En primer lugar los recuerdos físicos, los
ruidos, los olores, la superficie de los objetos. Es curioso, pero lo que
recuerdo más vivamente de la guerra es la semana de supuesta
instrucción que recibimos antes de que se nos enviara al frente: el enorme
cuartel de caballería de Barcelona, con sus cuadras llenas de corrientes
de aire y sus patios adoquinados; el frío glacial de la bomba de agua
donde nos lavábamos; la asquerosa comida que tragágamos gracias al vino
abundante; las milicianas con pantalones que partían leña y la lista que
pasaban al amanecer, en la que mi prosaico nombre inglés era una especie
de interludio cómico entre los sonoros nombres españoles: Manuel González,
Pedro Aguilar, Ramón Fenellosa, Roque Ballester, Jaime Doménech, Sebastián
Viltrón y Ramón Nuvo Bosch, cuyos nombres cito en particular
porque recuerdo sus caras. Exceptuando a dos que eran escoria y que sin
duda serán ahora buenos falangistas, es probable que todos estén muertos.
El más viejo tendría unos veinticinco años; el más joven, dieciséis.
Una experiencia esencial en la guerra es la
imposibilidad de librarse en ningún momento de los malos olores de origen
humano. Hablar de las letrinas es un lugar común de la literatura bélica,
y yo no las mencionaría si no fuera porque las de nuestro cuartel contribuyeron
a desinflar el globo de mis fantasías sobre la guerra civil española. La
letrina ibérica en la que hay que acuclillarse ya es suficientemente mala
en el mejor de los casos, pero las del cuartel estaban hechas con una
piedra pulimentada tan resbaladiza que costaba lo suyo no caerse.
Además, siempre estaban obstruidas.
En la actualidad recuerdo muchísimos otros
pormenores repugnantes, pero creo que fueron aquellas letrinas las que me
hicieron pensar por primera vez en una idea sobre la que volvería a
menudo: «somos soldados de un ejército revolucionario que va a defender
la democracia del fascismo, a librar una guerra por algo concreto, y sin
embargo, los detalles de nuestra vida son tan sórdidos y degradantes como
podrían serlo en una cárcel, y no digamos en un ejército burgués».
Ulteriores experiencias confirmaron esta impresión; por ejemplo,
el aburrimiento, el hambre canina de la vida en las trincheras, las
vergonzosas intrigas por hacerse con las sobras del rancho, las mezquinas
y fastidiosas peleas en las que se enzarzaban hombres muertos de sueño.
El carácter de la guerra en la que se
combate afecta muy poco al horror esencial de la vida militar (todo el que
haya sido soldado sabrá qué entiendo por el horror esencial de la
vida militar). Por ejemplo, la disciplina es idéntica, en última
instancia, en todos los ejércitos. Las órdenes se tienen que obedecer y cumplir
con castigos si es preciso, y las relaciones entre mandos y tropa han de
ser relaciones entre superiores e inferiores. La imagen de la guerra que se
presenta en libros como Sin novedad en el frente es auténtica en lo
fundamental. Las balas duelen, los cadáveres apestan, los hombres
expuestos al fuego enemigo suelen estar tan asustados que se mojan los
pantalones. Es cierto que el fondo social del que brota un ejército influye en
su adiestramiento, en su táctica y en su eficacia general, y también que
la conciencia de estar en el bando justo puede elevar la moral, aunque
este factor repercute más en la población civil que en los combatientes
(la gente olvida que un soldado destacado en el frente o en los alrededores
suele estar demasiado hambriento, o asustado, o helado, o -por encima de
todo- demasiado cansado para preocuparse por las causas políticas de la
guerra).
Pero las leyes de la naturaleza son
tan implacables para los ejércitos «rojos» como para los «blancos». Un
piojo es un piojo y una bomba es una bomba, por muy justa que sea la causa
por la que se combate.
¿Por qué vale la pena señalar cosas tan evidentes?
Porque la intelectualidad británica y estadounidense no reparaba en ellas
entonces, como tampoco lo hace en la actualidad. Nuestra memoria flaquea
en los tiempos que corren, pero retrocedamos un poco, excavemos en
los archivos del New Masse o del Daily Worker y echemos un vistazo a la
romántica basura belicista que nuestros izquierdistas nos lanzaban antaño.
¡Cuánto tópico! ¡Cuánta insensibilidad y falta de imaginación! ¡Con qué
indiferencia afrontó Londres el bombardeo de Madrid! No me estoy refiriendo
a los contrapropagandistas de derecha, los Lunn, Garvin y otras hierbas,
que aquí se dan por descontado. Me refiero a las mismísimas personas que
durante veinte años habían abucheado y criticado la «gloria» de la
guerra, los relatos de atrocidades, el patriotismo, incluso el valor
físico, con unos argumentos que habrían podido publicarse en el Daily
Mail en 1918 cambiando unos cuantos nombres. Si con algo estaba comprometida la intelectualidad británica era con la versión desacreditadora de la guerra,
con la teoría de que una contienda se reduce a cadáveres y letrinas y de
que nunca conduce a nada bueno. Pues bien, las mismas personas que en 1933
sonreían con desdén cuando se les decía que en determinadas
circunstancias había que luchar por la patria, en 1937 lo acusaban
públicamente a uno de trotskifascista si insinuaba que las anécdotas que
publicaba el New Masse sobre los recién heridos que pedían a gritos
volver al combate quizás fueran exageradas. Y la intelectualidad izquierdista
pasó de decir «la guerra es horrible» a decir «la guerra es gloriosa», no sólo
sin el menor sentido de la coherencia, sino casi sin transición. Casi
todos sus miembros darían después otros golpes de timón igual de bruscos.
Porque tuvieron que ser muchos, algo así como el cogollo de la
intelectualidad, los que aprobaron la declaración «Por el rey y la patria» de
1935, pidieron a gritos una «política firme» frente a Alemania en 1937,
apoyaron a la Convención del Pueblo en 1940 y hoy exigen un «segundo
frente».
En las masas, los
extraordinarios cambios de opinión que hay en la actualidad, las
emociones que se pueden abrir y cerrar como un grifo, son un efecto de la
hipnosis que producen la prensa y la radio. En los intelectuales, yo diría
que son efecto del dinero y de la seguridad personal pura y simple. En un
momento dado pueden ser belicistas o pacifistas, pero en ninguno de los
dos casos tienen una idea realista de lo que es la guerra. Cuando se
entusiasmaron con la guerra civil española sabían, como es lógico, que
había gente que mataba a otra gente y que morir así es desagradable, pero
pensaban que la experiencia de la guerra no era en cierto modo humillante
para un soldado del ejército republicano español. Las letrinas olían mejor, la
disciplina era menos irritante. No hay más que echar un vistazo al New
Statesman para comprobar que se lo creían: idénticas paparruchas se
escriben sobre el Ejército Rojo en la actualidad.
George Orwell
Recuerdos
de la Guerra Civil española
Capítulo I
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