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894. Recordando a Miguel Gila

Entonces llegó mi tío Cecilio con un periódico que traía un anuncio que decía: «Para una guerra importante se necesita soldado que mate deprisa». Y dijo mi abuela: «Apúntate tú, que eres espabilao»
Miguel Gila, monólogo de la guerra


El 17 de julio, la guerra ya era prácticamente un hecho. Gila tenía diecisiete años y su interés por la política se limitaba a esas conversaciones domésticas y a lo que le contaban algunos de sus amigos. A pesar de ello, aquel viernes los rumores y las noticias eran constantes. Toda España estaba pendiente de cualquier novedad. Sin pensárselo demasiado, Miguel y su amigo Pedro Tabares decidirían hacerse militantes de las Juventudes Socialistas. Tras el estallido de la guerra, se alistarían también para combatir en el frente.

Según les indicaron, Pedro formaría parte del Batallón Alpino y Miguel del Quinto Regimiento de Líster. No obstante, sin que supiera muy bien el motivo, este acabó sirviendo en el Regimiento Pasionaria, de marcado acento comunista.

Sin apenas hacerse a la idea, mandaron a los nuevos soldados al cuartel, donde les entregaron las armas. A Miguel le correspondieron un fusil, ciento cincuenta balas y dos granadas de mano.


La primera visión de la brutalidad

Poco después, Miguel asistiría a su primera escena de guerra real, un episodio que marcaría para siempre su pensamiento y sus trabajos posteriores. Dos de sus compañeros, uno de ellos vestido con una chaqueta robada de un guardia civil, aparecieron sonrientes tras haber matado a dos enemigos. Los cuerpos ensangrentados yacían todavía en el suelo, rodeados de mujeres presas del pánico y con algunas criaturas agarradas a sus piernas. Miguel comprobó, aturdido, que los soldados de verdad no eran pinzas de madera que dialogaban alegremente entre sí. Al instante fue consciente de que, más allá de las opiniones políticas, los monstruos estaban dentro y fuera de sus filas:

Desde toda mi vida he sabido que el bruto es bruto desde que nace hasta que muere y el ignorante lo es porque no tiene acceso a la cultura.

Durante la guerra Miguel se toparía con muchos de esos hombres, con brutos que, aseguraba sin vacilar, lo eran en esencia, más allá de la educación recibida.

Aunque la guerra duró tres años, el sufrimiento y el sinsentido duraron una década para él: diez años protagonizados por el hambre, el absurdo y las humillaciones; primero en el frente, luego en las cárceles, y finalmente durante un servicio militar angustiosamente prolongado. Cuando Gila se convirtió en un anciano, continuaría recordando esa época como el periodo de su vida en el que le robaron diez años de juventud.


Los primeros meses

Si durante su infancia Miguel y sus amigos buscaban amenudo algo que llevarse a la boca, los años de la guerra multiplicaron aquel interés hasta el delirio. El hambre era una constante, y el que encontraba algo de comida y la compartía con los demás era considerado un auténtico héroe.

En el curso de una de las expediciones militares, los muchachos descubrieron con alegría una vaca, pero no sabían cómo sacarle la leche. Todos los miembros de aquella escuadra eran chicos de ciudad y ninguno de ellos había ordeñado en su vida. No sabían por dónde empezar. Cuenta Gila que en aquel momento recordó al lechero de su barrio y probó suerte intentando emular sus movimientos. Al cabo de unos segundos, la leche empezó a llenar el cubo, entre los gritos de alegría de sus compañeros.

Estuvieron a punto de llevarse la vaca entera, pero pesaba demasiado. Sin embargo, por suerte, existen animales más pequeños. Cuando llegaban a alguna propiedad enemiga, requisaban las gallinas y los conejos y se los guardaban como podían para la cena. En ocasiones, la suerte no estaba de su parte, y se conformaban con cigüeñas y gatos.

Una noche, un dulce gatito tuvo la mala idea de colarse en uno de los campos donde Gila y sus compañeros se encontraban descansando. Al verlo, y después de días sin comer, empezaron a notar que sus tripas se retorcían. Solo pensaban en comerse a aquel animal. Armados con la varilla de un paraguas, consiguieron cazar al gato, lo mataron y lo cocinaron en una lata.

No eran tiempos para tener mascotas. Los animales también necesitaban nutrirse, y aquella lucha por la supervivencia los convertía en un enemigo más en medio de la barbarie.


Cuando Gila se comió a Margarita

En cierta ocasión, deshacerse de un animal le resultó a Miguel especialmente doloroso. Fue durante uno de sus desplazamientos. La escuadra de Gila encontró una cabra en un pueblo abandonado. La bautizaron con el nombre de la flor de la amistad, Margarita, y coincidieron en otorgarle la privilegiada categoría de mascota. Aquellos hombres se encariñaron con el animal y, pese al hambre, ninguno de ellos se atrevía a matarla. Sin embargo, llegó el invierno y la nieve cubrió gran parte del terreno, provocando la escasez repentina de vegetales. En esas condiciones, y sin que llegaran provisiones, decidieron comerse a Margarita.

Gila siempre recordó lo doloroso que le había resultado comerse a la cabra. Tiempo más tarde, cuando ya era un humorista de prestigio, quiso homenajear al animal. Durante algunos años, en los principales escenarios del mundo, llamó Margarita a la famosa vaca de su monólogo de la familia, aquella que les tocó en una tómbola, que vivía en el balcón para tener la leche fresca y cuyo cuernazo provocó que su padre acabara en prisión por cuernicidio: 

En una tómbola nos tocó una vaca. Bueno, nos dieron a elegir entre una vaca y una pastilla de jabón. Mi madre dijo: «La vaca, que es más gorda», y mi padre le respondió: «Claro, tú, con tal de no lavarte, lo que sea». [...] Conque nos quedamos con la vaca, a la que le pusimos por nombre Margarita, y la colocamos en el balcón, para que tuviera la leche fresca.

En versiones posteriores, la vaca se llamaba Matilde, y era la madre la que acusaba al padre de no lavarse demasiado.

A partir de la muerte de Margarita, conseguir alimentos pasaría a estar en la cima de su lista de prioridades, algunas veces incluso poniendo su vida en grave peligro. Recuerda Gila cómo durante los combates en el frente de Aravaca algunos de los soldados recogían fresones con el casco a pesar de los disparos enemigos. Era tanta la necesidad que para poder comer algo se aceptaba correr el riesgo de recibir un balazo en la frente desnuda. Un soldado salía corriendo de las trincheras y, cubierto por sus compañeros, se quitaba el casco, en el que iba depositando los frutos que lograba arrancar a toda prisa. 

Esa vivencia tal vez le inspirara, pocos años después, el párrafo de una de las primeras versiones de su monólogo de la guerra:

Mi papá estaba en Marruecos matando moros y le escribimos una carta diciéndole que había nacido yo. Se puso tan contento que lanzó su casco al aire, sacó la cabeza de la trinchera para contárselo al enemigo, y el enemigo le pegó un tiro en la frente.


A mí me fusilaron mal

Uno de los capítulos más citados de la vida de Gila es el de su fusilamiento cerca de El Viso de los Pedroches, en la provincia de Córdoba.

Cuenta Miguel que iba conduciendo un viejo camión cuando las dos ruedas traseras del vehículo reventaron. No podían avanzar y aquello provocó que los muchachos quedaran desprotegidos ante el enemigo. Pocos minutos después del accidente, unos soldados los rodearon. Al instante se convirtieron en prisioneros y los encerraron en el sucio corral de una casa cercana.

Miguel describe que, transcurridas unas horas, empezó a tener sed y pidió a uno de los soldados que le dejara beber un poco de agua de una de las tres cantimploras que colgaban de su cintura. El vigilante no solo le negó aquella petición, sino que, sin mediar palabra, le golpeó duramente con la culata de su fusil a la altura de la cadera. A raíz del impacto, brotó en aquella zona un hematoma de color morado parecido al que, casi veinte años antes, había acabado con la vida de su padre.

Al oscurecer, los soldados sacaron a los prisioneros del corral, les quitaron las ropas de abrigo y los hicieron caminar hasta un descampado situado en las afueras del pueblo. Allí, como cuenta Gila, los fusilaron mal.

Borrachos, entre carcajadas, y mientras desplumaban algunas gallinas confiscadas, los soldados formaron un pelotón de fusilamiento con los prisioneros y dispararon unas cuantas veces hasta que vieron que sus víctimas iban cayendo unas sobre otras. Tras la espantosa masacre, guardaron los fusiles y permanecieron aún un rato más festejando aquella victoria, bebiendo y comiendo la carne de gallina asada en la hoguera. Mientras, un desconcertado Gila los observaba escondido entre los cuerpos sin vida de sus compañeros, fingiendo estar muerto. Al amanecer, una vez que los verdugos retomaron su camino, Miguel salió de su escondite y descubrió que solo habían sobrevivido él y el cabo Villegas, al que habían herido en una pierna. Cargó con el cuerpo del cabo y lo llevó a una iglesia cercana, en el municipio de Hinojosa del Duque, para que el párroco atendiera sus heridas.

Solo y en territorio enemigo, pensó en escaparse a Portugal, aunque desistió al cabo de poco porque supo que en el país vecino devolvían a España a los soldados republicanos que llegaban para que los nacionales los ajusticiaran.

Agotado y sin saber adónde diablos acudir, Gila vio pasar una columna de prisioneros y decidió añadirse a ella buscando cobijo y comida. Uno de sus primeros destinos fue Valsequillo, un pueblo cordobés destruido por la guerra donde fue castigado a trabajos forzados. Cuenta Miguel que en aquel tiempo comía solo una vez al día un menú formado por una onza de chocolate, dos sardinas en aceite y un par de higos secos. Aquello duró unos meses, hasta que el comandante que estaba al frente fue sustituido por un teniente que pertenecía al tercio requeté Virgen de los Reyes. El nuevo responsable se quedó estupefacto al conocer las condiciones en las que trabajaban los prisioneros y decidió hacer un cambio radical. Suspendió inmediatamente los trabajos de pico y pala y ordenó que trajeran alimentos suficientes para organizar una primera comida en condiciones. Entre los prisioneros, reclutó a aquellos que tenían alguna idea de cocina, y al cabo de unas horas todos comieron un cocido completo. Aquello sonaba bien, y fue celebrado por todos, pero desgraciadamente algunos prisioneros no pudieron soportar un cambio tan radical en la alimentación y murieron.

Aquellas vivencias provocaron que Miguel echara mano de su creatividad para sobrevivir. A través de un soldado quiso informarse del pasado de uno de los responsables de su cautiverio, el teniente Alcorta Menchaca. El soldado le contó que, antes de la guerra, su superior había trabajado como subdirector en el Banco Vizcaya de Bilbao. Miguel memorizó la información que le acababan de dar. Un tiempo después, se cruzó con el teniente y decidió empezar la función: que si su nombre me suena, que si yo trabajé de botones en una sucursal del banco en Madrid, que si allí se hablaba todo el tiempo de usted, etc.

La representación tuvo una eficacia tremenda. El militar sintió simpatía por aquel preso y empezó a concederle privilegios. A partir de entonces, Miguel sería el encargado de recoger las mesas de los mandos, lo que le permitió llevarse los escasos restos de comida que se dejaban los militares. En sus viajes al almacén aprovechaba, además, para robar algunas de las algarrobas reservadas a los caballos de la Guardia Civil. Luego volvía donde estaban sus compañeros y lo repartía todo.

La guerra real de Gila fue espantosa, como lo fue para todos los españoles que tuvieron la desgracia de padecerla. Incluso se nos antoja fácil decir que fue espantosa. Tal vez los que hemos tenido la fortuna de no padecerla no deberíamos atrevernos siquiera a definirla. Sea como sea, Miguel salió ileso y pudo inventarse otra guerra muy distinta, donde los enemigos se telefoneaban y compartían el mismo avión, una guerra humorística, pero igualmente cruel y salvaje.

Tres años después el enfrentamiento terminó, pero ahí no acabaron las injusticias. Gila tenía que padecer todavía la estupidez de una prisión.


Del libro: Miguel Gila. Vida y obra de un genio, de Juan Carlos Ortega y Marc Lobato (Ed. Libros del Silencio)








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