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682. Blas de Otero, in memoriam





Blas de Otero, entre los demás

Tenía una voz clara, limpia y si estabais en un jardín cualquiera con cielo alto y tersa luz, él poseía todas las cualidades naturales de una condición comunicativa. Por otra parte, había tensión en su tranquilidad, casi podría decir en su silencio. En un cuarto cerrado, aún con otros, tendía a abstraerse en su pensamiento. Sin la menor hostilidad, su boca parecía entonces concentrarse casi en una línea, en otras dos sus largos ojos, por donde asomaba su pupila brilladora, y podía quedarse así por largos ratos…, para sonreírnos de pronto. Entonces veíamos sus dientes blancos amanecidos, sus ojos allegados, su afluente palabra, que ingresaba ahora en la corriente de la de los demás con la más natural de las entonaciones. Aquel año había venido de su pueblo; era 1943, y tenía ya veintiséis años. Era abogado allí, en Bilbao, un abogado en despego, que buscando su estabilidad se presentaba bruscamente en Madrid para emprender una nueva carrera: la de Filosofía y Letras. Pero pocos meses después la abandonaba también y regresaba a su tierra. 

De Blas de Otero hay que hablar siempre con provisionalidad y cuidado. El camino de su vida es largo y, dentro de la profunda unidad de su alma, imprevisible. Las repentinas resoluciones equivalen a rápidos enderezamientos, cuando no tienen la significación de hondas roturas en una aparente quietud que se acumula de carga. Porque el «tempo», el ritmo de su vivir es muy distinto del ordinario. Para él, el tiempo en que está inmerso tiene otra dimensión de lo vulgar, y yo he visto en este hombre absorto cualquier acción normal cumplirse como a cámara lenta, como si el tiempo retuviese su marcha hasta hacerse tiempo de Blas. El, tan cabalmente humano, me ha hecho pensar a veces en esos efímeros insectos volantes, un minuto de cuya existencia agolpa toda una vida. Por otra parte, Blas aspiraba a medidas eternas. Yo le he visto entonces, en 1943, ahincarse en una búsqueda espiritual que le asegurase, desde un habitáculo que parecía ofrecer la dimensión satisfactoria. Luego, la crisis, la lucha con el «ángel fieramente humano», la derrota. Al fin, sacado a nueva luz, con un golpear de la conciencia veladora, el rompimiento a una llanura donde todos cabían y todos se comunicaban, y él entre todos, empujadoramente. Este gran solitario es uno de los hombres con más vocación de comunidad que se haya dado acaso entre los poetas de este tiempo. Y desde su conciencia implacable quizá sea el poeta que más versos suyos ha roto por el imperativo moral, sin un gesto de sacrificio. Poemas «positivos» y poemas «negativos», y ha rasgado los que él llamaría «negativos» con una abnegación que no pide nada. La norma ética es la fuente que le compensa en iluminación. En el montón de estas otras roturas no cuenta la calidad, y puede condenar un libro entero, lo mejor concebido y realizado, si no «ayuda», si no «conforta», si no «espera». Blas es de la madera de los moralistas, si al usar esa palabra no pensáis en la moral que le rodea.

Reside en su ciudad cantábrica y su flagelo satírico ha disentido de ella con azote terrible, desde una fidelidad que se alza a cólera. ¿Le habéis visto alguna vez caminar por la llanura castellana? Desde su gabinete solitario ha descendido al polvo de los caminos, hacia León y Castilla, ha ido en busca del hombre de los surcos y se ha alistado con los grupos que trillan y avientan, y ha sido el hombre de la espiga y el del sudor, y el del sueño al raso. Ha subido también, por los mismos principios, a esa montaña preñada y ha bajado a los hondos pozos con la lámpara de seguridad, en el turno de las vagonetas. Con un nudo de pensamientos, y más, ha vuelto a su gabinete, y un coro le cantaba en el pecho, con muchas voces y mucha tierra y mucho frío y con ardiente fuego, cuando ponía sus manos, sus dos manos, sobre la cuartilla. ¡Cuánto amor en ese corazón sofocado! Es el resuelto sereno, de gesto lentísimo, que fuera todo él un haz de nervios ceñido en cíngulo. La capacidad de energía condensada en ese corazón bloqueado podría mover una marea de amor, y de hecho la mueve, porque no se prohíbe la palabra escrita, el verso. Ni la hablada tampoco. Entre sus amigos puede conversar, en momentánea distensión, apertura. Entonces, su cálida y alerta humanidad se congrega para uno o para varios, para el grupo vivaz, y en esa hora, sentado en un jardín, en una plaza pública, menos frecuentemente en un café, puede charlar, charla, parla, sonríe, simpatiza. Con una comunicatividad que desde su concentrado corazón de poeta nos ofrece, inundándonos.


Vicente Aleixandre, Los encuentros





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