Militantes anarquistas y Guardias de Asalto en la Via Laietana de Barcelona, Julio 1936 Agustín Centelles |
Costumbres de los anarquistas y escenas callejeras en
Barcelona
Un amigo acaba de contarme esta escena: paseaba ayer
tarde por una calle vacía cuando un miliciano le interpela:
“¡Camine por la calzada!”
Y mi amigo, distraído, no obedece. Entonces el
miliciano apunta su fusil, tira y no acierta. Pero la bala hace un agujero en
el sombrero. Y el paseante, avisado de la presencia del arma, sale de la acera
y camina por la calzada...
El miliciano, que acaba de cargar su segunda bala,
duda, y después, bajando su fusil, grita con un tosco tono:
“¿Está usted sordo?”
Y ese tono de reproche me parece aquí asombroso...
Porque poseen la ciudad, los anarquistas. Unidos en
grupos de cinco a seis en las esquinas de las calles, en guardia delante de los
hoteles, o lanzados a través de la ciudad a cien por hora en los Hispanos
requisados.
Desde la primera mañana del alzamiento militar ellos,
solos, cargaron a cuchillo sobre los artilleros apoyados por las ametralladoras.
Se hicieron con los cañones. Una vez conseguida la victoria, requisaron en los
cuarteles las existencias de armas y municiones, y después, con toda
naturalidad, transformaron la ciudad en un fortín.
Disponen del agua, del gas, de la electricidad, de los
transportes. Y yo los veo, mientras doy mi paseo matinal, cómo perfeccionan sus
barricadas. Se ven tanto humildes muros de adoquines como barricadas modélicas
con doble cercado. Echo un vistazo por encima del muro. Ahí están. Han
desmantelado la casa de al lado y se preparan para la guerra civil hundidos en
los rojos sillones de consejo de administración...Los de mi hotel están todos
ocupados. Suben y bajan las escaleras. Y yo busco información:
“¿Qué pasa?”
- Estamos estudiando la estrategia de las zonas...
¿Por qué?
Vamos a instalar una ametralladora en el tejado...
¿Por qué?”
Se encogen de hombros.
Un cierto rumor ha recorrido esta mañana la ciudad: el
gobierno estaría, según dicen, intentando desarmar a los anarquistas...
Yo creo que tendrá que renunciar a sus proyectos.
Ayer he tomado algunas fotografías de nuestra
guarnición –cada hotel alberga la suya- y ahora busco a un muchacho moreno para
hacerle entrega de su imagen.
“Tengo una foto suya, ¿dónde está?”
Me miran, se rascan la frente, y después me confían
con pesar:
“Hemos tenido que fusilarle... Había denunciado a un
hombre por fascista... Nosotros fusilamos al fascista... Y esta mañana hemos
sabido que no era un fascista, sino un rival suyo...”
Tienen sentido de la justicia.
Es la una de la madrugada y en la Rambla me gritan:
“¡Alto!”. Veo surgir de entre las sombras las carabinas.
“Prohibido pasar.
¿Por qué?”
Examinan mis papeles al resplandor de un farol, y
después me los devuelven:
“Puede usted pasar, pero tenga cuidado, quizá vaya a
haber tiroteo por aquí.
¿Qué pasa?”
No me responden.
Un convoy de cañones rueda lentamente sobre el
adoquinado.
“¿A dónde van?
- Es una columna que va para el frente”.
Me gustaría asistir al embarco nocturno en el
ferrocarril. Intento seducir a los anarquistas:
“La estación está lejos y está lloviendo, si pudieran
prestarme un coche...”
Uno de ellos, con un gesto, se aleja. Vuelve al
volante de un Delage requisado.
“Nosotros le llevamos...”
Y ahora me dirijo lentamente hacia la estación bajo la
protección de tres carabinas.
Curiosa raza de hombres. Todavía no los he
comprendido. Mañana les haré hablar e iré a ver a su gran tribuno, García
Olivier.
Antoine de Saint Exupéry, España ensangrentada
L´Intransigeant, 13 de agosto de 1936
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