“La nuestra es la
verdad del sufrimiento; la de los asesinos, la cobardía del silencio”
Ayer falleció Juan
Gelman, un poeta, un transterrado, un hombre que sufrió en primera persona el
dolor de la represión. En 1976 la dictadura argentina detuvo y asesinó a su
hijo y a su nuera embarazada de siete meses. Su nieta fue dada en adopción y
tras muchos años de investigación y espera consiguió recuperarla. Catorce años
después de su desaparición los restos de su hijo Marcelo fueron encontrados
dentro de un tambor de grasa, cubierto por cemento en el río San Fernando de
Buenos Aires. La autopsia reveló que había sido asesinado de un tiro en la
nuca. Juan Gelman seguía luchando por encontrar los restos de su nuera, María
Claudia Irureta Goyena.
Queremos recordarle con
las palabras que pronunció en el discurso de entrega del premio Cervantes en
2007, en el que reivindicó la memoria, la verdad y la justicia frente al
olvido.
(...)
A la poesía hoy se premia, como fuera
premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo donde voces muy
altas resuenan todavía. Y es algo verdaderamente admirable en estos
"Dürftiger Zeite", estos tiempos mezquinos, estos tiempos de
penuria, como los calificaba Hölderin preguntándose "Wozu
Dichter", para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo en el
que cada tres segundos y medio un niño menor de 5 años muere de
enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán
fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la
poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que
"un agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, todo el
lugar sombreado por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño
descendía", Mallarmé conoció la desnudez de los sueños dispersos,
Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas de los objetos que
mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve,
Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de claridad el
aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la compunción, y
tanta belleza cargada de más vida causa el temblor de todo el ser. ¿No
será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz
tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio al que me
condenó la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me
reunió con lo que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo
amado, Dios para ellos, el país del que fui expulsado para mí. Y cuánta
compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino "que no es sino
morir muchas veces", comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas
veces y más con cada noticia de un amigo o compañero asesinado o
desaparecido que agrandaba la pérdida de lo amado. La dictadura militar
argentina desapareció a 30.000 personas y cabe señalar que la palabra
"desaparecido" es una sola, pero encierra cuatro conceptos:
el secuestro de ciudadanas y ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato
y la desaparición de sus restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto.
El Quijote me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi
adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo, la
barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo
habrá sido el hombre, don Miguel? Conocía su vida de pobreza y
sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel, su Lepanto, los
intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato
que trazó en el prólogo de las Novelas Ejemplares: "Este que veis
aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa
y desembarazada", que nada me decía, salvo la mención de sus
"alegres ojos". Comprendí entonces que él era en su escritura.
Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar sus carcajadas cuando
acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel. Sólo quien, desde
el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo
semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad. quise recorrer
ante ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y Sigismunda, o la
locura quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración
y la nueva maravilla del coloquio de los perros, o el combate
verdaderamente ejemplar entre los poetas malos y los buenos que tiene
lugar en "Viaje del Parnaso" y en el que cualquier buen poeta
podía caer herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como
la lámpara alimentada a querosén que los campesinos de mi país encienden
a la noche y alrededor de la cual se sientan a cenar, cuando hay, y luego
a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros
seres alados acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado
por don Alonso Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han
explorado los rincones del gran libro. Por eso, parafraseando al autor,
declaro sin ironía alguna que, con seguridad, este discurso carece de
invención, es menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda
erudición y doctrina. Sólo hablo como lector devoto de Cervantes, pero
quién puede describir los territorios del asombro. Con mucha suerte y
perspicacia, es posible apenas sentarse a la sombra de lo que siempre
calla.
Cervantes se instala en un supuesto
pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época,
que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y
la impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria
que Hölderlin nombró. Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa
burla porque sabe que jamás será posible terminar con la utopía, recortar
la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó
la primera novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades
posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel Foucault
encuentra en Raymond Roussel las características de la novela moderna,
éstas: "el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la distancia,
el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del
sujeto", uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en
la escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular
universo literario. La más humana es un espejo en el que podemos aún
mirarnos sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: "Bien
hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de
aquestos endemoniados instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo
para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica
invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la
vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la
mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega
una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del
resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y
acaba en un instante los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar
luengos siglos".
Desde el lugar de presunto caballero
andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a las espadas,
y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote
destaca un hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte
en Occidente: es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más
segura para el que mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron
al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo
agonizante en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los
vecinos, el dictado del testamento ante los deudos. La muerte
hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras. Y qué
decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets
aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato
que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después
durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las
víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima
y hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son
privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y
filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor.
Del amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que
no se da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un
mundo más humano nunca visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer
que no es y a una justicia para todos que no es. Son amores diferentes
pero se juntan en un haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer quijotadas
en alguna ocasión, ayudar a los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra
molinos de aspas de acero, que ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de
vino en vez de enfrentar a los dueños del dolor ajeno? ¿"En este
valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos -dice Sancho-, donde
apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y
bellaquería"?
He celebrado hace dos años, con ocasión
de la entrega del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, mi llegada
a una España que no acepta las aventuras bélicas y que rompe clausuras
sociales que hieren la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a
una España empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para
construir una conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya
no vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos
eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible.
Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur.
Para San Agustín, la memoria es un
santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos que a uno
se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre
están ahí y muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres
amados que las dictaduras militares desaparecieron. Pesan en el interior
de cada familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan
preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué?
¿Dónde están sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y
de memoria? ¿Dónde está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del
sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía del silencio. Así prolongan
la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad dos veces.
Enterrar a sus muertos es una ley no
escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no es una ley
de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir.
"¡Iba yo a pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses,
ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el que fuera!",
exclama. Así habla de y con los familiares de desaparecidos bajo las
dictaduras militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han
logrado aún lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de
memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos
en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir
viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están
cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego.
Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es
posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así
como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que
entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la
destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de
su pasado en particular.
Pero volviendo a algunos párrafos atrás:
hay tanto que decir de Cervantes, de este hombre tan fuera del uso de los
otros. De sus neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona
caminar asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don
Quijote aprueba la creación de palabras nuevas, porque "esto es
enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso".
Hace unos años ciertos poetas lanzaron una advertencia en tono casi
legislativo: no hay que lastimar al lenguaje, como si éste fuera río
coagulado, como si los pueblos no vinieran "lastimándolo" desde
que empezaron a nombrar. Cuando Lope dice "siempre mañana y nunca
mañanamos" agranda el lenguaje y muestra que el castellano
vive, porque sólo no cambian las lenguas que están muertas. La lengua
expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma.
Esas invenciones laten en las entrañas
de la lengua y traen balbuceos y brisas de la infancia como memoria de la
palabra que de afuera vino, tocó al infante en su cuna y le abrió una
herida que nunca ha de cerrar. Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una
victoria contra los límites del lenguaje? ¿Acaso el aire no nos sigue
hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras
aún desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin
nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí
caminos que no recorrió antes, que desbroce las malezas de su
subjetividad, que no escuche el estrépito de la palabra impuesta, que
explore los mil rostros que la vivencia abre en la imaginación, que
encuentre la expresión que les dé rostro en la escritura. El internarse en
sí mismo del poeta es un atrevimiento que lo expone a la intemperie.
Aunque bien decía Rilke: "[...] lo que finalmente nos
resguarda/es nuestra desprotección". Ese atrevimiento conduce al
poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es un trascender
hacia sí mismo que se dirige a la verdad del corazón y a la verdad del
mundo. Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo,
recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir. Escribe para
vivir.
Me gusta mucho este blog y el homenaje al amado Juan Gelman.
ResponderEliminarUn abrazo desde Argentina.
Gracias a ti Tolhuin, por encontrarnos y caminar con nosotr@s por el árido sendero de la desmemoria.
ResponderEliminarSalud!
Muchas gracias por la memoria compañeras y compañeros.
ResponderEliminarGacias a ti compañera en la Memoria.
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