de la
contienda. Ni que en Galicia, el Norte, Aragón, Castilla la Vieja, Extremadura,
Andalucía Occidental, Canarias y Baleares hay también millares y millares de
encerrados. ¿Puede estimarse exagerado que los treinta y seis años que siguen
al final de la guerra civil pasen por cárceles, presidios, destacamentos
penitenciarios, campos de concentración y trabajo y batallones de fortificación
y castigo mucho más de un millón de españoles?
A quienes la cifra les parezca desmesurada vamos a
aportarles una prueba nada sospechosa. Procede del propio don Francisco Franco
Bahamonde, Caudillo de España, quien en una carta dirigida a don Juan de Borbón
el 27 de mayo de 1943, dice textualmente entre otras cosas: «¿Es que no tiene
trascendencia para Vuestra Alteza la obra de liquidación del problema de la
justicia que da comienzo con más de cuatrocientos mil procesados para acabar a
fuerza de generosidad, pero sin claudicaciones, ni mengua de la ejemplaridad,
reducido a menos de setenta mil presos, autores principales de crímenes o con
gravísimas responsabilidades?». Si pensamos que en los años de guerra y de la
inmediata posguerra menos de la mitad de los detenidos llegaban a ser
procesados, tendremos que cuando aún faltaban treinta y dos años para el final
de su dictadura, Franco admite de manera expresa que fueron cientos de miles
los hombres que pasaron por las prisiones de su régimen. ¿Y cuántos de los
trescientos treinta mil procesados, que ya no estaban recluidos en mayo de
1943, fueron ejecutados con anterioridad a dicha fecha? Por muy optimistas que
queramos ser, forzoso será convenir en que los ejecutados de entre ellos
multiplican varias veces las 23.000 víctimas que ahora quieren presentársenos
como el total de las ocasionadas por la represión franquista.
200 EJECUCIONES DIARIAS EN MADRID.
Charles Foltz, periodista norteamericano que desempeña
la corresponsalía de la Associated Press en Madrid a finales de la segunda
Guerra Mundial, autor de un libro titulado « Masquerade in Spain», publicado en
Boston en 1948, sostiene que según datos oficiales que le son facilitados en el
Ministerio de Justicia madrileño, entre el 1 de abril de 1939 y el 30 de junio
de 1944, el número de ejecutados o muertos en las prisiones españolas alcanzaba
la cifra de 192.684 personas. Aunque el libro de Foltz sigue sin publicarse en
España y la cifra de muertos ha sido negada sistemáticamente por todos los
beneficiarios del franquismo, sobran razones para considerarla muy cercana a la
verdad. Nos la confirma indirectamente personaje tan poco sospechoso de
simpatías hacia los republicanos españoles como el conde Galezzo Ciano, yerno
de Mussolini y ministro de Asuntos Exteriores de la Italia fascista. El conde
Ciano visita España a mediados de julio de 1939 y, tras recorrer diversas
regiones españolas, resume sus impresiones diciendo: «Sería inútil negar, sin
embargo, que sobre España pesa todavía un sombrío aire de tragedia. Las
ejecuciones son aún muy numerosas; sólo en Madrid, de 200 a 250 diarias; en
Barcelona, 150 y 80, en Sevilla que, en ningún momento estuvo en manos de los rojos».
Algo parecido dice, por su parte, el periodista inglés
A. V. Philips al ser puesto en libertad en 1940, tras pasar cuatro meses y
medio en diversas prisiones madrileñas. Y lo mismo pueden atestiguar los
supervivientes de los cientos de miles de reclusos que llenan las cárceles de
toda España durante los años 1939, 1940, 1941, 1942 y 1943.
En Madrid, concretamente, actúan permanentemente cinco
consejos de guerra sumarísimos de urgencia, que juzgan entre doscientas y
trescientas personas diarias, contra más de la mitad de las cuales solicitan
los fiscales la más irreparable de las penas. Durante estos años, e incluso con
posterioridad, suele haber un mínimo de tres a cuatro sacas semanales, variando
el número de los ejecutados en cada una de ellas. E igual que en Madrid sucede
en Barcelona, Valencia, Alicante, Murcia, Albacete, Almería, Jaén o Tarragona.
En un clima de angustiosa tragedia. El padre Martín Torrent, capellán de la
Modelo de Barcelona, donde se hacinan alrededor de ocho mil presos, puede
escribir un folleto titulado: «¿Qué me dice usted de los presos?», editado en
Alcalá de Henares en 1942, en el que puede leerse: «¿Cuándo voy a morir? El único
hombre que tiene la incomparable fortuna de poder responder a esta pregunta es
el condenado a muerte. ¿Es posible conceder una gracia mayor a un alma que
atravesó la vida apartada de Dios?».
En cada uno de los múltiples juicios «sumarísimos de
urgencia» celebrados a diario en gran número de localidades españolas suelen
comparecer entre veinte y sesenta personas, muchas de las cuales no han sido
interrogadas por ningún juez ni conocen siquiera el nombre del defensor, al que
en ningún caso han designado. Es muy raro que se permita declarar a un solo
testigo en el acto de la vista y la suerte de los procesados se dilucida
generalmente en menos de tres horas. Aparte de juzgarles por un delito de
rebelión militar, que evidentemente no han cometido, se invierten normas
jurídicas universales y no es el acusador quien debe probar, sino el acusado el
que necesite demostrar su inocencia. Como la simple denuncia se considera
prueba suficiente, la demostración de inocencia del inculpado ofrece con
frecuencia insuperables dificultades. En efecto, si a uno le acusan de haber
matado a un individuo determinado en una fecha y un lugar concretos, el acusado
puede probar que no estuvo en dicho lugar en esa fecha o que el presunto
asesinado continúa vivo; pero si le culpan de haber matado a veinte personas
sin decirle sus nombres ni cuándo, dónde ni cómo perecieron, no tendrá
posibilidad alguna de demostrar su inocencia. Y por la absoluta imposibilidad
de probarlo en el acto del juicio, millares de inocentes son condenados a
muerte y ejecutados. La represión franquista se prolonga con las mismas
características durante muchos años.
No termina, contra lo que algunos pretenden, al final
de la segunda guerra mundial, sino que adquiere entonces renovados bríos. Si en
los años 42, 43 y 45 se hacen públicos diversos indultos —nunca una
amnistía—que liberan, luego de cumplir una serie de trámites, a muchos reclusos
que generalmente quedan en prisión atenuada o libertad condicional, con o sin
destierro, que puede serles revocada en cualquier instante, los condenados por
los llamados delitos posteriores llenan los huecos que pudieran dejar en los
penales o ante los pelotones de ejecución. No pocos dirigentes políticos o
sindicales pagan con la vida su trabajo en la clandestinidad. Otros, más
numerosos aún, purgan sus deseos de libertad con estancias de quince, veinte y
hasta veinticinco años en los presidios franquistas.
VEINTE AÑOS DE LUCHA GUERRILLERA
Desde el mismo mes de julio de 1936 y en las regiones
dominadas por el fascismo hay grupos obreros y campesinos que se marchan al
monte para librarse de los fusilamientos y luchan como pueden contra las
fuerzas lanzadas en su persecución. Este movimiento guerrillero, que no cesa un
solo momento en los tres años siguientes, se intensifica al final de nuestra
contienda civil y alcanza considerables proporciones cuando al término de la
segunda guerra mundial los antifascistas españoles abrigan serias esperanzas de
que Franco no tardará en seguir la misma suerte de Hitler y Mussolini.
Apoyadas, articuladas y dirigidas por las organizaciones clandestinas de
resistencia, las partidas guerrilleras se multiplican y actúan en todas las
regiones de la nación. Entre 1944 y 1948 el maquis constituye un serio problema
para el régimen. Pese a la decisión comunista, anunciada el 1 de diciembre de
1948 por el propio Santiago Carrillo, de que debe abandonarse la lucha
guerrillera que considera fracasada, los combates, escaramuzas y emboscadas
continúan durante varios años revistiendo especial gravedad. Prueba de ello es
el bando que el 1 de febrero de 1951 publica el teniente coronel jefe de la
comandancia de la Guardia civil de Granada en que, incitando a la rendición de
cuantos aún continúan en la sierra, inserta una lista nominal de 47 integrantes
del maquis muertos en combate en dicha provincia durante el año 1950 y otros 16
abatidos en el primer mes de 1951, así como de 15 más que fueron ahorcados en
ese mismo tiempo. Setenta y ocho guerrilleros muertos en poco más de un año en
una sola provincia, cuando a diario se afirma que hace años que en toda España
reina absoluta tranquilidad, demuestra el carácter sangriento de la Paz de
Franco tan exaltada por los botafumeiros de su dictadura.
Para muchos ingenuos que se creen a pie juntillas
cuanto afirma la propaganda franquista constituye una sorpresa un artículo
publicado en «YA» el 12 de octubre de 1971 por el entonces teniente coronel
José María Gárate, adscrito al Servicio Histórico Militar, titulado «Veinte
años del hundimiento del maquis» en el que dice, entre otras cosas, hablando
del movimiento guerrillero: «La última partida fue aniquilada el 3 de enero de
1960 (lo que indica que no hace veinte años como afirma el título, sino
únicamente once en la fecha de publicación del artículo) en San Celoni
(Barcelona). Allí murieron sus cuatro miembros y frente a ellos el teniente
Fuentes, de la Guardia civil, última víctima de aquel bandolerismo. No hay un balance
completo de bajas, pero la Guardia civil tuvo 276 muertos. Los muertos y
heridos de los bandoleros fueron más de 5.500, en unas 8.000 acciones
terroristas».Un poco más amplios son los datos publicados en un reportaje de
«ABC»conmemorando el ciento cincuenta aniversario de la fundación de la Guardia
civil en que, limitando su alcance a los nueve años comprendidos entre 1943 y
1952, nos ofrece las siguientes cifras: «Hechos delictivos, 8.275. Bajas de los
bandoleros, 5.548. Bajas del Cuerpo, 624. Detenidos como enlaces, cómplices y
encubridores, 19.407». Si tenemos en cuenta que la actividad guerrillera dura
más de nueve años, puesto que se prolonga hasta 1963, en que son exterminadas
las últimas partidas de la guerrilla urbana, y en que además de la Guardia
civil participan en su exterminio fuerzas del Ejército, las diferentes policías
y numerosos paisanos armados —integrantes de la famosa «contrapartida»— cabe
suponer que habría de multiplicarse varias veces las cifras dadas por «ABC. En
ese período, por otra parte, se cometen gran número de vergonzosas atrocidades,
entre las que sobresalen las del pueblo turolense de Gujar en septiembre de
1947 y la matanza del Pozo Funeres, en la comarca asturiana de Langreo, en el
mes de abril de 1948.
ALGUNOS NOMBRES DE FUSILADOS
Cuando el asesinato de García Lorca impulsa a diversos
periodistas e historiadores nacionales y extranjeros a investigar sobre el
alcance de la represión en Granada durante los primeros meses de la guerra
civil, descubren espantados que son muchos millares los granadinos que sin
formación de causa ni proceso de ninguna clase son inmolados por la vesania
sádica de individuos como el comandante Valdés o el tristemente famoso capitán
Rojas, autor en 1933 de la masacre campesina de Casas Viejas. Unos y otros
comprueban horrorizados que el número de muertos en la ciudad de Granada es muy
superior a todo lo dicho o imaginado. Lo mismo sucede cuando se trata de
conocer la verdad de lo ocurrido en Navarra, Valladolid, Burgos, Sevilla y
Zaragoza que desde el primer momento estuvieron en manos de los promotores del
Alzamiento y en las poblaciones que posteriormente ocupan las fuerzas
franquistas como Badajoz, Málaga, Bilbao y Gijón. Como más tarde se sabrá, en
todas partes se han limitado a poner en práctica las instrucciones dadas por
Mola en una circular del mes de junio de 1936, sembrando el terror para asustar
e inmovilizar a sus adversarios.
Pero si en los primeros tiempos no sólo no se oculta
el número de ejecuciones, sino que se alardea de ellas, como hace noche tras
noche Queipo de Llano a través de la radio, y suelen ser públicos los
fusilamientos, dejándose horas y horas los cadáveres sin enterrar para lección
y escarmiento- de rojos, posteriormente se ocultan celosamente. Tan celosamente
que en este momento, cuando van transcurridos cerca de cuarenta y dos años del
comienzo de la guerra, no se ha publicado estadística oficial alguna con el
número de fusilados en cualquiera de las ciudades y los pueblos de España en
poder del Movimiento desde el comienzo de las hostilidades. La tónica no varía
cuando el 1 de abril de 1939 —hace ahora justamente treinta y nueve años— cesan
las hostilidades. Lejos de imitar la conducta generosa de los liberales que no
toman represalias de ninguna clase al vencer en las tres guerras carlistas del
siglo XIX, Franco anuncia que la liquidación de la contienda fratricida «no
debe hacerse a la manera liberal con amnistías monstruosas y funestas que más
bien son engaño que gesto de perdón». Durante los treinta y seis años que aún
dura su vida, Franco cumple al pie de la letra su propósito sin cansarse en
ningún momento de firmar sentencias de muerte, añadiendo de su puño y letra en
numerosas ocasiones una siniestra coletilla que dice sencillamente: «garrote
vil». Es, desde luego, el jefe de Estado español a quien cabe la triste gloria
de haber hecho ejecutar a mayor número de compatriotas a lo largo de todos los
siglos de la historia nacional.
Aunque la cifra redonda del millón de muertos es
puesta en circulación en la zona franquista durante la guerra y al parecer por
el primado de España, cardenal Gomá, los partidarios de la pasada Dictadura
están empeñados desde hace años en hacemos creer que las víctimas de nuestra
contienda no llegaron ni siquiera a una cuarta parte. Es un cínico cambio de
postura y actitud sólo comparable al de la exaltación de las venturas de la paz
efectuada por quienes desencadenaron la más horrenda de las contiendas civiles
y de la convivencia nacional por los que, paralelamente, están desarrollando
una cruel y despiadada represión. La verdad, por desgracia, es muy distinta a
la que ahora nos pintan. La verdad es que en los treinta y seis años que median
entre el 1 de abril de 1939 y el 20 de noviembre de 1975, más de un millón de
españoles se ven privados de libertad por motivos políticos y más de doscientos
mil de ellos perecen frente a los pelotones de ejecución, Los franquistas que
todavía se atreven a negarlo deberían hacer públicas, de una vez para siempre,
las cifras auténticas —que indudablemente tienen que estar consignadas en
alguna parte— de cuantos pasaron por cárceles, presidios, campos de
concentración, destacamentos de trabajo y batallones de fortificaciones y
castigo, así como los condenados a muerte, fallecidos en los encierros y
muertos en lucha o sin formación de causa en esos siete lustros de intenso
dramatismo.
Para facilitar su tarea, podemos facilitarles algunos
nombres de los millares y millares de muertos en ese largo período. Entre los
militares profesionales pasados por las armas luego del final de guerra—durante
ella hubo numerosos ejecutados como demuestran los nombres de los generales
Salcedo, Caridad Pita, Romerales, Mena, Gómez Morato, Batet, Núñez del Prado,
Campins y el almirante Azarulo— cabe señalar a los generales Aranguren, Escobar
y Martínez Cabrera; a los coroneles Burillo, Gallo, Fernández Navarro, Ortega,
Menacho, Pérez Salas, Eduardo Medrano y Carlos Cuerda; a los procedentes de
milicias con mando de grandes unidades corno Ascanio, Maroto, Sol, Etelvino
Vega, Guerrero y Ciriaco; a millares de comisarios entre los que se encuentran
Feliciano Benito Anaya, comisario jefe del IV Cuerpo de Ejército y Domingo
Girón, comisario de Artillería del Ejército del Centro.
Todavía son más abundantes las personalidades
políticas y sindicales que perecen víctimas de la represión. Dos miembros del
último Consejo Nacional de Defensa, que renuncian a marcharse, quedándose en
Madrid para hacer frente a sus responsabilidades, mueren en la cárcel. Son
Julián Besteiro, catedrático de Lógica, diputado socialista y presidente de las
Cortes Constituyentes, que perece totalmente abandonado en la Cárcel de Carmona
en 1940 y el diputado de Izquierda Republicana y director de «Política», Miguel
San Andrés, que fallece en parecidas circunstancias en el Fuerte de San
Cristóbal de Pamplona. Otras tres figuras políticas, que contra todas las
normas de derecho internacional, son detenidas en Francia y entregadas a la
policía española perecen fusilados. Son, concretamente, Luis Companys,
presidente de la Generalidad de Cataluña, que tras ser maltratado moral y
físicamente en Madrid y Barcelona, es fusilado en Montjuich el 15 de octubre de
1940; Juan Peiró, militante sindicalista y figura destacada de la CNT, que
desempeña en guerra la cartera de Industria, que luego de rechazar con airada
indignación una propuesta fascista de perdón, es fusilado en Valencia en 1942,
y Julián Zugazagoitia, diputado, director de «El Socialista» y ex ministro de
la Gobernación que es fusilado en Madrid en octubre de 1940 en unión de Cruz
Salido, también entregado por la Gestapo.
Aparte de ellos suman millares los dirigentes de todos
los partidos políticos y organizaciones sindicales que en estos años caen bajo
las ráfagas de los pelotones de ejecución. Entre los muchos muertos de esta
forma pueden señalarse los nombres de Ricardo Zabalza, subsecretario con Largo
Caballero y presidente de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra;
Carlos Rubiera, diputado socialista y presidente de la Diputación de Madrid;
tres miembros de la Junta de Defensa de Madrid de noviembre de 1936, el
comunista José Cazorla y el cenetista Mariano García Cascales, fusilados, y el
también cenetista Amor Nuño, muerto en la Dirección General de Seguridad; el
diputado socialista Mairal, asesinado en Alicante, y el comunista Ortega, fusilado
en Madrid, en unión de Eugenio Mesón y un grupo numeroso de compañeros en junio
de 1941; el alcalde de Vallecas, Acero; fusilado también en 1940, perece el
último gobernador civil republicano de Madrid, José Gómez Osorio, y el último
jefe superior de policía, Girauta, que vela por el orden público de la capital
en los últimos días de marzo de 1939.
El mismo pelotón que ejecuta a Gómez Osorio, acaba con
la vida de un magnífico abogado criminalista, José Serrano Batanero, diputado
republicano por Guadalajara y concejal del Ayuntamiento de Madrid. Aunque
condenado a garrote vil, como consecuencia de su protesta ante quienes le
juzgan por la monstruosidad de las acusaciones lanzadas contra él, Batanero es
fusilado en el último momento. No tiene tanta suerte otro gran abogado y
escritor, Eduardo Barriobero Herranz, figura venerable del federalismo español,
diputado en numerosas legislaturas con la Monarquía y la República, al que
agarrotan en Barcelona en 1939. Suerte parecida corren centenares de profesionales
del Derecho, magistrados, jueces, catedráticos o simples abogados, cuyo único
delito ha sido permanecer fieles al gobierno legal republicano, el 18 de julio
de 1936. Son igualmente numerosos los médicos ejecutados en el curso de la
terrible represión que sigue al final de la guerra. Aparte de que a muchas de
las figuras más prestigiosas de la Medicina española se les impide ejercer su
profesión, una mayoría conoce un destino más amargo. Citemos sólo dos casos,
aunque podrían citarse muchos más: el doctor González Recatero, jefe de sanidad
del Ejército de Levante, al que fuerzan a suicidarse el 16 de junio de 1939 en
una comisaría madrileña y el doctor Fernández Gómez, fusilado también en
Madrid. Tampoco faltan entre los fusilados ingenieros, arquitectos, físicos y
químicos. Son muchos los poetas que, como le sucede a García Lorca en los
comienzos de la guerra, perecen en el encierro o frente al pelotón en la Paz de
Franco. Conocido es el caso de Miguel Hernández, condenado a muerte en 1940 y
muerto en presidio en 1942, víctima del hambre y las penalidades sufridas con
ejemplar entereza en diversas cárceles franquistas. ¿No hubiera sido ésta la
suerte de Antonio Machado, de no haber logrado trasponer la frontera en febrero
de 1939 para morir a los pocos días en Colliure? Pedro Luis de Gálvez, uno de
los mejores sonetistas castellanos de todos los tiempos, bohemio impenitente y
sablista contumaz, es fusilado en Madrid en 1940. No pocos de los mejores
poetas actuales estuvieron a punto de morir y pasaron largos años en presidio,
algunos más de veinte años, como Marcos Ana. Otros, Antonio Agraz, por ejemplo,
sale de presidio para morir en el Hospital General de Madrid. Un novelista,
conocido y famoso en los años treinta, Antonio de Hoyos y Vinent, muere en la
cárcel madrileña de Porlier. Otro, más conocido aún, Diego San José, sale de
presidio muerto prácticamente.
Pero acaso sean los periodistas los que
proporcionalmente tienen mayor número de condenados y muertos en la represión
que sigue al final de la contienda. Si alrededor de treinta sólo en Madrid son
condenados a muerte, una docena más perecen ejecutados. El primero en caer es
Mauro Bajatierra, corresponsal de guerra de «CNT», que el mismo 28 de marzo de
1939 es abatido a tiros a la puerta de su domicilio. A su nombre pronto hay que
agregar otros como los de Javier Bueno, presidente de la Asociación de la
Prensa; el veterano Augusto Vivero; Navarro Ballesteros, director de «Mundo
Obrero», los ya citados de San Andrés, Zugazagoitia y Cruz Salido, Carlos Gómez«Bluff»,
caricaturista de «La Libertad», Cayetano Redondo, Juan Manuel Valdeón y unos
cuantos más —Angulo, Sanchez Monreal, Díaz Carreño y mi propio hermano Ángel—
que, dados por desaparecidos en un momento dado, resultó en definitiva que
habían sido fusilados.
Eduardo de Guzmán
Tiempo de Historia nº 41, abril 1978
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