Dos recuerdos, uno que no demuestra nada en concreto y
otro que creo que permite entrever el clima reinante en un periodo
revolucionario. Cierta madrugada, uno de mis compañeros y yo habíamos
salido a disparar contra los fascistas en las trincheras de las afueras de
Huesca. Entre su línea y le nuestra había trescientos metros, una
distancia a la que era difícil acertar con nuestros anticuados fusiles;
pero si se acercaba uno arrastrándose a un punto situado a unos cien metros
de la trinchera fascista, a lo mejor, con un poco de suerte, le daba a
alguien por una grieta que había en el parapeto.
Por desgracia, el terreno que nos separaba de allí era
un campo de remolachas llano y sin más protección que unas cuantas zanjas,
y había que salir cuando todavía estaba oscuro y volver justo después del
alba, antes de que hubiera buena luz. Aquella vez no vimos a ningún fascista;
nos quedamos demasiado tiempo y nos sorprendió el amanecer. Estábamos en
una zanja, pero detrás de nosotros había doscientos metros de terreno
llano donde difícilmente se habría podido esconder un conejo. Todavía
andábamos infundiéndonos ánimos para echar una carrera cuando oímos mucho
alboroto y silbatos en la trinchera fascista: se acercaban aviones nuestros.
De pronto, un hombre, al parecer con un mensaje para un oficial, salió de
un salto de la trinchera y corrió por encima del parapeto, a plena luz.
Iba vestido a medias y mientras corría se sujetaba los pantalones con
ambas manos. Contuve el impulso de dispararle.
Es cierto que soy mal tirador y que es muy
difícil dar a un hombre que corre a cien metros de distancia, y además yo
estaba pensando sobre todo en volver a nuestra trinchera aprovechando que
los fascistas estaban pendientes de los aviones. Sin embargo, si no le
disparé fue por el detalle de los pantalones. Yo había ido allí a pegar
tiros contra los «fascistas», pero un hombre al que se le caen los
pantalones no es un «fascista»; es, a todas luces, otro animal humano, un
semejante, y se le quitan a uno las ganas de dispararle.
¿Qué demuestra este episodio? Poca cosa, porque estos
incidentes se producen continuamente en todas las guerras. El que viene
ahora es distinto. Supongo que contándolo no conmoveré a los lectores,
pero pido que se me crea si digo que me conmovió a mí, ya que fue un
incidente característico del clima moral de un periodo concreto.
Un recluta que se incorporó a nuestra unidad mientras
estábamos en el cuartel era un joven de los suburbios de Barcelona, de
aspecto salvaje. Iba descalzo y vestido con andrajos. Era muy
moreno -sangre árabe, me atrevería a decir- hacía gestos que no suelen
hacer los europeos; uno en concreto (el brazo estirado, la palma vertical)
era típico de los hindúes. Un día me robaron de la litera un haz de puros
de los que todavía se podían comprar muy baratos. Con no poca imprudencia,
di parte al oficial y uno de los granujas a los que ya me he referido se
apresuró a adelantarse y dijo que a él le habían robado veinticinco
pesetas, cosa completamente falsa. Por la razón que fuera, el oficial
llegó a la conclusión de que el ladrón había sido el joven de tez morena.
El robo era un delito grave en las milicias y en teoría se podía fusilar a un
ladrón.
El pobre muchacho se dejó conducir al cuerpo de guardia para ser registrado. Lo que más me llamó la atención fue que apenas se quejó. En el fatalismo de su actitud se percibía la terrible pobreza en que se había criado. El oficial le ordenó que se desnudara. Con una humildad que me resultó insoportable, se quitó la ropa, que fue registrada. En ella no estaban ni los puros ni el dinero; la verdad es que el muchacho no los había robado. Lo más doloroso fue que parecía igual de avergonzado incluso después de haberse demostrado su inocencia. Aquella noche lo invité al cine y le di brandy y chocolate, pero la operación no fue menos horrible; me refiero a pretender borrar una ofensa con dinero. Durante unos minutos yo había creído a medias que era un ladrón y esa mancha no se podía borrar.
Pues bien, unas semanas después, estando en el frente, tuve un altercado con un hombre de mi sección. Yo era cabo por entonces y tenía doce hombres a mi mando. Estábamos en un periodo de inactividad, hacía un frío espantoso, y mi principal cometido era que los centinelas estuvieran despiertos y en sus puestos. Cierto día, un hombre se negó a ir a determinado puesto, que según él estaba demasiado expuesto al fuego enemigo, cosa que era cierta. Era un individuo débil, así que lo cogí del brazo y tiré de él. El gesto despertó la indignación de los demás, porque me da la sensación de que los españoles toleran menos que nosotros que les pongan las manos encima. Al instante me vi rodeado de hombres que me gritaban: «¡Fascista! ¡Fascista! ¡Déjalo en paz! Esto no es un ejército burgués. ¡Fascista!», etcétera. En mi mal español, les expliqué lo mejor que pude que las órdenes estaban para cumpirlas. La polémica se convirtió en una de esas discusiones tremendas mediante las que se negocia poco a poco la disciplina en los ejércitos revolucionarios.
Unos decían que yo tenía razón; otros, que no. La cuestión es que el que se puso de mi parte de forma más incondicional fue el joven de tez morena. En cuanto vio lo que pasaba, se plantó en medio del corro y se puso a defenderme con vehemencia. Haciendo aquel extraño e intempestivo gesto hindú, repetía sin parar: «¡No hay un cabo como él!». Más tarde solicitó un permiso para pasarse a mi sección.
¿Por qué me resulta conmovedor ese incidente? Porque en circunstancias normales habría sido imposible que se restablecieran las buenas relaciones entre nosotros. Con mi afán por reparar la ofensa no sólo no habría mitigado la acusación tácita de ladrón, sino que a buen seguro la habría agravado. Un efecto de la vida civilizada y segura es el desarrollo de una hipersensibilidad que acababa considerando repugnantes todas las emociones primarias. La generosidad es tan ofensiva como la tacañería; la gratitud, tan odiosa como la ingratitud. Pero quien estaba en la España de 1936 no vivía en una época normal, sino en una época en la que los sentimientos y detalles generosos surgían con mayor espontaneidad. Podría contar una docena de episodios parecidos, en apariencia insignificantes pero vinculados en mi recuerdo con el clima especial de la época, con la ropa raída y los carteles revolucionarios de colores alegres, con el empleo general de la palabra «camarada», con las canciones antifascistas impresas en un papel pésimo, que se vendían por un penique, con expresiones como «solidaridad proletaria internacional», repetidas conmovedoramente por analfabetos que creían que significaba algo.
¿Sentiríamos simpatía por otro y nos pondríamos de su parte en una pelea después de haber sido ignominiosamente registrados en su presencia, en busca de objetos que se sospechaba que le habíamos robado? No, desde luego que no; sin embargo, podríamos sentir y obrar de este modo si los dos hubiéramos pasado una experiencia emocionalmente enriquecedora. Es una de las consecuencias de la revolución, aunque en este caso sólo había un barrunto de revolución y estaba a todas luces condenado, de antemano, al fracaso.
George Orwell
Recuerdos de la Guerra civil española
Capítulo III
Recuerdos de la Guerra civil española I
Recuerdos de la Guerra civil española II
Recuerdos de la Guerra civil española IV
Recuerdos de la Guerra civil española V
Recuerdos de la Guerra civil española VI
Recuerdos de la Guerra civil española VII
Recuerdos de la Guerra civil española I
Recuerdos de la Guerra civil española II
Recuerdos de la Guerra civil española IV
Recuerdos de la Guerra civil española V
Recuerdos de la Guerra civil española VI
Recuerdos de la Guerra civil española VII
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