Aquí se fusila como se tala ... Y los hombres no respetan ya los unos a los
otros
Unos amigos, a mi retorno del frente, me han permitido unirme a sus
misteriosas expediciones. Estamos en el corazón de la montaña, en uno de esos
pueblos que conocen a la vez la paz y el terror.
“Sí, hemos fusilado a diecisiete...”
Han fusilado a diecisiete “fascistas”. El cura, la criada del cura, el
sacristán y catorce prohombres del pueblo. Porque todo es relativo. Cuando leen
en sus periódicos el retrato de Basil Sajarov, dueño del mundo, ellos lo
trasponen a su lenguaje. En él reconocen ellos al del vivero o al farmacéutico.
Y, cuando fusilan al farmacéutico, es Basil Sajarov quien muere un poco. El
único que no comprende nada es el farmacéutico.
Ahora vivimos con los nuestros, hay tranquilidad. Más o menos tranquilidad.
A uno que todavía atribula las conciencias de por aquí lo he visto ahora mismo
en el café del pueblo, complaciente, sonriente, ¡tan deseoso de vivir!. Ha
venido para hacernos reconocer que, a pesar de sus cuantas hectáreas de viñas,
forma parte de la especie humana, sufre como ella de reumatismo, se enjuga como
ella con su pañuelo azul, y juega humildemente al billar. ¿Se fusila a un
hombre que juega al billar?. Jugaba mal por otra parte, con sus gordas manos
temblando: estaba agitado, sin saber bien si era fascista o no. Y yo recordé a
esos pobres monos que bailan delante de la boa para enternecerla.
Pero nosotros no podemos hacer nada por él. De momento, sentados sobre una
mesa, en la sede del comité revolucionario, nos disponemos a solucionar otro
problema.
Mientras Pepín saca de su bolsillo unos papeles sucios, voy observando a
estos terroristas. Extraña condición. Son campesinos bonachones de ojos claros.
Esos mismos rostros atentos los encontraremos por todas partes. Aunque nosotros
sólo somos unos extranjeros sin poder, se nos recibirá siempre con la misma
cortesía grave.
Pepín habla:
“Sí...vamos a ver...Se llama Laporte. ¿Lo conocen?”
El papel circula de mano en mano y los miembros del Comité mueven la
cabeza:
“Laporte...Laporte...”
Yo quiero explicarles algo, pero Pepín me hace callar:
“No dicen nada, pero saben...”
Pepín alinea sus referencias, descuidadamente:
“Yo soy socialista francés. Éste es mi carné de miembro del partido...”
El carné pasa de mano en mano. El presidente levanta los ojos sobre
nosotros:
“Laporte...No sé...
-!Sí, hombre¡ Un religioso francés...sin duda disfrazado...Ustedes lo han
capturado ayer en el bosque...Laporte...Nuestro consulado lo reclama...”
Yo balanceo mis piernas desde lo alto de la mesa. ¡Qué extraña sesión! .
Estamos exactamente situados en la boca del lobo, al fondo de un pueblo de
montaña, a cien kilómetros del primer francés, y reclamando a un comité
revolucionario, que fusila hasta a las criadas de los curas, que nos devuelva
indemne a un religioso.
Y sin embargo yo me siento seguro. Su cortesía no es falsa. ¿Por qué además
iban a engañarnos? ¿Acaso pesamos más en sus manos que el Padre Laporte, aquí
donde nada nos protege?
Pepín me da un codazo:
“Tengo la impresión de que hemos llegado demasiado tarde...”
El jefe, después de toser, se decide:
“Nosotros hemos descubierto a un muerto esta mañana, en la carretera, a la
entrada del pueblo...Todavía debe estar allí...”
Y hace como que envía a verificar sus papeles.
“Ya lo han fusilado, me confía Pepín, y es una pena porque nos lo hubieran
confiado seguramente: son buena gente...”
Yo miro a los ojos a esta extraña “buena gente”. Y, en efecto, no descubro
nada que me atormente. No temo ver esos rostros cerrarse y volverse lisos como
muros. Lisos con ese aire vago de hastío. Ese aire terrible. Me pregunto qué
impide que les resultemos sospechosos a pesar de nuestra misión tan insólita.
Qué diferencia establecen entre nosotros y el “fascista” del café de al lado
que baila su danza de la muerte, frente a ese enemigo inapelable que
constituyen sus jueces. Me viene una idea rara, pero que me impone todo mi
instinto con fuerza: si uno de estos hombres bostezara, yo tendría miedo.
Sentiría rotas las comunicaciones humanas...
Hemos vuelto a partir; pregunto a Pepín:
“Es el tercer pueblo en el que llevamos a cabo esta misión, y todavía no he
podido saber si es o no peligrosa...”
Pepín se ríe. Él mismo lo ignora. Sin embargo, ha salvado ya a decenas de
hombres:
“Ayer de todas formas hubo, me confía, malos momentos. Les había quitado a
un cartujo de justo delante del paredón de ejecución...Con el olor de la
sangre...se pusieron a gruñir...”
Conozco el fin de la historia. Pepín, socialista y anticlerical notorio,
habiéndose jugado la piel por su cartujo, una vez en el coche, se volvió hacia
él y le lanzó, por compensación, la más oronda blasfemia de su repertorio:
“¡Hostias con el...monje!”
Pepín triunfaba.
Pero el monje no lo oía. Se le había echado al cuello y lo besaba llorando
de felicidad...
En este otro pueblo nos han devuelto a un hombre. Cuatro milicianos, entre
gran misterio, lo han exhumado de un sótano. Es un religioso alerta, con los
ojos vivarachos, y de quien he olvidado el nombre. Está disfrazado de campesino
y lleva un gran bastón nudoso, estriado de muescas.
“Señalaba los días...Tres semanas en el bosque, es mucho tiempo... Con los
champiñones no podía alimentarme apenas y al acercarme a los pueblos me han
cogido...”
El alcalde, a quien debemos este regalo de una vida, nos informa con
orgullo:
“Le disparamos de lo lindo, y creíamos haberle dado...”
Excusa su torpeza:
“Hay que decir que era de noche...”
El religioso ríe:
“No tuve miedo...”
Y, cuando vamos a partir, empiezan los apretones de manos interminables con
esos famosos terroristas.
Particurlarmente sacuden las del libertado. Le felicitan por estar vivo. Y
el religioso responde a todos esos buenos deseos con una alegría que no encubre
resquemor alguno.
En cuanto a mí, me gustaría entender a los hombres.
Consultamos nuestras listas. Nos han marcado, en Sitges, a un hombre en
peligro de ser asesinado. Estamos ya en su casa. Entramos con toda naturalidad.
En el piso indicado un joven delgado nos recibe.
“Parece ser que está usted en peligro. Vamos a llevarle a Barcelona y le
embarcaremos en el Duquesne”.
El joven reflexiona largo rato:
“Esto es cosa de mi hermana...
-¿Qué?
-Mi hermana vive en Barcelona. No paga nunca la pensión del niño, y soy yo
quien...
-Eso a nosotros no nos importa...¿Está usted o no en peligro, sí o no?
-No lo sé...Mi hermana...
-¿Quiere usted huir o no?
-Yo no lo sé, de verdad, ¿qué creen ustedes? Mi hermana está en
Barcelona...”
Éste continúa en medio de la revolución con su pequeño drama de familia. Se
quedará aquí para desafiar a esa hermana misteriosa.
“Como usted quiera...”
Y le hemos dejado.
Hacemos un alto y bajamos del coche. Hemos oído el fuerte estallido de un
fusilamiento en el campo. La carretera domina un bosquecillo de árboles, desde
los cuales, a quinientos metros, emergen dos chimeneas de fábrica. Los
milicianos hacen a su vez un alto, arman sus fusiles y nos interrogan:
“¿Qué pasa?”
Analizan la situación y señalan a las chimeneas:
“Viene de la fábrica...”
El tiroteo se ha apagado y ha vuelto la calma. Las chimeneas humean con
lentitud. Una racha de viento acaricia la hierba, nada ha cambiado...
Y nosotros no sentimos nada.
Sin embargo, en ese bosquecillo acaba de morir alguien. El silencio que
reina es más expresivo que el tiroteo: si éste cesa, es que ya no tiene objeto.
Un hombre, una familia quizás, acaban de pasar de un mundo al otro. Ya están
bajo la hierba. Pero este viento del atardecer... Esta vegetación... Esa leve
fumata... Todo continúa alrededor de los muertos.
Yo sé bien que la muerte no es trágica por sí misma. Ante tanto verdor
fresco, me acuerdo de un pueblo de la Provenza que antaño viera en un desvío
del camino.
Apretado contra su campanario, destacaba sobre el crepúsculo. Yo estaba
tumbado en la hierba y gustaba su paz, cuando el viento me trajo el doblar a
muerto de la campana.
Ésta anunciaba al mundo que una anciana, mañana, iría a parar bajo tierra,
toda reseca y marchita, después de haber cumplido con su parte de trabajo. Y
esa música lenta, mezclada con el viento, me parecía cargada no de
desesperación, sino de una alegría discreta y tierna.
Aquella campana, que celebraba con la misma voz los bautismos y los
muertos, anunciaba el paso de una generación a la otra, la historia de la
especie humana. Sobre unos restos mortales seguía celebrabando la vida.
No sentí sino una gran dulzura al oír sonar las nupcias de la pobre vieja
con la tierra. Mañana ella dormiría, por primera vez, bajo un mantel suntuoso,
cosido de flores y de cigarras cantoras.
Nos cuentan que una joven ha sido asesinada por sus hermanos, pero se trata
de rumores inciertos.
¡Qué atroz simplicidad!. Nuestra paz no ha sido turbada por unos golpes
secos al fondo de un estanque de verdor. Por esa breve caza de perdices. Ese
ángelus civil que ha sonado entre el follaje nos deja calmos, sin pesar...
Los sucesos humanos tienen sin duda dos caras. Una cara de drama y una cara
de indiferencia. Todo cambia según se trate del individuo o de la especie. En
sus migraciones, en sus movimientos imperiosos, la especie olvida a sus
muertos.
Es quizá la explicación para los rostros graves de esos campesinos de los
que uno siente con claridad que no tienen en absoluto gusto por el horror, pero
que sin embargo pronto retornarán hasta nosotros, terminada la batida,
satisfechos de haber ejercido su justicia, indiferentes a esa muchacha que
tropezó contra la raíz de la muerte, capturada, como con arpón, en su huida, y
que descansa en los bosques, con la boca llena de sangre.
Aquí he dado con la contradicción que no sabría cómo resolver. Pues la
grandeza del hombre no está hecha del destino sólo de la especie: cada
individuo es un imperio.
Cuando la mina se derrumba y se cierra encima de un solo minero, la vida de
la ciudad se suspende. Los compañeros, los niños, las mujeres, se quedan en el
sitio, en plena angustia, mientras los equipos de rescate, bajo sus pies,
rebuscan con sus picos en las entrañas de la tierra.
¿Se trata de salvar a una unidad entre la masa? ¿Se trata de liberar a un
ser humano, como se liberaría a un caballo, tras sopesar los servicios
que todavía puede prestar? Diez camaradas perecerán quizás en su empresa
de rescate, qué mal cálculo de beneficios... Pero no se trata de salvar a
una termita entre las termitas de la termitera, sino a una consciencia, a
un imperio cuya importancia jamás se mide. Bajo el cráneo estrecho de ese
minero al que han atrapado los maderos, reposa un mundo. Parientes,
amigos, un hogar, la sopa caliente de la cena, las canciones de los días
de fiesta, las ternuras y las cóleras, y quizás incluso un impulso
social, un gran amor universal.
¿Cómo medir al hombre?. El ancestro de éste dibujó una vez un reno en la
pared de una caverna, y su gesto, doscientos mil años más tarde, todavía
resplandece. Nos conmueve.
Se prolonga todavía en nosotros. Un gesto de hombre es una fuente eterna.
Aunque tengamos que perecer, subiremos de ese pozo de mina a ese minero
universal aunque solitario.
Pero de vuelta en Barcelona, esa tarde, me asomo, desde la ventana de un
amigo, sobre un pequeño claustro asolado. Los techos se han derrumbado,
los muros están atravesados por grandes brechas, y la mirada rebusca los
más humildes secretos.
Y a mi pesar recuerdo esas termiteras de Paraguay que yo destripaba con un
golpe de piqueta para penetrar en su misterio. Y sin duda, para los
vencedores que han destripado este pequeño templo, no se trataba más que
de una termitera. Esas monjitas, a las que una simple pisotón de soldado
ha devuelto bruscamente al mundo exterior, se pusieron a correr para
todos lados, a lo largo de los muros, y la masa no sintió el drama.
Pero nosotros no somos termitas. Nosotros somos hombres. Para nosotros no
valen ya las leyes del número ni del espacio. El físico en su buhardilla,
en la cumbre de sus cálculos, sopesa la importancia de la ciudad. El canceroso,
despierto en la noche, es un hogar del dolor humano. Un solo minero
merece quizás que mil hombres mueran. Yo no sé ya, cuando se trata de
hombres, aplicar esa horripilante aritmética. Si me dicen:
“¿Qué son unas docenas de víctimas frente a una población entera? ¿Qué son
unos cuantos templos quemados, frente a una ciudad que continúa su
vida?...¿Dónde está el terror en Barcelona?”, yo rechazo esas mediciones.
El imperio de los hombres no se calcula.
El que se enclaustra en su convento, en su laboratorio, en su amor, a dos
pasos de mí en apariencia, emerge verdaderamente en una soledad tibetana,
en una lejanía a la que ningún viaje me hará llegar jamás. Si yo derrumbo
esos pobres muros, ignoro qué civilización acaba de derrumbarse para siempre,
como la Atlántida, bajo los mares.
Caza de perdices bajo los bosques. Muchacha herida por sus hermanos. No, no
es la muerte lo que me horroriza. La muerte me parece casi dulce cuando
se une a la vida; me gusta imaginar que, en ese claustro, un día de
muerte era incluso un día de vida... Pero ese olvido repentinamente
monstruoso de la calidad misma del hombre, esas justificaciones
algebraicas, eso es lo que yo rechazo.
Los hombres no se respetan ya los unos a los otros. Ujieres sin alma,
dispersan al viento un mobiliario sin saber que aniquilan un reino... Aquí
hay comités que se arrogan el derecho a depurar, en nombre de criterios
que, si cambian dos o tres veces, no dejan tras ellos más que muertos.
Aquí hay un general, a la cabeza de sus marroquíes, que condena a masas enteras,
con su conciencia en paz, como un profeta que aplasta un cisma. Aquí se fusila como si se talara...
En España, hay masas en movimiento, pero el individuo, ese universo, al
fondo de su pozo minero, pide en vano socorro.
Antoine de Saint-Exupéry, España ensangrentada
L´Intransigeant, 19 de Agosto de 1936
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