No quise sin embargo marcharme sin llevar conmigo a mi anciana madre de ochenta años y a una sobrinita, únicas personas a mi cargo. Debíamos dejar España por el puerto de Alicante en un barco argentino. Pero en el último momento órdenes del gobierno español nos lo impidieron y, no teniendo más elección, embarcamos en un barco alemán con destino a Génova.
Habíamos conocido en directo el fanatismo de la izquierda. Íbamos a encararnos ahora al fanatismo de derecha. Pero, para lo sucedido en el barco alemán, dejo la palabra al hidalgo español que relata el asunto en un número de diciembre de 1936 del diario carlista de Pamplona El Pensamiento Navarro. He aquí lo que refiere:
“… Nos enteramos de que Clara Campoamor estaba a bordo del barco… Aquella misma noche, cuatro otros falangistas y yo mismo nos decidimos a echarla por la borda. Pero habiendo consultado al capitán del barco éste nos hizo renunciar a nuestro proyecto que podía tener molestas consecuencias para él. Buscamos entonces lo que podríamos hacer para no dejar sin sangriento castigo a la introductora del divorcio en España, y nos resolvimos a mandar un radiograma a Génova para alertar el comité español fascista y la policía italiana… Al llegar a Génova la policía subió a bordo para buscar a Clara Campoamor y conducirla a la cárcel. Aquella noche festejamos alegremente nuestro triunfo y cuando dejamos Italia, al principio de octubre, estaba todavía en prisión, donde podría meditar a gusto sus proyectos de ley para la próxima vez que fuese diputada.”
Este relato, asombroso por su falta de dignidad, es exacto con la salvedad de- unos pequeños errores. Falta un ligero detalle: que el noble proyecto de asesinarme fue comunicado a la señora mayor y a la niña que me acompañaban, de tal suerte que sufrieron un indecible desasosiego durante los días de su triste viaje de exilio. Mencionemos también el error de mi prolongado encarcelamiento, ¡me perdonarán tan buenas personas!
Quedan dos hechos ciertos: la confesión de la tentativa de asesinato y mi arresto, en Génova, donde las tres fuimos conducidas a una escuela convertida en prisión.
Permanecimos allí cinco horas, hasta el momento en que mis violentas protestas decidieron la policía a conducirme ante el quaestore de Génova quien me confesó que había sido denunciada por cinco españoles, pasajeros del barco alemán, como “no amiga de las ideas fascistas”. Me avine a reconocerlo sin dudarlo, ya que estoy tan alejada del fascismo como del comunismo. Soy liberal. Pero protesté diciendo que ¡seguro que no era necesario ser fascista para atravesar el territorio italiano camino de Suiza!
Efectivamente, pude de inmediato proseguir mi viaje. Se halla en el testimonio que reproducimos más arriba la confesión de un fanatismo tan ciego y tan feroz como el que dejamos en Madrid.
No comentamos esa confesión de un falangista. Es suficientemente elocuente por sí misma, como lo es el hecho de que un periódico le brinde el honor de un lugar entre sus columnas. La recogemos porque, unida al hecho de que nos han obligado a dejar Madrid -es decir el otro lado cruel de la barrera- no hace sino más fuerte la dolorosa preocupación que embarga nuestras almas españolas cuando pensamos no solamente en la lucha misma sino en el porvenir de nuestro país.
España está hoy entregada al furor y los excesos de dos ‘locuras. Sin embargo es indiscutible, no sólo para nosotros sino para cualquiera que conozca España que todos esos excesos no pueden ser ordenados ni admitidos alegremente por los dirigentes, en uno y otro campo. Sin embargo, a pesar de que los cometan una minoría de feroces energúmenos que, tanto de un lado como del otro, imponen sus instintos criminales, es cierto que son los dirigentes de las dos fuerzas combatientes quienes fatalmente habrán de asumir su responsabilidad.
Esos excesos, por otra parte, han asustado a mucha gente que ha vuelto la espalda a unos y otros cuando han comprobado las violencias cometidas. Así, una gran parte del pueblo español permanece espiritual y materialmente, en la medida de lo posible, fuera de la lucha. Por mucho que se oigan proclamar los principios de democracia y de libertad en un bando y de redención y de liberación de España en el otro, muchísimos españoles se preguntan qué garantías presenta un porvenir organizado por personas que si no aprueban esas violencias -nos negamos a creerlo- las ven sin embargo con indiferencia. Otra consecuencia de ese fanatismo es que la victoria total, completa, aplastante de un bando sobre el otro, cargará al vencedor con la responsabilidad de todos los errores cometidos y proporcionará al vencido la base de su futura propaganda, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras.
Precisamente ese hecho, la crueldad manifestada hacia el adversario, viene siendo en España, desde hace varios años, la causa de las sorpresas políticas más extrañas y más contradictorias, al aprovechar la oposición en su beneficio las violencias de las que fue víctima por parte de los que momentáneamente se hallaban en el poder.
En cuanto a creer que alguno de los bandos pudiera, con su victoria, aniquilar el otro totalmente, supone desconocer (además del carácter individualista de los españoles) el hecho de que la lucha de dos políticas extremas desborda las fronteras de una nación cuando ésta, por la fuerza de los acontecimientos, se convierte en la amenaza de una ruptura del equilibrio internacional. Una victoria de ese género no significaría el final de la lucha. Estas reflexiones nos llevan a la conclusión de que tanto desde el punto de vista nacional como desde el internacional, el triunfo total de uno de los dos bandos presentes, plasmado en la ulterior política del país, no será jamás una garantía ni de paz interna ni de equilibrio mundial. El drama español necesita otro final, un final que –cualquiera que sea- garantice un apaciguamiento de los ánimos.
Clara Campoamor
(Artículo publicado en La République el 20 de enero de 1937)
Capítulo II del Apéndice del libro La Revolución Española vista por una republicana
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