Lo Último

1079. Imperativos de mi conciencia




Carta Abierta al presbítero D. José Miguel de Barandiarán


Llegado el momento en que puedo ya considerarme liberado de las trabas que, como usted sabe, me obligaron a guardar silencio desde finales de 1936, ha tenido usted el buen acuerdo de enviarme su última, interesantísima carta del día 20 de marzo. Documento oportuno, que me ofrece ocasión propicia para poner por obra un plan hace tiempo ideado y para dar cumplida satisfacción a los justos anhelos de una gran parte de los que, en otro tiempo, formaron la grey de mi amada diócesis de Vitoria. Las preguntas en las que usted ha sabido reflejar el estado de inquietud espiritual de muchas almas, coinciden con las que me han sido hechas a mí mismo en repetidas ocasiones y aparecen como articuladas en las líneas generales de mi pensamiento en las materias a las que se refiere. Una adecuada contestación de mi parte contribuirá, a mi juicio, a deshacer no pocos equívocos y a tranquilizar a muchos espíritus. Por eso incluyo a continuación la carta de usted para que el lector conozca desde un principio los capítulos principales de esta exposición, y sepa cuáles son los temas que tratamos de elucidar en las presentes líneas.


“Sara, 20 de marzo de 1945,
Excmo. Y R. Sr. D. Mateo Múgica,
Obispo titular de Cinna,
Antiguo Obispo de Vitoria. Cambo.

“Mi muy venerado Prelado y admirado maestro:

Ayer di comienzo, en el salón “Gure Etxea” de San Juan de Luz, un cursillo de etnografía y de historia primitiva de las poblaciones pirenaicas, cuya explicación me ha sido encomendada por la institución “Gernika”.

El tema de la lección de ayer se refería a la idea de Dios en la cultura tradicional vasca. Su desarrollo provocó en el auditorio diversas reacciones, cosa que no me causó extrañeza alguna. En efecto, los oyentes me dirigieron numerosas preguntas que muestran bien las repercusiones de la última guerra civil española en la conciencia religiosa de nuestro pueblo.

He aquí algunas de tales preguntas:

1. ¿Nuestra religión nos obligaba a rebelarnos el 18 de julio de 1936 contra el Gobierno Republicano de España, es decir, contra un poder constituido, reconocido como legítimo por todos los Estados del mundo?

2. ¿Estábamos obligados bajo pecado a adherirnos al levantamiento de Sanjurjo el año 1936, siendo así que los Obispos españoles habían condenado toda insurrección contra los poderes constituidos poco después del primer levantamiento de Sanjurjo el año 1932?

3. Dada la importancia de la ciencia actual para prever con alguna probabilidad las consecuencias y el resultado de la guerra moderna, ¿era deber de conciencia sumarnos al partido de Franco y considerar como justa su guerra ofensiva?

4. Supuesto el caso de vernos obligados a la defensa propia ante los ataques de una revolución insensata, ¿era razón encomendar la defensa de la justicia a un bando que, al privar de sus fuerzas al Gobierno de la Nación, hizo posible tal revolución; que, según confesión del propio Franco y del Cardenal Gomá, inició la guerra con desatiento; que la continuó en su forma totalitaria y bárbara, y que, entre otros fines, perseguía el de arrebatarnos los derechos tradicionales de nuestra autonomía?

5. ¿La defensa que los vascos organizaron al lado del Gobierno Republicano contra los ataques de las fuerzas de Franco puede ser calificada de contubernio con el comunismo?

6. ¿Los vascos se han separado de la Iglesia al defender sus libertades tradicionales atacadas por el bando de Franco?

7. Se nos ha dicho que debíamos haber prescindido de nuestras reivindicaciones autonómicas en beneficio del interés superior de la Religión defendida por Franco. ¿Es que la defensa de nuestra justicia es incompatible con la Religión? ¿Es que entra, entre los designios de la Iglesia, el de hacer desaparecer a los vascos como pueblo? Y en todo caso, ¿no era más razonable exigir del “Católico” Franco que prescindiera de su programa antiautonomista en beneficio del interés superior de la Religión que “decía” defender?

8. ¿Cometieron algún delito contra la Iglesia o contra el Estado aquellos sacerdotes vascos que se mantuvieron neutrales en la contienda guerrera de sus feligreses y aquellos otros que prestaron sus servicios religiosos en el Ejército vasco? En caso afirmativo, ¿Por qué la Iglesia no los defiende, antes permite que sean castigados con privación de cargos, con multas, con prisiones, con deportaciones y con destierros? ¿Es que la Iglesia no contrae ninguna obligación con quienes la sirven en su sagrada misión, aun cuando estos tales sean atropellados injustamente o se vean reducidos a la indigencia?

9. ¿Cuál fue y cuál es el pensamiento auténtico de nuestro Prelado de 1936 y 1937, es decir, de la época en que, por iniciativa del bando franquista y por nuestra consiguiente reacción, se decidieron nuestra actitud y nuestra suerte en el magno conflicto de la guerra civil que aún no ha terminado?

Tales fueron, entre otras, las preguntas y las observaciones que me hicieron mis oyentes. Yo les contesté lo mejor que pude, procurando ante todo, mostrarles que Cristo es nuestro ideal y nuestro modelo y que la Iglesia por El fundada es la continuadora de su obra en la tierra, amada por El y santificada por El, conforme a aquellas palabras de San Pablo: “Dilexit Eclesial et seipsum tradidit por ea ut illam santificaret”.

Acordándome de una visita que hice a V. E. el 27 de abril de 1940 en la casa Intxausti-baita de Ustaritz, V. E. me había declarado que se hallaba decidido a dar satisfacción pública a ciertos deseos evidentemente justos de sus antiguos diocesanos, si bien tal decisión, tomada a finales de 1936, no pudo por entonces llevarse a efecto por razones totalmente ajenas a su voluntad; constándome por otra parte que V. E. se mantenía aún en la misma actitud, me permití revelar a mis oyentes algunas frases pertinentes al caso que, en conversación reciente mantenida en Haristea, tuve el honor de escuchar de labios de V. E. Pero en lo que concernía a ciertas cuestiones particularmente delicadas, hube de recomendar a algunos que solicitasen de V. E. una entrevista. Como se trataba del bien de las almas, no dudé echar mano de estos recursos, suponiendo fundamentalmente que con ello no desagradaba a V. E. Dentro de poco espero visitar a V. E. Entretanto le tengo presente en mis oraciones y sacrificios. Pidiéndole una bendición, besa el A. P. de V. E. Rdma. su humilde servidor y discípulo – José Miguel de Barandiarán”.


Ante los hechos. Etapas en el proceso de nuestra apreciación

Habiendo recibido la carta que queda transcrita en las líneas precedentes, y que usted, siempre sumiso a la Jerarquía eclesiástica, tuvo a bien enviarme; viendo que, en efecto, las cuestiones que en ella apunta usted han sido examinadas y repensadas detenidamente por mí desde que estalló la guerra civil española, y convencido de que es deber mío contribuir a su mejor esclarecimiento, cúmpleme hacer las siguientes declaraciones:

Al principio de la guerra civil de España quedamos aislados de casi toda la nación y de la zona más grande y populosa de nuestra diócesis. Por eso al formular nuestro juicio acerca de aquella conflagración, tuvimos que basarnos tan sólo en el material informativo de nuestro contorno inmediato. Material escaso, es verdad; referencias y sugestiones, nacidas en ambiente reducido, al par turbulento y confuso, lleno de inquietudes y de zozobra.

La guerra estaba encendida y sus siniestras llamas encandilaban los ojos impidiendo ver la complicada urdimbre de la insurrección y la balumba de intereses cabalgaba sobre aquel huracán de pasiones.

Nuestra visión de la guerra, en aquellas circunstancias, tenía que ser forzosamente incompleta, como de un cuadro de muchos desconchados, de contornos inciertos, de líneas movedizas.

Con todo, en paisaje tan turbio, era preciso coger una dirección, urgía tomar una decisión. Porque había que evitar todo derramamiento de sangre entre nuestros diocesanos. Teníamos, pues, que actuar, y actuar pronto. Como un padre que ve a su hijo atacado por súbdita enfermedad. Diversas cuestiones acuden en tropel a su mente conturbada. ¿Qué dolencia aqueja al enfermo? ¿Es enfermedad física o moral? ¿A qué procedimientos procede recurrir? ¿Cuál es el valor de éstos?

Para resolver tales cuestiones y ver con claridad, fuera necesario efectuar prolijas investigaciones y, por tanto, demorar la cura. Pero el tiempo urge. Hay que responder pronto, porque el enfermo se muere. Y al atribulado padre no le queda otro recurso que el de consultar la visión, minúscula e incompleta que su espíritu le presenta. Tal fue nuestra situación.

Por eso publicamos la Instrucción Pastoral del 6 de agosto de 1936 y, unos días después, nuestra declaración sobre la autenticidad de aquel documento. Allí dábamos algunas normas de actuación al clero y fieles de nuestra diócesis, declarando que no podíamos pronunciarnos más que en el fuero de nuestra conciencia sobre el magno hecho del que era teatro España en aquel momento.

En el curso de la guerra, diversos elementos y factores, velados o silenciados en los primeros momentos, fueron saliendo a luz y acusaron progresivamente su influencia decisiva. Y designios que creí olvidados o sacrificados en aras de un ideal superior, entraron a formar la entraña de la contienda.

Entonces pudimos ver que el mal no era herencia exclusiva de un solo bando beligerante. Unos practicaban el mal por servir sus ideales anárquicos; otros hacían lo mismo, pretextando que obraban en nombre de Cristo. Aquellos persiguieron a la Iglesia y asesinaron a sacerdotes y a católicos destacados en gran número, por suponer o pretextar que eran aliados o cómplices de los insurgentes; éstos fusilaron a sacerdotes vascos y a numerosos fieles de mi diócesis, por considerarlos adversarios de un patriotismo acariciado por ellos; los primeros asesinaron a muchos Obispos; los segundos privaron de libertad canónica para ejercer el ministerio eclesiástico de su diócesis al Obispo de Vitoria.

Yo, que había protestado públicamente contra los desmanes y los crímenes de los primeros, no podía silenciar los cometidos por los segundos. Porque los Obispos en materias que son de su competencia, tienen potestad legislativa, judicial y coactiva y están obligados a ejercerla, ateniéndose, claro está, a las normas establecidas en el Código de Derecho Canónico.

Nunca fui partidario de la guerra. La violencia no es medio propio del apostolado cristiano. Es verdad que, una vez estallo el conflicto armado, había deseado el triunfo de los llamados “nacionales”. Era esto, sobre todo, en tiempos en que el mundo de nuestra visión recibía luces de un solo horizonte. Mas, por encima de toda consideración política, siempre deseé la paz entre mis diocesanos. Paz entre hermanos.

Era nuestro deber amar, tanto a los fieles adictos a los grupos insurgentes, como a los del bando contrario, es decir, a los nacionalistas vascos, a los republicanos y a los afiliados a partidos marxistas. Nuestra caridad no debía excluir a nadie. No debía haber judíos ni gentiles, puesto que todos eran hermanos en Jesucristo, según frase de San Pablo. Creados a imagen de Dios, todos hermanos delante de El; todos llamados, tras los combates de la libertad humana, a la misma recompensa. Por eso, porque mi solicitud tenía que extenderse a todos, era mi deber reprobar el mal de donde quiera que viniese, como ya lo expresó el actual Sumo Pontífice Papa Pío XII refiriéndose a la guerra de España. Y así elevé ante la Santa Sede mi primera protesta contra ciertos actos del bando insurgente poco después de haber estallado la contienda bélica (octubre de 1936).

En los meses siguientes fui presentando nuevas protestas, a medida que iba liberándome de la tupida costra de infundios con que la propaganda procuraba envolverme impidiéndome ver claro.

Hoy mi información es más amplia, abarca todas las fases de la guerra. Esta tuvo repercusiones insospechadas. Su proceso se complicó con múltiples argumentos yuxtapuestos, de los que uno –el político– alcanzó volumen monstruoso en mi diócesis por decisión de los artífices e iniciadores de la guerra.

Los insurgentes atacaron a los republicanos y, respondiendo a viejos resentimientos y a una parte de su programa de guerra, atacaron también a los nacionalistas vascos. Los atacados, es decir, los nacionalistas vascos y los republicanos, quedaban desde entonces bajo el denominador común de víctimas de un mismo agresor. Y a esto se llamó contubernio de los vascos con el comunismo.

No, no hablemos de colaboración formal. Hubo sí, unión de elementos dispares y antagónicos, efectuada no en virtud de interior afinidad, sino por impulso de agentes exteriores que convirtieron a vascos y a rojos en blanco común de sus despiadados combates. Eso fue.


La actitud de parte de mi Clero

En tales circunstancias era natural que muchos miembros de mi clero no sintieran simpatías por el “Movimiento” insurgente y que, por lo tanto, no se adhirieran a él. Y esta su inhibición, el no haberse rebelado y el haberse situado en su propio plano por encima de toda política, les ha costado muy caro. La lógica simplista de las masas, que clasifica entre sus enemigos a cuantos no militan en sus filas y que indujo a los rojos a cometer tantos crímenes, fue erigida en instrumento de gobierno por los insurgentes. Y así fueron muertos varios sacerdotes de nuestra diócesis, muchos fueron desterrados, otros sufrieron cárceles, otros fueron internados en campos de concentración y en destierro continúan todavía después de casi nueve años. No pocos se vieron obligados a huir ante la persecución totalmente arbitraria que los jefes insurgentes habían desatado contra los clérigos que no eran de su agrado. Los más de los así castigados no fueron juzgados por tribunal alguno, y los que fueron llamados a comparecer ante los jueces (jueces militares o civiles, porque no se reconoció ni respetó el fuero eclesiástico), pudieron ver que se les condenaba por actuaciones, supuestas o verdaderas, pero perfectamente legales en el tiempo y lugar en que fueron ejecutadas.


Campaña de calumnias

Mientras unos sojuzgaban a nuestro pueblo y a nuestro Clero ejerciendo inhumana represión conculcando, “en nombre de Cristo” el derecho natural y el fuero eclesiástico, otros se ocupaban en el miserable oficio de calumniarlos, echando a los cuatro vientos especies tendenciosas y afirmaciones gratuitas y acusaciones mentirosas para manchar la memoria de los muertos, de los vencidos y de los vejados.

He aquí algunas de estas especies y acusaciones:

a) Los vascos –los que no se adhirieron al “Movimiento”, los nacionalistas–, anteponen sus intereses raciales y culturales a los de la religión; la ventolera de los cismas pasó por Euzkadi; no quisieron oír la voz de su Prelado, desobedecieron, al principio de la guerra; colaboraron con el comunismo.

b) El Clero Vasco –el no adicto al “Movimiento”– es separatista y fomenta en conferencias y periódicos la hostilidad hacia España; pospone los derechos de Dios a los de los hombres, antepone la política a la Religión, sigue la doctrina de Maurras; desoyendo a su Obispo, va a recibir instrucciones en cualquier comité u oficina nacionalista vasca; ha estado a dos dedos del cisma; no hizo caso de la paternal exhortación que dirigió su Obispo al principio de la guerra; declaró que no existía obligación de obedecer las normas de la Instrucción Pastoral de los Obispos de Vitoria y Pamplona, con los que robusteció la resistencia de los vascos y contribuyó a prolongar la guerra.

c) En el Seminario faltaba tesón en desarraigar la semilla del nacionalismo; funcionaba un grupo de alumnos y profesores que estaban como juramentados de no hablar nunca español; la prensa que recibían los profesores era separatista, y de los profesores bajaba a los alumnos; sus academias y revistas eran excelentes órganos de propaganda y en ellas se aprobaban las ideas separatistas; un profesor de Teología, palentino, fue insultado en plena clase y se vio precisado a renunciar a la cátedra, y su renuncia fue admitida; el Seminario era un “batzoki”.

Tales fueron algunas de las acusaciones y especies vertidas en libros y revistas y periódicos contra el Clero y el pueblo de la diócesis de Vitoria durante los últimos meses de nuestro pontificado. Nosotros las hemos extractado principalmente de dos obras, “El Clero y los Católicos Vasco-Separatistas y el Movimiento Nacional” (Centro de Información Católica Internacional, Madrid 1939), y “El Catolicismo de los Nacionalistas Vascos”, por Pedro P. Altabella Gracia (Editora nacional, 1939). Dos libros plagados de acusaciones cuyo peso principal corresponde a su coeficiente pasional.


Mi protesta

Han hablado muchos y mucho. Pero ninguna voz autorizada se dejó oír en el pleito planteado en la prensa y en la tribuna pública acerca de la actitud adoptada por mis diocesanos en la guerra civil. Perseguidos, acusados y condenados injustamente muchos de mis fieles sacerdotes, a mí me correspondía protestar como juez que era de la grey a mí encomendada. Y así lo hice cuando los rojos cometieron sus primeras tropelías y asesinatos, haciendo constar mi protesta en el Boletín Eclesiástico del Obispado de Vitoria.

Contra los crímenes cometidos por los insurgentes protesté a su debido tiempo ante la Santa Sede, como arriba se dijo. Y aún quise hacer pública esta protesta a fin de salir al paso de la propaganda calumniosa. Un ruego que yo no podía desatender me fue transmitido para que callara “por el momento”. Aplacé, pues, la publicación de mi protesta por atender a tal ruego y porque juzgaba posible que mi actitud sirviera de pretexto para arreciar la persecución de muchos inocentes, dada la vigencia en la zona “nacional”, de ominosos procedimientos con efecto retroactivo, que más tarde fueron consagrados como métodos de gobierno en la llamada “Ley de Responsabilidades Políticas”.

Hoy, que ya son pasadas aquellas circunstancias y aquel “momento”, puedo decir en público lo que, ya hace ocho años, dije al Santo Padre en defensa de mis diocesanos, fieles y sacerdotes, injustamente perseguidos, vejados, castigados, exiliados y calumniados por los representantes y propagandistas del Movimiento Nacional. Y así, declaro:

1. En los muchos años que he vivido en medio de mi Clero y pueblo vasco y en el tiempo en que he regido la diócesis vasca de Vitoria, no he observado nada que pueda justificar las acusaciones que he transcrito en los párrafos anteriores; pero sí muchas razones y ejemplos que las desmienten.

2. Por eso y por cuanto conozco del Cero de la diócesis vitoriana y de los dirigentes y de la masa nacionalista vasca, debo afirmar y afirmo que es falso decir que los tales anteponen sus intereses raciales, políticos y culturales a los de la religión. En todo tiempo dieron pruebas inequívocas de su firme adhesión a las enseñanzas de la Iglesia, respetando lealmente la jerarquía de los valores sin reticencias ni subterfugios.

3. Por eso es también calumniosa la afirmación de que “la ventolera de los cismas pasó por Euzkadi” y de que el Clero vasco o un sector del mismo sigue la doctrina de Maurras. De los 2.020 sacerdotes de mi diócesis vitoriana, ninguno se me declaró jamás en rebeldía.

4. Es una fábula cuanto se dice de una agencia de colocaciones eclesiásticas establecida en el Secretariado de Misiones de Vitoria y lo del Seminario “batzoki”, y de lo de que un profesor de Teología de aquel centro hubiese renunciado a la cátedra por cuestiones carácter político, y lo de que los profesores y alumnos estaban como juramentados de no hablar nunca español, etc., acusaciones calumniosas que no tienen más base que el deseo de quien las inventa y las propala.

Como algunos de los temas debatidos en la polémica suscitada alrededor de la actividad de mis antiguos diocesanos, tienen suma gravedad y transcendencia, es mi deber tratarlos separadamente. Y así lo haré a continuación.


La Carta Colectiva del Episcopado Español sobre la guerra civil

Exponiendo al Sumo Pontífice Pío XII los motivos pertenecientes al efecto, yo me negué a firmar aquella Carta, y lo mismo hizo Su Eminencia Rdma. el Señor Cardenal Vidal y Barraquer, Arzobispo de Tarragona, coincidiendo conmigo, a pesar de que no le vi ni me comuniqué una sola vez con aquel insigne purpurado durante nuestra permanencia en Italia.


Fusilamiento de sacerdotes en la diócesis de Vitoria. Obligada protesta mía

Comenzada la cruenta guerra, apoderóse de los bandos combatientes verdadero paroxismo de furor y locura colectiva, y resonaba por todas partes la palabra exterminio. Y, en efecto, aquí caían asesinados católicos de los llamados de derechas; allí, numerosas gentes de izquierdas. Con asombro y terror supimos de fuente autorizada, de labios de un jefe de requetés de Navarra, el mes de septiembre de 1936, que para esa fecha los partidarios del bando franquista habían matado ya, en ese corto primer período de la guerra, unos siete mil de las izquierdas, en Navarra, donde dominaban totalmente los “nacionales” sin lucha. Durante el mismo período habían sido fusilados numerosos ciudadanos pacíficos en la parte sometida al bando de Franco, particularmente en Beasain, en Villafranca, en Villabona, en Andoain, en Oyarzun, sin contar los muertos en San Sebastián, en Vitoria, en los pueblos de la Rioja… inventario calamitoso que en los meses siguientes alcanzó proporciones monstruosas con los fusilamientos de prisioneros de guerra y de civiles en Mondragón, en Marquina, en la región de Guernica, en Bilbao, etc.

Aún así no podíamos pensar que los que venían a hacer la guerra por la alta causa de la Religión, habían de manchar sus espaldas con sangre de Ungidos del Señor, nuestros muy amados sacerdotes de la diócesis vascongada, pero nos equivocamos muy lastimosamente y fueron fusilados los presbíteros siguientes: D. Joaquín Arín, D. José Marquiegui, D. Leonardo Guridi, D. José Ariztimuño, D. Martín de Lecuona, D. Gervasio de Arbizu, D. José de Peñagaricano, D. Celestino de Onaindía, D. Joaquín de Iturri-Castillo, D. Alejandro Mendicute, D. José de Sagarna, D. José Adarraga, Rdo. P. Otano y Rdo. P. Román.

El Sr. Arín, Arcipreste y Párroco de Mondragón, respetable y respetado por todos en la diócesis, mereció siempre de mis venerables antecesores, los Obispos de Vitoria, y de mí gran aprecio y consideración. Yo le vi siempre solícito en unir a los católicos de Mondragón, de distintas ideas políticas. Yo le vi siempre diligente en atraer a buen camino, como buen pastor, a las ovejas extraviadas de su parroquia. Los coadjutores, señores Guridi y Marquiegui, ayudaban a su párroco con celo sacerdotal a esa santa y redentora labor. ¿Quién oyó jamás que aquellos tres sacerdotes hicieran campañas contra España, de palabra o de obra?

Los sacerdotes Onaindía y Peñagaricano eran piadosos ministros del Señor, que ganaron simpatías y amor general en Elgoibar y en Marquina-Echevarría, no por sus actuaciones políticas de ningún género, sino por el ejercicio de sus reconocidas virtudes y por la ejemplaridad de su vida sacerdotal.

¿Y quién tenía algo que reprochar a los sacerdotes señores Adarraga y Albizu? No fue la justicia sino la pasión, el espíritu satánico de quienes hacen el mal por el mal, quien llevó a estos beneméritos sacerdotes al pelotón de ejecución.

El muy joven sacerdote, Sr. Lecuona, competente consiliario de solidarios vascos de Rentaría, dedicó todas sus actividades en el brevísimo tiempo en que ejerció aquel importante cargo social a instruir a los 800 que figuraban en aquella asociación obrera católica, según las direcciones de las últimas magnas encíclicas pontificias de los Papas León XIII, Pío X, Benedicto XV y Pío XI. Meritísima labor que Dios Nuestro Señor habrá premiado en la Patria Inmortal del Cielo. Obediente, sumiso angelicalmente a mis mandatos de que los sacerdotes no hicieran política de partido, estoy seguro de que se ajustó en todo momento, en toda ocasión a ellos.

Los señores Sagarna e Iturri-Castillo, que apenas llevaban unos meses en sus puestos, ni se agitaron ni pudieron siquiera agitarse en ningún sentido contra España. Esta es la verdad, y cuanto se diga en contrario es vehemente pasión política-partidista de quienes quieren exterminar al que bajo todos los puntos de vista no piensa como ellos.

Sólo los señores Ariztimuño y Mendicute faltaron alguna vez a mis órdenes en relación a estos asuntos; pero ninguno de ellos merecía el fusilamiento y tan dura y suprema sanción como es la muerte.

Amonestado por mí el Sr. Ariztimuño, unos meses antes de la sublevación militar, contestó a mi carta con expresión de filial sumisión, respeto y obediencia. Y con respecto a la guerra, yo sé positivamente que sus idas y venidas obedecían justamente a su criterio y empeño de que los nacionalistas vascos no actuaran en ella. Con todo, se dio muerte al Sr. Ariztimuño, siendo éste, antes de ser muerto, bárbara y cruelmente martirizado.

El Sr. Mendicute habló en la plaza de Cegama, con ocasión de un mitin de solidarios vascos, contraviniendo a lo que yo tenía prescrito en este punto concreto. No pasó de ahí el pecado de aquel sacerdote, benemérito en todo lo demás.

No se me oculta que algunos pudieran oponer a nuestras afirmaciones que, aun concediendo cuanto dejo consignado en favor de aquellos sacerdotes, éstos fueron fusilados por delitos cometidos en la guerra; que se tramitó contra ellos el correspondiente proceso y que fueron hallados reos y culpables. Pero… ¿no eran españoles los que luchaban contra el ejército nacional? ¿Se tramitaron procesos? ¿Quiénes declararon? ¿Qué testigos se pusieron? ¿Eran no recusables en derecho? De todo esto no se dio cuenta a la autoridad eclesiástica; se prescindió completamente de ella, se le ocultaron cuidadosamente todas las actuaciones de los tribunales militares, y se conculcaron, en caso tan grave, los sagrados cánones de la Santa Iglesia, se pisoteó la inmunidad y el fuero y foro de los eclesiásticos, y éstos, sin poder defenderse, fueron juzgados, sentenciados y fusilados sin piedad.
Como defensor de las leyes sacrosantas de la Iglesia era mi deber protestar contra tales atropellos, contra tales abusos de una autoridad incompetente en el caso. Protesté, en efecto, ante la Santa Sede; pero no se hizo pública mi protesta. Mas, obligado por las reclamaciones de mi conciencia, antes de que me presente ante Nuestro Señor Jesucristo, Soberano Juez de todos, creo llegado el momento de formularla, y la formulo concretamente, serenamente, enérgicamente. Sólo así puede quedar tranquilo un Obispo, especial y auténtico encargado de observar y hacer observar las leyes y cánones de la Iglesia.

A confirmar mi postura viene aquí la copia del siguiente párrafo, entresacado de una carta que nos escribió Su Eminencia Rdma. el Cardenal Gomá, fechada en Pamplona el 30 de enero de 1937:

“Deje que le interprete, inter nos, la frase “sucumbieron por algo que no cabe consignar aquí en este escrito”. Lo que no cabía consignar en el escrito era el abuso arbitrario de su autoridad, por parte de quien la ejercía al fusilar a los sacerdotes, abuso desautorizado ante mí por el Jefe del Estado y que posteriormente lo ha sido en forma más enérgica y total. Pero, Señor Obispo, ¿cómo podía yo meterme con una autoridad que seguía todavía en funciones cuando escribí a la que había yo desarmado recurriendo al Jefe del Estado y a la que por un elemental sentido de prudencia en estos graves momentos ni podía ni debía desautorizar, por razones de clara evidencia?”.

Y así como protestamos contra el fusilamiento de los sacerdotes consignados en las líneas anteriores, asimismo protestamos aquí enérgicamente contra los grupos rojos incontrolados matadores del celoso párroco de Ceánuri, D. Benito Atucha; del laborioso coadjutor de Fuenterrabía, D. Miguel Ayestarán; del santo presbítero e insigne arquitecto del nuevo Seminario, D. Pedro de Asúa, sin relegar jamás al olvido a otros muchos sacerdotes, vilmente asesinados en las cárceles por los rojos amotinados en Bilbao.

Protestamos igualmente con encendida protesta contra los bárbaros asesinados de millares de sacerdotes y religiosos, entre los cuales figura un hermano mío queridísimo, Fr. Juan Múgica, Agustino, profesor y secretario de estudios del colegio de la calle Valverde, de Madrid. La más solemne, enérgica protesta estuvo, está y estará siempre viva y vibrante contra perpetradores de los inconcebibles asesinatos de los Ungidos del Señor, los Doce Venerables Obispos, semejantes en número y en la manera de morir al Sagrado Colegio Apostólico.


Los sacerdotes vascos en el extranjero

Por presiones del General Cabanellas, presidente de la Junta Suprema de los “nacionales”, establecida en Burgos, la Santa Sede me aconsejó que saliera de Vitoria por el momento: había que atenerse al consejo del Espíritu Santo en el Eclesiástico: “Ne coneris contra actum fluvii”. Y sumiso y obediente al Papa, yo salí de Vitoria el 14 de octubre de 1936 con dirección a Roma. Y unos antes y otros después, salieron muchos de mis sacerdotes al extranjero o a otras diócesis de España.

Su Eminencia Rdma. el Cardenal Gomá escribía de tales sacerdotes que huyeron prudentemente y, como dije al Vaticano, respondiendo a pregunta relativa al caso, hoy repito que aquellos sacerdotes huyeron, no porque se creían culpables y reos de pecado, sino porque vieron cómo muchos inocentes, por no ser visiblemente adictos a la política del partido de Franco, eran severamente castigados. No fomentaron nunca separatismos de ninguna clase; no habían hecho jamás propaganda contra España; ni siquiera pronunciaban en el desempeño de sus funciones la palabra Euskadi. Empleaban sí la lengua materna –el vascuence– en la enseñanza del catecismo a los niños y en la predicación. Pero esto no era ningún delito. A este propósito cúmpleme decir que admiramos todos la legislación especial que dedica la Santa Iglesia a los misioneros en países paganos por su amplitud y tolerancia con los gentiles en lo que respecta a sus relaciones y trato social, siempre que ello no implique comunicación en la doctrina y moral. Y nosotros mismos celebramos el acierto, la “diplomacia”, la prudencia de los sacerdotes que son corteses y amables hasta con autoridades y vecinos de contados pueblos, donde ni aquéllas ni muchos de éstos se acercan a la Iglesia. ¿Por qué? Porque de esta suerte los sacerdotes logran acercarse más a las ovejas descarriadas para llevarlas al buen camino. ¿Es justo, por lo tanto, reprochar a nuestros sacerdotes que muestran simpatía hacia los que practican bien la Religión, porque los tales sean nacionalistas vascos? Yo no entiendo por qué y cómo puede fallar mi argumentación en este punto.

Pero los sacerdotes huyeron, sobre todo, porque vieron que yo, su Pastor, salí de mi diócesis, obligado por indicaciones superiores y por presiones de los militares; oyendo que habían fusilado a sacerdotes de vida probada y venerados por sus cristianas feligresías; ovejas sin pastor, en medio de funcionarios “nacionales” como el Comandante O. Ramiro Llamas, que repetía en San Sebastián: “¿Qué hemos fusilado 16 sacerdotes? Fusilaremos 160”, creyeron lo más prudente huir de aquel infierno y huyeron a Inglaterra, a Bélgica, a Francia, a las Américas. Muchos otros fueron obligados a salir de sus parroquias y a vivir confinados en otras diócesis españolas, lejos de la suya propia.

Recibidos a su llegada con prevención, poco a poco ganaron los corazones y la voluntad de los Obispos, de los sacerdotes y de los fieles de los pueblos de distintas naciones. Eran y son buenos ejemplares ministros de Jesucristo. Muchos estaban aureolados con doble o triple borla de “doctores”. La cultura de todos, y sobre la cultura, su celo, su espíritu de sacrificio, la fuerza avasalladora, prestigiosa y triunfal de los buenos ejemplos que han dado en todas partes, han merecido repetidos elogios de sus Superiores en el extranjero.

Su Eminencia Rdma. el Sr. Cardenal Verdier colocó, protegió y alabó a varios en su diócesis. El Cardenal Van Roey, Primado de Bélgica y Arzobispo de Malinas, hizo lo mismo con otros, y en dos ocasiones me dijo: “de los sacerdotes vascos todo el mundo habla bien”. Los Excelentísimos y Rdmos. Arzobispo de Burdeos y Obispo de Dax, en presencia de 12 Obispos, –yo era uno de ellos– hicieron caluroso elogio de los que habían recibido en su diócesis. Y en esta gloriosa de Bayona han trabajado y trabajan mucho más que en otras a satisfacción de sus Excelentísimos Obispos.

Calumniados por algunos en su propia diócesis vascongada pero muy amados por la mayoría de los fieles de la misma, estos sacerdotes desean y piden su vuelta a su diócesis para trabajar en ella, como prometieron en su sagrada ordenación a su Obispo. No pueden estar mejor preparados de lo que están; libros y piedad; estudio y oración; iglesias y centros de enseñanza serán sus armas. Su espíritu está forjado en el horno de la caridad de Nuestro Señor Jesucristo, y puedo asegurar y aseguro con firmeza que no han olvidado ni olvidarán jamás, incluso su relación con los que les han causado mal positivo, aquellas palabras de Nuestro Santísimo Salvador Jesús: “In hoc cognoscere omnes quia discipuli mei estis, si dilectionem habueritis and invicem” La marca, la señal, la etiqueta propia de los discípulos de Jesús es que se amen los unos a los otros.


El Seminario Conciliar Diocesano

Me interesa demasiado cuanto se relacionaba con mi Seminario para salir al paso de sus detractores. Por ser uno de los mejores de la nación, invité al acto de su inauguración a Su Majestad el Rey Alfonso XIII (q.e.p.d.) y éste, aceptando mi ruego, vino a presidir aquel acto solemnísimo. La Jerarquía eclesiástica esta brillantemente representada por el Excelentísimo Sr. Nuncio de Su Santidad en España, el hoy Cardenal Tedeschini, y por los Excmos. y Rdmos. Sres. Arzobispo Metropolitano de Burgos y Arzobispo de Santiago de Compostela y Arzobispo de Valencia y por los Sres. Obispos de Madrid-Alcalá y de Calahorra.

El Rey, que recorrió y visitó, después de la misa, todas las piezas del suntuoso edificio, fue ovacionado largamente por nuestros generosos y numerosos jóvenes seminaristas.

Bien pronto fue aquel centro importante, objeto de injustas detracciones. He protestado arriba contra algunas y, sin repetirlas de nuevo, he de añadir una más, para que se vea la maliciosa intención de sus enemigos. Con santa indignación hube de hablar así a una señora de Bilbao: “Ustedes han dicho que los seminaristas de Vitoria, que comulgan todos los días, no quisieron comulgar el 12 de octubre, fiesta de la Santísima Virgen del Pilar, Patrona de España, y precisamente ese día, en la misa que se celebró el Rector del Seminario, Dr. D. Eduardo Escárzaga, como lo hacía en los días y fiestas solemnes del año, comulgaron como de costumbre casi todos los seminaristas, y en esa misa el magnífico coro del Seminario cantó el mismísimo himno que se canta en la Santa Capilla de la Virgen del Pilar, en la inmortal Zaragoza”. ¿Son cristianas y católicas las personas que hablan así? Arreciaba la tempestad, y hasta el señor Calvo Sotelo atacó al Seminario, calificándolo de “batzoki” donde se hacía política nacionalista vasca. Contra tales acusaciones respondo brevemente:

1. Se dirigió al Sr. Calvo Sotelo una carta de protesta, firmada por todos los profesores internos y por mí, sin que recibiéramos después contestación alguna del Sr. Calvo Sotelo (q.e.p.d.).

2. Por la importancia y gravedad del asunto, yo me atreví a pedir al señor Rector nada menos que un juramento, y en fiesta de Santo Tomás de Aquino ante mí y en presencia de todos los profesores internos, el Sr. Rector D. Eduardo Escárzaga juró que en el Seminario Conciliar de Vitoria no se hacía política, nacionalista ni otra alguna. Alma negra de réprobo ha de tener quien sospeche que dicho Rector fue un perjuro.

3. Como a otros Seminarios de España, vino a visitar el nuestro de Vitoria y a informarse un Delegado Apostólico, y yo supe de fuente autorizada que en aquel informe enviado a la Sagrada Congregación de Seminarios, se decía lo que yo repito: que no se hacía política nacionalista en el Seminario.

Yo tenía por costumbre hablar a los seminaristas cada mes. A mis pláticas asistía todo el claustro de profesores residentes en el Seminario. Repetía a los futuros sacerdotes: “no son los sacerdotes políticos lo que salvan las naciones, sino los santos; la peste de esta diócesis es la división de los católicos por pasiones políticas; en caso alguno se ha derrotado a la religión con la política; el sacerdote que se inclina hacia un partido, está inutilizado para trabajar espiritualmente con los afiliados a otro; por tanto, seminaristas muy amados, prescindid de la política, y por el estudio y la piedad haceos dignos de continuar eficazmente en la obra redentora de Nuestro Santísimo Salvador Jesús”.

Y el Rector, colaborador obediente mío, me repetía: “Dentro de poco tiempo los sacerdotes que salgan del Seminario serán sacerdotes no políticos”. En tal grado se inculcaba en el Seminario la necesidad de que el sacerdote se mantenga al margen de todo partido político, que en uno de los programas oficiales de su Ratio Studiorum se obligaba a los alumnos a saber desarrollar este tema: “Cómo el sacerdote ha de adherirse a un partido político, compromete los intereses de la Religión contribuyendo a hacer ineficaz su ministerio sagrado”.

Si entre los seiscientos seminaristas caía alguna vez rarísima uno en la intención de hacer algún acto político –por supuesto a ocultas de la vigilancia– era el propio Rector quien me denunciaba el caso, para imponer al culpable la sanción correspondiente.


Los nombramientos en la diócesis: mentís a otras injuriosas acusaciones

La oficina de Misiones diocesana –se ha dicho– ocupábase en elegir cuidadosamente candidatos nacionalistas para confiarles cargos importantes eclesiásticos: párrocos, coadjutores, etc. Cuánta mentira, cuánta maldad en los que escribieron y llevaron a libros impresos tan gratuitas, tan injustas afirmaciones. Yo no cedía a ninguno la importantísima función de los nombramientos. Conocedor del personal eclesiástico, como ninguno, por muchos títulos y consciente de modo muy especial de la transcendencia que tiene el enviar sacerdotes adecuados a cada puesto eclesiástico, puse siempre eficaz e indiscutible empeño en ocuparme personalmente de los nombramientos. Yo, yo sólo fui el que hice en Guipúzcoa los nombramientos de Curas Ecónomos de las parroquias del “Antiguo”, de “San Ignacio” en San Sebastián; de Curas Ecónomos de las ciudades y parroquias de Irán y Fuenterrabía y de la villa de Zarauz; de las parroquias de Portugalete, Santurce, Murguía, Ondárroa, etc. en Vizcaya, sin citar algunos otros de menor importancia en Alava. ¿Pueden decirme los injuriadores de mi gobierno episcopal quién de dichos párrocos –que por delicadeza no nombramos aquí– ha sido y es nacionalista vasco?

Injuriosas como la precedente son otras acusaciones que corren impresas por España para encender más y más los odios de gente política, apasionada. Por eso, con la indignación justa que me producen, tengo que consignar aquí: mienten quienes han dicho que yo tenía caramelos para los nacionalistas y palos para los carlistas. Jamás yo reservaba caramelos para unos católicos y palos para otros. Lo mismo que en otros partidos contaba entre los carlistas con amigos que yo amaba entrañablemente. Creo que Dios Nuestro Señor me concedió espíritu de rectitud y de justicia y a quien yo veía cumplir las obligaciones del buen cristiano, le llevaba dentro de mi corazón, cualquiera que fuera el ideario político que profesara.

Mienten también, y de modo escandaloso, los que han escrito que, hablándome un día no sé quién de excomulgar a los “sacerdotes nacionalistas” en ese turbulento período del comienzo de la guerra civil, yo contesté que no podía fulminar tal censura porque todos ellos o muchísimos se presentarían a mí para entregar y poner sus sotanas en mis manos. Dos mil veinte sacerdotes formaban el Clero secular de la diócesis de Vitoria durante mi pontificado en ella, y ni uno solo me desobedeció en todo el tiempo que yo regí aquella gloriosa sede vascongada.

Como se complacieran en declarar y ver a los cismáticos a gran parte del Clero y pueblo vasco, sus detractores han escrito también que curas y fieles estuvieron al borde del cisma; que los nacionalistas repetían: “antes con los turcos que con Roma”. “Antes con los ateos que con España”. La ejemplaridad en punto a obediencia a la jerarquía eclesiástica y amor a la Iglesia que, después de tantos años de sufrimiento, han demostrado y hecho patentes los sacerdotes exiliados en el extranjero, y la emocionante y humildísima carta que dirigieron al Papa los sacerdotes encarcelados en Venta de Baños, son, a una con la cristiana conducta que los vascos han observado en el destierro, prueba incontrovertible de su arraigada, sólida fe católica y de su obediencia a la Santa Iglesia.
Y yo me pregunto ahora: ¿Seremos demasiado duros si, contra los que han propagado tales enormidades contra centenares de sacerdotes y de millares de cristianos vascos, decimos que se dejaron dominar en sus palabras, en sus escritos y en sus logros del espíritu de Voltaire: Calumnia, calumnia, que algo queda?


Epílogo

Hube de ocuparme en esta espinosa y necesaria labor, mi muy amado señor Barandiarán, por imperativos de mi conciencia, con carácter defensivo, y no agresivo, y con gusto la termino.

No era posible, no queríamos descender a contestar a muchísimas otras imputaciones que, recogidas en la calle de labios de fariseos enemigos del Clero y de los fieles católicos de mi diócesis, vinieran a atribular mi espíritu.

Pero ciertas acusaciones no podían quedar incontestadas. Por eso me decidí a escribir. No detuvieron mi pluma ni el miedo ni el temor de nuevas pruebas que quizás pudieran sobrevenirme, a causa de la presente carta; pero tampoco la movieron risueñas esperanzas de horas más felices que las amargas que, durante nueve años, nos ha costado soportar. La enfermedad de glaucoma que me amenazó con dejarme totalmente sin vista, aunque operado felizmente, me ha privado de ella en grado suficiente para impedirme desempeñar la mayor parte de las ceremonias sagradas episcopales, y, en consecuencia, estoy al abrigo de todo peligro de nuevos cargos.

Termino, pues, enviándole mi más cordial saludo, y la mejor de mis humildes bendiciones, a usted, dignísimo Vice-Rector del Seminario Conciliar de Vitoria, Profesor inteligentísimo de historia de las religiones y de la historia primitiva del hombre, a quien, por sus especiales y acertadísimos estudios y ciencia positiva en la etnología y prehistoria, le decoran los prestigiosos nombramientos y títulos de Miembro del Consejo Permanente de los Congresos Internacionales de las Ciencias de Misionología de Munster, correspondiente de la Real Academia Española y de la Academia Vasca, Director del Laboratorio de Etnografía y Folklore Vasco, etc.

A pesar de mantenerse usted siempre al margen de toda política, las furiosas olas que embistieron el Seminario, arrojaron a usted también a esta región hospitalaria, donde, año tras año, en nueve consecutivos, sigue usted edificando a todos con los resplandores de sus virtudes sacerdotales, con los de su ciencia positiva, y con sus descubrimientos.

Y si sus títulos honoríficos tan bien ganados y sus virtudes han merecido siempre mi mayor respeto, consideración y estima, hoy, como socius in passione, compañero en las tribulaciones de tan prolongado destierro, merece y tiene usted el más acendrado amor del que fue su pastor en una de las mejores diócesis del mundo y hoy es el último de los Obispos de la Santa Iglesia de Jesucristo.

En fin, haciendo votos para que Dios salve a España y a nuestro País Vasco, y para que vayan en aumento los intereses de Jesucristo, en España y en el mundo entero, se despide de usted s.s. capellán y amigo, Mateo Múgica, Obispo titular de Cinna, antiguo Obispo de Vitoria (País Vasco). Cambó, abril de 1945.


Mateo Múgica Urrestarazu.
Cambó (País vasco-francés), abril de 1945











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