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968. Franco anuncia en las Cortes su sucesión en el Príncipe Don Juan Carlos de Borbón y Borbón



Señores Procuradores:

El Movimiento Nacional, iniciado en los graves momentos en que estábamos empeñados en una dura guerra para salvar a la Patria, ha demostrado al correr de estos treinta años la capacidad creadora necesaria para encontrar las soluciones más adecuadas a la demanda de cada situación.

Durante este largo tiempo. Ha seguido un proceso constitucional abierto que se inicia en 1938 con la promulgación de la Ley del Fuero del Trabajo, que establece los principios sociales y laborales y que se va continuando con una serie de seis leyes que, en base a su elevado rango, toman la denominación de fundamentales. Así surgieron la Ley constitutiva de las Cortes, el Fuero de los Españoles, la Ley de Referéndum Nacional, la de Sucesión en la Jefatura del Estado, la de Principios del Movimiento y la Ley Orgánica del Estado.

Garantizada la perfección técnica y la oportunidad política de cada una de ellas, con ocasión de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, en la que se regulaban cuestiones fundamentales para el futuro español y se establecía el carácter fundamental de las leyes promulgadas con anterioridad, fue sometida a referéndum nacional, que significó una ratificación a las normas de carácter constitucional aparecidas en España hasta aquel momento. Un nuevo referéndum, en diciembre de 1966, aprueba por una mayoría impresionante la Ley Orgánica del Estado, que da confirmación definitiva a la Constitución española.

La apertura de la Constitución española y la posibilidad de completarse y adaptarse a las exigencias de cada momento, no afecta sin embargo, a su estabilidad o permanencia. Por el contrario, nuestras Leyes fundamentales tienen vocación de futuro al establecerse un camino para derogarlas o modificarlas, para lo que será necesario, además del acuerdo de las Cortes, el referéndum nacional, que imprime a las citadas leyes una continuidad para el desarrollo ordenado de la convivencia social de los españoles.

El proceso de la unidad de mando con atribución de las respectivas competencias a las más altas instituciones públicas, culminó en la Ley Orgánica del Estado, respaldada por los votos de los españoles en el clamoroso referéndum del 14 de diciembre de 1966, convertida en Ley por mi sanción el 10 de enero de 1967. Entre las normas y previsiones que en ella se establecen, se encuentran aquellas que afectan a la sucesión en la Jefatura del Estado, siguiendo una línea sostenida desde los primeros momentos del Alzamiento Nacional: ya con ocasión del Decreto de Unificación de 19 de abril de 1937, que consideró la posibilidad, cuando hubiéramos dado cima a la ingente tarea de la reconstrucción espiritual y material de España, y las conveniencias políticas y los sentimientos del país lo aconsejaban, de llegar a instaurar en la nación un régimen secular que forjó su unidad y su grandeza histórica. El proceso era de una lógica abrumadora. La República, que va de abril de 1931 a julio de 1936, compendiaba en sí todas las alteraciones, revoluciones, anarquía y desenfreno de la etapa que la precedió. En poco más de cinco años tuvo dos presidentes, dieciocho gobiernos, una Constitución constantemente suspendida, persecución religiosa perenne, incendios de conventos e iglesias, constantes movimientos de perturbación del orden público, apertura al comunismo, intento de separación de dos regiones; sucesos que culminaron en el asesinato, por orden del propio Gobierno, del jefe de la oposición parlamentaria, señor Calvo Sotelo. El balance no pudo ser más trágico.

Si la democracia inorgánica de los partidos políticos puede constituir para otros pueblos un sistema, si no de felicidad al menos llevadero, ya se vio por dos veces en nuestra historia lo que la República representó para nuestra patria. El mal no residía en sus hombres, sino en el sistema. Lo padeció nuestra monarquía, bajo el sistema parlamentario de la democracia inorgánica, basado en los partidos políticos, que la arrastró a sucumbir, ante el simple hecho de unas elecciones municipales, en que se perdió la mayoría en las grandes ciudades. Ni lo tradicional de la institución monárquica, ni la existencia de una franca mayoría en la totalidad de los sufragios de la nación, le permitieron superar el hecho de la debilidad a que había llegado la institución bajo el régimen de partidos.

No hay estabilidad sin la unidad en la asistencia pública. Los edificios se levantan de abajo a arriba y no se comienzan por el tejado. Por eso, una vez conseguida la firmeza de nuestras instituciones, como os afirmaba en mi mensaje radiado de 31 de marzo de 1947, cuando nada podría destruir el edificio levantado, ni poner en peligro lo a tanta costa alcanzado, envié a las Cortes para vuestra deliberación la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, por la cual el Estado español, de acuerdo con su tradición, se declaraba constituido en Reino.

No se trataba de volver a lo arcaico y menos a lo pasado, sino de incorporar los principios de nuestra tradición histórica, dándoles plena movilidad y continuidad, manteniendo a través del tiempo, por el inevitable relevo de las personas, consecuencia de la condición mortal del ser humano, la trayectoria de nuestro Movimiento, al cual dio vida y proyección hacia el futuro la sangre de nuestra generación.

En este orden creo necesario recordaros que el Reino que nosotros, con el asentimiento de la Nación, hemos establecido, nada debe al pasado; nace de aquel acto decisivo del 18 de julio, que constituye un hecho histórico trascendente que no admite pactos, ni condiciones. La forma política del Estado nacional establecida en el principio 7º. de nuestro Movimiento, refrendada unánimemente por los españoles, es la Monarquía tradicional, católica, social y representativa.

Alguna vez os he recordado que el argumento que contra nuestra estabilidad política se esgrimía por los enemigos de fuera, secundados por algunos pobres de espíritu de dentro, es el especular con la crisis del mañana en que pueda faltar mi Capitanía. Para cuando ese día llegue, el hábito de ejercitar nuevos recursos de vida política y la existencia de un heredero ungido por las leyes, aclara para todos las cosas y facilita la superación de tal momento. Si en nosotros alimentamos una fe y seguridad en nuestra obra es porque creemos contar con esas condiciones previas necesarias a la continuidad y a la estabilidad política. La legitimidad de ejercicio constituye la base de la futura Monarquía, en que lo importante no es la forma, sino precisamente el contenido.

Los principios del Movimiento Nacional, mantenidos de una manera permanente y celosamente asistidos por los españoles, han de tener, con el transcurso natural del tiempo, una aplicación concreta, que a la vez será la prueba más eficaz ante la conciencia universal de la solidez de nuestras instituciones y de la continuidad de aquél, que es el que verdaderamente, con el transcurso del tiempo, se sucede a sí mismo. El relevo de la Jefatura del Estado constituye un hecho normal impuesto por la condición mortal de los hombres. Todo el armazón institucional permanece con idéntica capacidad creadora, ejerciendo sus funciones los hombres que con aptitud legal y reconocida lealtad sean los más capaces para desempeñarlas.

LaLey de Sucesión de la Jefatura del Estado establece en su artículo 6º. que "en cualquier momento el Jefe del Estado podrá proponer a las Cortes la persona que estime deba ser llamada en su día para sucederle, a título de Rey o Regente". Esto, que fue promulgado hace más de veintiún años (el 26 de julio de 1947) tras haber sido sometido a Referéndum de la Nación y votado por el 83 por ciento del cuerpo electoral, que representó el 93 por ciento de los votantes, ha sido ratificado unánimemente en el Referéndum de 14 de diciembre de 1966, que con ocasión de la Ley Orgánica del Estado puso de manifiesto la clamorosa adhesión popular (85,5 por 100 del cuerpo electoral, que representó el 95,86 por 100 de los votantes) al conjunto de las siete Leyes fundamentales que integran nuestro ordenamiento.

Con un intervalo de veinte años, prácticamente dos generaciones sucesivas de españoles han sido consultados y han dado, casi unánimemente, la misma respuesta. No cabe manifestación más terminante de la voluntad popular, en este orden de la designación de sucesor en la Jefatura del Estado.

La fórmula sucesoria que contiene el artículo 8º. de la Ley de Sucesión constituye una fórmula supletoria para un caso de emergencia que, pese a todas las cautelas establecidas, entraña evidentemente una dilación en la resolución de la crisis, que queda definitivamente resuelta haciendo uso del artículo 6º. de la Ley de Sucesión.

Es cierto que desde 1947, en que se promulgó la Ley de Sucesión, hubiera podido hacerse, pero entonces no se había dado cima al proceso institucional y determinado los deberes y facultades futuras del Jefe del Estado, en materia tan importante como la forma de designación del Presidente del Gobierno y señalamiento de sus atribuciones.

En estos últimos años, con la Ley de Principios del Movimiento Nacional y la Ley Orgánica del Estado, se ha completado el proceso institucional y permitido formar un juicio exacto sobre las personas y las garantías de acierto para su designación. Así como el transcurso de más tiempo, dada mi edad, no ofrecerá ningún nuevo elemento de juicio que pudiera hacer cambiar mi decisión. A la hora de decidir sobre tan importante materia, considero que no debo exponer a la Nación a los azares y dilaciones que entraña la aplicación de la fórmula supletoria establecida en el artículo 8º. de la Ley, consciente de mi responsabilidad ante Dios y ante la Historia. Así, pues, valorando con toda objetividad las condiciones que concurren en la persona del Príncipe Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, que, perteneciendo a la dinastía que reinó en España durante varios siglos, ha dado claras muestras de lealtad a los principios e instituciones del Régimen, se halla estrechamente vinculado a los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, en los cuales forjó su carácter, y al correr de los últimos veinte años ha sido perfectamente preparado para la alta misión a que podía ser llamado y que, por otra parte, reúne las condiciones que determina el artículo 11 de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, he decidido proponerle a la Patria como mi sucesor. Esta designación se halla en todo conforme con el carácter de nuestra tradición, gloriosamente representada en los bravos luchadores que durante un siglo se mantuvieron firmes contra la decadencia liberal y frente a la disolución de nuestra Patria por obra del marxismo; asegura la unidad y la permanencia de los Principios del Movimiento Nacional, está en todo conforme con las normas y previsiones de nuestras leyes y en su persona confluyen las dos ramas que en su día determinaron las pugnas sucesorias del siglo pasado.

En resumen: el artículo 1º. de la Ley de Sucesión establece que España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo, y de acuerdo con su tradición se declara constituido en Reino; asimismo, el artículo 6º. determina que en cualquier momento el Caudillo puede proponer a las Cortes la persona que estime debe ser llamada a sucederle, sin más condición que ser de estirpe regia, varón, español, haber cumplido la edad de treinta años, profesar la religión católica, poseer las cualidades necesarias para el desempeño de tan alta misión y jurar las Leyes Fundamentales, así como lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional. Se trata, pues, de una instauración y no de una restauración, y sólo después de instaurada la Corona en la persona de un Príncipe comienza el orden regular de sucesión que se refiere en el artículo 11 de la misma Ley.
La resolución de este problema sucesorio queda en esta forma perfectamente definida y clara, y dará, a los de dentro lo mismo que a los de fuera, una garantía de continuidad, acabando definitivamente con las especulaciones internas y externas y con los enredos políticos de determinados grupos, al tener el Príncipe un status que le define como heredero, que le permitirá controlar a mi lado su formación y perfeccionar el conocimiento de los problemas nacionales.

Al mejor servicio de Dios y de la Patria tengo consagrada mi vida, pero cuando por ley natural mi Capitanía llegue a faltaros, lo que inexorablemente tiene que llegar, es aconsejable la decisión que hoy vamos a tomar, que contribuirá, en gran manera, a que todo quede atado y bien atado para el futuro.

Hoy no se puede decir que las monarquías representan al sector conservador de los pueblos, pues si contemplamos las monarquías de las distintas naciones del norte de europeo, tenemos que reconocer el progreso y la eficiencia social que registran, a las que dio estabilidad y garantías de continuidad. Pero no tenemos que ir a buscar fuera ejemplos de que lo trascendente de las instituciones no es el nombre, sino el contenido; la Monarquía de los Reyes Católicos, que tantos años de gloria dio a la nación, es un ejemplo perenne de su popularidad y de la defensa constante de los derechos sociales de nuestro pueblo.

Ha de quedar claro y bien entendido, ante los españoles de hoy y ante las generaciones futuras, que esta Monarquía es la que con el asenso clamoroso de la Nación fue instaurada con la Ley de Sucesión el 7 de julio de 1947, perfeccionada por la Ley Orgánica del Estado de 10 de enero de 1967; Monarquía del Movimiento Nacional continuadora perenne de sus principios e instituciones y de la gloriosa tradición española. Por ello, para cumplir las previsiones sucesorias, se instaurará, en su día, la Corona en la persona que hoy proponemos como sucesor, mediante la aprobación de la Ley a que va a dar lectura el señor Presidente de las Cortes.

22 de julio de 1969











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