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1126. Recordando a Teresa Pàmies

Tengo 86 años y me he pasado más de cuarenta en el exilio como miles y miles de derrotados en aquella guerra contra el fascismo que asumimos.

El exilio no fue lo mismo para todos, porque dependía mucho del sitio donde se había encontrado acogida y de la organización de los mismos exiliados. Muchos tuvieron que espabilarse por su cuenta, y fue muy penoso. Pero también hubo muchos, entre los cuales tengo la suerte de contarme, que disfrutábamos de la solidaridad y de las personas que simpatizaban con la causa dela República española, y con la de Cataluña. También había mucha gente organizada, militantes de organizaciones de exiliados que, más que solidaridad, nos ofrecían fraternidad.

Mi experiencia, si tiene un valor hoy en día, después de tantos años, es por el sentido pedagógico y ético que se desprende. Siempre me ha preocupado ofrecer un testimonio de esta realidad y he intentando que mis libros reflejen la realidad que me tocó vivir, sin pretensiones; ya que soy consciente que un acontecimiento histórico lo pueden vivir veinte personas y puede haber veinte versiones distintas, porque no todos lo ven y viven igual, depende de sus circunstancias. Por eso existe una bibliografía muy extensa y podemos tener la satisfacción de saber lo que pasó, contribuyendo entre todos.

Mi libro Quan érem refugiats comienza exactamente cuando pasamos a Francia derrotados, pero sin saber que estábamos derrotados o sin haber aceptado aquella derrota. A partir de este libro, los demás reflejan los avatares del exilio; que avanza entre mucha luz y unas cuantas sombras; entre muchos aciertos en la manera de afrontar la situación, pero también con errores en lo que respecta a la unidad de los que habíamos salido de nuestro país y habíamos formado parte en las organizaciones puntuales de la resistencia, como yo durante 32 meses.

En aquel paso fronterizo de Francia con mis compañeros y compañeras, sólo recuerdo el tufo del pan caliente, y es que los últimos meses de guerra ya ni sabíamos lo que era el pan, sólo nos daban pedazos que no tenían ni olor, ni tacto, ni… nada. En el exilio también pasábamos penas. Recuerdo con especial pena y ciertas veces hasta con asco, mi paso por la prisión de París, la Roquette. Estuve tres o cuatro meses porque me trincaron cuando buscaban exiliados sin papeles. Yo estaba acogida en la casa de una amiga francesa comunista y algún vecino lo había denunciado, como Francia ya estaba en guerra, los extranjeros eran muy vigilados y eran enviados a campos de concentración. A mi me llevaron a una prisión que no era de presos políticos, sino de delincuentes comunes y así conocí ambientes, personas y comportamientos de capas muy degradadas de la sociedad; que a mi edad, 19 años, eran verdaderamente impactantes. A pesar de todo, tuve la gran suerte de no tener que pasar por los campos de exterminio.

En Belgrado trabajé en la radio. Comenzaba la guerra fría y los republicanos, los partidos anarquistas y socialistas españoles fueron ilegalizados. Entonces, nosotros nos fuimos a la República Federativa Socialista Yugoslava. Como había estudiado dos años de periodismo en mi exilio mexicano, encontré trabajo en aquella radio y trabajé ahí durante casi un año. La dejé cuando empezó la pugna entre Tito y Stalin, naturalmente en este conflicto después se demostró que Tito tenía razón; los comunistas españoles y catalanes tenían que tomar una posición y la tomamos decantándonos hacia el lado de la Unión Soviética. Por este motivo, era casi indecente seguir trabajando en Radio Belgrado. Entonces pedí dejar Yugoslavia e ir a Checoslovaquia, donde me ofrecieron un trabajo en la redacción de Radio Praga. Ahí trabajé como redactora, locutora y traductora de los boletines informativos de otras lenguas al español, y después al catalán. Con Joan Blàzquez llevamos un espacio en español que se emitía una vez a la semana. Él era catalán de la Vall d’Aran que se encontraba también acogido en Praga gracias a la fraternidad de los compañeros checoslovacos porque él había sido uno de los dirigentes de la incursión de los maquis a la Vall d’Aran, que acabaría con una derrota. Esta emisión en catalán duró unos tres años, desde 1950 hasta 1953.

Cabe decir que la Pirenaica, al contrario de lo que se ha dicho, no estuvo nunca en Praga, sino que recibía cartas de España a través de Praga; pero nadie sabía donde estaba, ni siquiera yo misma. Estas cartas las enviaban vía partido. Se hizo de manera tan discreta que hasta que llegara la legalidad a España no se pudo demostrar que la radio estaba en Rumanía.

Durante el exilio también estuve en Rusia. Había ido a hacer un stage. En aquella época, los años cincuenta, ya comenzaban a ser más visibles y evidentes las dificultades para asegurar una calidad de vida a la población, que se lo merecía porque había hecho la proeza de ganar la guerra. Pese aquello, no olvidaré nunca esos tiempos en la URSS. Para nosotros era el ejemplo, una prueba del dogmatismo, quizás fanatismo, sí, pero completamente sincero.

Las campanas para mí sonaron cuando Kruschev denuncio las injusticias cometidas en el nombre del comunismo. Eso fue decisivo en la reflexión que he efectuado de todos estos años. Reflexión que me ha llevado a tener la preocupación de no dejarme domesticar nunca, es lo que mi padre siempre nos recomendó.

Testament a Praga fue el primer libro que escribí, y lo hice desde el exilio. Mi padre escribía sus memorias cuando ya se había jubilado, con setenta años y poco. Aquellas memorias las escribía para vaciar todos sus recuerdos y dejarnos una especie de testamento, de aquí el nombre del libro. Las escribía en un tipo de libretas escolares y me las enviaba desde Praga hasta París y me pedía que las pasara a máquina. Cuando murió y fui a su entierro en Praga, al regresar, vi y leí los cuadernos que no había leído, lo confieso, por eso de tener muchas cosas que se te van acumulando… En aquel momento, había descubierto que aquellos cuadernos era un tesoro y que las vivencias de mi padre eran las de una generación que va llevar la República sin sangre. Me encontré con un caudal tan grande de hechos históricos ligados con mi familia que me vino la idea de escribir un libro; pero como contrapunto de lo que estaba pasando en aquel momento, el año de 1968, cuando las tropas del Pacto de Varsovia acababan de invadir Praga. Yo le explicaba a mi difunto padre lo que estaba pasando en Praga, donde él estaba enterrado; por eso siempre me ha parecido un libro de gran valor testimonial e histórico. Lo envié por correo al premio Josep Pla y ganó.

Cuando regresé a Cataluña, la impresión más perdurable, porque todavía la tengo hoy, fue la idea de que el franquismo había conseguido domesticar a las generaciones que habían nacido en mi ausencia y que era imposible que pudieran escuchar nuestro discurso antifranquista. Pero resulta que sólo al llegar, en el verano del año 1971, cuatro años antes de la muerte del tirano, observé que la juventud tenía ideas de progreso, de solidaridad con los perseguidos, además de una necesidad enorme de informarse sobre lo que había sido la vida de sus padres y abuelos. Me sorprendió mucho. Entonces, llegué a la conclusión que de alguna manera lo que habíamos hecho nosotros durante el exilio había llegado aquí, y eso había preparado a las nuevas generaciones para que a nuestra llegada el regreso no fuera como si cayéramos en otro planeta.












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