Me gustó desde un comienzo la palabra Winnipeg.
Las palabras tienen alas o no las tienen. Las ásperas se quedan pegadas al
papel, a la mesa, a la tierra. La palabra Winnipeg es alada.
La vi volar por primera vez en un atracadero de vapores, cerca de Burdeos. Era
un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a lo largo del
tiempo. Lo cierto es que nunca llevó aquel barco más de setenta u ochenta
personas a bordo. Lo demás fue cacao, copra, sacos de café y de arroz,
minerales. Ahora le estaba destinado un cargamento más importante: la
esperanza.
Ante mi vista, bajo mi dirección, el navío
debía llenarse con dos mil hombres y mujeres. Venían de campos de concentración,
de inhóspitas regiones, del desierto, del África. Venían de la angustia, de la
derrota, y este barco debía llenarse con ellos para traerlos a las costas de
Chile, a mi propio mundo que los acogía. Eran combatientes españoles que
cruzaron la frontera de Francia hacia un exilio que dura más de 30 años.
La guerra civil -e incivil- de España
agonizaba en esta forma: con gentes semiprisioneras, acumuladas por aquí y
allá, metidas en fortalezas, hacinadas durmiendo en el suelo sobre la arena. El
éxodo rompió el corazón del máximo poeta, don Antonio Machado. Apenas cruzó la
frontera se terminó su vida. Todavía con restos de sus uniformes, soldados de
la República llevaron su ataúd al cementerio de Collioure. Allí sigue enterrado
aquel andaluz que cantó como nadie los campos de Castilla.
Yo no pensé, cuando viajé de Chile a
Francia, en los azares, dificultades y adversidades que encontraría en mi
misión. Mi país necesitaba capacidades calificadas, hombres de voluntad
creadora. Necesitábamos especialistas. El mar chileno me había pedido
pescadores. Las minas me pedían ingenieros. Los campos, tractoristas. Los
primeros motores Diesel me habían encargado mecánicos de precisión.
Recoger a estos seres desperdigados,
escogerles en los más remotos campamentos y llevarlos hasta aquel día azul,
frente al mar de Francia donde suavemente se mecía mi barco Winnipeg,
fue cosa grave, fue asunto enredado, fue trabajo de devoción y desesperación.
Se organizó el SERE, organismo de ayuda
solidaria. La ayuda venía, por una parte, de los últimos dineros del gobierno
republicano y, por otra, de aquella que para mí sigue siendo una institución
misteriosa: la de los cuáqueros.
Me declaro abominablemente ignorante en lo
que a religiones se refiere. Esa lucha contra el pecado en que éstas se
especializan me alejó en mi juventud de todos los credos y esta actitud
superficial, de indiferencia, ha persistido toda mi vida. La verdad es que en
el puerto de embarque aparecieron estos magníficos sectarios que pagaban la
mitad de cada pasaje español hacia la libertad sin discriminar entre ateos o creyentes,
entre pecadores o pescadores. Desde entonces
cuando en alguna parte leo la palabra cuáquero le hago una
reverencia mental.
Los trenes llegaban de continuo hasta el
embarcadero. Las mujeres reconocían a sus maridos por las ventanillas de los
vagones. Habían estado separados desde el fin de la guerra. Y allí se veían por
primera vez frente al barco que los esperaba. Nunca me tocó presenciar abrazos,
sollozos, besos, apretones, carcajadas de dramatismo tan delirante.
Luego venían los mesones para la
documentación, identificación, sanidad. Mis colaboradores, secretarios,
cónsules, amigos, a lo largo de las mesas, eran una especie de tribunal del
purgatorio. Y yo, por primera vez, debo haber parecido Júpiter a los emigrados.
Yo decretaba el último SÍ o el último NO. Pero yo
soy más SÍ que NO, de modo que dije siempre SÍ.
Pero, véase bien, estuve a punto de
estampar una negativa. Por suerte comprendí a tiempo y me libré de aquel NO.
Sucede que se presentó ante mí un
castellano, paleti de blusa negra, abuchonada en las mangas. Ese blusón era
uniforme en los campesinos manchegos. Allí estaba aquel hombre maduro, de
arrugas profundísimas en el rostro quemado, con su mujer y sus siete hijos.
Al examinar la tarjeta con sus datos, le
pregunté sorprendido:
-¿Usted es trabajador del corcho?
-Sí, señor -me contestó severamente.
-Hay aquí una equivocación -le repliqué-.
En Chile no hay alcornoques. ¿Qué haría usted por allá?
-Pues, los habrá -me respondió el
campesino.
-Suba al barco -le dije-, usted es de los
hombres que necesitamos.
Y él, con el mismo orgullo de su respuesta
y seguido de sus siete hijos, comenzó a subir las escaleras del barco Winnipeg.
Mucho después quedó probada la razón de aquel español inquebrantable: hubo
alcornoques y, por lo tanto, ahora hay corcho en Chile.
Estaban a bordo casi todos mis sobrinos,
peregrinos hacia tierras desconocidas, y me preparaba yo a descansar de la dura
tarea, pero mis emociones parecían no terminar nunca. El gobierno de Chile,
presionado y combatido, me dirigía un mensaje: «Informaciones de prensa
sostienen usted efectúa inmigración masiva de españoles. Ruégole desmentir
noticia o cancelar viajes emigrados».
¿Qué hacer?
Una solución: Llamar a la prensa,
mostrarle el barco repleto con dos mil españoles, leer el telegrama con voz
solemne y acto seguido dispararme un tiro en la cabeza.
Otra solución: Partir yo mismo en el barco
con mis emigrados y desembarcar en Chile por la razón o la poesía.
Antes de adoptar determinación alguna me
fui al teléfono y hablé al Ministerio de Relaciones Exteriores de mi país. Era
difícil hablar a larga distancia en 1939. Pero mi indignación y mi angustia se
oyeron a través de océanos y cordilleras y el Ministro solidarizó conmigo.
Después de una incruenta crisis de Gabinete, el Winnipeg, cargado
con dos mil republicanos que cantaban y lloraban, levó anclas y enderezó rumbo
a Valparaíso.
Que la crítica borre toda mi poesía, si le
parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie.
Pablo Neruda
Pablo Neruda
«El Winnipeg y otros poemas», 1969
(Artículo de para la agencia literaria de Joaquín Maurín. «Fondo ALA/Maurín», Special Collections, Richter Library, University of Miami.
Confieso que he vivido
Barcelona, Seix Barral, 1994, pp. 197-198 y 204-208
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