José Bergamín Gutiérrez
(Madrid, 30 de diciembre de 1895 - Fuenterrabía, 28 de agosto de 1983)
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¿Se ha precipitado, en España, según se dice, a partir de octubre, el ritmo revolucionario?
Para Carlyle una revolución no es más que eso: una precipitación del ritmo vivo de la Historia, un aumento de velocidad. Paradójicamente leemos en Marx que las características de la revolución española son, por oposición al concepto clásico de la rapidez de la revolución francesa, las de la lentitud. Según Marx, el siglo XIX entero es en España, históricamente, un proceso revolucionario, ¿al que habría que añadir estos treinta y cuatro años transcurridos del XX? La revolución en España, como la reconquista, ¿va a ser cosa de siglos? Y una revolución que dura siglos, ¿puede llamarse una revolución? Si ahondamos un poco el sentido de estas preguntas, ¿no encontraremos, en definitiva, que decir revolución, de este modo, es tanto como decir vida, como decir Historia? ¿O sea, que es tanto como no decir revolución?
Cuidemos, por consiguiente, un poco el sentido de estas palabras para no incurrir en ciertos tópicos vacíos, como estos de revolución y marxismo o antimarxismo y contrarrevolución, que vienen diciéndose, sin saber siquiera lo que se dice, por unos y por otros: los de la casa por barrer. Lo cierto es que el proceso político y social de España ha tomado, desde estos primeros días pasados del mes de octubre, un tinte más intensamente sombrío, un acento más hondo y desesperado; haciéndose más definida, más expresa, la oposición, la lucha sorda y torpe y sangrienta. El rojo y el negro, ¿Por qué?
Lo que importa -decía Trotski contestando a sus jueces que le reprochaban, al interrogarlo, una supuesta o manifiesta crueldad en el desempeño de su gestión como comisario de la guerra-, lo que importa no es fusilar mucho ni poco; lo que importa es saber por qué se fusila.
¡Saber por qué!
¿Quién supo, quién sabe su porqué?
Y si no lo sabe la revolución, ni lo sabe el Estado -y todo acusa esta ignorancia- entonces, ¿en qué país vivimos?
Destrucción revolucionaria, es decir, rápida, hubo por voluntad de unos -y de otros-, destrucción que es, hoy, testimonio vivo, entre cadáveres y escombros humeantes, sobre el que especular la defensa miedosa de un estado de cosas -no de ninguna cosa del Estado-, estado de cosas socialmente injusto; porque acaso no coincide formalmente, jurídicamente, como debiera, con ninguna cosa o causa de Estado, del Estado. Con ninguna razón. Y a esta brutal afirmación anárquica de los demoledores responden con el espejo o espejismo de lo hecho, o de lo deshecho, de lo destruido, los otros, sedicentes contrarrevolucionarios porque no destruyen de ese modo, de golpe -y porrazo-, sino poco a poco, suavemente, como polilla o carcoma, en secreto.
¿Pero es que estos perros anarquistas, como les llama Nietzsche, no son los mismos, igualmente anarquistas, a un lado que a otro? ¿Desde fuera como desde dentro? ¿Los mismos perros con distintos collares? ¿Y unos con collares y otros sin ellos?
El porqué de lo sucedido, de lo que sucede -y de lo que suceda-, no habrá que buscarlo en el sedicente marxismo ni en su antimarxismo corroborativo, sino en un anarquismo común, en el anarquismo nacional. No en el collar, sino en el ladrido.
El porqué tiene sus raíces en el subsuelo de nuestro siglo XIX, sin gran distancia en que se pierdan, sin oculta o indescifrable hondura.
Radicalmente anárquicos, el ataque y la defensa nacionales -y por eso son guerra civil- por un lado y por otro se salen de ese ilusorio espejo racional histórico del llamado marxismo para integrarse, o reintegrarse, en una corriente común, igualmente anárquica, que, de enunciarla o denunciarla con algún nombre, o fantasma de un nombre, habría que evocar el contrario a Marx, el de Bakunin.
¿Será porque, como decimos, en este país convive la guerra fratricida de un idéntico anarquismo común?
El caso es que el mismo fantasma bakuniniano lucha con antifaz de Estado y con máscara de revolución. Pelea contra sí mismo. O contra su sombra: la de un Estado en crisis racional de ser; un Estado fantasma.
¿No será porque en este país en que vivimos (¿dónde está España?; ¿qué es España?), lo que convivimos en íntima agonía es la contradicción viva, dramática, que fue razón de ser de Europa (no de España) y que hoy agoniza también en nosotros con ella?
Pero volvamos a cuestiones menos categóricas. De la abstracción de los hechos que comentamos vengamos a los hechos mismos.
Un testigo de excepcional valor para nosotros, nuestro colaborador y amigo Alfredo Mendizábal, publica en el número de noviembre de La Vie Intellectuelle un emocionante relato de las horas agónicas pasadas en Oviedo durante los días rojos de octubre. Y escribe y describe (transcribimos la parte final de su artículo):
Como la anécdota contribuye a formar la categoría, no creo superfluo referir algún rasgo revelador de toda una psicología que debe hacernos meditar.
Eramos un grupo de quince personas refugiadas (al ser ocupada nuestra vivienda por los revolucionarios) en una casa también abandonada por sus oradores al ser bombardeada por el ejército rojo. Una guardia permanente de comunistas bien armados de fusiles convivía con nosotros y durante cinco días compartimos con ellos los escasísimos víveres... y las penalidades de una vida de zozobra constante, sin agua, sin pan, sin luz, sin noticias del mundo ni más horizontes que el de esta reducida comunidad en la ciudad sitiada ya por las tropas gubernamentales (éstas entraron el 14 de octubre en las calles ocupadas, la mayor parte desde el día 5, por los revolucionarios). Durante estos nueve días interminables, con sus noches terribles, sólo percibíamos el tiroteo del fusil, de las ametralladoras y de los cañones, y los estampidos incesantes de la dinamita, manejada con insuperable destreza por los mineros. Las escasas fuerzas e la guarnición de Oviedo habían comenzado por ocupar los edificios oficiales y los puntos estratégicos del centro de la ciudad y mantenían una defensiva desesperada ante la avalancha de varios millares de mineros que atacaban con furor sus posiciones. Cada calle era teatro de un combate sin tregua, y el cielo nocturno se enrojecía con las llamaradas de los incendios. Pero aquella pequeña guardia revolucionaria que descansaba de la lucha en nuestro circunstancial albergue, fuera de la embriaguez de la pelea, recobraba en cada uno de sus hombres la naturalidad de virtudes caballerescas enteramente españolas.
Hemos estado en sus manos durante cinco días, pudieron hacer con nosotros lo que quisieran, incluso matarnos, ya que habían de considerarnos enemigos de clase, por burgueses. Sin embargo, sólo elogios podemos decir de ellos. Encontramos en el rudo minero fanatizado por el comunismo una nobleza de corazón, una caballerosidad, una consideración a la mujer, que era difícil de sospechar bajo la escarapela roja de soldados de la revolución social. Aquellos hombres de lanzaron en medio de las balas al asalto de una confitería, apenas se enteraron de que estábamos sin comer, porque no podían tolerarlo habiendo mujeres entre nosotros. Y cuando vinieron con las grandes bandejas de pasteles, cubiertas de vidrios de los que caían de las ventanas por el incesante tiroteo, ellos, que tampoco habían comido en todo el día, no consintieron en tomar nada hasta que nosotros lo hubimos hecho. Aquellos hombres ni nos registraron los bolsillos, porque para saber que no llevábamos arma alguna, les bastaba nuestra palabra de honor, y cuando habían de batirse atravesaban la calle, con riesgo de sus vidas, para no comprometernos tirando desde la casa que a ellos pudiera defenderles.
El mero hecho de tratarles nosotros con afabilidad y con simpatía despertó en ellos sentimientos tan cordialmente humanos y tan fraternalmente cristianos (cristianos si saberlo y aun creyéndose enfrente), que hicieron del grupo de burgueses y del de comunistas una sola comunidad, mejor una hermandad. El día en que el jefe de esta tropa recibió autorización para descansar en su pueblo natal de las fatigas de la lucha, renunció al para él tan necesario reposo, porque pudiera ocurrir que quien le sustituyese nos tratara mal. Y así prefirió quedarse. Y enfermó y le cuidamos como hermanos. Y velamos su sueño. Cada vez que entrábamos en su cuarto nos abrazaba emocionado. Y en una de nuestras largas charlas me decía: -Vea usted cómo hemos aprendido a conocernos unos a otros. Porque ni ustedes tenían buen concepto de nosotros, ni nosotros de ustedes, y ahora, todo ha cambiado.
Todo ha cambiado, efectivamente, en quienes hemos pasado por el crisol del sufrimiento y hemos reflexionado sobre muchas cosas y hemos rehecho juicios no bien fundados. Todo ha cambiado en la profundidad de algunas de aquellas almas alucinadas por el odio, que han hallado en su camino, al fin, un poquito de caridad. Pero todo debe cambiar también en la actitud de los poderosos hacia los humildes. Y éste es el momento, la coyuntura, para que cambie.
Jamás podré olvidar estas figuras nobles en medio de las figuras criminales de la revolución. Vosotros, jóvenes mineros de Mieres y de Sama, a quienes conocí movilizados en el ejército rojo que tomó Oviedo, vosotros no fuisteis de los atormentadores de prisioneros, no de los incendiarios de tesoros de arte y de cultura, ni de los martirizadores de sacerdotes. Esto quedaba para los tipos criminales que os engañaron y sedujeron. No fuisteis asesinos, aunque como soldados tuvisteis que ser homicidas, por combatientes en la guerra incivil de la revolución. Pero en vosotros mismos surgía a veces (guardo esta confidencia vuestra como un tesoro) el escrúpulo de si estaríais en el combate matando a gente inocente, la inicial objeción de conciencia que debe conducirnos a la conclusión cristiana y rotunda del no matarás.
Camaradas mineros que la convivencia cambió tan pronto de nuestros adversarios en nuestros amigos. Vosotros decíais buscar una sociedad justa para oponerla a la injusticia del capitalismo. Y por esa sociedad que creíais más justa os habéis sacrificado en vuestro presente y en vuestro porvenir, y habéis estado dispuestos a dar vuestra vida. Sabed que desde campo distinto, y distante, otros hombres repudian también el capitalismo, por su injusticia y por su materialismo. Y repudian al mismo tiempo la violencia de la revolución externa y el materialismo radical del marxismo, porque postulan una revolución interna, una revolución de cada uno en sí mismo que transforme la sociedad de todos en sus cimientos. Tras el desengaño de la lucha de clases, tras el fracaso de la violencia, aun contra un Estado desprevenido y tardígrado, ha llegado el momento de la confluencia en una superación de egoísmos, en un desinterés que sólo el cristianismo puede vivificar.
Pero esto no podemos predicarlo solamente los obreros. Tanto como ellos, los patronos, los poderosos, necesitan un cambio a fondo en su actitud y en su mentalidad. Si se cree que es sólo cuestión de dura represión y que con eso está todo arreglado, no se adelantará un paso. Cuando se han cometido innumerables crímenes, el rigor de la justicia es dolorosamente necesario. Pero el rigor de la justicia ha de alcanzar a todos y son demasiados los que creen que sólo ha de aplicarse a los de abajo. La justicia necesita un orden nuevo para reinar. Un orden que debe excluir toda lucha de clases. La de abajo y la de arriba, ésta más sórdida y aún menos explicable. Quienes en la terrible lucha de la revolución asturiana hemos sufrido grandes pérdidas (yo he pasado por la amargura de ver arder con la Universidad mis libros y mis trabajos, resultado de ocho años de estudios); quienes hemos estado en riesgo de perder la vida multitud de veces durante los nueve días rojos de Oviedo, podemos con más autoridad y, aunque parezca paradójico, sin el rencor de quienes nada perdieron y piden solamente venganza, clamar por esa política social de sacrificio que, inspirada en los principios de justicia y en el espíritu de caridad cristiana, puede aún salvar a la sociedad y salvar, en primer lugar, a los obreros.
Desarmar la revolución es, mas que hacerla imposible, hacerla impensable.
De estas nobles palabras, por el íntimo y veraz sentimiento cristiano que las anima, por la experiencia dolorosa que expresan y que no han enturbiado como en tantos casos, de pasión o miedo, la lúcida convicción religiosa, humana que las motiva, se deducen consoladoramente los porqués que las han inspirado. El porqué del no matar del cristiano y el porqué del morir, muriendo.
Palabras como éstas, y más recogidas para todo el mundo católico por la revista dominicana francesa de Juvisy, son la mejor prueba, el mejor testimonio de que aún hay voces que atender en este angustioso vocerío de odios, de injurias, que ha desatado locamente la triste fase de sucesos recién pasados. Al menos una voz católica, entre tantos sospechosos silencios, y, lo que es peor, entre tanto ruido acusador y vengativo, viene a recordar, sencillamente, como digo, los porqués del creyente. La verdadera palabra de paz: por encima de todo y de todos.
Pero estos porqués son exclusiva, universalmente personales. Dicen de una revolución más honda, de un Estado más vivo.
Entre tanto, como afirma el héroe anarquista puro de una novela de Andreoef, cualquier imbécil que va en automóvil se mata sin saber por qué; porque lo terrible no es morir sin porqué, sino matar de ese modo. Morir sin porqué es un daño personal o privado. Matar sin porqué es un daño público. Y la imbecilidad que mata sin porqué es lo peor de todo; el crimen peor, por irresponsable, no siéndolo.
¿Y no es el mismo crimen, el peor, el de la revolución y el del Estado, si matan sin porqué, estúpidamente, con una ceguera doblemente culpable por la irresponsabilidad que la motiva?
José Bergamín
Cruz y Raya, 20 de noviembre de 1934
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