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1207. Imagen primera y definitiva de Pedro Salinas

Pedro Salinas Serrano
(Madrid, 27 de noviembre de 1891 - Boston, 4 de diciembre de 1951)


He tardado más de diez días en comprobarlo, en adquirir la absoluta, irremediable certeza. Primero fue el último editor de su poesía, nuestro noble y seguro Losada: «Me dicen que ha muerto, que alguien de su familia lo ha escrito a no sé quién en una carta...» Pero ¿dónde? ¿Y de dónde la súbita noticia? ¿Y cómo ni siquiera ese mínimo cable que nos salta de pronto en la mañana al abrir el diario? «Ha muerto, sí, me lo aseguran...» ¿Que ha muerto? ¡Tan grande y fuerte como era, es decir, como es, porque...! Unos nos afirmaban no hace mucho que lo habían visto en Cuba; otros, que en Puerto Rico; otros... Pero ¿será posible que un poeta como él no despierte en su último trance ni esas pocas palabras periodísticas que se añaden de primer momento a la urgencia de un telegrama? Parecería mentira. Mas su editor, Losada, ya me lo había afirmado. Pero yo, dudándolo, contento, hasta no verlo escrito, quise vivir en la esperanza de que alguien desmintiese la noticia. Y no se desmintió. Mis propios ojos, al fin, no sólo la leyeron, sino que sobre el comentario alabando su obra y llorando su muerte pudieron ver al poeta en uno de aquellos juveniles retratos, imagen rubia y alta que me trajo al recuerdo los días inaugurales de nuestra amistad en los jardines de la Residencia de Estudiantes.

Era entonces Pedro Salinas profesor de literatura castellana en los cursos para extranjeros que allí, en la Residencia madrileña de los Altos del Hipódromo, comenzaban en los primeros días de verano. Todavía, aquel año (1924), Federico García Lorca no se había marchado de vacaciones a su Granada. El fue quien me lo presentó, llamándolo, entre serio y gracioso, don Pedro. ¡Don Pedro! (Luego, comprendí que este don, que tan impropio y casi risible me sonara al pronto aplicado a un joven poeta, le iba bien a Salinas, pues a pesar de su franca alegría y abierta bondad, siempre hubo en él —y tal vez su desmañada corpulencia fuera la causante— algo que parecía justificarlo.) Ya Salinas, cuando lo conocí, era el autor de Presagios, su primer libro de poemas, aparecido con un retrato lírico de Juan Ramón Jiménez. Muy pronto don Pedro se hizo amigo mío, amistad que aumentó al aparecer mi Marinero en tierra y que subió, generosa, de grados cuando a raíz de Sobre los ángeles diera una magnífica conferencia sobre este libro. Siempre quise a Salinas y oí con gran respeto sus juicios literarios, viéndonos con bastante asiduidad hasta poco después de la caída de la monarquía. Pero desde La voz a ti debida (1933), el canto de amor que puso más luz y transparentada sombra a su obra poética, ya lo frecuenté poco, sin que por esto nuestra amistad no se hiciera a distancia señales luminosas. La República española se hallaba ya mordida en lo oscuro por sus peores dientes enemigos. Estallada la revolución de Asturias y reprimida con ferocidad anunciadora de los procedimientos que iba luego a establecer el franquismo, algunos de los poetas de mi generación comprendimos que nuestra voz era velada, difícil de escucharse en medio del clamor subido de la sangre y la nueva garganta de nuestro pueblo. Y quisimos alzarla, poniéndola a la altura de su grito, que alcanzó su más erguido grado de agudeza el día 18 de julio de 1936. Pero entonces, cuando este brusco cambio de temperatura, no fueron sólo algunos, sino todos los mejores poetas de España, precisamente aquellos motejados de puros, los que supieron con dignidad servirla: unos, con las armas y sus poemas, y otros, los que así no pudieron, con el ejemplo leal de su conducta. Pedro Salinas, aunque distante de la guerra, en suelo americano, perteneció a estos últimos.

Ahora, Pedro Salinas, don Pedro, acaba de morir en el destierro, signo de su fidelidad a España que él había comprendido como un despertar lleno de gallos prometedores de una nueva aurora. Ha muerto en Nueva York, lejos de su Madrid —¡aquella azotea suya en el barrio de Salamanca!—, entreviendo tal vez en la última luz de sus ojos perdidos los chopos verdes de la Residencia contra el azul fundido de los montes guadarrameños.

¡Muerte de los desterrados!
Hay noches que por la mar
van y no vuelven los barcos.

Descanse en paz el cuerpo de Pedro Salinas, en espera de que algún día lo reciba la tierra aquella a quien debió la voz que lo hiciera cantar, llenándolo del viento de la más noble, eterna poesía.


Rafael Alberti

Pertenecen estas imágenes al libro titulado «Imagen primera de...», incluido en otro tomo de estas obras. La «Imagen sucesiva de Antonio Machado» es continuación de la aparecida en aquel libro. La de Pedro Salinas se publica por primera vez en 1968.





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