He tardado más de diez días en comprobarlo, en
adquirir la absoluta, irremediable certeza. Primero fue el último editor de su
poesía, nuestro noble y seguro Losada: «Me dicen que ha muerto, que alguien de
su familia lo ha escrito a no sé quién en una carta...» Pero ¿dónde? ¿Y de
dónde la súbita noticia? ¿Y cómo ni siquiera ese mínimo cable que nos salta de
pronto en la mañana al abrir el diario? «Ha muerto, sí, me lo aseguran...» ¿Que
ha muerto? ¡Tan grande y fuerte como era, es decir, como es, porque...! Unos
nos afirmaban no hace mucho que lo habían visto en Cuba; otros, que en Puerto
Rico; otros... Pero ¿será posible que un poeta como él no despierte en su
último trance ni esas pocas palabras periodísticas que se añaden de primer
momento a la urgencia de un telegrama? Parecería mentira. Mas su editor,
Losada, ya me lo había afirmado. Pero yo, dudándolo, contento, hasta no verlo escrito,
quise vivir en la esperanza de que alguien desmintiese la noticia. Y no se
desmintió. Mis propios ojos, al fin, no sólo la leyeron, sino que sobre el
comentario alabando su obra y llorando su muerte pudieron ver al poeta en uno
de aquellos juveniles retratos, imagen rubia y alta que me trajo al recuerdo
los días inaugurales de nuestra amistad en los jardines de la Residencia de
Estudiantes.
Era entonces Pedro Salinas profesor de literatura
castellana en los cursos para extranjeros que allí, en la Residencia madrileña
de los Altos del Hipódromo, comenzaban en los primeros días de verano. Todavía,
aquel año (1924), Federico García Lorca no se había marchado de vacaciones a su
Granada. El fue quien me lo presentó, llamándolo, entre serio y gracioso, don Pedro.
¡Don Pedro! (Luego, comprendí que este don, que tan impropio y
casi risible me sonara al pronto aplicado a un joven poeta, le iba bien a
Salinas, pues a pesar de su franca alegría y abierta bondad, siempre hubo en él
—y tal vez su desmañada corpulencia fuera la causante— algo que parecía
justificarlo.) Ya Salinas, cuando lo conocí, era el autor de Presagios, su
primer libro de poemas, aparecido con un retrato lírico de Juan Ramón Jiménez.
Muy pronto don Pedro se hizo amigo mío, amistad que aumentó al aparecer mi Marinero
en tierra y que subió, generosa, de grados cuando a raíz de Sobre
los ángeles diera una magnífica conferencia sobre este libro. Siempre
quise a Salinas y oí con gran respeto sus juicios literarios, viéndonos con
bastante asiduidad hasta poco después de la caída de la monarquía. Pero desde La
voz a ti debida (1933), el canto de amor que puso más luz y
transparentada sombra a su obra poética, ya lo frecuenté poco, sin que por esto
nuestra amistad no se hiciera a distancia señales luminosas. La República
española se hallaba ya mordida en lo oscuro por sus peores dientes enemigos.
Estallada la revolución de Asturias y reprimida con ferocidad anunciadora de
los procedimientos que iba luego a establecer el franquismo, algunos de los
poetas de mi generación comprendimos que nuestra voz era velada, difícil de
escucharse en medio del clamor subido de la sangre y la nueva garganta de
nuestro pueblo. Y quisimos alzarla, poniéndola a la altura de su grito, que
alcanzó su más erguido grado de agudeza el día 18 de julio de 1936. Pero
entonces, cuando este brusco cambio de temperatura, no fueron sólo algunos,
sino todos los mejores poetas de España, precisamente aquellos motejados de puros, los
que supieron con dignidad servirla: unos, con las armas y sus poemas, y otros,
los que así no pudieron, con el ejemplo leal de su conducta. Pedro Salinas,
aunque distante de la guerra, en suelo americano, perteneció a estos últimos.
Ahora, Pedro Salinas, don Pedro, acaba de morir en el
destierro, signo de su fidelidad a España que él había comprendido como un
despertar lleno de gallos prometedores de una nueva aurora. Ha muerto en Nueva
York, lejos de su Madrid —¡aquella azotea suya en el barrio de Salamanca!—,
entreviendo tal vez en la última luz de sus ojos perdidos los chopos verdes de
la Residencia contra el azul fundido de los montes guadarrameños.
¡Muerte de los desterrados!
Hay noches que por la mar
van y no vuelven los barcos.
Descanse en
paz el cuerpo de Pedro Salinas, en espera de que algún día lo reciba la tierra
aquella a quien debió la voz que lo hiciera cantar, llenándolo
del viento de la más noble, eterna poesía.
Rafael Alberti
Pertenecen estas imágenes al libro titulado «Imagen primera de...», incluido en otro tomo de estas obras. La «Imagen sucesiva de Antonio Machado» es continuación de la aparecida en aquel libro. La de Pedro Salinas se publica por primera vez en 1968.
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