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1176. Madrid se salvo por un papel




Los madrileños se han puesto a levantar barricadas. Cada uno hace la suya a su gusto y según su concepto particular de la estrategia. Los vecinos de cada calle tienen a orgullo que su barricada sea la mejor de todo el barrio. Como cada cual concibe la guerra como un asunto privado y todos creen que la gran batalla para el aniquilamiento del fascismo internacional tendrá lugar a la puerta de su casa, se prescinde alegremente de toda consideración general y las barricadas cortan arbitrariamente la circulación, impidiendo el paso de camiones y retardando los movimientos de tropa y los suministros.

Hombres, mujeres y niños trabajan febrilmente levantando el adoquinado y llenando con tierra los sacos de que disponen; cuando se les acaban los sacos llenan de tierra unas bolsas de papel que han improvisado, los bidones usados, los tiestos, los pucheros, todo cuanto tienen a mano. Durante todo el día los madrileños se entregan frenéticamente a esta tarea, con una tenacidad y un apresuramiento de hormigas. Los aviadores enemigos, que observan constantemente, deben tener la sensación de que Madrid es un hormiguero súbita y colectivamente enloquecido.

Las órdenes del mando no se cumplen porque falta todavía el enlace entre la autoridad recién instalada y el pueblo rebelde. Se carece de organización y sobran, en cambio, iniciativas particulares. ¿Qué hace esa Junta de Defensa?, pregunta despectivamente en un manifiesto el comité de Casas de Vecinos. Más que de las órdenes del Mando, el pueblo se fía de los consejos de sus innumerables comités, que lanzan las más inverosímiles instrucciones para la guerra. Se aconseja al vecindario que prepare botellas con líquidos inflamables para lanzarlas desde las ventanas y balcones. Se organiza la resistencia desde los pisos entresuelos, asegurando que un tanque, en una calle, es inofensivo para quienes estén en alto. Desde las ventanas se puede destrozar a la caballería. Hay que hacer hoyos en las calles, para que los tanques caigan en ellos. Las ventanas, sobre todo, son el gran elemento de esta rudimentaria estrategia; desde una ventana —dicen textualmente las instrucciones— «se puede arrojar sobre el invasor todo lo que se quiera».

En cambio, faltan hombres y elementos para levantar racionalmente las fortificaciones de Madrid.  El general Miaja que, como comandante militar de Madrid, tenía trazado un plan de defensa que no pudo ser llevado a cabo mientras hubo gobierno, encomienda ahora los trabajos de fortificación al coronel Ardid.

Secundado por unos cuatro mil obreros del ramo de la construcción y por unas docenas de arquitectos, maestros de obras y aparejadores que sustituyen a los oficiales de ingenieros que han desertado, el coronel Ardid acomete la obra de fortificar Madrid. Se construyen unos parapetos racionales en las vías auténticamente amenazadas y se convierten en verdaderos reductos fortificados algunos edificios con positivo valor estratégico. Asegurada así en veinticuatro horas la defensa interior de Madrid, el coronel Ardid comienza en las afueras el verdadero sistema de fortificaciones que meses después ha de ser considerado por los técnicos extranjeros como perfecto en su género.

Pero no hay hombres bastantes. Al lado de los voluntarios que van a cavar trincheras y de los que se baten en ellas, siguen haciendo su vida normal muchos miles de ciudadanos que consideran todo aquello como un caso de locura colectiva y se mantienen al margen de los acontecimientos, procurando no significarse en nada que pueda hacerles víctimas de la represión si Franco consigue entrar en Madrid. Se someten dócilmente a las incomodidades y peligros de la guerra, siguen ejerciendo puntualmente sus funciones y toda su preocupación es hurtar el bulto y buscar qué comer. Los exaltados les acosan y les increpan, llamándolos fascistas. Pero no es verdad que lo sean. Ellos, los indiferentes, los inconmovibles, los que se limitan a estar en su puesto y a cumplir con su deber estrictamente, son los que han hecho posible el milagro de que la vida ciudadana continúe indefinidamente con un ritmo casi normal en medio del caos de la guerra. ¡Qué difícil es paralizar la vida de una gran ciudad! ¡Qué inercia formidable tiene el mecanismo de la urbe   moderna! Las cartas llegan a su destino, los cines y los teatros funcionan, se despachan los expedientes de viejos pleitos, se cuidan los jardines y circulan los tranvías. Se da el caso, único en el mundo, de que los milicianos de Madrid van a hacer la guerra en tranvía cuya parada es el frente mismo.

Todo el mundo sigue en su puesto. Lo que no hay es hombres bastantes para trabajar en las fortificaciones. Con los cuatro mil obreros de la construcción no basta. En un momento de peligro, el coronel Ardid dispone que doscientos hombres vayan a cavar trincheras en un lugar por donde se teme una acometida inmediata. No hay los doscientos hombres. Los improvisados oficiales de ingenieros salen del ministerio de la Guerra con los camiones vacíos. No llevan en ellos más que los picos, palas y azadones necesarios para la obra. Cada camión se coloca ante una boca del Metro, los oficiales al pie con la pistola en la mano. Llega un tren y van saliendo incautamente los viajeros, a los que, sin explicaciones, se obliga, de grado o por fuerza a subir al camión. Claman al cielo las protestas:

—¡Yo soy empleado de…!
—Al camión.
—¡Yo soy afiliado al…!
—Al camión.
—¡Yo soy hijo de…!
—Al camión.
—¡Yo soy antifascista!
—Antifascistas son los que hacen falta. ¡Al camión!

Parten los camiones con sus doscientos hombres aterrorizados y llegan hasta las avanzadas.

—Dadles coñac y a trabajar de firme. Mientras más pronto terminen más pronto volverán a sus casas.

Bajo el fuego de la artillería enemiga, aquellos pobres hombres cavan trincheras desesperadamente.

Llega otro camión con una docena de muchachos bien vestidos.

—Estos estaban jugando al póquer. Los manda el general Miaja personalmente, para que se distraigan cavando.

Merced a estos procedimientos expeditivos, se reclutan los hombres que han de ir levantando la inexpugnable línea de fortificaciones. El terror que estas medidas producen ocasiona un movimiento de contracción en la masa neutral. La siniestra fama de las cuadrillas de asesinos que en los primeros tiempos se impusieron por el terror, hace que las familias de los que son llevados a viva fuerza a trabajar en las fortificaciones, pasen horas horribles de angustia, que solo se disipa cuando, al anochecer, ven volver a su deudo, aspeado, molido, lleno de terror y con las manos destrozadas. Pero aquellos hombres han visto el frente y han sufrido el fuego de la artillería y los aviones; esto les basta para sentirse felices y solidarizados con los luchadores, cuando, al volver a sus hogares, piensan que allí, en aquellas trincheras, quedan muchos miles de hombres que han de afrontar la muerte hundidos en el barro. Es la guerra…

La segunda jornada de la defensa de Madrid ha sido durísima. La presión del enemigo se acentúa y caen hombres a docenas bajo el fuego de la artillería enemiga, que bate eficazmente las trincheras y desmonta sistemáticamente las piezas que pone en línea la República. Hay solo un hecho satisfactorio. Desde hace treinta y seis horas se lucha en el mismo sitio. Por primera vez no se ha retrocedido.

Los milicianos de Madrid resisten; aquellos hombres que horas antes no conocían el manejo del fusil, tienen ahora el cuerpo dolorido de tantos disparos como han hecho. Ateridos de frío, rendidos por la fatiga y la tensión de nervios, siguen resistiendo. Las columnas enemigas, al chocar con esta resistencia, se corren hacia su izquierda y sus tanques van abriéndoles un camino hacia la Casa de Campo.

El enemigo más terrible es el tanque. Frente al tanque el miliciano se siente impotente e indefenso. Pero en uno de estos sectores del Oeste ha surgido un hombre providencial, un héroe que pronto tendrá el rango de los hombres legendarios: Antonio Coll.

Antonio Coll era marinero  y estaba prestando servicio en el ministerio de Marina. Destacado en una posición avanzada aguanta el ataque de los tanques enemigos, agazapado en un repliegue del terreno y provisto de un cinturón cargado de bombas de mano. Cuando el artefacto enemigo está a pocos metros, el marinero Coll se endereza súbitamente y una tras otra arroja sobre él sus bombas. Vuelve de un salto a su escondite y ve cómo el tanque se detiene y de su interior comienza a salir una espesa columna de humo. Los milicianos contemplan estupefactos el milagro. ¡Los tanques no son invulnerables! El monstruo acorazado puede ser destruido por un solo hombre si tiene corazón bastante para ponerse ante él a pecho descubierto con una granada en la mano. El mito de David y Goliat revive en las trincheras republicanas y el heroísmo del marinero Antonio Coll crea una moral nueva, la mística del «antitanquista», la psicología del «cazador de tanques», el tipo de soldado mejor y más eficaz que ha tenido la República.

Antonio Coll perece acribillado por las ametralladoras de un tanque al intentar la repetición de su hazaña. Pero el mito está ya creado y de él saldrán divisiones enteras de hombres que se harán matar heroicamente por llevar dignamente el prestigio romántico de este solo título: «Cazador de tanques».


La revelación salvadora.

El general Miaja y el teniente coronel Rojo, su jefe de Estado Mayor, trabajan febrilmente para ir encuadrando las fuerzas de que disponen en una verdadera organización militar. En las avanzadas se soporta difícilmente la presión enemiga, cada vez más fuerte. ¡Si no entran será un milagro!, repite el general Miaja.

Pero este segundo día de batalla se ha producido un hecho que va a tener una influencia decisiva para Madrid; un hecho extraordinario, casi milagroso.

El comandante Trucharte, que manda uno de los batallones de carabineros destacados en las avanzadas de la carretera de Extremadura, anuncia su deseo de entrevistarse inmediatamente con el general Miaja. Este le recibe en el acto y escucha el siguiente informe:

—Durante la noche pasada, un carro de asalto enemigo, que evolucionaba audazmente, ha sido alcanzado por nuestros disparos, que le han inmovilizado a poca distancia de nuestras avanzadas. Un grupo de milicianos ha salido de sus parapetos y se ha apoderado del tanque inutilizado, encontrando en su interior los cadáveres de sus tripulantes. Uno de ellos era un comandante, precisamente el jefe de la sección de tanques del ejército nacionalista. En sus bolsillos se han encontrado varios documentos importantes y, entre ellos, uno importantísimo: la orden de ataque dada a las tropas por el general en jefe que dirige las operaciones sobre Madrid.

El general Miaja coge el documento, le pasa la vista por encima y sus manos tiemblan de emoción. El encabezamiento dice textualmente: «Orden general de operaciones número 15. En mi Cuartel General, a las diez horas del día seis de noviembre de 1936. Misión para el día “D”…».

—¿El día «D»? ¿Cuál será el día «D»?

—El día «D» puede ser mañana.

Miaja, Rojo y sus colaboradores del Estado Mayor se inclinan anhelantes sobre aquel documento revelador que les envía la providencia. Tienen en sus manos nada menos que la salvación de Madrid.


Manuel Chaves Nogales
La Defensa de Madrid - Capítulo IV



La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.

María Isabel Cintas Guillén , tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.









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