Mis guías anarquistas me acompañaron pues. Llegamos a
la estación donde se embarcan las tropas. Hemos de reunirnos con ellas más
allá, lejos de los andenes construidos para los tiernos adioses, en un desierto
de agujas y de señales. Y titubeamos, bajo la lluvia, en el laberinto de las
vías muertas. Recorremos trenes olvidados de vagones negros, cuyos
departamentos, color de hollín, albergan formas rígidas. Me siento impresionado
por ese escenario que ha perdido toda calidad humana.
Los escenarios de hierro son inhóspitos. Un navío
parece vivo si el hombre, con sus pinceles y sus óleos, no cesa de enjalbegarlo
de falsa luz. Pero, tras quince días de abandono, el navío, la fábrica, la vía
férrea se apagan y adquieren un rostro de muerte.
Las piedras de un templo, tras seis mil años, aún
fulguran por el paso del hombre, y sin embargo un poco de herrumbre, una noche
de lluvia bastan para convertir ese paisaje de estación en algo completamente
ajado.
He aquí a nuestros hombres. Cargan sus cañones y
ametralladoras sobre las plataformas. Empujan con sus lomos, emitiendo unos
“¡han!” sordos, contra esos insectos monstruosos, esos insectos sin carne, esos
bultos inmensos de caparazones y de vértebras.
Y me asombra el silencio. Ni un cántico, ni un grito.
Apenas si a veces, cuando cae un cañón, suena hueco el tabique de acero. No
oigo ni una voz humana.
No llevan uniformes. Estos hombres se harán matar con
su ropa de trabajo. Ropa negra, almidonada de barro. La columna, enfrascada en
su chatarra, parece un grupo de un asilo nocturno.
Y siento un malestar que creo haber sentido antes, en
Dakar, hace diez años, cuando la fiebre amarilla nos sitiaba...
El jefe del destacamento me habla en voz muy baja,
rematando:
“Y subimos hacia Zaragoza...”
¿Por qué me habla tan bajo? Reina aquí una atmósfera
de hospital. Sí, claro que lo he sentido antes...Una guerra civil no es una
guerra, sino una enfermedad...
Esos hombres no van al asalto con la ebriedad de la
conquista, sino que luchan sordamente contra un contagio. Y en el campo
contrario, sin duda es igual. En esta lucha no se trata de ahuyentar a un
enemigo fuera del territorio, sino de curar un mal.
Una fe nueva es como la peste. Ataca desde el
interior. Se propaga en lo invisible. Y los de un bando, por la calle, se
sienten rodeados de apestados a los que no saben cómo reconocer.
Por eso éstos parten en silencio, con sus instrumentos
de asfixia. No se parecen en nada a esos regimientos de las guerras nacionales,
dispuestos sobre un damero de praderas y maniobrados por estrategas. En una
ciudad en desorden, se han juntado mal que bien. Barcelona, Zaragoza, más o
menos, están compuestas por la misma mezcla: comunistas, anarquistas,
fascistas... Y éstos mismos que se aglutinan difieren quizás más unos de otros
que respecto a sus adversarios. En guerra civil, el enemigo es interior, y uno
lucha casi contra uno mismo.
Y es por eso, sin duda, que esta guerra toma una forma
tan terrible: se fusila más que se combate. La muerte, aquí, es la leprosería
de aislamiento. Se purgan de los portadores de gérmenes. Los anarquistas hacen
visitas domiciliarias y cargan a los contagiados en sus carretas. Y al otro
lado de la frontera, Franco ha podido pronunciar las atroces palabras: “¡Aquí
ya no hay más comunistas!”. La purga la hace un consejo de revisión, o un general...
Un hombre, que creía tener un papel social, se ha
presentado con su fe, con su fiebre en los ojos...
“¡Exento de servicio definitivo!”
Bajo la cal, o bajo el petróleo, queman a los muertos
en campos de deporte.
Ningún respeto por el hombre. En cada lado han
acosado, como a una enfermedad, a los movimientos de su conciencia. ¿Por qué
iban a respetar su urna de carne? Y ese cuerpo que habitaba una audacia
juvenil, ese cuerpo que sabía amar, y sonreír, y sacrificarse, no se piensa
siquiera en amortajarlo.
Y yo recuerdo nuestro respeto a la muerte. Evoco el
sanatorio blanco, donde la muchacha se apaga dulcemente rodeada de los suyos,
que recogen, como un tesoro inestimable, sus últimas sonrisas, sus últimas
palabras. Y así es, ese logro individual jamás volverá a cobrar forma. Jamás
volverá a oírse exactamente ni esa forma de echarse a reír, ni esa inflexión de
la voz, ni esa calidad de réplica. Cada individuo es un milagro. Y, durante
veinte años, seguimos hablando de los muertos...
Aquí, al hombre lo ponen frente a un muro simplemente
a echar sus entrañas sobre las piedras. Te hemos cogido. Te fusilamos. Tú no
pensabas como nosotros..
¡Ah! Esta partida nocturna bajo la lluvia es lo único
que responde a la verdad de esta guerra. Esos hombres me rodean y me miran, y
yo leo en sus ojos no sé qué gravedad un poco triste. Saben qué suerte les
espera si los cogen. Y tengo frío. Y noto de repente que no han admitido a
ninguna mujer en esta marcha. Y esta ausencia también me parece razonable. Qué
tienen ellas que hacer aquí, esas madres que no saben, cuando dan a luz, qué
imagen de la verdad inflamará más tarde a su hijo, ni qué partisanos lo
fusilarán, según su justicia, cuando tenga veinte años.
Antoine de Saint Exupéry, España ensangrentada
L´Intransigeant, 14 de agosto de 1936
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