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1001. El II Congreso Internacional de Escritores

Las circunstancias –la fuerza del sino, que dijo el poeta– han hecho que el Congreso Internacional de Escritores, celebrado el mes de julio en Madrid y en Valencia, haya tenido una significación, y más que una significación, una justificación que ninguna asamblea de literatos podrá alcanzar ordinariamente.

Otras reuniones de escritores ha habido y habrá más brillantes, más literarias en sus disertaciones, o de mayor interés, más intelectuales en sus debates; pero ninguna mejor que ésta podrá nunca realizar el propósito con que fue convocada.

Después del individualismo a que ha llevado la literatura –al lector y al escritor– en el siglo pasado, todo Congreso de escritores tiene que parecer en seguida dirigido a perderse en el terreno vago de lo improbable; pero las catástrofes espirituales de nuestro siglo, el fracaso de nuestra civilización, han despertado el deseo de nuevos concilios, posibles academias y renovados banquetes.

La Sociedad de Naciones ideó la Cooperación Intelectual; los escritores ingleses, la Asociación Internacional de los clubs de la Pluma. El ensañamiento de los Estados fascistas en perseguir a las letras y a las ciencias provocó la formación de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, cuyo I Congreso tuvo lugar hace dos años en París bajo el signo de la explicación del más puro individualismo literario dentro del comunismo, la conversión del moralista francés André Gide que, naturalmente, no era una conversión sino una investigación más, en busca del hombre, realizada por uno de los escritores europeos más aguda y encarnizadamente atentos al hombre en sí mismos.

Aquel Congreso de París, en cuyos debates tomaron parte algunos de los escritores escogidos del mundo, puede que haya sido trascendental. No cabe satisfacerse diciendo que lo ha sido porque en el estado de fusión, de confusión en que viven ahora las sociedades es ilusorio establecer sobre materias de tal índole relaciones de causa a efecto. Lo que sí ha trascendido es que aquel Congreso se reunió para hacer un acto de oposición a la barbarie fascista y también para hacer una exploración, para ejercer una acción en pro de la cultura en la sociedad nueva del comunismo.

Esto último hubiese sido el tema central del II Congreso de Escritores convocado por la Alianza Internacional de Intelectuales Antifascistas si las circunstancias –la fuerza del sino– no hubieran predispuesto su celebración en el país donde los Estados fascistas habían de dar sus primeras batallas internacionales.

Los representantes de las Alianzas Nacionales reunidos en Londres el año pasado, antes de que Roma y Berlín promovieran en España la rebelión de Franco, acordaron la celebración del II Congreso en España. Después de la rebelión, los representantes de las Alianzas reunidos en Madrid se afirmaron en mantener el acuerdo. Así, el Congreso convocado en España no podía alentar más que un propósito: el de que los hombres que tienen «por razón de ser las realidades del espíritu» dijesen, aunque sólo fuera un momento: ¡presentes!, a los soldados de las transformación del mundo real. El Congreso, sobre todo en Madrid, sólo podía ser un acto de guerra.

Y precisamente por serlo tuvo que rechazar como un arma de que podía servirse el enemigo lo que hubiese sido, si no hubiera habido guerra, su preocupación central, su tarea activa, no de anti sino de pro, la que ya ejerció André Gide en el I Congreso y que el mismo André Gide, ausente del segundo, ha vuelto a presentar con la publicación de su libro «Retouches» sobre su viaje a la Unión Soviética. André Gide no ha tenido cuenta de la relatividad del tiempo.

Por ahora se ha perdido la medida de todas las cosas, mucho más si esta medida es el hombre; es decir, que se está en guerra, en la verdadera guerra europea, de la cual la gran guerra fue –con toda su enormidad– únicamente el comienzo. Guerra sin cuartel y sin neutralidad. El escritor que no hace política, hace esta guerra. Se ha alistado en este Congreso para hacerla otro moralista francés, Julien Benda, el autor del libro cuyo título es ya popular: «La trahison des clercs», libro que acusa a los intelectuales europeos de hacer la guerra, de hacer política, de rendirse a un partido.

Con estas dos notas, la tercer nota intelectual de este Congreso ha sido su conclusión natural, el acuerdo de hacer un llamamiento para la defensa de la cultura partiendo de las realidades que en tal defensa han visto los congresistas en España. El llamamiento lo redactará André Malraux.

El Congreso en su totalidad ha realizado más que literariamente, vitalmente, el propósito que lo convocó. Pasado el Pirineo, se encontró en la España tachada de caótica con una gran ciudad europea de vida normal: Barcelona. Reconoció la España venerable y romántica en Gerona y en Tarragona; la España de luz y de sombras, en Peñíscola, que es –hecho realidad– un cuadro de Picasso. En Valencia recibió el saludo de la República: el presidente del Consejo Sr. Negrín abrió la primera sesión; el presidente de las Cortes Sr. Martínez Barrio, cerró la última.

Y fue en Madrid donde los escritores que –cual ha dicho luego en París Heinrich Mann– tienen por razón de ser las realidades del espíritu destinadas a transformar el mundo real, vivieron la primera noche lo que iban buscando, la transmutación del viejo adagio europeo: «la letra con sangre entra». Caían en las calles las granadas fascistas, las que vienen a meter la letra con sangre. Contestaban los cañones republicanos que defienden –o fracasarán aunque triunfen si no lo defienden– la libertad del pensamiento. Esta vez no es una metáfora: la letra sale con sangre. Con sangre del pueblo, de todos los pueblos que luchan en Madrid.

Pero donde las letras, todas las letras extranjeras venidas a España, hasta las de un letrado chino, se encontraron y se entendieron con el pueblo que canta y no escribe, fue en un lugar castellano –Minglanilla– en el camino de Madrid a Valencia. Allí las mujeres, los niños y los viejos –todos los habitantes– vinieron a cantar bajo las ventanas del Ayuntamiento donde los hombres de letras extranjeras partían los buenos panes redondos que aún se cuecen en los hornos de Castilla la Nueva.

Los hombres de letras salieron a la plaza pública, cantaron también, cada uno con su letra. «Y en diferentes lenguas es la misma canción». Mil voces y una sola voz, un abrazo y mil abrazos unieron al mundo letrado y al pueblo analfabeto. Una mujer castellana toda de negro, desde el pañuelo de la cabeza hasta los zapatos (porque se había puesto zapatos como los días de fiesta) estaba abrazada a una escritora inglesa y le contaba al oído dulcemente su pena. El marido fusilado, los hermanos muertos en la guerra. Detrás de la mujer enlutada un niño se escondía en sus faldas. La escritora inglesa, sin conocer el castellano, la comprendía y la consolaba, la estrechaba cada vez más en su abrazo. Acabaron las dos mujeres paseándose abrazadas, en silencio, llorando sin lágrimas bajo el sol implacable como el destino.

El niño seguía detrás, no soltaba las faldas de su madre mientras otras vecinas que contemplaban la escena hacían comentarios:

—No es propiamente de aquí, es una refugiada –decían de la mujer vestida de luto, y añadían por la escritora inglesa:

—Sin duda ha encontrado a una de su pueblo, que la está consolando.

Decían verdad las vecinas de Minglanilla y mienten los Gobiernos de Europa. La castellana analfabeta había encontrado a una de su pueblo en la escritora inglesa, la cual había tenido que subir ya al automóvil y sacando su busto seguía abrazada, no quería separarse de su «paisana». Pero el automóvil arrancó; entonces, la mujer analfabeta de Castilla tuvo uno de esos gestos naturales que son la inspiración de un pueblo secularmente culto, con la cultura transmitida de viva voz, en gesto vivo. Cogió al niño que se escondía en sus faldas y lo alzó en ademán de saludo. El sol, blanco de fuego, esculpía aquella estatua dinámica.

El niño tendía las manos como un Jesús de Montañés. Hijo de cien generaciones de uno de los pueblos más fértiles en humanidad: la castellana alzaba cara al sol una encarnación del futuro que –al igual de este niño poco después en el regazo de su madre– duerme en el seno de la victoria.


Corpus Barga
Hora de España, núm. VIII
Valencia, Agosto 1937










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