Era en la
primavera del año treinta y siete
cuando llegué a
Guernica.
Allí se
fabricaban boquillas de careta
anti-gas. Yo
debía
- servicio de
inspección- ver qué diablos pasaba
o qué no
funcionaba.
Allí, en
Guernica, estaban las fuerzas guipuzcoanas
nuevas, y yo
debía
- servicio de
instrucción- enseñarles la humana
protección que
es posible cuando con gas atacan.
Todo me parecía
remoto. Aunque cumplía
lo debido,
imposible
era pensar que
nadie lanzase tal ataque.
El frente estaba
lejos. Brillaba el cielo indemne.
Y todo hay que
decirlo:
hacía mucho
tiempo que no comía cordero,
ni comía pan
blanco, como allí, en retaguardia.
¡Parecía tan
fácil la paz! No se entendían
la ira y la
mentira.
A veces visitaba
nuestro árbol de Guernica,
y miraba el
azul,
un azul que duró
todos aquellos días,
un ancho azul
tranquilo que nada parecía
podría
perturbar, marzo querido.
¡Ay, quién diría
que a poco de
marcharme zumbaría en el cielo,
en ese mismo
cielo que parecía indemne,
limpio de mancha
y leve,
el horror de una
muerte mecánica y salvaje!
¡Ay, quién
diría!
¡Ay, dilo tú si
puedes, Gernikako Arbola,
dilo con tu
raíz, tus ramas y tus niños,
dilo si eso es
posible,
di con la
libertad de los vascos antiguos,
con el temblor
de fronda que cubre el país entero
y dice lo que
somos, diciendo lo que fuimos!
¡Ay, si es
posible, dilo!
Gabriel Celaya
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