"Nuestra herencia son los recuerdos. Las fotos son pedazos de inmortalidad. Este libro es el álbum de mí, de nosotros, de los Collinson que ya fueron. Partículas de un brillante cometa. No es mucho y sin ser mucho, mis palabras tienen un valor incalculable. Entre estas páginas está el significado de la vida. Los trozos del amor". (Lea Vélez. El jardín de la memoria, p. 251)
Con la retirada de las tropas alemanas, se produjo la
desbandada de los guardianes del campo. Los presos se hicieron con las armas y
los kapos que no pudieron escapar con los SS fueron acribillados a balazos.
Los supervivientes de Mauthausen agarraron las armas y se organizaron para
defenderse de la llegada de más alemanes si fuera necesario. Entre los presos
se encontraba un republicano español que había logrado sobrevivir haciéndose
indispensable en el archivo de documentación. Revelaba fotos y guardaba
copias de la muerte.
Francesc Boix era moreno, boca grande de labios
gruesos y ojos cautivadores. Tendría veinticuatro, veinticinco años y recuerdo
que pensé que para haber estado en un campo de exterminio, su aspecto
resultaba atractivo y hasta saludable. Boix siempre sonreía. De su cuello ya
colgaba la famosa Leica y llegaba con otros seis muchachos del grupo de los
Poschacher.
La anciana abrió la puerta. Le habían descrito cómo
sería el joven que vendría a buscar el paquete y en cuanto le echó la
vista encima supo que era él. Se saludaron en alemán. el chico lo hablaba bien,
fluido, pero con un tremendo acento español. Juntos caminaron por el estrecho
camino entre la casa y el muro de piedra del jardín. Tal vez el joven Boix pensó que anna Pointner había hecho más que algo apropiado al esconder los
negativos del horror debajo de una piedra en aquella pared. A fin de cuentas,
en esas imágenes se retrataba el infierno de la cantera de Mauthausen. La
construcción de la prisión por parte de los sin nombre. La extracción de piedra
para la Germania del arquitecto favorito de Hitler (Speer) y la maldición de
levantar aquellas rocas hasta el último de los 186 escalones del campo. Años
de muerte sobre el granito, bajo el granito, envuelta en polvo de granito. Anna
Pointner sacó de la hendidura en la pared de piedra aquello que podría
haberle costado la vida. Le entregó a Francesc Boix el pequeño paquete.
–¿Sabe lo que es esto? –le preguntó él.
–Sí, Jacinto me lo enseñó –contestó Anna–. Estas fotos
tienen que verse.
–Se verán. El mundo entero sabrá lo que ha estado
pasando aquí.
Anna quería hacer algo más por él, por todos ellos.
Como austríaca invadida por los nazis, simpatizaba con aquellos españoles sin
patria, y como madre, deseaba protegerlos. Apenas eran hombres. El más joven de
los Poschacher tendría catorce o quince años y el mayor no llegaría a
diecisiete. Francesc le preguntó si le dejaría positivar algunas de las
fotos, allí mismo, en su casa. Ella asintió con esa energía enfática de los
austríacos y los invitó a quedarse. Pasarían aún varios días hasta que los exprisioneros supieran qué iban a hacer con el resto de su vida.
Lea Vélez
El jardín de la memoria, 2014
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