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1039. Una guerra civil no es una guerra ... (España ensangrentada)

Una guerra civil no es una guerra, sino una enfermedad

Mis guías anarquistas me acompañaron pues. Llegamos a la estación donde se embarcan las tropas. Hemos de reunirnos con ellas más allá, lejos de los andenes construidos para los tiernos adioses, en un desierto de agujas y de señales. Y titubeamos, bajo la lluvia, en el laberinto de las vías muertas. Recorremos trenes olvidados de vagones negros, cuyos departamentos, color de hollín, albergan formas rígidas. Me siento impresionado por ese escenario que ha perdido toda calidad humana. 

Los escenarios de hierro son inhóspitos. Un navío parece vivo si el hombre, con sus pinceles y sus óleos, no cesa de enjalbegarlo de falsa luz. Pero, tras quince días de abandono, el navío, la fábrica, la vía férrea se apagan y adquieren un rostro de muerte. 

Las piedras de un templo, tras seis mil años, aún fulguran por el paso del hombre, y sin embargo un poco de herrumbre, una noche de lluvia bastan para convertir ese paisaje de estación en algo completamente ajado.

He aquí a nuestros hombres. Cargan sus cañones y ametralladoras sobre las plataformas. Empujan con sus lomos, emitiendo unos “¡han!” sordos, contra esos insectos monstruosos, esos insectos sin carne, esos bultos inmensos de caparazones y de vértebras.

Y me asombra el silencio. Ni un cántico, ni un grito. Apenas si a veces, cuando cae un cañón, suena hueco el tabique de acero. No oigo ni una voz humana.

No llevan uniformes. Estos hombres se harán matar con su ropa de trabajo. Ropa negra, almidonada de barro. La columna, enfrascada en su chatarra, parece un grupo de un asilo nocturno.

Y siento un malestar que creo haber sentido antes, en Dakar, hace diez años, cuando la fiebre amarilla nos sitiaba...

El jefe del destacamento me habla en voz muy baja, rematando:

“Y subimos hacia Zaragoza...”

¿Por qué me habla tan bajo? Reina aquí una atmósfera de hospital. Sí, claro que lo he sentido antes...Una guerra civil no es una guerra, sino una enfermedad...

Esos hombres no van al asalto con la ebriedad de la conquista, sino que luchan sordamente contra un contagio. Y en el campo contrario, sin duda es igual. En esta lucha no se trata de ahuyentar a un enemigo fuera del territorio, sino de curar un mal. 

Una fe nueva es como la peste. Ataca desde el interior. Se propaga en lo invisible. Y los de un bando, por la calle, se sienten rodeados de apestados a los que no saben cómo reconocer.

Por eso éstos parten en silencio, con sus instrumentos de asfixia. No se parecen en nada a esos regimientos de las guerras nacionales, dispuestos sobre un damero de praderas y maniobrados por estrategas. En una ciudad en desorden, se han juntado mal que bien. Barcelona, Zaragoza, más o menos, están compuestas por la misma mezcla: comunistas, anarquistas, fascistas... Y éstos mismos que se aglutinan difieren quizás más unos de otros que respecto a sus adversarios. En guerra civil, el enemigo es interior, y uno lucha casi contra uno mismo.

Y es por eso, sin duda, que esta guerra toma una forma tan terrible: se fusila más que se combate. La muerte, aquí, es la leprosería de aislamiento. Se purgan de los portadores de gérmenes. Los anarquistas hacen visitas domiciliarias y cargan a los contagiados en sus carretas. Y al otro lado de la frontera, Franco ha podido pronunciar las atroces palabras: “¡Aquí ya no hay más comunistas!”. La purga la hace un consejo de revisión, o un general...

Un hombre, que creía tener un papel social, se ha presentado con su fe, con su fiebre en los ojos...

“¡Exento de servicio definitivo!”

Bajo la cal, o bajo el petróleo, queman a los muertos en campos de deporte. 

Ningún respeto por el hombre. En cada lado han acosado, como a una enfermedad, a los movimientos de su conciencia. ¿Por qué iban a respetar su urna de carne? Y ese cuerpo que habitaba una audacia juvenil, ese cuerpo que sabía amar, y sonreír, y sacrificarse, no se piensa siquiera en amortajarlo.

Y yo recuerdo nuestro respeto a la muerte. Evoco el sanatorio blanco, donde la muchacha se apaga dulcemente rodeada de los suyos, que recogen, como un tesoro inestimable, sus últimas sonrisas, sus últimas palabras. Y así es, ese logro individual jamás volverá a cobrar forma. Jamás volverá a oírse exactamente ni esa forma de echarse a reír, ni esa inflexión de la voz, ni esa calidad de réplica. Cada individuo es un milagro. Y, durante veinte años, seguimos hablando de los muertos...

Aquí, al hombre lo ponen frente a un muro simplemente a echar sus entrañas sobre las piedras. Te hemos cogido. Te fusilamos. Tú no pensabas como nosotros..

¡Ah! Esta partida nocturna bajo la lluvia es lo único que responde a la verdad de esta guerra. Esos hombres me rodean y me miran, y yo leo en sus ojos no sé qué gravedad un poco triste. Saben qué suerte les espera si los cogen. Y tengo frío. Y noto de repente que no han admitido a ninguna mujer en esta marcha. Y esta ausencia también me parece razonable. Qué tienen ellas que hacer aquí, esas madres que no saben, cuando dan a luz, qué imagen de la verdad inflamará más tarde a su hijo, ni qué partisanos lo fusilarán, según su justicia, cuando tenga veinte años.


Antoine de Saint Exupéry, España ensangrentada
L´Intransigeant,  14 de agosto de 1936












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