Miguel Gila, monólogo de la guerra
El 17 de julio, la guerra ya era prácticamente un
hecho. Gila tenía diecisiete años y su interés por la política se
limitaba a esas conversaciones domésticas y a lo que le contaban algunos de sus
amigos. A pesar de ello, aquel viernes los rumores y las noticias eran
constantes. Toda España estaba pendiente de cualquier novedad. Sin pensárselo
demasiado, Miguel y su amigo Pedro Tabares decidirían hacerse militantes de
las Juventudes Socialistas. Tras el estallido de la guerra, se alistarían
también para combatir en el frente.
Según les indicaron, Pedro formaría parte
del Batallón Alpino y Miguel del Quinto Regimiento de Líster. No obstante, sin
que supiera muy bien el motivo, este acabó sirviendo en el Regimiento
Pasionaria, de marcado acento comunista.
Sin apenas hacerse a la idea, mandaron
a los nuevos soldados al cuartel, donde les entregaron las armas. A Miguel le
correspondieron un fusil, ciento cincuenta balas y dos granadas de mano.
La primera visión de la brutalidad
Poco después, Miguel asistiría a su primera escena de
guerra real, un episodio que marcaría para siempre su pensamiento y sus
trabajos posteriores. Dos de sus compañeros, uno de ellos vestido con una
chaqueta robada de un guardia civil, aparecieron sonrientes tras haber
matado a dos enemigos. Los cuerpos ensangrentados yacían todavía en el suelo,
rodeados de mujeres presas del pánico y con algunas criaturas agarradas a sus
piernas. Miguel comprobó, aturdido, que los soldados de verdad no eran pinzas
de madera que dialogaban alegremente entre sí. Al instante fue consciente de
que, más allá de las opiniones políticas, los monstruos estaban dentro y fuera
de sus filas:
Desde toda mi vida he sabido que el bruto es bruto
desde que nace hasta que muere y el ignorante lo es porque no tiene acceso a la
cultura.
Durante la guerra Miguel se toparía con muchos de esos
hombres, con brutos que, aseguraba sin vacilar, lo eran en esencia, más allá
de la educación recibida.
Aunque la guerra duró tres años, el sufrimiento y el
sinsentido duraron una década para él: diez años protagonizados por el
hambre, el absurdo y las humillaciones; primero en el frente, luego en las
cárceles, y finalmente durante un servicio militar angustiosamente
prolongado. Cuando Gila se convirtió en un anciano, continuaría recordando esa
época como el periodo de su vida en el que le robaron diez años de juventud.
Los primeros meses
Si durante su infancia Miguel y sus amigos buscaban amenudo algo que llevarse a la boca, los años de la guerra multiplicaron
aquel interés hasta el delirio. El hambre era una constante, y el que
encontraba algo de comida y la compartía con los demás era considerado un
auténtico héroe.
En el curso de una de las expediciones militares, los muchachos descubrieron con alegría una vaca, pero no sabían cómo sacarle la leche.
Todos los miembros de aquella escuadra eran chicos de ciudad y ninguno de ellos
había ordeñado en su vida. No sabían por dónde empezar. Cuenta Gila que en
aquel momento recordó al lechero de su barrio y probó suerte intentando
emular sus movimientos. Al cabo de unos segundos, la leche empezó a llenar el
cubo, entre los gritos de alegría de sus compañeros.
Estuvieron a punto de
llevarse la vaca entera, pero pesaba demasiado. Sin embargo, por suerte,
existen animales más pequeños. Cuando llegaban a alguna propiedad enemiga,
requisaban las gallinas y los conejos y se los guardaban como podían para la
cena. En ocasiones, la suerte no estaba de su parte, y se conformaban con
cigüeñas y gatos.
Una noche, un dulce gatito tuvo la mala idea de colarse en
uno de los campos donde Gila y sus compañeros se encontraban descansando. Al
verlo, y después de días sin comer, empezaron a notar que sus tripas se
retorcían. Solo pensaban en comerse a aquel animal. Armados con la varilla de
un paraguas, consiguieron cazar al gato, lo mataron y lo cocinaron en una
lata.
No eran tiempos para tener mascotas. Los animales también necesitaban nutrirse, y aquella lucha por la
supervivencia los convertía en un enemigo más en medio de la barbarie.
Cuando Gila se comió a Margarita
En cierta ocasión, deshacerse de un animal le resultó
a Miguel especialmente doloroso. Fue durante uno de sus desplazamientos. La
escuadra de Gila encontró una cabra en un pueblo abandonado. La bautizaron
con el nombre de la flor de la amistad, Margarita, y coincidieron en
otorgarle la privilegiada categoría de mascota. Aquellos hombres se encariñaron
con el animal y, pese al hambre, ninguno de ellos se atrevía a matarla. Sin embargo, llegó el invierno y la nieve cubrió gran parte del terreno, provocando
la escasez repentina de vegetales. En esas condiciones, y sin que llegaran
provisiones, decidieron comerse a Margarita.
Gila siempre recordó lo doloroso
que le había resultado comerse a la cabra. Tiempo más tarde, cuando ya era un
humorista de prestigio, quiso homenajear al animal. Durante algunos años, en
los principales escenarios del mundo, llamó Margarita a la famosa vaca de su
monólogo de la familia, aquella que les tocó en una tómbola, que vivía en el
balcón para tener la leche fresca y cuyo cuernazo provocó que su padre
acabara en prisión por cuernicidio:
En una tómbola nos tocó una vaca. Bueno, nos dieron a
elegir entre una vaca y una pastilla de jabón. Mi madre dijo: «La vaca, que
es más gorda», y mi padre le respondió: «Claro, tú, con tal de no lavarte, lo
que sea». [...] Conque nos quedamos con la vaca, a la que le pusimos por nombre Margarita, y la
colocamos en el balcón, para que tuviera la leche fresca.
En versiones posteriores, la vaca se llamaba Matilde,
y era la madre la que acusaba al padre de no lavarse demasiado.
A partir de la
muerte de Margarita, conseguir alimentos pasaría a estar en la cima de su
lista de prioridades, algunas veces incluso poniendo su vida en grave peligro.
Recuerda Gila cómo durante los combates en el frente de Aravaca algunos de los
soldados recogían fresones con el casco a pesar de los disparos enemigos.
Era tanta la necesidad que para poder comer algo se aceptaba correr el riesgo
de recibir un balazo en la frente desnuda. Un soldado salía corriendo de las
trincheras y, cubierto por sus compañeros, se quitaba el casco, en el que iba
depositando los frutos que lograba arrancar a toda prisa.
Esa vivencia tal vez
le inspirara, pocos años después, el párrafo de una de las primeras versiones
de su monólogo de la guerra:
Mi papá estaba en Marruecos matando moros y le
escribimos una carta diciéndole que había nacido yo. Se puso tan contento que
lanzó su casco al aire, sacó la cabeza de la trinchera para contárselo al
enemigo, y el enemigo le pegó un tiro en la frente.
A mí me fusilaron mal
Uno de los capítulos más citados de la vida de Gila es
el de su fusilamiento cerca de El Viso de los Pedroches, en la provincia de
Córdoba.
Cuenta Miguel que iba conduciendo un viejo camión
cuando las dos ruedas traseras del vehículo reventaron. No podían avanzar y
aquello provocó que los muchachos quedaran desprotegidos ante el enemigo.
Pocos minutos después del accidente, unos soldados los rodearon. Al instante se
convirtieron en prisioneros y los encerraron en el sucio corral de una casa
cercana.
Miguel describe que, transcurridas unas horas, empezó a tener sed y
pidió a uno de los soldados que le dejara beber un poco de agua de una de las
tres cantimploras que colgaban de su cintura. El vigilante no solo le negó
aquella petición, sino que, sin mediar palabra, le golpeó duramente con la
culata de su fusil a la altura de la cadera. A raíz del impacto, brotó en
aquella zona un hematoma de color morado parecido al que, casi veinte años
antes, había acabado con la vida de su padre.
Al oscurecer, los soldados
sacaron a los prisioneros del corral, les quitaron las ropas de abrigo y los
hicieron caminar hasta un descampado situado en las afueras del pueblo. Allí,
como cuenta Gila, los fusilaron mal.
Borrachos, entre carcajadas, y mientras
desplumaban algunas gallinas confiscadas, los soldados formaron un pelotón de
fusilamiento con los prisioneros y dispararon unas cuantas veces hasta que
vieron que sus víctimas iban cayendo unas sobre otras. Tras la espantosa
masacre, guardaron los fusiles y permanecieron aún un rato más festejando
aquella victoria, bebiendo y comiendo la carne de gallina asada en la hoguera.
Mientras, un desconcertado Gila los observaba escondido entre los cuerpos sin
vida de sus compañeros, fingiendo estar muerto. Al amanecer, una vez que los
verdugos retomaron su camino, Miguel salió de su escondite y descubrió que solo
habían sobrevivido él y el cabo Villegas, al que habían herido en una pierna. Cargó con el cuerpo
del cabo y lo llevó a una iglesia cercana, en el municipio de Hinojosa del
Duque, para que el párroco atendiera sus heridas.
Solo y en territorio enemigo,
pensó en escaparse a Portugal, aunque desistió al cabo de poco porque supo que
en el país vecino devolvían a España a los soldados republicanos que llegaban para que los nacionales los ajusticiaran.
Agotado y sin saber adónde
diablos acudir, Gila vio pasar una columna de prisioneros y decidió añadirse a
ella buscando cobijo y comida. Uno de sus primeros destinos fue Valsequillo, un
pueblo cordobés destruido por la guerra donde fue castigado a trabajos
forzados. Cuenta Miguel que en aquel tiempo comía solo una vez al día un menú
formado por una onza de chocolate, dos sardinas en aceite y un par de higos
secos. Aquello duró unos meses, hasta que el comandante que estaba al frente
fue sustituido por un teniente que pertenecía al tercio requeté Virgen de los
Reyes. El nuevo responsable se quedó estupefacto al conocer las condiciones en
las que trabajaban los prisioneros y decidió hacer un cambio radical. Suspendió
inmediatamente los trabajos de pico y pala y ordenó que trajeran alimentos
suficientes para organizar una primera comida en condiciones. Entre los
prisioneros, reclutó a aquellos que tenían alguna idea de cocina, y al cabo de
unas horas todos comieron un cocido completo. Aquello sonaba bien, y fue
celebrado por todos, pero desgraciadamente algunos prisioneros no pudieron
soportar un cambio tan radical en la alimentación y murieron.
Aquellas
vivencias provocaron que Miguel echara mano de su creatividad para sobrevivir.
A través de un soldado quiso informarse del pasado de uno de los responsables
de su cautiverio, el teniente Alcorta Menchaca. El soldado le contó que,
antes de la guerra, su superior había trabajado como subdirector en el Banco
Vizcaya de Bilbao. Miguel memorizó la información que le acababan de dar. Un
tiempo después, se cruzó con el teniente y decidió empezar la función: que si
su nombre me suena, que si yo trabajé de botones en una sucursal del banco en
Madrid, que si allí se hablaba todo el tiempo de usted, etc.
La representación
tuvo una eficacia tremenda. El militar sintió simpatía por aquel preso y
empezó a concederle privilegios. A partir de entonces, Miguel sería el
encargado de recoger las mesas de los mandos, lo que le permitió llevarse los
escasos restos de comida que se dejaban los militares. En sus viajes al almacén aprovechaba, además, para robar algunas de las algarrobas reservadas a los
caballos de la Guardia Civil. Luego volvía donde estaban sus compañeros y lo
repartía todo.
La guerra real de Gila fue espantosa, como lo fue para todos
los españoles que tuvieron la desgracia de padecerla. Incluso se nos antoja
fácil decir que fue espantosa. Tal vez los que hemos tenido la fortuna de no
padecerla no deberíamos atrevernos siquiera a definirla. Sea como sea, Miguel
salió ileso y pudo inventarse otra guerra muy distinta, donde los enemigos se
telefoneaban y compartían el mismo avión, una guerra humorística, pero
igualmente cruel y salvaje.
Tres años después el enfrentamiento terminó, pero
ahí no acabaron las injusticias. Gila tenía que padecer todavía la estupidez
de una prisión.
Del libro: Miguel Gila. Vida y obra de un genio, de Juan Carlos Ortega y Marc Lobato (Ed. Libros del Silencio)
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