Blas de Otero, entre los demás
Tenía una voz clara, limpia y si estabais en un jardín
cualquiera con cielo alto y tersa luz, él poseía todas las cualidades naturales de una condición
comunicativa. Por otra parte, había
tensión en su tranquilidad, casi podría decir en su silencio. En un
cuarto cerrado, aún con otros, tendía a abstraerse en su pensamiento. Sin la
menor hostilidad, su boca parecía entonces concentrarse
casi en una línea, en otras dos sus largos ojos, por donde asomaba
su pupila brilladora, y podía quedarse así por largos ratos…, para sonreírnos
de pronto. Entonces veíamos sus dientes blancos amanecidos, sus ojos allegados,
su afluente palabra, que ingresaba ahora en la corriente de la de los demás con
la más natural de las entonaciones. Aquel año había venido de su pueblo; era
1943, y tenía ya veintiséis años. Era abogado allí, en Bilbao, un abogado en
despego, que buscando su estabilidad se presentaba bruscamente en Madrid para
emprender una nueva carrera: la de Filosofía y Letras. Pero pocos meses después
la abandonaba también y regresaba a su tierra.
De Blas de Otero hay que hablar siempre con
provisionalidad y cuidado. El camino de su vida es largo y, dentro de la
profunda unidad de su alma, imprevisible. Las repentinas resoluciones equivalen
a rápidos enderezamientos, cuando no tienen la significación de hondas roturas
en una aparente quietud que se acumula de carga. Porque el «tempo», el ritmo de
su vivir es muy distinto del ordinario. Para él, el tiempo en que está inmerso
tiene otra dimensión de lo vulgar, y yo he visto en este hombre absorto
cualquier acción normal cumplirse como a cámara lenta, como si el tiempo
retuviese su marcha hasta hacerse tiempo de Blas. El, tan cabalmente humano, me
ha hecho pensar a veces en esos efímeros insectos volantes, un minuto de cuya
existencia agolpa toda una vida. Por otra parte, Blas aspiraba a medidas
eternas. Yo le he visto entonces, en 1943, ahincarse en una búsqueda espiritual
que le asegurase, desde un habitáculo que parecía ofrecer la dimensión
satisfactoria. Luego, la crisis, la lucha con el «ángel fieramente humano», la
derrota. Al fin, sacado a nueva luz, con un golpear de la conciencia veladora,
el rompimiento a una llanura donde todos cabían y todos se comunicaban, y él entre
todos, empujadoramente. Este gran solitario es uno de los hombres con más
vocación de comunidad que se haya dado acaso entre los poetas de este tiempo. Y
desde su conciencia implacable quizá sea el poeta que más versos suyos ha
roto por el imperativo moral, sin un gesto de sacrificio. Poemas «positivos» y
poemas «negativos», y ha rasgado los que él llamaría «negativos» con una
abnegación que no pide nada. La norma ética es la fuente que le compensa en
iluminación. En el montón de estas otras roturas no cuenta la calidad, y puede
condenar un libro entero, lo mejor concebido y realizado, si no «ayuda», si no
«conforta», si no «espera». Blas es de la madera de los moralistas, si al usar
esa palabra no pensáis en la moral que le rodea.
Reside en su ciudad cantábrica y su flagelo satírico
ha disentido de ella con azote terrible, desde una fidelidad que se alza a
cólera. ¿Le habéis visto alguna vez caminar por la llanura castellana? Desde su
gabinete solitario ha descendido al polvo de los caminos, hacia León y
Castilla, ha ido en busca del hombre de los surcos y se ha alistado con los
grupos que trillan y avientan, y ha sido el hombre de la espiga y el del sudor,
y el del sueño al raso. Ha subido también, por los mismos principios, a esa
montaña preñada y ha bajado a los hondos pozos con la lámpara de seguridad, en
el turno de las vagonetas. Con un nudo de pensamientos, y más, ha vuelto a
su gabinete, y un coro le cantaba en el pecho, con muchas voces y mucha tierra
y mucho frío y con ardiente fuego, cuando ponía sus manos, sus dos manos, sobre
la cuartilla. ¡Cuánto amor en ese corazón sofocado! Es el resuelto sereno, de
gesto lentísimo, que fuera todo él un haz de nervios ceñido en cíngulo. La
capacidad de energía condensada en ese corazón bloqueado podría mover una marea
de amor, y de hecho la mueve, porque no se prohíbe la palabra escrita, el
verso. Ni la hablada tampoco. Entre sus amigos puede conversar, en momentánea
distensión, apertura. Entonces, su cálida y alerta humanidad se congrega para
uno o para varios, para el grupo vivaz, y en esa hora, sentado en un jardín, en
una plaza pública, menos frecuentemente en un café, puede charlar, charla,
parla, sonríe, simpatiza. Con una comunicatividad que desde su concentrado
corazón de poeta nos ofrece, inundándonos.
Vicente Aleixandre, Los encuentros
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