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1042. Cultura y Pueblo




Estos dos términos, cultura y pueblo, sobresalen de todas las voces que llenan el momento actual, destacándose con unánime impulso, con franca voluntad, o más bien forzosidad, de fusionarse. Qué último fondo intencional, qué vital interés y qué propósito guía a cada uno de estos elementos a aproximarse al otro, es lo que es necesario aclarar antes de seguir combinando los dos sustantivos con todas las preposiciones posibles, como es uso.

Nótese el prurito, a veces desconcertante, de cultura que desde el comienzo de la revolución se hace ostensible en todas las manifestaciones del pueblo. Teniendo por norma dudar cuanto se trata de la autenticidad de los hechos, podríamos temer que no fuese más que una iniciación sostenida por algunos intelectuales; pero si pensamos profundamente en las características de la revolución actual; si llegamos a comprender qué es lo que se salda en ella verdaderamente original y decisivo, tendremos que convenir en que es, precisamente, la posición del pueblo respecto a la cultura y de la cultura respecto al pueblo.

Basta tener en cuenta algunos puntos principales. Las últimas fórmulas de la ciencia social, han sido ya implantadas por la revolución rusa. Cierto que España lucha hoy día por alcanzar una madurez política y económica en todo semejante; pero una revolución no se repite por la misma razón que un ser no nace dos veces. Una revolución no se repite como un texto de historia en diferentes aulas; la vive un pueblo y ningún otro puede volver a vivir la misma. La revolución española carecería de razón vital si no tuviese un porqué inédito, si no tratase más que de implantar en nuestra patria las perfecciones ya logradas por otro pueblo. Y, en realidad, es difícil ver aún, entre todo lo que se manifiesta, cuál es nuestro proyecto genuino.

Hasta ahora, los grandes cambios sociales que pudiéramos repasar en los trazos más salientes de la historia, han tenido siempre por objeto establecer las últimas conclusiones del pensamiento humano. Era, precisamente, la madurez de una nueva creencia lo que hacía a los hombres derrocar las viejas jerarquías, y el encadenamiento de los hechos históricos se sucedía así con perfecta congruencia. Pero es preciso que consideremos el último movimiento social, esto es, el marxismo, como punto final en nuestro presente ideológico. Tanto es así –aunque no es esta la ocasión de demostrarlo– que el movimiento que naturalmente se le ha contrapuesto, el fascismo, tiene como principal, acaso como único sentido, el de ¡alto! El fascismo lo que propugna, aparte de su intolerancia con las transformaciones de la economía –que, más o menos, ha tenido que simular para poder subsistir–, es, ante todo, no avanzar en el derrotero tomado por el pensamiento, no continuar la especulación y sus albures disolventes, no asomarse al vacío de ese punto final que avalora el porvenir.

El pueblo español, hubiera buscado aún durante algún tiempo la fórmula de su revolución, y no por falta de adiestramiento en las disciplinas políticas, sino sólo por falta de ese aliento creador que lleva a los trances de vida o muerte. Pero ha bastado que pesase una amenaza sobre la independencia de su alma para que haya podido realizar su revolución, con una secreta consigna que no llega a aflorar en ninguna conciencia, continuar.

El pueblo, no puede sentir jamás la necesidad ni siquiera la conveniencia de la contención. Un pueblo que aceptase mantenerse en los límites morales, remontados ya por generaciones extinguidas, sería un pueblo sin vitalidad en su sentido moral. El pueblo, en cuanto pueblo, no puede llegar jamás a esa actitud por cultura; sí por relajamiento.

Lo propio de un pueblo que confía en sus reservas, que no siente agotadas sus venas creadoras, es exigir de la cultura –y exigirlo con toda incontinencia– que continúe su marcha hacia los posibles más arriesgados, pues como no puede medirlos de antemano, no le empavorecen.

Hay un solo punto de enlace real entre estas dos entidades de que nos ocupamos: la moral. Un conjunto de determinaciones ideales, lógicas, perfectamente congruentes y recíprocamente complementarias del sentir humano. En las estaciones –empleando este término por aludir a la madurez de las ideas– en que el pensamiento ha alcanzado grandes contenidos sustanciosos y concretos, el sentido moral ha rebasado sus mismos preceptos, informando la totalidad de la vida, difundiéndose por cauces insospechables, arraigando espontáneo en el puro campo intuitivo; sin olvidar las formas inferiores de contagio y hábito que no carecen de importancia. Pero el presente –recurriendo siempre a la brevedad de la metáfora– ha logrado todo su esplendor por eliminación; los últimos hallazgos del pensamiento no son más que exclusiones. ¿Cómo conectar éstos, que para la ciencia son puntos positivos, con el sentir natural que en el primer intento se extendería por ellos, notándose los vacíos y, por tanto, considerándose manco, disipándose en esta duda, en esta satisfacción?

Ese sentido, representado en la ocasión y lugar a que nos referimos por el pueblo, exige nutrirse de evidentes realidades que emanen, y a un tiempo recaigan, en su presente; de realidades que patentemente actúen en su sentir, y, en consecuencia, informen su actuar. Imposible retrotraerse al inmediato pasado cuya actualidad hemos visto morir. Lo que hay de positivo en el espíritu conservador requiere que las cosas tengan el prestigio de la muerte para proyectar sobre ellas su acción renacentista. Y todavía no es la hora de reactivar antiguos valores, ni siquiera de patentizar los nexos perdurables que ligan forzosamente a todo momento histórico con sus anteriores. La empresa del nuestro es afrontar el conflicto en que culmina hoy día el más elevado pensar, acogerle en el sentido entrañable, unirse a él y correr su suerte.

Esta es la decisión subracional que induce al pueblo hacia la cultura,  y no otra cosa que su propio conflicto es lo que lleva a la cultura a abrirse al pueblo.

La cultura, al haber relegado la idea de Dios a términos casi inaprehensibles para el conocimiento, busca entre las fuerzas anárquicas del pueblo el sentido latente, el inextinguible aliento que animó la vida de Dios.


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Los párrafos anteriores no son más que un paso desalentado sobre puntos hartos sensibles y preciosos. Toda su complejidad queda esquivada, su verdadera demostración omitida; por tanto, el aproximado resumen que puedan componer, tiene que ser enteramente confiado a la rectitud del entendimiento que se disponga a suplir argumentos y entrever alusiones.

El propósito de este ensayo no es estudiar los hechos de que venimos hablando; los deducimos aquí brevemente de síntesis meditadas antes, que algún día tendrán desarrollo, y si, aunque sea con reservas, pueden darse por admitidos, afrontaremos el verdadero empeño que lo guía y que es dilucidar si el comercio entre pueblo y cultura, por sus vías y trámites actuales, delata una real y verdadera eficiencia, y si la parte a quien está confiada la actividad más explícita, la que ha de conducir al pueblo hacia lo que es su objeto, esto es, los creadores de cultura, los intelectuales, estamos en realidad cumpliendo con nuestro verdadero deber.

Ciertamente, la actividad que se desarrolla con este fin es grande; sólo falta saber si de modo acertado se complementan en esta ocasión sentido y forma.

Si buscamos los elementos prerevolucionarios en los campos prácticamente ajenos al movimiento social, esto es, en la poesía, literatura en general, filosofía, &c., encontraremos que acaso el más pertinaz y significativo sea la preocupación –manía llega a veces a constituir– por el folklore. No es esta la ocasión de citar un estudio de un malogrado escritor español sobre la aparición de las formas populares como anuncio de las revoluciones del dieciocho, pero conviene traer a la memoria cómo en ese momento histórico el nuevo sentido se anunciaba con cierta visualidad capciosa y conviene también comparar este hecho con el mayor cataclismo que la historia señala: la transformación del mundo antiguo en el cristiano, notando que en éste lo que de la nueva era se anticipaba, infiltrándose irresistiblemente en arte, filosofía y costumbres, era el estricto sentido nuclear de la teoría futura: la piedad. Todo lo que pudiera considerarse forma del anterior modo de vida fue relegado por los que adoptaban la nueva teoría o demolido por los propugnadores de ella sin sustituirlo con nada, porque el hombre en aquel momento se abismaba totalmente en el nuevo sentido y sólo en el sentido.

Por qué a través de tan largo lapso {Imposible aludir al Renacimiento, pues la más simple exposición, libre de tópicos, sería extensísima} las modificaciones de la vida material fueron tales y tales; por qué la repugnancia por las formas del orden acabado no fue después tan radical, sería conveniente estudiarlo largamente, pero tendremos que limitarnos a señalar sólo el motivo más clásicamente dilucidado: el hombre del XVIII, en contraposición con el cristiano, lucha por la felicidad en este mundo. Partiendo de esto, notemos la más simple diferencia: el cristiano concibe una nueva vida para todos los hombres; el revolucionario de la época de las libertades y derechos lucha por elevar el nivel material de la vida a ciertos hombres y el moral de los demás en la relación de unos con otros. Es decir, que, el tema, pasa de religioso a social, sin abandonar el acento mítico al tratar del hombre. Es en Rusia, en la Rusia que nos es tan próxima, pues todos más o menos la hemos visto nacer, donde la idea de pueblo, ya adulta desde entonces, logra adquirir su hegemonía, y de allí llega a nuestra España como acicate irresistible que pone en marcha los más enmohecidos resortes del alma nacional.

Y ahora, en medio de esta revolución que hace el pueblo por y para el pueblo, atrevámonos a preguntar: ¿qué es el pueblo para el pueblo?

El erudito podría, con autoridad, respondernos: el pueblo es ese venero de sabiduría, de poesía, de sentido que muestra en el folklore. Y sin autoridad, pero con aplomo, forman ya legión los instructores del pueblo que tal cosa propugnan. Pero, sostenerlo, en la hora del examen de conciencia, sería funesto error o impostura aleve.

El pueblo es, como dijimos en párrafos anteriores, ese yacimiento que hoy busca la cultura para vivificar sus raíces. En la madurez de las ciencias naturales fue cuando cobraron importancia las formas zoológicas primarias. Solamente cuando el conocimiento de la vida, en todas sus manifestaciones, hubo llegado a alcanzar alturas casi inmensurables, es cuando esos tiernos esbozos pudieron ser divisados en el conjunto, en la extensa perspectiva de la sabiduría humana. Sólo entonces pudieron ser consultados, superestimados, sus secretos. Así, para el sabio actual, para el que puede abarcar en su grandiosa fábrica la historia de la cultura, destacan hoy día esos puntos iniciales, esas tiernas intuiciones, esas nociones de tan simple e informe cuerpo, pero de tan precioso broche.

Puede servir para medir la capacidad de un hombre culto su aptitud para insertar las fórmulas del folklore en su debido lugar y para desentrañar la complejidad de su alcance. Si se busca un modo de conocimiento exangüe, zurdo, estéril, en una palabra, no se encontrará otro que llene mejor las condiciones que este de poner ante el pueblo formas populares. Bastaría notar que estos graciosos trazos, que hoy nos encantan, no nacieron en vista de modelos candorosos que ofreciesen problemas elementales. No; su elementalidad es mera cuestión ordinal. Es decir, que había que empezar por algo y se empezaba por lo primero. Pero, ¿con qué impulso? ¿A qué anhelo o pretensión apuntaba su eje o directriz? No es posible dudarlo: su meta es el límite de la posibilidad del hombre. Tanto los surgidos como leve balbuceo, antes que ninguna forma madura, como los creados por el hombre próximo a la tierra, privado de la sociedad culta, de frente a una cultura admirada u odiada, perseguido o inadvertido por ella; todos, en fin, tienen las medidas de los grandes cánones; todos aspiran, o acaso atentan, a la perfecta norma que lleva al hombre más allá de sí mismo.

Este es el argumento burdo que sale al paso nada más pensar en este tema, pero hay un número incalculable de otros más sutiles.

Otro derrotero de la corriente cultura-pueblo es el elemento romántico, en sus aspectos de evocación, añoranza, enajenamiento. Nótese la diferencia que existe entre estas dos actitudes de la cultura respecto a sus fuentes u orígenes. Una, busca sus ramales primarios para seguir su sentido a través del entramado de la experiencia; otra, evoca la frescura de sus primeros frutos, que añora desde la pesadumbre del conocimiento y que pueden servirla para renovar el panorama de la conciencia.

En el arte romántico la antigüedad es un lugar de fuga; la pintura y la música la abordaron desde la perfección de sus técnicas sabias sin afectar formas ingenuas. La poesía únicamente revivió el romance, pero siempre, claro está, situándole en una lejanía de acción en un decorado exótico en su tiempo.

Pensar que el pueblo pueda encontrarse jamás en una de estas dos posiciones es locura o ignorancia imperdonable. El pueblo, ni puede estudiarse ni puede añorarse a sí mismo. No puede desear para su expresión una vía más simple y elemental que lo que el tráfico de su alma actual requiere. Si todos estamos de acuerdo, y ha llegado a adquirir firmeza tópica «el arte es uno», es preciso reconocer que la técnica es una, y que una brigada motorizada no puede recitar su gesta en romance sin convertirse en el monstruo de anacronismo más anfibio. Esto no admite discusión: el romance y el pentamotor no pueden coexistir en una hora. El pueblo que ve volar sobre su cabeza las máquinas forjadas por sus manos, que sabe la cifra de las revoluciones de su hélice, y sabe cómo procede en su trayectoria el proyectil que le combate; el pueblo que conoce este admirable artificio de la técnica en todo el lujo de su retórica, ¿puede expresarse en el balbuceo poético que no tiene, bien mirado, más mérito ni encanto que los atisbos logrados en los ejemplares originarios?

Bien es verdad que el daño que tal prejuicio acarrea no recae sólo en el pueblo; los jóvenes intelectuales que se ejercitan en esto creyéndolo deber cívico, no hacen más que adulterar su escuela; la marcha propia que la poesía podría llevar por sí misma, no hace más que destruir las normas que le son consustanciales, esto es, el ser la expresión de las nociones más directas e inmediatas, degradándola hasta el plagio, hasta la mortal repetición y, por tanto, anulando los intentos juveniles de su genio que, en aquel que lo posea, se revelará algún día, tal vez arrastrando en su horror y repugnancia cosas valiosas que no debieron nunca someterse a esta prueba.

Esta intelectualidad joven, unida al pueblo en lo más puro y firme de su voluntad, sufre con él el espejismo de la pseudocultura, se disipa en la obsesión del teatro, en las interpretaciones históricas, frívolas, cuando no torcidas premeditadamente.

Sería preciso un estudio, sin límite de espacio ni esfuerzo, para encarecer el peligro de obtusidad, de ininteligencia, en que precipita al pueblo una interpretación errónea de la historia –hablo a los que creen en el pueblo– en este momento en que la historia es nuestro más poderoso caudal de conocimiento, porque esta hora en que el pueblo está en carne viva; y, simplemente, porque esta hora es inolvidable hará suyo todo lo que le sea coetáneo en ella.

La historia, ya en otras ocasiones, ha servido de estímulo para enardecer los ánimos; nuestros políticos del siglo pasado adobaban sus discursos sobre temas provinciales con la evocación de romanos y godos a cada paso, pero este juego no puede repetirse aunque ahora se le presente con mejor decorado. Los gritos revolucionarios no tienen que salir de la historia. Si no hay una realidad viva que lance esos gritos como única voz propia, no merecerán nunca ser escuchados.

Cuando llegue el reposo, cuando no nos inquiete ni irrite el presente hasta turbar nuestra razón, tendremos tiempo de mirar la historia con la profunda devoción que requiere, hasta comprenderla de tal modo que siempre creamos tenerla delante, porque disfrazando una cita harto gloriosa, el pasado está patente en el presente como el presente latente en el pasado.

Cuando esto sea realidad admitida, el presente volverá a tener sentido y el pueblo será oído nuevamente.

Hasta ahora el intelectual se empeña en dejar de ser dómine y convertirse en camarada, pero, ¿cómo se atreve a llamarse camarada el intelectual que es ciego a la vida de la calle, que no ha sabido crear nada profundamente arraigado en la realidad circundante? Camaradas del pueblo fueron los grandes novelistas del siglo pasado, los mejores escritores españoles del XVII. {Los prosistas: los grandes poetas, en su vena popular, son abominables. El error que ahora señalamos intenta ser cimentado en Góngora y Lope, pero entenderlo así es adulterar la verdad manifiesta} De esta camaradería –en su más puro sentido– no podemos dudar, porque con una escena, una frase, la descripción de un hombre o de una estancia, nos hablan de algo convivido. Hay en la gran literatura mesas que no pueden haber sido vistas desde la puerta, caminos que forzosamente han sido andados. El novelista es hoy día el único escritor que puede ser popular, es decir, llegar al pueblo sin disfrazarse de pueblo, y en España, desde Galdós hasta ahora, no ha habido ningún gran novelista {Si hiciéramos aquí crítica literaria señalaríamos una genial excepción}. Se ha dejado al pueblo corromperse en los espectáculos teatrales más anodinos y canallas, y a última hora, para redimirle, se le empieza a excitar con exotismos, en el menudo género de cancionistas, el prurito folk-lórico de atavíos antiguos y motivos sencillos; en la comedia socializante, nombres extranjeros; en los personajes, alusiones más o menos vagas a todo lo lejano y desconocido que, por tanto, puede albergar la más desarticulada teoría.

Este gran artilugio que pretende, en cierto modo, alcanzar un marchamo romántico, no logrará nunca el prestigio de aquella hirviente confusión que fue el romanticismo. Todo el que piense rectamente tendrá que reconocer que, enfocada hacia el pueblo, su ejemplaridad es nula, queda reducida a poner en juego unos cuantos resortes del alma colectiva que esquivan la aridez del verdadero esfuerzo con el halago de una actividad grata, pero sin objeto. En suma; una nueva pornografía, de la que el pueblo mismo se hastiará alguna vez. Esperemos que pronto.


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Otras facetas de la relación del pueblo con la cultura tienen aún más importancia que la que hemos tratado, pero por su extensión tendrán que ser estudiadas en otro ensayo, habiendo dado a ésta un lugar primordial por ser la más fácil de apreciar, la más manifiesta y superficial en el complejo de los hechos presentes que, con paciencia infinita y voluntad inquebrantable, debemos discriminar si deseamos para España un clima moral concienzudamente puro.

Debo recalcar, por último, que sólo a esto, un tono moral vivo, real y propio, puede tender un estudio de este género. No niego que sirvan también otros puntos de vista para problemas prácticos, perentorios, ni que incluso existan perspectivas brillantes para construir un orden de exterioridades que pueda conducir a más o menos parcial prosperidad. Pero, como dije en un principio, hay algo único, genuino, que se salda aquí entre nosotros. Ningún español lo ha inventado, ninguno podrá hacerse responsable de sus consecuencias. Pero, este lugar nos señala el destino en esta hora histórica, y sólo significa esfuerzo, valor mental, tesón heroico para avanzar hacia la sombra. ¿Con qué esperanza? Con una solamente, muy lejana y dura de lograr. Realismo, anarquismo –esencias íntimas del alma hispana– integran el horizonte que se columbra en el pensamiento actual.

La palabra del futuro la dirá el pueblo que sepa hacer una sola de esas dos.


Rosa Chacel
Hora de España
Valencia, enero de 1937











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