Hace nueve años que los hombres de mi generación llevamos España en el corazón. Nueve años que los españoles la llevan como una herida sin cicatrizar. Por ella han conocido por primera vez el sabor de la derrota y han descubierto, con una sorpresa indecible, que puede tenerse razón y ser vencidos; que la fuerza puede someter al espíritu y que, en muchas ocasiones, el arrojo y el sacrificio no son recompensados.
Ello explica, sin duda, el que tantos seres en el mundo hayan sentido el drama español como una tragedia personal. Algunos se han dado cuenta de que esta batalla era la primera de una guerra para la cual no estábamos preparados. Pero los mismos que no tenían el don de profetas tenían la angustiosa sensación de que esta guerra era la suya: en la medida que representaba la lucha por la libertad. Nosotros la sentíamos en la lectura de los periódicos, aunque esos periódicos estuvieran cargados de mala voluntad para los combatientes. Había también muchas cosas de las que hoy no se habla nada y que eran entonces historia fresca y sangrienta. Nosotros, al menos, no hemos olvidado que la guerra civil española ha sido, en primer lugar, la rebelión de un general contra las instituciones libremente. No hemos olvidado que ese general ha lanzado contra el pueblo de su propio país las tropas moras en nombre de Cristo y las legiones italo-alemanas bajo la invocación de la España santificada.
En la dignificación que en 1936 conmovía nuestros corazones de improviso, latía el sentimiento de que acaba de cometerse una injusticia que debíamos hacer desaparecer rápidamente si queríamos evitar que quedara en el flanco de Europa una llaga cuya podredumbre se iría extendiendo. Pero la injusticia debía, sin embargo, recibir la recompensa que le es siempre reservada en esta tierra. Las agencias publicaban al mismo tiempo los comunicados victoriosos de las escuadrillas italianas y alemanas y los del Comité de No Intervención. La República española, segura del derecho que le asistía, vacilaba en su fuerza y con la indignación y el dolor que nos invadía, nacía en nosotros esa extrañeza angustiosa que arrastramos durante tantos años, ante el espectáculo de una injusticia que adquiría poco a poco las dimensiones desmesuradas de la Historia; que se encontraba sancionada a la vez por la derrota de un pueblo y la cobardía del mundo.
Algunas de las razones que la guerra de España nos ha dado posiblemente han desaparecido. La crueldad de esa lucha nos parece hoy casi natural, después de haber sufrido nosotros cinco años de violencias indecibles. Pero ahí queda claramente la pasión de un pueblo y el espectáculo de una injusticia que no se ha reparado. Las hostilidades han terminado; las tinieblas de la dictadura se han disipado, pero continuamos llevando a Europa en nuestro corazón. A un extremo del Continente un cuadro nocturno nos recuerda las razones de esta guerra y nos recuerda, además, que nos equivocamos creyéndola terminada, como cometimos el error hace nueve años de no creer que había dado comienzo.
Pero el valor derrotado y la injusticia consagrada por la Historia son lugares comunes en el mundo en que vivimos. Es posible que en lo que hace referencia a España nuestra indignación sería menor si nuestra conciencia estuviera más limpia. ¿Cómo puede estarla al pensar que no es sólo Franco el que ha de responder de muchos de los asesinatos que han conmovido lo que quedaba de la conciencia europea? La muerte de García Lorca nos parece menos insoportable que otras. En las circunstancias que hemos vivido, cada hombre libre se preguntaba si en breve se encontraría ante el pelotón de ejecución. Y lo peor es que seguimos ante esa amenaza durante ello es natural que cada hombre se prepara para esa eventualidad con el cálculo de su suerte y de sus convicciones. La muerte de Lorca estaba en el orden, en ese sucio orden en que vivimos desde entonces; y la ejecución de Granada anunciaba a los hombres que han penetrado en tiempos muy serios, es decir, en tiempos en que los poetas pueden ser fusilados por quienes no comparten sus ideas. Algunos de nosotros así lo hemos entendido y nos preparamos en lugar de lamentarnos.
Pero hay que reconocer que no estábamos debidamente preparados. Ha sido preciso ir más lejos todavía, participar en los asesinatos y ver morir a Antonio Machado en tierra francesa al salir de un campo de concentración (pues también nosotros teníamos nuestros campos). De Machado -y un día Europa podrá medir la grandeza de este nombre- si éramos responsables, como de todos los suyos que una gran parte de nuestra Prensa insultaba, mientras que nuestro Gobierno republicano los aparcaba rodeándolos de gendarmes odiosos. Unos años más y un paso más en la ignominia para entregar Companys a Franco para que lo ejecutara tranquilamente. Ciertamente eso lo hacía Vichy, no éramos nosotros. Pero nadie puede negarnos la idea de que una nación es solidaria de sus traidores y de sus héroes, pues de lo contrario no sería solidaria de nada. ¿Cómo podemos olvidar? Todo esto ha esmaltado de rojo y negro un rostro: el de España que lo llevamos en nuestro corazón y nunca podremos olvidarlo.
Por ello desde la caída de Barcelona existe en lo más íntimo de nosotros una ausencia, un vacío, una espera. En un mundo que se dice liberado, volvemos la mirada hacia ese país, pues él nos habla de injusticias y de remordimientos. Nosotros queríamos la paz, pero se nos niega. Nuestro corazón no estaría tan turbado si esa tierra esclavizada no fuera tierra de pasión y de grandeza. Indudablemente yo tengo mis razones personales para elección. Y en esta Europa avara, en este París que tiene de la pasión una idea irrisoria la mitad de mi sangre rumia el exilio desde hace siete años, aspira a recobrar la única tierra con la que me siento plenamente de acuerdo; el solo país del mundo en que se sabe fundir en una exigencia superior el amor de vivir y la desesperación de vivir. Pero no es ya solamente una razón personal lo que inspira esta esperanza de una España libre. Toda la inteligencia europea se vuelve también hacia España, como si presintiera que esta tierra miserable posee algunos de los secretos reales que Europa busca desesperadamente a través de guerras, de revoluciones, de epopeyas mecánicas y de aventuras espirituales. ¿Qué sería de la prestigiosa Europa sin la pobre España? ¿Qué ha inventado ella más estremecedor que esa luz poderosa y magnífica del verano español, donde los extremos se funden, en que la pasión puede ser goce y sufrimiento, en que la muerte resulta una razón de vivir, en que la danza va de lo serio a la despreocupación y al sacrificio, en que nadie es capaz de limitar las fronteras de la vida y del sueño, de la comedia y de la verdad? Las fórmulas de síntesis que el Occidente lucha por descubrir, España las produce con naturalidad. Pero no puede ofrecerlas sin el esfuerzo de las insurrecciones. Patria de revoluciones es el único país en que los anarquistas han logrado constituir una poderosa organización, cuyas más grandes obras son clamores hacia lo imposible. Cada una de ellas es una acusación al mundo, al mismo tiempo que aspira a glorificarlo.
Europa y el mundo, con todo lo que necesitan inventar actualmente no pueden prescindir de España, aunque Europa y el mundo prescinden ahora y de una manera tan natural que nos resistimos a creerlo. Y por consiguiente es así. Y para nada aparentemente sirve el testimonio del hombre libre. La indignación se manifiesta en todos los tiempos. Desde hace doce años han aparecido numerosos padres Ubu y hemos comenzado a tomarlos a broma, pero han logrado poner en práctica sus mediocres locuras. Y esos padres Ubu han sido dueños y señores tanto tiempo, que a la hora de su fracaso, los hombres se encuentran cegados. Hemos de creerlo, puesto que permitimos que el último de ellos continúe su parada en el que fue el país de Cervantes. Desde hace siete años lo grotesco es el único producto español que puede manifestarse allí. Y nosotros que sabemos la importancia de lo grotesco, cuando se apoya en la policía, soportamos que pueda seguir tranquilamente oprimiendo a un pueblo de rebeldes, haciendo girar por encima de una España silenciosa los molinos de viento de la idiotez y de la crueldad. Y no solamente soportamos lo grotesco, sino que, todavía, firmamos tratados comerciales con esos personajes. Es que los franceses tienen hambre y el honor es muy poca cosa, cuando pueden obtenerse algunas naranjas. El penetrante perfume de esas naranjas se unirá con el recuerdo de Machado y de Companys. Peor si ese perfume termina por revolvernos el estómago.
¿Por qué enfadarse? Los realistas nos dicen que eso no nos importa, y que, al fin, no nos hemos batido por España sino contra Alemania. Al parecer la democracia consiste en no ocuparse de los otros. Pero ya hemos aprendido que la democracia no tiene fronteras. Despreciada en un lugar está amenazada en su conjunto. Y sabemos mejor que los realistas, que hemos combatido para que los hombres libres puedan mirarse a la cara sin avergonzarse, para que cada hombre libre lleve en sí su propia felicidad y sea su propio juez sin arrastrar el peso obligado de la humillación ajena. ¿Qué hombre puede sentirse libre, mientras que esa tierra de libertad sea dominada por la arbitrariedad? Cada vez que un hombre en el mundo es encadenado todos nosotros quedamos encadenados a él. La libertad debe ser para todos o para nadie. Esta es la sola forma de democracia que merece el sacrificio.
Aquí tienen, en las páginas siguientes, el mensaje y el testimonio de unos hombres que tienen la sensación de que no son completamente libres. Esta es la obra de los que no han firmado tratados comerciales y que continuarán privándose de naranjas. Y, posiblemente su testimonio es simbólico. No puede ser de otra manera. Pero en este mundo desmemoriado no está de más que algunos hagan honor a la fidelidad. Es muy posible que con su ejemplo ayuden un día a que pueda perdonarse lo que, con la rabia en su corazón no han podido evitar.
Albert Camus, España libre
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