“...Hay que acudir al cuidado de los recuerdos. ¿Qué sería de la vida vivida si los abandonásemos? Recuerdo que Miguel Hernández apenas contestó a nuestro abrazo cuando nos separamos en Madrid. Le habíamos llamado para explicarle nuestra conversación con Carlos Morla, encargado de Negocios de Chile. Miguel se ensombreció al oirlo, acentuó su cara cerrada y respondió: “Yo no me refugiaré jamás en una embajada. Me vuelvo al frente”. Nosotros insistíamos: “ya sabes que tu nombre está entre los quince o dieciséis intelectuales que Pablo Neruda ha conseguido de su Gobierno que tengan derecho de asilo”. Miguel se ensombreció aún más. “¿Y vosotros?”, nos preguntó. “Nosotros tampoco nos asilaremos. Nos vamos a Elda con Hidalgo de Cisneros”. Miguel dio un portazo y desapareció.
La escena fue ésta: Carlos Morla, cariñoso y casi balbuciente, nos había insistido: “la guerra ha terminado. Ya los ingleses han tomado contacto con los dos campos para hacer la paz. Es necesario, para terminar con la tensión internacional, concluir con la guerra de España. Figuraos lo que yo lo siento, pero es así. Mi gobierno os ofrece asilo”.. “Gracias, gracias por la limosna”, murmuramos. Nos abrazó. No entendía bien por qué nosotros rechazábamos su ayuda. Puede que sintiese piedad, estaba conmovido, conmovido sobre sí mismo porque a él también se le cerraban los años claros de la amistad perfecta con aquel grupo luminoso de escritores y artistas de España. Ya Bebé Morla no abriría su salón de hermosa mujer inteligente para que Federico leyese una obra suya o cantase o riese; para que la confesión, el entierro de Hindenburg... Cuando aquella mañana Carlos Morla llegó a nuestra casa de la calle Velázquez, el encargado de borrar de las pizarras de la vida las horas hermosas de los hombres, había pasado su mano inexorable sobre varios años del más feliz momento de la inteligencia española.
Miguel iba a desaparecer también como había desaparecido Federico. Sentí mucha pena. Pocos días antes yo había discutido violentamente con él: “No tienes ningún derecho a hablar así de una mujer y extender ese juicio a todas las mujeres de la Alianza. Eso no es de hombres”. A la contestación suya, yo le pequé una bofetada.
Antonio Aparicio y Rafael se precipitaron. ¡Qué absurdo! Los ojos de Miguel se habían empequeñecido. La última vez que los vi a la puerta de la Alianza de Intelectuales eran aún más pequeños.
Cañoneaban Madrid. Miguel Hernández, la cabeza rapada, todo sacudido por una rabiosa decisión, nos repitió: “Me voy al frente”. “No olvides lo que dijo Carlos Morla”. Miguel era como un fruto de la tierra. Cuando llegó a Madrid traía de cualquier cosa. Nuestro primer encuentro no pareció alegrarle mucho. Tal vez porque éramos de la revista “Octubre”, un grupo de descontentos sociales, tal vez porque los amigos le indicaran que era mejor vernos poco. No sé, pero la realidad fue que un día Miguel Hernández llamó a nuestra puerta de la casa de Marqués de Urquijo, descompuesto y verde de ira. ¿Qué te ocurre, Miguel? Cuando se tranquilizó un poco, nos contó su primera experiencia con los defensores del orden establecido.
Miguel, aquella mañana, se había paseado mientras escribía por las orillas del Henares. Hay allí silencio de égloga, árboles. Es un lugar, en fin, donde la soledad se acerca a los poetas para protegerlos de ruidos y de extraños. Miguel escribía sabe Dios qué en aquel momento y era feliz, pues así de aislada había sido su vida campesina y así de solo había iniciado su camino de hombre, guardando las cabras de la casa paterna.
Pues bien, en ese sotillo junto a las riberas del Henares, lugar tan cercano a la docta Alcalá de Henares, no era posible pasearse ni sentarse ni mirar la corriente sin que la guardia civil caminera no sospechase del gato encerrado de la revolución capaz de colarse por cualquier agujero. Le dieron el alto. Miguel comprendió mal. Corrió. Insistieron. Se resistió. ¿Qué llevas ahí? Versos. ¿Versos?, le contestaron agresivos y burlones. Le arrancaron de las manos los papeles. Los insultó. Le golpearon, le amenazaron con la culata de los fusiles. Cuando lo dejaron marchar, ya no quedaban ni paz del río, ni soledad sonora ni canto de pájaro, solamente los horribles guardias civiles en sus ojos, esos que no lloran porque Federico García Lorca adivinó que esos tienen “de plomo las calaveras”. Puede que todo durara poco tiempo, pero le bastó a Miguel para rebelarse. Por eso, cuando corrió hacia Madrid, llamó en nuestra casa. Venía a decirnos: “Estoy con vosotros. Lo he comprendido todo”.
María Teresa León
Memoria de la melancolía
*
La historia de la bofetada de María Teresa León a Miguel Hernández:
Miguel Hernández nunca entendió que mientras él y otros muchos estaban jugándose la vida en las trincheras, María Teresa, Alberti y otros intelectuales organizasen una fiesta en la Alianza de intelectuales. El día de la fiesta, al llegar a la sede de la Alianza, Miguel se aproximó a Rafael Alberti y le dijo: “Aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta”. Parece ser que Alberti le animó que se atreviera a decirlo en voz alta, pero Miguel se limitó a escribirlo en una pizarra. Fue en ese momento cuando María Teresa León le dio tal bofetada que acabó con el poeta en el suelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario