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1026. Una canción

Recordando a Max Aub
(París, 2 de junio de 1903 – Ciudad de México, 22 de julio de 1972) 


 A Joaquín Díez-Canedo

El sol restalla y la tierra está sorda. Nada tiene sombra. Sólo bajo las piedras está la frescura, el agua y la muerte. También el sudor es sordo. Allá, abajo, el riachuelo está seco; cauce de piedras, cantos, arena y polvo: lecho de nadie.

Se desprende una hoja de olivo, y cae: acontecimiento. Gira lenta, roncera, despacio, sostenida por el calor, antes de depositarse, parsimoniosamente, en el polvo ardiente del olivar. Una hoja de olivo es una hoja pequeña, una hoja gris y pequeña, gris de polvo y sol, verde.

Entonces llega la canción, una canción lejana de sierra lejana, de campo lleno y sombras de atardecer; la canción que se lleva adentro y que, de pronto, viene por el aire irrespirable del mediodía de fuego. La canción vieja del mundo viejo.

Olivar vetusto, blanda ladera rojiza, piedras blancas de los bancales y la hoja del olivo cayendo por el azul del cielo.

La canción, la vieja canción.

Todo existe. Sí: ahora suena un tiro y hay un muerto tirado, panza arriba, tras el tercer olivo, a la derecha. Un muerto de mi compañía. Un muerto que me hace compañía. Un compañero muerto en campaña, en el campo, al duro sol que merodea allá arriba, verdadero.

La canción, la vieja canción, que viene del otro lado del muerto.

España, toda España.

(Las moscas verdes sobre la herida negra: apretadas, juntas, quitándose el puesto las unas a las otras, procurando que la sangre no se seque, pequeño oasis, fuente imperceptible ya barrosa y borrosa. Ahí, con sus trompas, no dejando que se seque. ¡Que mane, dios de las moscas verdes, que mane todavía un poco, que no se seque! Las moscas verdes, tornasoladas, calientes, en piña, amontonadas, a granel, semillas de muerte, pléyade familiar, ya más de él que de ellas. Racimo moviente, única vida que le queda. Y el sol, tremendo, a plomo.)

Hasta la noche no se le puede buscar.

Ahora disparan a la izquierda, pero con desgana: las balas que más duelen. Morir en un ataque es cosa leve, o rechazándolo: no le pasan a uno por encima. Se puede más. Pero así, tontamente, ¡habiendo tanto aire!, que le den a uno por casualidad. Balas perdidas. Disparar por no hacer otra cosa, por no dormirse.

Olivar al mediodía, leve declive escalonado. Chicharras. Achicharrado.

El olor del sol, y el fusil a mano. Y la canción lejana. ¿Quién canta? Uno de por aquí, o aquel bizco, de Córdoba. No se mueve nada. ¡Que nadie se mueva! Mediodía. Nada se mueve. ¡Oh, torcidos troncos retorcidos, grises, que continuáis creciendo al ritmo de la tierra!

La canción, otra vez, y una hormiga. Una vieja canción cualquiera:

En el alma te tengo
tan a lo vivo, 
que despierto soñando
siempre contigo. 
Y en despertando
me digo yo a mí mismo: 
vamos soñando.

Seguidilla de la tierra: yo soy el muerto. La hormiga, negra, sube por el tronco, vivo y muerto. Vivo y muerto, como yo. Uno vive siempre y siempre está muerto; fuera y dentro: de arriba a abajo; de las raíces al pelo.

La canción, la vieja canción.

La guerra, estamos en guerra. Matar y morir. La hormiga se metió por un gran agujero. Sol de mediodía. Ni un soplo. Las chicharras y el silencio.

Olivar: olvidar. Y dormir. Pero si me duermo, me puedo morir sin darme cuenta, y siempre hay que morir con los ojos abiertos.

¿Quién eres tú?

(A veces uno vuelve solo a casa, después de la lluvia. El cielo está más azul, con nubes. Los charcos brillan entre el lodo. Los setos verdes y negros. La hierba, todavía mojada. Los zapatones embarrados, los carriles con aguas paralelas, de trecho en trecho, plata. La niebla dormida en las laderas de los oteros. Transido. El airecillo frío. Allá arriba. Parece mentira que sea también España.)

El olivar, oro.

Yo soy el muerto, todavía vivo. Yo vivo, todavía muerto. Me pegaron un tiro entre los dos ojos. Sordo sudor sordo, mudo. Mediodía de plomo ensordecedor. Peso hundido, mudo. ¿Quién recuerda el recuerdo? Yo. Pero, ¿qué recuerda el recuerdo?

Quema el cerrojo. Si atacaran, ¿qué haría yo? Pegarme a la tierra, entre el tronco y esta piedra. Olivar, ¿te estremeces? ¿Es posible que sea el viento? No: la calentura del sol. Todo quieto, todo blanco, todo rojo.

La hormiga ha vuelto a salir del agujero del tronco, empujando algo blanco, un grano. ¡Qué sueño! ¿Qué sueño? Y aquél -¿de Córdoba?- otra vez, cantando:

En el alma te tengo
tan a lo vivo, 
que despierto soñando
siempre contigo. 
Y en despertando
me digo yo a mí mismo: 
vamos soñando.

Allá, entre las líneas, por el arroyo -ni nuestro, ni de ellos- de pronto, cola al aire, husmeando, un perro.


Max Aub, Laberinto mágico












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