Lo Último

1167. La miliciana del Tajo (Balada)

En el recuerdo de quien tuvo la triste suerte de verla, quedará siempre unida al agua verde de su río. Será ya como él, porque sé que a estas horas es corriente y lecho de arena a un mismo tiempo; es reflejo y es cauce.

Un poeta soldado de su misma ciudad, poeta a quien las yedras y los sauces transidos hacen con el tiemblo del aire sonar su nombre eternamente, la hubiera puesto entonces entre los juncos mojados de sus églogas, la habría elevado a ninfa toledana de sus octavas reales.

Pero hoy, siendo esto imposible, pues la época es otra, será sólo el recuerdo, hecho ya canto, de quien tuvo la triste gloria de verte, el que hable de ti, grave niña de España, tierna miliciana del Tajo.

Desde aquella vertiente, el paisaje se había quedado sin carne. Pelada, monda orografía de fosa común, de osario al descubierto, esparcido por el campo. Y sobre los cráneos, tibias, quijadas y rótulas que semejaban las colinas, cortadas y desniveles que oprimían el alma del recién llegado, un cielo emblanquecido por un sol de hojalata sacudía como una candente raspa de azufre ceniciento.

Sólo rajando aquel desbarajado esqueleto, la vena enverdecida del río.

—¿Quién es aquella que parece que duerme allá abajo?

—¿Que duerme...? No sabemos su nombre. «La miliciana», le decíamos todos.

Allí se veía, como si quisiera beber agua del Tajo, arrastrando su cuerpo, larga y desesperadamente, hasta el filo del cauce. Y así quedó, iba ya para un mes. Las manos, aferradas a unas míseras yerbas. Su mono azul, que parecía vacío, incrustado a la tierra amarilla.

Sólo el viento esparcía jugando, desordenaba moviéndolos, sus delgados cabellos caoba, que en las pausas de calma llovían sobre la margen seca como un mínimo sauce lloroso.

—¿Oyes?

Desde las grietas altas del Alcázar, los alumnos de Infantería y los guardias civiles cercados tiraban sobre ella. ¡Plac! ¡Plac! Picotazos de polvo saltaban alrededor de su sueño.

¡Plac!

—¿Oyes? Juegan al blanco con la miliciana.

Aires de trigo recién cortado y Flao-Tines de avena habrán sido su infancia. Olor a oscura petaca de tabaco negro, encendido por chispas de yesca, habrán puesto en su piel de niña campesina las manos aradas del padre. Y en la penumbra del rincón de la alcoba, junto a la cabecera del empinado lecho matrimonial, canciones de amapolas, sábanas de alhucema y lento sueño humilde de vacas y corderos paciendo, la voz y las manos desveladas de la madre habrán extendido sobre sus ojos de futura zagala o, más tarde, de pobre jornalera del campo.

—Sería de aquí, de Toledo.

—Puede ser. Pero ninguno lo supimos nunca. Quizás de Bargas, de Olías, de Mora...

¡Héroes anónimos de mi patria; muchachos y mozas sin nombre, ya mezclados a las raíces de la tierra, a veces innominada, de entre dos pueblos, un valle o de una de esas colinas que los partes de guerra designan en la noche sólo con un número! Sangre vieja y niña de mi país, sangre sagrada de mis héroes, sangre sufrida, sangre valiente, sangre ejemplar y verdadera: yo te saludo y me mojo de ti en esta tarde bombardeada de junio; yo me fundo contigo, me baño, me lleno de tu sangre, sangre madre, vino, solera española, solera antigua, regadora, productora de pechos gloriosos, orgullo de mi cielo.

Sangre parada, inmóvil, de la miliciana del Tajo: ¡Salud!

—Sería de aquí, de Toledo, de una de estas calles quebradas, de estas grietas profundas por donde un hombre con los brazos en cruz no cabría; de uno de estos enjutos pasillos, hechos más para la conducción del aire o del agua, y cuyos nombres nos va clavando una sombra de nostalgia perenne:

Pozo Amargo.
Alfileritos.
Hombre de Palo.
Las Recogidas.
El Can.
Los Niños Hermosos...

Y un patinillo agobiado de geranios y malvarrosas colorearía su infancia. Un aljibe fresco, con el eco sonoro de la humedad, devolvería su nombre y alejaría su imagen hacia el fondo, ya en el descenso del estío. ¡Oh, niñez popular de patios y engañosos callejones sin salida, de plazuelas y puentes toledanos, de murallas dentadas, de ríos con saucedas y barquichuelos, de torreadas puertas imperiales!
O quizás, no. Quizás el recién llegado tenga que imaginar para ti, caída miliciana del Tajo, una triste niñez de interiores con velos de madrastras, tías guardadoras; una trágica adolescencia de rincones oscuros, con cuentas de rosario y sucias, turbias, crueles amonestaciones de una obscena miseria eclesiástica:

—Ese descote, sobrina.
—Nada de medias transparentes.
—¿Qué libro es ese que hoy traes? Tendré yo que leerlo primero.
—Te vas a condenar, sobrina; esa blusa te ciñe demasiado.
—¡Horror! Se te señalan los pezones.
—No se cruzan las piernas en el paseo.
—¿Eres casta, sobrina?
—Pecas en soledad contigo misma. ¡Anda, niégalo! ¿Pero es que acaso no lo gritan esa palidez y esas ojeras?
—Tendrás que confesarte mañana.

Y otras miles de impúdicas advertencias que te habrán llenado de espanto las noches, apretado de temores los días y llevado, al fin, a morir, en un arranque de rebelada desesperación heroica, contra la tierra amarilla del borde de tu río, el más verde y mejor cantado de España.

¡Oh, dolor, dolor, dolor! Dolor de vidas españolas, de españolas.

Nacen y mueren millones de mujeres en mi patria, oscura, tristemente: aquéllas, doblando el espinazo lo mismo que los bueyes sobre el surco, que esas muías que acarrean escombros; éstas, rígidas, nebulosas, las manos caídas de ignorancia, paradas hasta ese definitivo momento en que otras, también inútiles para este suelo, se las hacen cruzar sobre el tórax vacío, pasándoles entre los dedos mustios la imagen del Crucificado.

¡Oh crimen, oh eslabonados siglos de crímenes, que sólo ahora estos ríos encendidos de sangre pueden romper y abrasar para siempre!

Desde dentro de aquella pesadumbre, de aquellos poderosos murallones foscos y terribles del Alcázar, parapetados tras las mujeres y los niños arteramente arrancados a los hogares humildes de los hombres que habían de convertirse al punto en milicias del pueblo, los uniformes, abusivos e indignos, las odiadas guerreras señoritas de los alumnos de Infantería, peste de Toledo, hermanados con la Guardia Civil, aguantaban el sitio, la humana y noble conducta de aquellos primeros espontáneos defensores de España.

Nunca, nunca sabréis, hijos de condes y marqueses podridos, torpe Iglesia feudal, más que negra y embrutecida; casta parasitaria de vejadores militares, analfabetos tricornios engañados; nunca sabréis del hundido dolor de este pueblo que vivíais humillando, de la clara niñez que corre por sus venas viejísimas, de su ancho corazón lleno de cánticos de aurora.

Y moriréis todos como sordos, como mudos, como monstruos de ceguedad y malvada ignorancia. Así. Tarde o temprano. Ahora, o un poco después.

—Esa niña no puede con los sacos.
—¡Eh, tú, miliciana!

¡Ay, sacos terreros entre los jardinillos toledanos! Trincheras primitivas, parapetos ingenuos levantados y construidos por manos voluntarias de las primeras horas!

Y ella era fuerte, aunque por su delgadez y juventud no lo pareciera.

—Para algo he venido yo aquí, compañeros. Dejadme. Soy tan soldado como vosotros —decía—. Tan miliciano.

Pero la ayudábamos a levantar las piedras en las noches pesadas de julio.

«¡Qué Toledo celeste, derretido, parecía bajar entonces de la aguja más alta de la catedral y de las torres cenicientas de la luna!», pensó el recién llegado.

Ella era naturalmente seria. Hablaba poco la miliciana. Pero un día:

—Me aburre, me harta este fusil, ¿sabéis? —declaró de repente.

Y le enseñamos nosotros, que casi no sabíamos, a manejar la ametralladora.

¡Héroes de los primeros días de la guerra!

¡Hombres viejos y jóvenes, mozas y mozos ignorados que brotasteis de súbito de los más hondos resquicios ibéricos con el mismo vigor y lozanía de los trigos, con la misma dureza de los cardos, de las ramas silvestres! Entonces os llamasteis Milicias. ¡Milicias populares! Se ensoledaron las aldeas; los pastores, por primera vez desde hacía siglos, abandonaron los rebaños; de las montañas bajaron los lobeznos. ¡Oh sangre guerrillera española, milicianos de las cumbres y las llanuras, héroes del corazón desbordado, hoy disuelto en los ríos, seco al sol de las peñas o bajo el mar y el verdor de los árboles: sólo vosotros habéis hecho posible este honor mantenido, este ejemplo que España da al mundo!

Así tú, inmortal miliciana del agua, niña anónima, nuestra muerta del Tajo.

—¡Por ahí no, miliciana! ¡Por ahí, no! ¡Qué angustia!

Una luz que rompía por los filos huesudos, pelados del paisaje, abrió fuego sobre las puntas del Alcázar, las torres y los paredones más altos de la ciudad. Abajo, aún el río se arrastraba, oscuro.

—¿Adonde vas, miliciana? ¡Vuélvete!
—Mira que te equivocas. ¡Que te equivocas!
—¡Por ahí, no!
—¡Que por ahí, no!
—¡Que por ahí no se puede pasar, miliciana! ¡Vuelve!
—¡Vuelve en seguida!

Pareció como si el eco, aun antes de salir, repitiera la mortífera ráfaga que bajando de entre aquellas piedras ya con sol de Oriente, hizo doblarla contra el suelo agostado, amarillo, todavía envuelto en vahos de la noche. Aferrándose a las pobres yerbas, medio cuerpo ya laso, la miliciana intentó arrastrar su agonía hasta el filo del agua. Pero entonces, de todos los rincones, de todas las grietas del funesto edificio, de todas las rendijas por donde el ojo de un fusil pudiera enviar la muerte, salió el odio cobarde, silbó la vil ignominia, el turbio ensañamiento de aquellos caballeros alumnos y guardias civiles, que cercaban las honestas armas del pueblo.

—Por ahí, no.
—Por ahí, no —le gritamos mil veces.

Ya inútil.

Y así quedaste, así, incrustada en la tierra, que es roca en Toledo, grave niña de España, inmortal miliciana del Tajo.


Rafael Alberti
Relatos (1937-1938)
Iincluido en El poeta en la calle (Obra civil). Aguilar, 1978










1 comentario:

  1. nO SE SI LLORAR O CAGARME EN ESE DIOS AL QUE PUSIERON COMO ESCUSA PARA ASESINAR A ESTE PUEBLO QUE SOLO DESEABA PAZ Y LIBERTAD

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