Un poeta soldado de su misma ciudad, poeta a quien las
yedras y los sauces transidos hacen con el tiemblo del aire sonar su nombre
eternamente, la hubiera puesto entonces entre los juncos mojados de sus
églogas, la habría elevado a ninfa toledana de sus octavas reales.
Pero hoy, siendo esto imposible, pues la época es
otra, será sólo el recuerdo, hecho ya canto, de quien tuvo la triste gloria de
verte, el que hable de ti, grave niña de España, tierna miliciana del Tajo.
Desde aquella vertiente, el paisaje se había quedado
sin carne. Pelada, monda orografía de fosa común, de osario al descubierto,
esparcido por el campo. Y sobre los cráneos, tibias, quijadas y rótulas que
semejaban las colinas, cortadas y desniveles que oprimían el alma del recién
llegado, un cielo emblanquecido por un sol de hojalata sacudía como una
candente raspa de azufre ceniciento.
Sólo rajando aquel desbarajado esqueleto, la vena
enverdecida del río.
—¿Quién es aquella que parece que duerme allá abajo?
—¿Que duerme...? No sabemos su nombre. «La miliciana»,
le decíamos todos.
Allí se veía, como si quisiera beber agua del Tajo,
arrastrando su cuerpo, larga y desesperadamente, hasta el filo del cauce. Y así
quedó, iba ya para un mes. Las manos, aferradas a unas míseras yerbas. Su mono
azul, que parecía vacío, incrustado a la tierra amarilla.
Sólo el viento esparcía jugando, desordenaba
moviéndolos, sus delgados cabellos caoba, que en las pausas de calma llovían
sobre la margen seca como un mínimo sauce lloroso.
—¿Oyes?
Desde las grietas altas del Alcázar, los alumnos de
Infantería y los guardias civiles cercados tiraban sobre ella. ¡Plac! ¡Plac!
Picotazos de polvo saltaban alrededor de su sueño.
¡Plac!
—¿Oyes? Juegan al blanco con la miliciana.
Aires de trigo recién cortado y Flao-Tines de avena
habrán sido su infancia. Olor a oscura petaca de tabaco negro, encendido por
chispas de yesca, habrán puesto en su piel de niña campesina las manos aradas
del padre. Y en la penumbra del rincón de la alcoba, junto a la cabecera del
empinado lecho matrimonial, canciones de amapolas, sábanas de alhucema y lento
sueño humilde de vacas y corderos paciendo, la voz y las manos desveladas de la
madre habrán extendido sobre sus ojos de futura zagala o, más tarde, de pobre
jornalera del campo.
—Sería de aquí, de Toledo.
—Puede ser. Pero ninguno lo supimos nunca. Quizás de
Bargas, de Olías, de Mora...
¡Héroes anónimos de mi patria; muchachos y mozas sin
nombre, ya mezclados a las raíces de la tierra, a veces innominada, de entre
dos pueblos, un valle o de una de esas colinas que los partes de guerra
designan en la noche sólo con un número! Sangre vieja y niña de mi país, sangre
sagrada de mis héroes, sangre sufrida, sangre valiente, sangre ejemplar y
verdadera: yo te saludo y me mojo de ti en esta tarde bombardeada de junio; yo
me fundo contigo, me baño, me lleno de tu sangre, sangre madre, vino, solera española,
solera antigua, regadora, productora de pechos gloriosos, orgullo de mi cielo.
Sangre parada, inmóvil, de la miliciana del Tajo:
¡Salud!
—Sería de aquí, de Toledo, de una de estas calles
quebradas, de estas grietas profundas por donde un hombre con los brazos en
cruz no cabría; de uno de estos enjutos pasillos, hechos más para la conducción
del aire o del agua, y cuyos nombres nos va clavando una sombra de nostalgia
perenne:
Pozo Amargo.
Alfileritos.
Hombre de Palo.
Las Recogidas.
El Can.
Los Niños Hermosos...
Y un patinillo agobiado de geranios y malvarrosas
colorearía su infancia. Un aljibe fresco, con el eco sonoro de la humedad,
devolvería su nombre y alejaría su imagen hacia el fondo, ya en el descenso del
estío. ¡Oh, niñez popular de patios y engañosos callejones sin salida, de
plazuelas y puentes toledanos, de murallas dentadas, de ríos con saucedas y
barquichuelos, de torreadas puertas imperiales!
O quizás, no. Quizás el recién llegado tenga que
imaginar para ti, caída miliciana del Tajo, una triste niñez de interiores con
velos de madrastras, tías guardadoras; una trágica adolescencia de rincones
oscuros, con cuentas de rosario y sucias, turbias, crueles amonestaciones de
una obscena miseria eclesiástica:
—Ese descote, sobrina.
—Nada de medias transparentes.
—¿Qué libro es ese que hoy traes? Tendré yo que leerlo
primero.
—Te vas a condenar, sobrina; esa blusa te ciñe
demasiado.
—¡Horror! Se te señalan los pezones.
—No se cruzan las piernas en el paseo.
—¿Eres casta, sobrina?
—Pecas en soledad contigo misma. ¡Anda, niégalo! ¿Pero
es que acaso no lo gritan esa palidez y esas ojeras?
—Tendrás que confesarte mañana.
Y otras miles de impúdicas advertencias que te habrán
llenado de espanto las noches, apretado de temores los días y llevado, al fin,
a morir, en un arranque de rebelada desesperación heroica, contra la tierra
amarilla del borde de tu río, el más verde y mejor cantado de España.
¡Oh, dolor, dolor, dolor! Dolor de vidas españolas, de
españolas.
Nacen y mueren millones de mujeres en mi patria,
oscura, tristemente: aquéllas, doblando el espinazo lo mismo que los bueyes
sobre el surco, que esas muías que acarrean escombros; éstas, rígidas,
nebulosas, las manos caídas de ignorancia, paradas hasta ese definitivo momento
en que otras, también inútiles para este suelo, se las hacen cruzar sobre el
tórax vacío, pasándoles entre los dedos mustios la imagen del Crucificado.
¡Oh crimen, oh eslabonados siglos de crímenes, que
sólo ahora estos ríos encendidos de sangre pueden romper y abrasar para
siempre!
Desde dentro de aquella pesadumbre, de aquellos
poderosos murallones foscos y terribles del Alcázar, parapetados tras las
mujeres y los niños arteramente arrancados a los hogares humildes de los hombres
que habían de convertirse al punto en milicias del pueblo, los uniformes,
abusivos e indignos, las odiadas guerreras señoritas de los alumnos de
Infantería, peste de Toledo, hermanados con la Guardia Civil, aguantaban el
sitio, la humana y noble conducta de aquellos primeros espontáneos defensores
de España.
Nunca, nunca sabréis, hijos de condes y marqueses
podridos, torpe Iglesia feudal, más que negra y embrutecida; casta parasitaria
de vejadores militares, analfabetos tricornios engañados; nunca sabréis del
hundido dolor de este pueblo que vivíais humillando, de la clara niñez que
corre por sus venas viejísimas, de su ancho corazón lleno de cánticos de
aurora.
Y moriréis todos como sordos, como mudos, como
monstruos de ceguedad y malvada ignorancia. Así. Tarde o temprano. Ahora, o un
poco después.
—Esa niña no puede con los sacos.
—¡Eh, tú, miliciana!
¡Ay, sacos terreros entre los jardinillos toledanos!
Trincheras primitivas, parapetos ingenuos levantados y construidos por manos
voluntarias de las primeras horas!
Y ella era fuerte, aunque por su delgadez y juventud
no lo pareciera.
—Para algo he venido yo aquí, compañeros. Dejadme. Soy
tan soldado como vosotros —decía—. Tan miliciano.
Pero la ayudábamos a levantar las piedras en las
noches pesadas de julio.
«¡Qué Toledo celeste, derretido, parecía bajar
entonces de la aguja más alta de la catedral y de las torres cenicientas de la
luna!», pensó el recién llegado.
Ella era naturalmente seria. Hablaba poco la
miliciana. Pero un día:
—Me aburre, me harta este fusil, ¿sabéis? —declaró de
repente.
Y le enseñamos nosotros, que casi no sabíamos, a
manejar la ametralladora.
¡Héroes de los primeros días de la guerra!
¡Hombres viejos y jóvenes, mozas y mozos ignorados que
brotasteis de súbito de los más hondos resquicios ibéricos con el mismo vigor y
lozanía de los trigos, con la misma dureza de los cardos, de las ramas
silvestres! Entonces os llamasteis Milicias. ¡Milicias populares! Se
ensoledaron las aldeas; los pastores, por primera vez desde hacía siglos,
abandonaron los rebaños; de las montañas bajaron los lobeznos. ¡Oh sangre
guerrillera española, milicianos de las cumbres y las llanuras, héroes del
corazón desbordado, hoy disuelto en los ríos, seco al sol de las peñas o bajo
el mar y el verdor de los árboles: sólo vosotros habéis hecho posible este
honor mantenido, este ejemplo que España da al mundo!
Así tú, inmortal miliciana del agua, niña anónima,
nuestra muerta del Tajo.
—¡Por ahí no, miliciana! ¡Por ahí, no! ¡Qué angustia!
Una luz que rompía por los filos huesudos, pelados del
paisaje, abrió fuego sobre las puntas del Alcázar, las torres y los paredones
más altos de la ciudad. Abajo, aún el río se arrastraba, oscuro.
—¿Adonde vas, miliciana? ¡Vuélvete!
—Mira que te equivocas. ¡Que te equivocas!
—¡Por ahí, no!
—¡Que por ahí, no!
—¡Que por ahí no se puede pasar, miliciana! ¡Vuelve!
—¡Vuelve en seguida!
Pareció como si el eco, aun antes de salir, repitiera
la mortífera ráfaga que bajando de entre aquellas piedras ya con sol de
Oriente, hizo doblarla contra el suelo agostado, amarillo, todavía envuelto en
vahos de la noche. Aferrándose a las pobres yerbas, medio cuerpo ya laso, la
miliciana intentó arrastrar su agonía hasta el filo del agua. Pero entonces, de
todos los rincones, de todas las grietas del funesto edificio, de todas las
rendijas por donde el ojo de un fusil pudiera enviar la muerte, salió el odio
cobarde, silbó la vil ignominia, el turbio ensañamiento de aquellos caballeros
alumnos y guardias civiles, que cercaban las honestas armas del pueblo.
—Por ahí, no.
—Por ahí, no —le gritamos mil veces.
Ya inútil.
Y así quedaste, así, incrustada en la tierra, que es
roca en Toledo, grave niña de España, inmortal miliciana del Tajo.
Rafael Alberti
Relatos (1937-1938)
Iincluido en El poeta en la calle (Obra civil).
Aguilar, 1978
nO SE SI LLORAR O CAGARME EN ESE DIOS AL QUE PUSIERON COMO ESCUSA PARA ASESINAR A ESTE PUEBLO QUE SOLO DESEABA PAZ Y LIBERTAD
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