Teniente y corneta dando el alto el fuego a una avanzadilla de Peguerinos, Ávila, el 1 de septiembre de 1936 (Foto: Cervera) |
El capitán Hurtado era el único oficial profesional que teníamos en Peguerinos en 1936. No acababa de salir de su asombro ante las milicias. Veía que las virtudes civiles daban un excelente resultado en el campo de batalla, y eso debía de contradecir los principios de su ciencia militar. Tenía un gran respeto por la combatividad y el valor de los milicianos, pero no comprendía políticamente la democracia, y a los que querían hablarle de las libertades populares les contestaba con un gesto impaciente:
-Para cuatro días que uno va
a vivir dejadme en paz con vuestras tonterías.
Los milicianos se reían y
movían lentamente la cabeza. Pero la disposición de Hurtado para el trabajo de
guerra al lado de unos hombres cuya ideología no comprendía les era simpática a
todos.
-Con vosotros –solía decir
Hurtado a los milicianos- se puede ir a todas partes.
Eso les halagaba.
Aquel día Hurtado llamó a
cinco hombres elegidos entre los más decididos. Cuatro muchachos y un viejo.
Éste era tipógrafo. Entre los otros había un ingeniero industrial, un
metalúrgico y dos albañiles. El tipógrafo protestaba siempre porque no tenía
tiempo para nada. Desde hacía tres días trataba en vano de leer un discurso del
líder sindical de su organización, que había sido publicado en folleto y que
llevaba consigo todo sucio y arrugado.
Cuando acudieron a la pequeña
casa de madera que había a la salida del pueblo, el capitán no había llegado
aún y le esperaron más de media hora. El tipógrafo sacó de la cartuchera el
folleto y se puso a leer. Por fin apareció el capitán, acompañado de un
sargento telegrafista que solía manejar un heliógrafo. Ese sargento, aunque
mostraba un gran entusiasmo por las ideologías políticas de los milicianos con
quienes hablaba en cada caso, no tenía la simpatía de nadie. Veían en él algo
servil que a nadie convencía. Era corriente oír hablar de él con reservas.
Antes de sentarse hizo un
largo aparte con el sargento. Cuando éste se fue dijo a los milicianos que les
había llamado para exponerles un plan de penetración y acción en el campo
enemigo. Era muy arriesgado y reclamaba la mayor atención. La derrota sufrida
el día anterior por el enemigo había forzado a Mola a organizar su campo
seriamente para la resistencia. El enemigo estaba muy bien fortificado, había
establecido una línea regular y contaba con abundantes refuerzos. Debían de
tener patrullas de reconocimiento, con los restos de la caballería mora que
lograron salvarse el día anterior. Los milicianos escuchaban impacientes.
Hubieran querido asimilar en un instante los conocimientos de aquel hombre.
Pero cada cual pensaba que, si Hurtado sabía siempre las condiciones en que se
encontraba el enemigo y en un combate conocía el momento y el lugar del
contraataque, eso se debía a sus seis años de academia. Ese nombre –Academia-
tenía una fuerza y un prestigio abrumador.
-No es necesario el fusil
para estos servicios –explicaba Hurtado-. Son mejores las bombas de mano. Tres
de vosotros llevaréis también un pico. Los otros dos, una pala. Cada uno, un
rollo de cuerda de cinco o seis metros.
Después de una pausa en la
que el capitán pareció muy preocupado por las hebillas de su alta bota de
cuero, aunque se veía que pensaba en otra cosa, continuó:
-La penetración en el campo
enemigo tiene por objeto producir la sorpresa y la desorientación. Para eso hay
que saber evitar los puestos de observación, y esto se consigue estudiando bien
el itinerario y escogiendo también la hora en relación con la posición del sol
o de la luna. El itinerario, flanqueando el viejo camino de resineros...
De nuevo se interrumpió para
vigilar la hebilla que no quería dejarse atar. Cuando parecía dispuesto a
reanudar la lección, llegó de nuevo el sargento telegrafista. El capitán se
levantó y salió fuera. Parecía muy distraído. El tipógrafo sacó su folleto y se
puso a leer. El joven ingeniero industrial pensó que no estaba bien salir a
hablar aparte con el telegrafista, pero quizá los profesionales daban un gran
valor al secreto militar, y eso no podía parecerle mal.
Hurtado volvió a entrar y
dijo que tenía que salir para un servicio urgente. La lección la daría al
atardecer y la penetración de la patrulla sería antes del alba, al día
siguiente. Había tiempo. Todavía se detuvo para advertir que si antes de la
media noche no se habían podido reunir de nuevo, los milicianos debían ir a
buscarle al Estado mayor o donde estuviera. El tipógrafo guardó su folleto en
la cartuchera y contempló extrañado al capitán.
“Es raro –pensó-. Parece un
hombre diferente. Se mueve, se sienta, se levanta, habla como si le dolieran la
cabeza o las muelas.”
La patrulla iba y venía por
el campamento esperando la hora de la reunión. Los cinco milicianos habían
quedado libres de servicio aquel día y el tipógrafo seguía leyendo el folleto,
algunos de cuyos párrafos había subrayado cuidadosamente con lápiz. Después del
bombardeo de la aviación enemiga, hacia las cuatro de la tarde hubo bastante
calma. El silencio del frente era horadado a veces por el fuego mecánico de las
ametralladoras. A veces, también, cantaba un gallo en un corral próximo, lo que
según el joven ingeniero era una provocación intolerable a su estómago.
Hurtado salió al atardecer,
con el sargento, hacia las avanzadas. El cabo de intendencia lo vio ir y venir
indeciso. Llegó a los primeros puestos del ala derecha y advirtió a los
centinelas que tuvieran cuidado al disparar porque iba a reconocer el “terreno
de nadie”. Los centinelas lo vieron salir asombrados. “Con hombres tan
valientes y tan inteligentes –se dijeron también- se puede ir a todas partes.”
Hurtado y el telegrafista avanzaron con grandes precauciones en dirección a una
casita abandonada, de cuyas ruinas salía humo. Luego los centinelas los
perdieron de vista, pero en los relevos se transmitían la consigna: “Cuidado al
disparar, que el capitán Hurtado anda por ahí.” Era ya medianoche y no había
vuelto aún.
A la una de la madrugada el
tipógrafo reunió a los demás compañeros y les recordó que el capitán les había
dicho que después de medianoche debían buscarlo donde estuviera. Antes del
amanecer había que realizar el servicio, y para eso necesitaban conocer las
instrucciones completas. Ya de acuerdo, se enteraron por el cabo de intendencia
y el sargento de la segunda compañía del batallón Fernando de Rosa del camino
tomado por el capitán. Con el fusil en bandolera, la bayoneta colgada al
costado y media docena de bombas de mano, llegaron los cinco a las avanzadas.
Los centinelas les indicaron el lugar por donde Hurtado había desaparecido. La
patrulla buscaba entre las sombras, que a veces esclarecía una luna tímida. Con
la obsesión de un servicio que había que hacer “antes de la madrugada”, recordaban
sus palabras: “Si a las doce no nos hemos reunido, buscadme.” Y los cinco
siguieron avanzando cautelosamente en la noche.
Antes de llegar a la casita
en ruinas sintieron a su izquierda una ametralladora. En la noche, los disparos
eran estrellas rojas de una simetría perfecta. Se arrojaron al suelo y
siguieron avanzando. Volvieron a detenerse poco después porque oyeron voces
humanas. No comprendían las palabras, pero reconocían el acento atiplado de los
moros. El tipógrafo y otros dos avanzaron y los demás quedaron esperando con
los fusiles preparados. Pocos minutos después vieron un grupo de caballos sin
jinetes atados entre sí. Como las voces se habían alejado y durante más de
media hora no vieron a nadie, siguieron avanzando.
-Cuando encontremos a Hurtado
–decía el tipógrafo-, va a ser muy tarde.
Otro miliciano afirmaba y
añadía que, por si ese retraso no bastaba, todavía sería preciso volver al
campamento a equiparse como el capitán había dicho. La última palabra que le
habían oído, con la cual quedaba inconclusa una frase de un valor inapreciable
era: “el itinerario junto al camino viejo de resineros...”. Había que conocer
esa frase entera; había que escuchar sus instrucciones antes de penetrar en el
campo enemigo si querían hacer un buen trabajo.
-Entrar en el campo enemigo
–se decían- no es tarea para el primer miliciano que llega.
En el fondo de un hoyo de
obús encontraron al telegrafista. Se quejaba débilmente y parecía haber perdido
el conocimiento. Estaba herido en la cabeza y en el pecho. Tenía también una
mano ensangrentada. Pero a veces indicaba con esa misma mano una dirección y
reía vagamente. Quizás no se reía, pero la boca ancha y hundida bajo las
narices daba esa impresión. En la mano izquierda le faltaba el dedo anular. Los
que habían dudado del telegrafista se sentían ahora avergonzados. Con la mano
ensangrentada seguía señalando el camino de Hurtado en las sombras. Pero no
conseguía hablar. Como se negaba a ser evacuado le dieron agua y lo dejaron
allí. Siguieron adelante. El tipógrafo dijo que los moros habían cortado el
dedo anular al telegrafista para robarle la alianza de oro. Antes de terminar
estas palabras llegaron dos obuses del 7,5. Un balín hirió al ingeniero en el
brazo. Se oyó una blasfemia y el herido quedó rezagado buscando algo con que
atarse el brazo por encima de la herida.
Pero seguían avanzando.
Rebasaron dos nidos de ametralladoras, perdieron algún tiempo tratando de
reconocer en la obscuridad –la luna se había ocultado de nuevo- por el tacto
las facciones de un muerto. Llevaba bigote y, por lo tanto, no podía ser
Hurtado. Y siguieron.
Por fin, momentos antes del
amanecer, estuvieron ante Hurtado. Pero aquél era otro campamento. Quizá
correspondiera al sector de Las Navas. Hurtado abrió unos ojos enormes, de
asombro. Su extrañeza era como una serie de preguntas tan claras que no hacía
falta formularlas.
-Dijo usted que le buscáramos
–explicaban los milicianos.
Hurtado, con la voz
temblorosa, mirando los fusiles, preguntaba:
-¿Yo? ¿Para qué?
Estaba tan desconcertado que
no acertaba a llevarse el cigarrillo a los labios.
-Para que nos diga cómo hay
que penetrar en el campo rebelde.
Hurtado había perdido la
mirada juvenil y franca que tenía en Peguerinos. Los milicianos creían que
estaba disgustado porque no llevaban las bombas ni los rollos de cuerda. El
tipógrafo advirtió:
-Luego iremos a dejar los
fusiles y a equiparnos como usted nos dijo, pero quisiéramos que terminara de
darnos sus instrucciones para entrar en el campo enemigo.
Fuera comenzaba a amanecer. A
la luz del día era ya visible la bandera traidora de Franco. El capitán
desapareció y los milicianos quedaron recordando las palabras con las que había
interrumpido su lección: “la penetración en el campo enemigo, junto al camino
viejo de resineros...”. No era tan fácil entrar en el campo enemigo. Sólo un
oficial con seis años de academia militar podía pretender organizar un servicio
tan difícil. Se sentaron todos en semicírculo. El ingeniero apretó un poco más
la venda del brazo, sirviéndose de los dientes y de la mano libre. Habían
dejado una silla en el centro, para Hurtado.
Éste volvió, pero venían con
él dos oficiales acompañados de más de quince soldados, quienes desarmaron a
los milicianos y los condujeron a una zanja. Dijeron al joven ingeniero:
-Salta ahí dentro y así nos
evitas tener que arrastrar luego tu cuerpo.
Dispararon sobre él y allí
quedó, encogido, en el fondo. Ordenaron al tipógrafo que cogiera una paletada
de cal de un pequeño montón que había al lado y la echara al muerto. El
tipógrafo contestó en silencio mostrando sus manos atadas. Lo desataron. Cogió
la pala y miró a su alrededor. Hurtado no estaba. Volvió a dejarla caer, salvó
de un brinco una pequeña cerca de piedra y corrió, corrió, corrió. A sus
espaldas oyó varias descargas de fusil. Las pistolas sonaban también como
botellitas a las que se les quita de pronto un corcho muy ajustado. Sintió en
las piernas los golpes de unas ramas de arbusto que no existían y en la boca un
líquido caliente y salado.
Pudo llegar a Peguerinos.
Allí estaba yo. Me contó todo esto mientras el médico se preparaba para hacerle
una transfusión de sangre. Después sacó su folleto sindical del bolsillo y se
puso a leerlo.
Ramón J. Sender, Partes de
Guerra
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