En el fondo de esta opinión palpitaba, aunque no todos lo advirtiesen, una punta de orgullo nacional lastimado. Con su gran historia, y consciente de su debilidad actual —comprobada con dolorosa sorpresa del vulgo en las guerras coloniales y en la guerra con los Estados Unidos al finalizar el siglo XIX— el español se avenía mal a representar un papel de segundo orden. Su divisa parecía ser: César o nada. Alienta también en aquella opinión el sentimiento de que España, en tiempos pasados, fue tratada con injusticia cruel por sus rivales en la preponderancia europea. Justificado o no, ese sentimiento se mantiene vivo por la enseñanza y la educación en ciertas clases de la sociedad española.
Esta inclinación a la renuncia, entre desdeñosa y enojada, tomó su forma definitiva después de los desastres de 1898. También entonces España se creyó abandonada por Francia e Inglaterra ante la omnipotencia agresiva de los Estados Unidos. En rigor, España cosechó entonces, además de los frutos de una alucinación (se le hizo creer al pueblo que el poder naval de los Estados Unidos era desdeñable) los de su aislamiento voluntario. Con un imperio colonial, España, además de carecer de escuadra, no había preparado el menor concierto diplomático que pudiera servir de relativa garantía a su integridad.
De hecho, el papel activo de España en Europa se había acabado con las guerras napoleónicas. Los antecedentes y resultados de tales guerras dejaron en el ánimo español un surco profundo de amargura y rencor. Del imperio francés, España recibió la criminal agresión contra su independencia. Siguió una guerra atroz, que dejó al país sumido en la pobreza y la anarquía por medio siglo. Más tarde, la Francia legitimista hizo en España la intervención de 1823 para restaurar el despotismo. El sentimiento liberal, agraviado, por la política de Chateaubriand y el patriotismo, inflamado por el recuerdo de las depredaciones napoleónicas, coincidieron en mantener durante todo el siglo XIX la significación antifrancesa de la fiesta del 2 de mayo (insurrección de Madrid contra Murat). Solamente en 1908, con motivo de la exposición franco-española de Zaragoza, celebrada precisamente con ocasión del centenario de la guerra, el gobierno español se decidió a quitar, a aquella fiesta, el carácter nacional que antes tenía, reduciéndola a una fiesta local. Eran los tiempos de la entente cordial, de los pactos sobre Marruecos. Los agravios antifranceses del patriotismo español, parecían borrados. Todo el mundo aceptaba que las agresiones napoleónicas no eran, esencialmente, una política nacional de Francia.
Acerca de Inglaterra, el instinto popular español, cree saber que es muy mal enemigo. De las guerras de Carlos III y Carlos IV con Inglaterra, de la destrucción del poder naval español en Trafalgar, viene el dicho: «Con todo el mundo guerra, paz con Inglaterra». El auxilio militar británico en la guerra de la Península contra Bonaparte, tuvo la importancia decisiva que nadie desconoce. Pero, aunque solicitado desde el primer momento por los directores de la resistencia española, el auxilio británico no amansó, ni mucho menos, las antipatías de los patriotas. Las relaciones del ejército inglés con el gobierno y el pueblo de España, distaron de ser fáciles ni cómodas. La política británica en la emancipación de las colonias españolas de América, no favoreció, ciertamente, un mejor acuerdo entre ambos países. La cuádruple alianza (Inglaterra, Francia, España y Portugal), no sirvió de gran cosa; pero marcó una aproximación entre los gobiernos. El de Palmerston era favorable a la causa legítima del Partido Constitucional, representado por Isabel II. Por este motivo, Palmerston fue popular en España. Arrasada por una guerra civil feroz, sin dinero, sin barcos, sin cohesión interior, sin prestigio, España parecía a dos dedos de perder su independencia. Los agentes británicos y franceses en la Corte de Madrid, se disputaban la influencia sobre el gobierno español, intervenían en la política, como en país de protectorado. Por el boquete de la guerra civil penetra fatalmente, de una manera o de otra, la preponderancia extranjera. El caso se ha repetido en forma mucho más grave, con motivo de la guerra que acaba de concluir. No obstante, apenas restauraban medianamente la paz, los gobiernos españoles acometieron durante el siglo XIX algunas aventuras exteriores, por razones de prestigio, y creyendo continuar una tradición nacional: expedición a Roma (1849), guerra de África (1860), expediciones a México y Santo Domingo. Todas concluyeron en puros desastres, o en dispendios estériles de vidas y haciendas.
El punto más bajo de la depresión del espíritu nacional español, coincide con el albor del siglo XX. Españoles muy distinguidos creían llegado el fin de nuestra historia de pueblo independiente. El polígrafo Costa popularizó un programa de regeneración nacional, sobre estos postulados: «Triple llave al sepulcro del Cid» (es decir, proscripción de la política de aventuras, del espíritu belicoso, del panache español); «despensa y escuelas» (es decir, dar de comer al pueblo e instruirlo). Más que inventarlas, Costa traducía en esas fórmulas un estado de espíritu nacional. Fueron popularísimas. Los programas políticos de entonces se impregnaron de costismo. Y aunque Costa, con apariencias de revolucionario, era profundamente conservador e historicista, sus predicaciones fueron especialmente bien acogidas y utilizadas por los partidos de izquierda.
En el orden exterior, la clausura definitiva del sepulcro del Cid se traducía así: neutralidad a todo trance. En eso, los españoles estaban, por una vez, unánimes. Consistiendo la neutralidad, por definición, en abstenerse, a la gente común le parecía que la neutralidad era la menor cantidad de política internacional que podía hacerse. Con todo, es indispensable que la neutralidad pueda ser voluntaria y defendida, y que los beligerantes la respeten. La política de neutralidad se apoyaba en la creencia de que la posición casi insular de España favorecía aquel propósito. Esa creencia es, en general, errónea. Para ser cierta, se necesita que en cada caso concurran circunstancias que no dependen de la voluntad del pueblo ni del gobierno español.
Realmente, lo que hizo posible y, sobre todo, cómoda la posición neutral de España, fue la entente franco-inglesa. Mientras la rivalidad entre Francia e Inglaterra subsistía, la posición neutral de España en caso de conflicto habría sido dificilísima, insostenible, porque ambas potencias cubren todas las fronteras terrestres y marítimas de España (Portugal, aliado de Inglaterra), y dominan sus comunicaciones. Zanjadas con ventajas recíprocas las competencias franco-inglesas, la situación exterior de España estaba despejada para mucho tiempo, mientras no surgiera en el Mediterráneo un rival, un competidor nuevo. En cuanto el competidor ha surgido, la actitud de España en el orden internacional entra en crisis; el sistema y sobre todo las razones del sistema vigente desde hace treinta años, quedan sometidas a una prueba muy dura.
Neutral y todo, España no pudo dejar de mezclarse en el problema de Marruecos, que si hubiera desencadenado una guerra, habría acabado con nuestra neutralidad. Los españoles no tenían ninguna gana de ir a Marruecos, y menos aún de batirse allí. La razón de Estado, el interés estratégico, y el sentimiento de la continuidad histórica, así como las perspectivas de ciertas ventajas económicas, se impusieron. Si había de haber reparto de zonas de influencia o de protectorado en Marruecos, España no podía desentenderse de ello. Hubiera podido alegar entonces que el norte de Marruecos era «un espacio vital», si esta expresión hubiese estado de moda. Un primer proyecto de reparto, anterior al acto de Algeciras, atribuía a España una parte del imperio marroquí mucho mayor que la zona de su protectorado actual. Un gobernante español de entonces, se felicitó, a mi juicio con razón, de que tal proyecto no llegara a realizarse. Lo que España obtuvo en aplicación de los convenios de 1912, defraudó las esperanzas de los gobiernos y de aquella parte de la opinión que hacía de la expansión en Marruecos una cuestión de prestigio; por dos motivos: la solución híbrida dada al asunto de Tánger, espina clavada en el amor propio de los africanistas y la mezquindad con que a su parecer se hizo la delimitación de la zona española. Motivo de resentimiento y punto de fricción que están muy lejos de haber desaparecido.
La visita de Eduardo VII a Cartagena, y otras demostraciones de que España entraba en la órbita de la política franco-inglesa no fueron obstáculo para que se mantuviese neutral durante la guerra. La neutralidad fue posible porque Italia se puso al fin del lado de Francia e Inglaterra.
Otra cosa habría sido si el Mediterráneo occidental se hubiese convertido en teatro de las operaciones. Neutral el Estado español, la opinión del país no lo fue en modo alguno. Los españoles se dividieron apasionadamente en dos bandos irreconciliables. El ambiente parecía de guerra civil, menos los tiros. Prueba evidente de que el conflicto era mucho menos ajeno al interés español de cuanto se creía. Y no precisamente por el destino ulterior de Alsacia-Lorena o de Polonia, sino por las consecuencias seguras que del triunfo del uno o del otro grupo de beligerantes se deducirían para España, Es seguro que la inmensa mayoría, en los dos bandos españoles, sabía poco de las causas de la guerra. Ignorancia disculpable. ¿Sabían mucho más, acerca de eso, buena parte de los combatientes? Cierto: no faltaban españoles —sobre todo en la élite— que tomaron posición por móviles desinteresados abrazando la causa que les pareció más justa y más acorde con el porvenir de la civilización liberal en Europa. Pero eran muchos más los que obedecían a otros motivos. Si la política exterior de un país es función de su política interior, parece normal que cada bando español desease con furia y, dentro de sus medios, trabajase por el triunfo de quienes podían aportar a la política futura de España un apoyo o cuando menos un ejemplo muy deseados.
Formaban en el partido pro alemán: el ejército (recuerdo de las antiguas guerras con Francia; prestigio de la disciplina y la técnica prusianas); el clero (rencor antifrancés por la política laica y la expulsión de las órdenes); gran parte de la burguesía (animadversión de la Francia republicana); el Partido Carlista entero; buena porción del Partido Conservador Dinástico, aunque no ciertamente algunos de sus jefes. Son de notar algunas excepciones. Ciertas personas de la nobleza, por relaciones de familia, por su formación personal, u otros motivos, eran proaliados. También los sacerdotes católicos que habían recibido la influencia de Lovaina, y los pocos militares en quienes las ideas liberales se sobreponían a la formación profesional. En el partido antialemán estaban los republicanos, casi todos los liberales dinásticos, los hombres más importantes del Partido Socialista, no muy numeroso entonces, y, en general, las masas populares.
Ambos bandos sabían de sobra que la victoria alemana traería necesariamente estímulo y tal vez ayuda directa para una convulsión política interior que pusiese de nuevo a España bajo un régimen despótico. Por eso, desde el punto de vista español, unos miraban aquella victoria con regocijada esperanza, otros con temor. El partido pro alemán estaba además poseído de un sentimiento de signo negativo; merced a la guerra, creía llegado el momento de que Francia e Inglaterra (sobre todo Francia), expiasen las injusticias y vejaciones que a través de una antigua rivalidad, habían infligido a España. Un desquite por mano ajena. No juzgo el valor de unos y otros sentimientos. Consigno cómo fueron. Ambos bandos eran, en general, neutralistas; pero los proalemanes defendían más bien la neutralidad, porque estaba a la vista que España no podría en ningún caso romperla a favor de Alemania. Con todo, el leader del Partido Carlista propagaba abiertamente la ruptura con Francia e Inglaterra para recuperar Gibraltar y otras prendas. La propaganda alemana hacía creer a la opinión pública, e introducía en las esferas del Estado, la oferta de que poniéndose de parte del Kaiser, España obtendría Gibraltar, Tánger, uña zona mayor en Marruecos y manos libres en Portugal. Es decir, un imperio español desde el Pirineo al Atlas. Lo que Miguel de Unamuno llamó, sarcásticamente, «el viceimperio ibérico». Viceimperio porque, según su juicio, quedaría subordinado al gran imperio de la «Mittel Europa». Nada de esto se realizó. Y como todos los planes políticos que no pasan de un esquema fantástico, ha podido parecer durante algún tiempo cosa fútil y vana. Lo es mucho menos de lo que aparenta. Desde entonces las posiciones en España están tomadas definitivamente. Quien ponga en relación los movimientos políticos internos de España, desde 1923 hasta hoy, con la situación internacional en cada momento, comprobará cómo reaparece y actúa, sin perder su carácter, aquella división en dos bandos que dejó marcada. Actualmente, con la intervención italo-alemana, el antiguo bando pro alemán ha obtenido, para la política interior española, lo que de 1914 a 1918 soñó obtener de la victoria alemana. Que por motivos diversos, algunas personas o algunos grupos, aliadófilos durante la gran guerra, estén al lado del nuevo régimen español, no significa nada para esta cuestión, porque su peso en los destinos del país parece reducido, por el momento al menos, a muy poca cosa.
La instalación de la Sociedad de Naciones pudo parecer la garantía definitiva de la paz exterior de España. El sistema de seguridad colectiva la pondría a cubierto de agresiones, sin necesidad de comprometerse en el exterior ni de montar una gran máquina militar. La Sociedad de Naciones ha sido mirada en España, por el bando pro alemán, con aversión o con mofa. El fracaso de la seguridad colectiva, la desposesión de la Sociedad de Naciones, y la ocasión y los motivos de todo esto, juntamente con la aparición del competidor italiano en el Mediterráneo, plantea con urgencia para España el problema de su neutralidad en un conflicto europeo, o en caso de salir de ella, el de a qué lado irá su concurso.
Si el tema hubiera de decidirse por la masa nacional, el grito casi unánime sería: neutralidad sin condiciones. Seguramente no faltarán personas para opinar o aconsejar lo contrario; pero son muy pocas. Las razones que abonaban la posición neutral de España, subsisten, agravadas por el estrago de esta última guerra. La necesidad y el anhelo de reposo han de tener más fuerza que nunca. Ningún gobernante puede ignorarlo. Por otra parte, el Estado español no puede desconocer tampoco que, para un régimen recién instalado, sería terriblemente peligroso que, a consecuencia de su instalación y de los medios empleados para lograrla, se viese envuelto, de la noche a la mañana, en una guerra con sus poderosos vecinos Francia e Inglaterra; guerra que cualquiera que fuese su conclusión, sería desde el comienzo aselador a y desastrosa para España, precisamente por su posición geográfica. Tales son, a mi juicio, los motivos que trabajan en favor de la neutralidad de España en un conflicto europeo. Son poderosos, pero no hay ninguno más. Nada digo de los motivos que trabajen en contra, porque tendría que discurrir sobre ellos por conjeturas. Pero se pueden examinar, porque los datos son conocidos, las razones que los dos sectores de la opinión española han tenido y tienen para orientar, desde el tiempo de paz, la política exterior y del país. Sería erróneo atribuir la problemática actitud de España en un conflicto europeo, pura y simplemente a la presencia en la Península de tropas extranjeras, al prestigio que con sus éxitos haya logrado el Reich, o a la necesidad impuesta por la guerra civil y sus consecuencias. Todo eso tiene su parte en el problema, pero no lo absorbe enteramente. Ninguna ilusión más peligrosa que la de creer que se trata de una improvisación. La misma intervención italo-alemana, si la aislamos para considerarla estrictamente como un hecho español, denota la existencia de una opinión anterior, cuyos componentes he analizado más arriba. Sería frívolo pretender reducirla a una expresión numérica; pero no es aventurado afirmar que los recientes sucesos no la han disminuido y que su influjo en las esferas oficiales nunca ha sido mayor. He aquí sus tesis: España, país de misión civilizadora e imperial, fue desposeída de su preeminencia por la conjuración de rivales rapaces, conjuración movida por el afán de riquezas y el odio religioso.
El engrandecimiento posible de España y, sobre todo, su voluntad de engrandecimiento, tropezará necesariamente con la preponderancia francesa. El interés de Francia consiste en mantener una España débil, inerme y sometida. No menos que el interés de Inglaterra, favorecedora de la división de la Península en dos estados que la dejan manca, y detentadora de Gibraltar, cuya recuperación le daría a España, con el dominio absoluto del estrecho, una situación estratégica sin igual.
Con el imperio alemán, España nunca ha tenido competencias graves. Al contrario: desde 1521 a 1712, la política de ambos países fue común, y casi un siglo de preponderancia española en Europa se acaba con las paces de Westfalia y de los Pirineos, es decir, con el triunfo de la política francesa sobre la corona española y el imperio germánico.
Consecuencia: como los intereses alemanes y españoles no chocan en parte alguna, y tienen de común la necesidad de protegerse contra los mismos rivales, la condición y el medio de engrandecer a España es restablecer la tradición política exterior de los siglos XVI y XVII.
La propaganda y la diplomacia alemanas, no necesitan inventar nada de esto. Muchos españoles lo aceptan de antemano.
Frente a esas tesis están las que, por agruparlas bajo un nombre común, llamaré tesis de los españoles liberales. En el giro de la civilización de la Europa occidental España tiene su puesto propio. Sin mengua de su carácter original, forma parte de un sistema que no está determinado solamente por la geografía y la economía, sino por valores de orden moral. En el terreno político, España ha seguido la evolución de las democracias occidentales. Los verdaderos fines nacionales de España están todos dentro del propio país y la primera condición de lograrlos es la paz. Desde el siglo XVIII España no ha disfrutado nunca veinte años de paz consecutivos. Es relativamente pobre, y aunque el número de habitantes se ha duplicado en poco más de un siglo, todavía está poco poblada. Por ejemplo, la provincia de Badajoz, tan grande como toda Bélgica, tiene catorce habitantes por kilómetro cuadrado. Riquezas naturales mal explotadas. Instrucción popular retrasada. Millones de braceros pasan hambre. Lo justo y lo útil es rehacer este pueblo, robustecerlo. Aunque las tesis imperialistas fuesen posibles, exigirían un esfuerzo militar y económico gigantesco, que no permitiría atender a la reconstitución del país. ¿Y qué expansión necesita ni puede conseguir un pueblo que aún no ha logrado poblar ni cultivar todo su territorio? La neutralidad de España, en buena inteligencia con Francia e Inglaterra, sus vecinos más poderosos y sus mejores clientes, constituía para los mantenedores de estas tesis un principio fundamental. Que España no fuese potencia militar era, hasta 1935, un factor esencial del equilibrio del Mediterráneo. Está muy esparcida la opinión de que este dato importantísimo no ha sido bastante apreciado. Esa política ha prevalecido en España, no solamente durante la República, sino antes, bajo la administración de los partidos parlamentarios dinásticos. Prosiguiéndola, y lealmente adherida a la Sociedad de Naciones, entró España en la política de sanciones. Los últimos creyentes en la Sociedad de Naciones han sido españoles. Se ha visto con qué resultado.
Sería una extravagancia suponer que han abandonado esas tesis todos los españoles que las profesaban; pero el influjo decisivo de esa política, en la orientación internacional del Estado español, ha desaparecido con la República.
Manuel Azaña
Causas de la Guerra de España, Capítulo XI
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