"Ramón Acín no pudo resistir la imagen que
construía con los sonidos que llegaban desde la habitación de al lado. No hay
sufrimiento más cruel que el sufrimiento imaginado. Y salió de su refugio.
Allí, en el pequeño habitáculo que le había servido de escondite, quedaron,
esparcidos en el suelo, papeles de distintos tamaños con las últimas palabras,
con los últimos apuntes que hizo durante los días que estuvo escondido. Y junto
a los últimos apuntes, en el suelo, quedó la última pajarita que fabricó, una
pajarica que sus dedos hicieron maquinalmente, doblando y desdoblando
distraídamente una hoja de papel mientras en su cabeza sonaba La última
rosa del verano, la hermosa melodía que acompañaba los giros de la pajarita
de la caja de música que encandilaba a Katia y a Sol. Aquella música mezclaba
la ternura y la tristeza, la tristeza de la separación y la ternura de los
últimos besos. Era una melodía que retrataba la belleza de lo efímero, la
necesidad de aprovechar el momento porque todo se pasa casi sin sentir, y
porque la belleza es siempre demasiado breve. Era la misma canción que le
acompañó durante su exilio del año treinta, tras el fracaso de la sublevación
de Jaca, cuando se instaló en París. Tarareaba esta canción cuando al atardecer
paseaba por le bois de Boulogne, por los jardines des Tuillèries o
sentado en uno de los bancos junto al Sena, en le Quartier Latin, a
la sombra de la catedral de Nôtre Dame, cuando acudía a visitar a alguno de sus
amigos pintores que se habían instalado allí o cuando dedicaba la tarde a
curiosear entre los puestos de los libreros de lance. Ramón Acín miraba el agua
mansa del río e imaginaba a Katia y a Sol jugando con la caja de música.
Imaginaba sus ojos abiertos y su sonrisa, mientras la pajarica bailaba una
danza infinita. Era la misma melodía que le acompañó en aquella celda que
compartía con otros cuarenta y siete hombres cuando escribía una carta dirigida
a sus hijas, una carta en la que dibujó una palomica que salvaba las rejas de
la ventana de la prisión y volaba libre, llevando un mensaje de amor para Katia
y para Sol.
Somos la música que escuchamos y Ramón Acín proyectaba
esa doble mirada sobre la realidad, una mirada melancólica y tierna. Anidaban
en su interior la ternura de sus manos acostumbradas a dar vida al barro, al
papel, al lienzo, a la piedra y al hierro, y la melancolía, la misma melancolía
que despertaba en él el baile de la pajarica al compás de La última
rosa del verano. La última.
Cuando vieron aparecer a Ramón Acín en la sala, se
abalanzaron sobre él, apenas le dejaron respirar. Llevaba puesta una chaqueta
de pijama. Por el bolsillo asomaban los lápices de colores que le acompañaban
permanentemente, unos lápices que eran sus herramientas y sus únicas armas. No
dejó de mirar a Conchita ni un instante, a pesar de los golpes, a pesar de los
insultos. La miraba como si ella pudiera leer su mirada y él pensaba que nunca
la había amado tanto.
Los vecinos que presenciaron cómo sacaron a Ramón Acín
y a Concha Monrás de su casa no pudieron olvidar, mientras vivieron, los
estremecedores gritos y el llanto de Sol y Katia. No pudieron olvidar su propio
miedo, un miedo amargo que atenazaba sus gargantas y les robaba la voluntad. Y
tampoco pudieron olvidar su vergüenza al escuchar algunos aplausos, insultos y
abucheos. Eran “los buenos vecinos de Huesca” que escribiría Max Aub en La
gallina ciega, que celebraban la detención de Ramón Acín.
Aquella misma noche del 6 de agosto fue asesinado.
Indefenso, solo, apaleado, maniatado, destrozado por el llanto y los gritos de
Conchita y de las niñas, mutilados los sueños, sin palabras, con la boca seca y
la cabeza a punto de estallarle. Se enfrentó en solitario al grupo de asesinos
que lo llevaron a las tapias del cementerio de Huesca. Conocía a todos aquellos
hombres convertidos en bestias. Después de tanto dolor, sólo conservaba la
dignidad de su mirada.
Sonaron los disparos y la sangre se mezcló en la
tierra. Se apagó la luz y las manos creadoras se quedaron para siempre quietas
y los labios inertes y la mirada rota...
Concha Monrás fue fusilada, junto a otros 97
republicanos oscenses, el día 23 de agosto de 1936.
Algunos años más tarde, el sepulturero indicó a la
familia el lugar preciso donde estaba enterrado Ramón Acín. Cuando exhumaron
sus restos encontraron la camisa de pijama que llevaba puesta cuando lo
arrancaron de su casa. Por uno de los bolsillos asomaban los lapiceros de
colores que eran sus herramientas y sus únicas armas".
Fragmento de "Por escribir sus
nombres" (Zaragoza, Prames, 2007) de Víctor Juan.
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